9

Lo más difícil fue dar el primer paso: salir por la puerta, cruzar la calle y recorrer el caminito que llevaba al porche del señor Crowley. Antes de llamar vacilé. Si me había visto en el lago, si sospechaba en lo más mínimo que conocía su secreto, podía matarme allí mismo. Llamé a la puerta. Estábamos varios grados bajo cero, pero saqué las manos de los bolsillos, listo para equilibrarme si tenía que salir corriendo.

La señora Crowley abrió la puerta. ¿También sería un demonio?

—Hola, John. ¿Cómo estás hoy?

—Bien, señora Crowley. ¿Y usted?

Oí un crujido detrás de ella, dentro de la casa; era el señor Crowley yendo lentamente de una habitación a otra. ¿Sabía ella lo que era él?

—Bien, gracias. ¿Qué te trae por aquí una tarde tan fría?

La señora Crowley era vieja y pequeña, la ancianita más típica que he visto nunca. Llevaba gafas y en ese momento me di cuenta de que él no: ¿robaba ojos siempre que los viejos se le gastaban?

—Anoche nevó —dije—, quiero despejarles los caminos.

—¿El Día de Acción de Gracias?

—Sí. La verdad es que no tengo nada más que hacer.

La señora Crowley sonrió tímidamente.

—Ya sé por qué has venido… Quieres un chocolate caliente.

Sonreí; una sonrisa practicada con mucho cuidado, diseñada para que me diera exactamente el aspecto de un niño de doce años al que han pillado con una trampa inocente. Había estado ensayándola toda la noche. La señora Crowley me daba chocolate siempre que le retiraba la nieve de las salidas; era el único momento que me invitaban a entrar. Aquel día fui allí porque necesitaba que me invitasen a entrar: tenía que ver si el señor Crowley estaba sano o enfermo y lo mal que se encontraba. Tarde o temprano iba a tener que matar de nuevo, y, si yo quería que la policía lo pillara en el acto, necesitaba saber exactamente cuándo iba a ocurrir.

—Ahora mismo lo pongo en el fuego —dijo—. La pala está en el cobertizo.

Cerró la puerta y yo rodeé la casa; mis pasos hacían crujir la nieve suavemente. Aquello había empezado.

El señor Crowley salió al porche unos minutos más tarde: la viva imagen de la salud. Caminaba erguido, con la cabeza bien alta, y no tosió ni una sola vez. Las nuevas extremidades le estaban dando buen resultado. Se acercó hasta el pasamanos del porche y me observó. Intenté no hacerle caso, pero estaba demasiado nervioso como para darle la espalda. Me incorporé y me volví hacia él.

—Buenas tardes —dije.

—Buenas tardes, John —contestó; estaba más alegre de lo que le había visto nunca. No podía identificar si sospechaba de mí o no.

—¿Ha tenido un buen Día de Acción de Gracias?

—Ha estado bien —respondió—. Ha estado bien. Kay hace un pavo de primera; el mejor de todo el estado, creo yo.

No me estaba vigilando, sino que miraba a todas partes: la nieve, los árboles, las casas, todo. Diría que estaba feliz y supongo que esto era lógico: tenía un par de flamantes pulmones nuevos y literalmente era como si hubiera vuelto a la vida. Me preguntaba cuánto tiempo le iba a durar.

No me iba a matar y tampoco parecía sospechar que yo conociera su secreto. Satisfecho de que por ahora yo estuviera a salvo, volví a apartar paladas de nieve.

Durante las dos semanas siguientes pasé los días quitando nieve y las noches rezando por que cayera más. Cada dos o tres días buscaba una excusa nueva para ir a ver a los Crowley: despejar la última nevada, cortar leña para el fuego o ayudarles a cargar la compra. El señor Crowley estaba más amable que nunca: hablaba y bromeaba con su mujer y la besaba. Parecía un dechado de buena salud, hasta que un día, descargando una bolsa de la compra, descubrí un laxante.

—Tiene la tripita mal —dijo la señora Crowley con una sonrisa traviesa—. Ya no podemos comer como antes; las cosas empiezan a fallarnos.

—Vaya, creía que estaba sanísimo.

—Es un problema de nada; la digestión —dijo—. No hay de qué preocuparse.

Bueno, no a menos que el señor Crowley se haya encaprichado de tu sistema digestivo.

Sin embargo no temía por ella. Seguramente no valía la pena robar unos órganos de setenta años de edad, pero no era sólo por eso. La trataba muy bien, la saludaba con un beso cada vez que entraba en la habitación donde estaba ella. Aunque no fuera más que una tapadera, a ella no iba a hacerle daño.

El 9 de diciembre, un sábado bien entrada la noche, el señor Crowley salió discretamente de casa y le quitó las matrículas a su coche. Yo estaba completamente vestido, vigilando desde la ventana y, tan pronto como guardó las matrículas y se marchó con el coche, bajé a hurtadillas y salí por la puerta lateral. El viento soplaba lo suficiente como para atravesar la bufanda y helarme la cara, y no tenía más remedio que ir despacio para no perder el equilibrio sobre las carreteras heladas. Había quitado los reflectores de la bici y en aquella negrura era prácticamente invisible, pero no tenía miedo de que me atropellaran. Las calles estaban prácticamente desiertas.

El señor Crowley también conducía lentamente y seguí los pilotos traseros a cierta distancia. A esas horas lo único que estaba abierto era el hospital y el Flying J, uno en cada punta del casco urbano. Supuse que iba a este último para coger a alguien que pasara por allí, pero la verdad es que se dirigió poco a poco hacia el diminuto centro urbano. Tenía sentido: a esas horas seguramente estaba totalmente solitario, y si encontraba a alguien lo podría matar con total impunidad. No había comercios abiertos ni casas ni testigos para oír los gritos.

De pronto otro automóvil dobló la esquina por delante de mí y se detuvo en un semáforo junto al señor Crowley. Era un coche de policía. Imaginé que le estarían preguntando si estaba todo bien, si necesitaba alguna cosa, si había visto alguna circunstancia sospechosa. ¿Le preguntaron acaso por las matrículas? ¿Se habrían dado cuenta siquiera de que no estaban? El semáforo se puso en verde y permanecieron allí un momento más, pero después arrancaron. Los polis siguieron recto y el señor Crowley giró a la derecha. Pedaleé con fuerza para alcanzarlo y, previendo la ruta que iba a tomar, me metí por una callejuela para evitar la luz de las farolas. No quería ser visto ni por Crowley ni por los polis.

Cuando me encontré de nuevo con él, Crowley se había detenido a un lado y estaba hablando con un hombre parado en la acera. Estuve unos minutos observando y vi que éste se erguía un par de veces para mirar calle abajo; no buscaba nada, simplemente echaba un vistazo. ¿Sería él el elegido? Llevaba una parka oscura y una gorra de béisbol, lo que no era ni mucho menos suficiente abrigo para el tiempo que hacía ni la hora que era. Estaba prácticamente seguro de que Crowley se había ofrecido a llevarlo a alguna parte: «Ven a resguardarte del frío. Subo la calefacción y te llevo adonde necesites ir. A mitad de camino, te sacaré las tripas como a un pescado».

El hombre volvió a levantar la vista. Yo lo miraba sin respirar y realmente no era capaz de decir si quería que entrase en el coche o no. Iba a llamar a la poli, por supuesto, pero igual no llegaban a tiempo. ¿Qué podía hacer si ese tipo moría? ¿Debería abortar mi plan y acercarme corriendo para avisarlo? Si lo salvaba, Crowley buscaría a otra persona y ya está. No podía pasarme la vida siguiéndolo para advertir a sus víctimas. Tenía que arriesgarme y esperar el momento justo.

El hombre abrió la puerta del copiloto y entró en el coche. Ya no había vuelta atrás.

Fuera de la gasolinera de la calle Main había una cabina y, si llegaba a tiempo, podía llamar a la comisaría y decirles que buscaran el coche. Quizá arrestarían a Crowley o le dispararían; en cualquier caso, todo se habría acabado. El coche de Crowley giró a la derecha y yo fui hacia la izquierda; me quedé entre las sombras hasta que lo perdí de vista.

Cuando llegué a la cabina tapé el auricular con la bufanda y no me quité los guantes para no dejar huellas. No quería que nadie pudiese relacionar la llamada conmigo.

—Servicio de emergencias. ¿Dónde es la emergencia?

—El asesino de Clayton tiene otra víctima en el coche, ahora mismo. Dígale a la policía que busque un Buick LeSabre blanco, entre el centro y el aserradero.

—Él… —La persona al otro lado del teléfono hizo una pausa—. ¿Dice que ha visto al asesino de Clayton?

—Lo he visto con una nueva víctima —dije—. Envíe a alguien inmediatamente.

—¿Tiene alguna prueba de que ese hombre es el asesino? —me preguntó.

—Lo vi matar a otra persona.

—¿Esta noche?

—Hace dos semanas.

—¿Informó a la policía de ese incidente? —El del teléfono parecía… aburrido.

—No me está tomando en serio. Va a matar a alguien ahora mismo. ¡Mande a la policía!

—Hemos avisado a la policía de que patrulle el área entre el centro y el aserradero por un aviso anónimo —dijo el telefonista aburrido—. El decimotercer aviso anónimo de la semana, si me lo permite. A no ser que prefiera darme su nombre.

—Se va a sentir un completo idiota por la mañana. Envíe a la policía; yo voy a intentar distraerlo un rato.

Colgué y me monté en la bici de un salto. Tenía que encontrarlos.

Habían girado en dirección al aserradero hacía casi diez minutos y podrían estar en cualquier parte, incluso en el lago Friqui. Volví a la calle Main, donde él había girado, para intentar seguir o adivinar la ruta que había tomado, pero a mitad de camino oí la puerta de un coche cerrarse de golpe y me acerqué a investigar. A una distancia de manzana y media, rodeado de escaparates en silencio y pobremente iluminado por la luz de la luna, el coche del señor Crowley estaba aparcado en un lado de la calle, detrás de otro automóvil. Crowley caminaba desde el maletero hacia un montón de algo que había en el suelo. A medida que me acercaba me di cuenta de que se trataba de un cuerpo sobre una lona. Había llegado demasiado tarde.

Dejé mi bicicleta en un lugar oscuro y me acerqué sigilosamente a Crowley, que estaba de espaldas. Llegué hasta la esquina, justo a media manzana de distancia, y me escondí en un hueco de uno de los escaparates. Supuse que el otro coche era de la víctima, averiado en el peor lugar posible, la peor noche posible: en la oscuridad, lejos de cualquier oído humano y cerca del señor Crowley. Al parecer él lo había encontrado buscando ayuda y se había ofrecido a echarle un vistazo.

En la lona, junto al cuerpo, había una acumulación de una sustancia viscosa, negra y humeante. Crowley ya había hecho el cambio —estómago, o intestinos o lo que quiera que necesitase en este caso— y había sido lo suficientemente previsor como para poner algo en el suelo que atrapara una prueba tan insalubre. Estiró las esquinas de la lona y se puso a enrollarla justo cuando se vieron las luces del coche patrulla. Me agaché mientras pasaban de largo por mi lado y a través de una esquina de cristal vi cómo el señor Crowley se detenía, inclinaba su cabeza un instante y se levantaba lentamente.

Uno de los policías salió del coche y sacó la pistola poniéndose a cubierto detrás la puerta abierta del automóvil. Su compañero era una silueta en el asiento del conductor que hablaba por radio. El cuerpo estaba enrollado y no se veía, pero en el suelo había sangre de cuando lo había atacado.

—¡Manos arriba! —dijo el poli. Yo conocía a alguno de los policías de Clayton, pero en la oscuridad no conseguí reconocer de quién se trataba—. ¡Túmbese en el suelo! ¡Ahora!

El señor Crowley se dio media vuelta, poco a poco.

—¡Señor, no se dé la vuelta! ¡Túmbese inmediatamente!

Crowley se había vuelto hacia ellos, alto y ancho dentro del chorro de luz de los faros. La sombra se extendía por detrás de él casi una manzana entera, como un gigante hecho de oscuridad.

—Gracias a Dios que han llegado —dijo Crowley—, acabo de encontrarlo. Creo que ha sido el asesino.

Crowley tenía los pantalones empapados de sangre de la víctima; me quedé alucinado de que se atreviera a intentar engañarlos.

—Vuélvase y túmbese boca abajo —ordenó el policía.

La pistola era como una extensión del brazo, negra y recta. Crowley tenía las garras escondidas; parecía totalmente humano, pero completamente amenazador. Tenía los ojos entrecerrados y una mirada lúgubre; la boca cerrada en una línea lisa y despojada de emoción.

—Vuélvase y túmbese boca abajo —repitió el agente el policía—, no se lo vamos a pedir otra vez.

Crowley parecía estar atravesando al policía con la mirada y me pregunté qué sentía en ese momento. ¿Ira? ¿Odio? Forcé la vista y vi un resplandor en su mejilla. Lágrimas.

Estaba triste.

El policía del lado del conductor abrió la puerta y salió del coche. Era más joven que su compañero y le temblaban las manos. Cuando habló, le temblaba la voz también.

—Los refuerzos están en camino —dijo.

Pero antes de que pudiera acabar la frase Crowley se abalanzó hacia ellos aún con forma humana, rugiendo con ira. El mayor de los dos policías le gritó un aviso y ambos empezaron a disparar. Una bala tras otra se estrellaron contra el pecho de Crowley, quien se desplomó.

—La hostia… —maldijo el joven.

El mayor bajó el arma lentamente y miró a su compañero.

—Sospechoso derribado —dijo—. Jamás hubiera pensado que era un aviso genuino. ¿Cuál es, el tercero de la noche?

—El cuarto —corrigió el joven.

—¿Y a qué esperas? ¡Llama a una ambulancia!

En un abrir y cerrar de ojos, Crowley estaba en pie, junto al poli viejo. Tenía la cara alargada de forma inhumana y la boca era un manojo trémulo de colmillos. Con unas zarpas blancas como el hueso rasgó el vientre del policía, quien murió prácticamente al instante. El demonio Crowley saltó por encima del coche patrulla hacia el joven, que chilló y empezó a disparar indiscriminadamente; una de las balas impactó en la esquina trasera del coche de Crowley, justo antes de que el demonio le saltara encima y lo derribara, fuera de mi campo visual. El policía chilló una vez más y luego se quedó en silencio.

La violencia cesó tan rápidamente como había estallado. El policía, el demonio, las pistolas, la calle, el cielo de aquella noche helada… todo estaba ahora en silencio, como una tumba.

Un momento después, Crowley apareció por el lateral del coche patrulla. Arrastraba ambos cadáveres con el brazo derecho, mientras el izquierdo le colgaba del costado, inutilizado. Volvía a ser plenamente humano. Desenrolló la lona y dejó caer los cuerpos de los policías junto a la primera víctima de la noche; después se quedó allí un momento, haciéndose una composición de la situación: tres cadáveres, un mar de sangre, dos coches más y un agujero de bala en el suyo. Era imposible conseguir una coartada antes de que llegasen los refuerzos. Crowley volvió al coche de policía y apagó los faros: aquella carnicería se convirtió en una silueta gris. Rebuscó en el interior del coche patrulla un rato más y sólo oí crujidos y cosas que se rasgaban, hasta que por fin salió y tiró un par de bloques negros sobre el montón de cuerpos. Imaginé que era la cámara del coche patrulla, pero desde aquella distancia no podía estar seguro.

Todavía había tiempo. La policía había pedido refuerzos, pero, aunque no fuera así, tarde o temprano iba a aparecer alguien y se iba a encontrar con Crowley. No tenía manera de ocultar todo aquello.

Se quitó el abrigo y la camisa de franela y las tiró sobre el montón. Se quedó pálido y semidesnudo, a la luz de la luna. Tenía el brazo izquierdo malherido por el balazo que había recibido; se lo tocó y gruñó. Acercó la mano derecha —a medida que lo hacía los dedos se transformaron rápidamente en garras— y posó los dedos sobre el hombro. Colocó los pies con cuidado sobre la acera, preparándose para algo, y se sobresaltó cuando el teléfono móvil le chirrió alegremente desde la cintura. Lo agarró con la mano buena, lo abrió y se lo acercó al oído.

—Hola, Kay. Lo siento, mi vida; no podía dormir. —Pausa—. No te lo dije porque no quería despertarte. No te preocupes, cielo, no es nada. Insomnio, nada más. He salido a dar una vuelta en coche. —Pausa—. No, no es por la tripa, estoy bien. —Miró la pila de cadáveres que tenía a sus pies—. De hecho, tengo el estómago mejor que hace muchas semanas, cariño. —Pausa—. Sí, enseguida vuelvo. Duérmete. Yo también te quiero, cariño. Te quiero.

Así que ella no era un demonio. No sabía nada sobre él.

Apagó el móvil y, torpemente, lo volvió a enganchar en su cinturón. Entonces estiró la garra hacia el hombro izquierdo y cortó la carne; después separó el hueso con un «pop» que me dio arcadas. Me caí de culo de la sorpresa. Él ahogó un grito, cayó de rodillas y tiró el brazo encima de la primera víctima, donde empezó a chisporrotear y consumirse. Una vez separado de la oscura energía que lo mantenía vivo, el brazo degeneró en cuestión de segundos hasta convertirse en aquella sustancia.

Falto de maña y con un solo brazo, le hizo lo mismo al cadáver de uno de los policías; primero le quitó el abrigo y después el brazo izquierdo. Acercó la extremidad al hombro hecho jirones y vi asombrado cómo la carne parecía estirarse hacia ella, envolviéndola y acercándola, hasta que se unió al brazo como si fuera plastilina. Un momento después el brazo se movía, tras crecer y encajarse a la altura del hombro; Crowley lo hizo girar en círculos, primero pequeños y después cada vez más grandes, sopesando su peso y probando los movimientos. Satisfecho y temblando de frío, sacó un puñado de bolsas de basura del maletero y se puso a empaquetar los cadáveres.

De pronto me vi preguntándome a mí mismo, casualmente, por qué no había cogido el brazo de la primera víctima. ¿Por qué se había molestado en desnudar al policía cuando tenía un cadáver perfectamente aceptable justo al lado, listo y preparado?

Oí que se acercaba un coche. Las ruedas avanzaban pesadamente sobre la nieve medio derretida y miré hacia atrás. Una furgoneta pasó de largo manzana y media más abajo, por la calle Main; a la luz de las farolas parecía de color rojo. Era imposible que sus ocupantes hubiesen visto el truculento festín de Crowley desde tan lejos y entre tanta oscuridad. El vehículo siguió adelante y el ruido se desvaneció en la distancia.

Crowley trabajaba con rapidez y eficiencia. Embutió a los policías en el maletero del coche averiado de la primera víctima; el dueño del coche, bien envuelto en una bolsa de basura, fue directo al maletero de Crowley, junto con los restos de su ropa, la lona ensangrentada y el equipo que había robado del coche patrulla, todo ello metido en bolsas. Era un plan muy inteligente: cuando los investigadores encontrasen a los policías, parecería que ellos eran las únicas víctimas y el dueño del coche sería, naturalmente, el único sospechoso. Si Crowley escondía bien el cuerpo, puede que jamás se dieran cuenta de que también había sido una víctima; en realidad, sería el sospechoso principal y eso alejaría la policía y al FBI de la pista de Crowley durante varias semanas.

Se montó en su coche, lo puso en marcha y se fue antes de que llegara alguien. Se había librado.

Se había enfrentado a dos policías armados y había salido sin un solo rasguño; de hecho, en mejores condiciones que cuando empezó todo. No había pruebas y, si quedaba alguna, señalaba a otra persona. En cuanto lo perdí de vista corrí hacia la bici y pedaleé todo lo rápido que pude en la dirección contraria: lo último que quería era que alguien me encontrase allí y me relacionara con el crimen.

¿Cómo se podía parar a semejante demonio? Era prácticamente imposible de matar y demasiado fuerte e inteligente para la policía. Los agentes habían hecho todo lo que habían podido, empleando toda su formación y destrezas —por Dios, lo habían llenado de plomo— y sin embargo estaban muertos. Todos los que habían visto a Crowley aquella noche lo estaban.

Todos menos yo.

Qué estupidez. ¿Qué podía hacer yo? ¿Avisar de nuevo a la policía y conducirlos a una muerte segura como a esos dos agentes? Estaban muertos por mi culpa: Crowley los acababa de matar, pero únicamente porque yo le forcé a hacerlo. Él solamente había querido matar a un hombre y, por haberme entremetido, dos más se pudrían ya en el maletero de un coche. No podía repetir algo así. Quizá hubiera sido mejor dejarlo tranquilo y que matase a su propio ritmo: una víctima al mes en lugar de tres en una noche. Y yo no sería responsable de ninguna muerte más.

Sólo que ya no mataba una vez al mes, porque la última víctima había sido menos de tres semanas antes. Estaba tomando carrerilla, quizá el cuerpo se le estropeaba más deprisa. ¿Cuánto tiempo podía pasar antes de que se convirtiera en algo semanal? ¿Y diario? Pero tampoco quería ser responsable de esas muertes, no si podía evitarlas.

Pero ¿cómo? Paré de pedalear y me quedé montado en la bicicleta en mitad de la calle, pensando. No podía atacarlo ni aunque tuviera una pistola, pues ya había visto lo estúpida que era esa idea. Si dos policías entrenados no eran capaces de matarlo, estaba claro que yo tampoco podía. Al menos, así no.

El monstruo de detrás del muro se movió, despierto y hambriento. «Yo sí puedo».

No.

¿No?

A lo mejor sí podía. Era eso de lo que tenía miedo, ¿no? De matar a alguien. Pues bien, ¿qué pasaba si ese alguien era un demonio? ¿Acaso no sería lo correcto?

No, no lo era. Yo me controlaba por un motivo: las cosas que solía pensar y que intentaba evitar con el muro que había levantado no estaban bien. Matar no estaba bien. No podía hacerlo.

Pero entonces el señor Crowley continuaría asesinando, una y otra vez.

—¡No! —dije en voz alta, enfadado conmigo mismo y con Crowley.

¡Enfádate! ¡Suéltalo todo!

No. Cerré los ojos. Sabía que tenía un lado oscuro y qué podía llegar a hacer: las mismas cosas de las que eran capaces todos los asesinos en serie sobre quienes había leído y estudiado. Maldad. Muerte. Los mismos actos de los que Crowley era capaz. Y yo no quería ser como él.

Pero si una vez hecho conseguía parar, no sería como él. Si evitaba que siguiera matando y después yo me detenía, nadie más tendría que morir.

¿Conseguiría obligarme a no seguir adelante? Si derribaba el muro, ¿sería capaz de reconstruirlo?

¿Es que acaso tenía otra opción? Quizá fuese el único que podía matarlo. La alternativa era decírselo a alguien y si eso llevaba a la muerte de más inocentes, aunque fuese sólo uno, era una elección peor. Era mejor matarlo yo mismo. No hacía falta que nadie más sufriera aparte de Crowley y de mí.

Si lo hacía, tendría que andarme con cuidado. Crowley era una criatura muy poderosa, demasiado como para enfrentarse a él directamente. Las tácticas que había estudiado, los asesinos que podía imitar, se especializaban en aplastar a los débiles, abrumar a los que no se podían defender.

De pronto giré la cabeza y vomité en la calzada.

Siete personas muertas. Siete personas en tres meses y estaba acelerando. ¿Cuántos más podían morir si yo no lo evitaba?

Podía impedírselo. Todos tenemos debilidades, hasta los demonios. Después de todo, él mataba por culpa de la debilidad: el cuerpo le estaba fallando. Si tenía una, habría más. Si yo las encontraba y me aprovechaba de ellas, podría obligarle a parar. Podía salvar al pueblo, al condado, a todo el mundo. Podía detener al demonio.

Y lo iba a conseguir.

Se acabaron las preguntas y las esperas. Había tomado una decisión. Había llegado la hora de dejar que el muro se derrumbase, de deshacerme de todas las normas que yo mismo me había impuesto.

Había llegado la hora de liberar al monstruo.

Me subí a la bici y me marché a casa, incumpliendo mis normas por el camino. Piedra a piedra, el muro se iba desmoronando y el monstruo estiraba las piernas, flexionaba las garras, se relamía los labios.

Al día siguiente empezaba la caza.