7

La primera vez que vi al vagabundo estaba junto al cine, en el centro. En Clayton vemos bastantes sin techo —gente que está de paso y busca trabajo, comida o un billete de autobús hasta el próximo pueblo—, pero ése era diferente. No mendigaba ni hablaba con nadie; lo único que hacía era mirar, observar. Nadie miraba a la gente con tal intensidad ni durante tanto tiempo excepto yo, que tenía graves problemas emocionales. Decidí que cualquiera que me recordase a mí mismo merecía un poco de vigilancia, pues podía ser peligroso.

Mis normas no me permitían seguirlo, ni siquiera buscarlo, pero durante los siguientes días lo vi alguna vez más: sentado en el parque mirando a los críos que se tiraban por los montones de nieve que las quitanieves habían apartado o de pie junto a la gasolinera, fumando y mirando a la gente llenar los depósitos. Era como si nos estuviera evaluando, cotejándonos con alguna lista que debía de tener en la cabeza. Supuse que la policía iría a por él, pero no estaba haciendo nada ilegal. Simplemente estaba allí. La mayoría de las personas —sobre todo las que, como yo, no leían por diversión libros sobre perfiles criminales— pasarían de largo sin pestañear. Tenía cierta extraña habilidad para pasar desapercibido, incluso en un lugar tan pequeño como el condado de Clayton, y la mayoría ni se daba cuenta de que estaba allí.

Unos días más tarde, cuando en las noticias hablaron de un robo en una casa, fue el primero en quien pensé. Estaba alerta, era analítico y había observado el pueblo el tiempo suficiente como para saber a quién valía la pena seguir a casa y robar. La cuestión era si sólo se trataba de un ladrón o si era algo más. No sabía desde cuándo estaba en Clayton, pero, si llevaba ya un tiempo, bien podría ser el asesino. No importaba lo que dijesen mis normas: tenía que saber qué era lo siguiente que iba a hacer.

Era como estar al borde de un precipicio intentando convencerme a mí mismo de saltar. Había un motivo concreto para seguir las normas: me ayudaban a evitar cosas que no quería hacer; pero se trataba de un caso excepcional, ¿no? Si el vagabundo era peligroso e infringiendo mis normas impedía que hiciera algo malo —y en realidad ésa era una regla muy poco importante—, entonces era bueno. Era una buena acción. Luché conmigo mismo durante una semana y finalmente racionalicé la idea de que, a la larga, era mejor romper la norma y seguir al vagabundo. Quizá lograría salvarle la vida a alguien.

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El día antes de Acción de Gracias no hubo clase y, aunque el cadáver de Ted Rask llegó a la funeraria por la mañana, mi madre se negó a que la ayudara, así que tenía el día libre. Fui al centro y estuve una hora dando vueltas en bicicleta hasta que lo encontré, sentado en la marquesina de la parada de autobuses junto a la ferretería Allman. Crucé la calle y me senté en una de las mesas de la ventana del Friendly Burger a observar.

Tenía el tamaño adecuado para ser el asesino de Clayton: no era enorme pero sí grande, y parecía lo suficientemente fuerte como para derribar a un tipo como Jeb Jolley. Tenía el pelo largo y castaño, más o menos hasta la barbilla, y lo llevaba algo enmarañado. No tenía una pinta demasiado rara en Clayton, sobre todo en invierno, cuando hacía un frío que pelaba y la melena te ayudaba a mantener las orejas calientes. Le hubiera ido mejor un gorro, pero supongo que los vagabundos no tienen elección.

Respiraba unas agitadas volutas neblinosas en lugar de las largas y perezosas nubes del resto de viandantes. Eso significaba que respiraba rápidamente, cosa que quería decir que estaba nervioso. ¿Estaría buscando una víctima?

El autobús llegó y se marchó, y él no se montó en él. Miraba algo al otro lado de la calle, delante de él, en la misma acera donde estaba yo. Miré a mi alrededor: la librería Twain Station estaba a la izquierda de la hamburguesería y la tienda de suministros de caza de Earl a la derecha. El vagabundo miraba la tienda de caza, lo que daba un poco de mala espina. En la calle había un par de coches, y uno de ellos me sonaba. ¿A quién conocía yo que tuviera un Buick blanco?

Cuando el señor Crowley salió de la tienda de suministros de caza cargado con los aperos de pesca, supe por qué me sonaba tanto el coche: pasaba la mayor parte del tiempo a veinte metros de mi casa. Obligarte a no pensar en las personas hacía que detalles así de sencillos fuesen difíciles de recordar.

Cuando el vagabundo se puso en pie y cruzó la calle corriendo en dirección al señor Crowley supe que de pronto la situación había tomado un cariz muy importante. Quería escuchar lo que se dijeran. Salí afuera, me arrodillé junto a la bicicleta y con mucha ceremonia fingí estar desatando el candado de ésta. Ni siquiera la había atado a ninguna parte, pero estaba al lado de unas tuberías, y supuse que ni Crowley ni el vagabundo estarían prestándome mucha atención. Estaba a unos diez metros de ellos y, si tenía suerte, ni se darían cuenta de que me encontraba allí.

—¿Va a pescar? —preguntó el vagabundo.

Tenía pinta de tener treinta y cinco o cuarenta años y estaba curtido por el viento y la edad. Dijo algo más, pero estaba demasiado lejos para oírlo. Giré la cabeza para tener mejor ángulo.

—Pesco en el hielo —respondió el señor Crowley mostrándole un cincel—. El lago se congeló hace una o dos semanas y creo que ya se puede caminar por encima.

—No me diga —dijo el vagabundo—. Antes solía ir mucho a pescar en el hielo. Creía que era un arte que se había perdido.

—¿Usted también es pescador? —preguntó el señor Crowley, animado—. Por aquí la pesca en el hielo no le interesa a casi nadie; Earl tuvo que pedir una barrena nueva especialmente para mí. Con el frío que hace hoy y el viento que se está levantando, seguro que no hay ni patinadores. Todo el lago para mí solito.

—Ah, ¿sí? —comentó el vagabundo.

Fruncí el ceño; había algo en su voz que me preocupaba. ¿Quería robar en casa del señor Crowley mientras estaba pescando?

¿Quería seguirlo hasta el lago y matarlo?

—¿Tiene algo que hacer? —preguntó el señor Crowley—. Uno se siente muy solo en aquel lago, me iría bien la compañía. Tengo una caña de sobra.

Crowley, menudo idiota. Llevarse a este tipo a cualquier parte es una idea estúpida. A lo mejor tenía Alzheimer.

—Es muy considerado al invitarme —dijo el vagabundo—, pero no me gustaría abusar de su amabilidad.

Pero ¿qué hacía el señor Crowley? Pensé en dar un salto y avisarle, pero reprimí el impulso. Seguramente eran imaginaciones mías; lo más seguro es que aquél fuese un tipo decente.

De todos modos, el señor Crowley encajaba perfectamente en el perfil de las víctimas: hombre blanco de mediana edad y constitución fuerte.

—No se preocupe por eso —dijo el señor Crowley— y suba al coche. ¿Tiene gorro?

—Me temo que no.

—Entonces pasaremos por la tienda de camino y le compraremos uno. Y un poco más de comida. Un compañero de pesca ya vale esos cinco dólares.

Subieron al coche y se marcharon. Otra vez estuve a punto de avisarle, pero sabía adónde iban y también que se entretendrían un rato comprando comida y un gorro. Era arriesgado, pero quizá podía llegar allí antes que ellos y esconderme. Quería ver qué pasaba.

En media hora llegué al sector del lago que más se utilizaba, justo donde la pendiente desde la carretera a la orilla era más suave y se podía llegar a pie hasta el agua. No había señales del señor Crowley ni de su peligroso pasajero; de hecho, no había señales de absolutamente nadie. Teníamos el lago todo para nosotros. Escondí la bicicleta detrás de un montículo de nieve en el lado sur del claro y me agaché en una pequeña arboleda que había al norte. Si el señor Crowley seguía adelante con su idea, vendría aquí. Me senté y esperé.

Tal como Crowley había predicho, el lago estaba congelado y cubierto con un polvo de nieve blanca. En el otro extremo se elevaba una pequeña colina que destacaba sólo en contraste con la extensión plana del lago. El viento azotaba a ambos, espirales de aire que la nieve en suspensión hacía visibles: remolinos y volutas y pequeños tornados. Yo me quedé allí agazapado, helado mientras el viento hacía muecas en el cielo.

La exposición a la naturaleza —el frío, el calor, el agua— es la forma más deshumanizadora de morir. La violencia es real y apasionada, momentos finales en los que luchas por tu vida con un disparo, forcejeando con un atracador o pidiendo ayuda a gritos; el corazón te late con fuerza y sientes un cosquilleo de energía. Estás alerta y despierto y, por un breve instante, más vivo y humano que nunca. Pero al luchar contra la naturaleza, no.

Estando a merced de los elementos ocurre lo contrario: tu cuerpo se vuelve más lento, tu razonamiento también y te das cuenta de que en realidad somos mecánicos. El cuerpo es una máquina llena de tubos, válvulas y motores, de señales eléctricas y bombas hidráulicas, y sólo funciona bien dentro de unos parámetros determinados. Si la temperatura baja, la máquina se estropea. Las células se congelan y se rompen, los músculos usan más energía para hacer menos, la sangre fluye más lentamente y hacia los lugares equivocados. Los sentidos se apagan, la temperatura basal se desploma y el cerebro envía señales aleatorias que el cuerpo, demasiado debilitado, es incapaz de interpretar u obedecer. En ese estado ya no eres un ser humano, sino un fallo técnico, un motor sin aceite a punto de gripar en el último y fútil intento de completar una última tarea sin sentido.

Oí el motor de un coche que se aproximaba y entraba en el claro. Volví la cabeza imperceptiblemente para mirar por el rabillo del ojo mientras seguía camuflado entre los árboles y reconocí el Buick blanco de Crowley. El vagabundo salió primero y miró el lago con una expresión misteriosa hasta que se abrió la otra puerta y Crowley salió tosiendo.

—Hace siglos que no voy a pescar —dijo el extraño volviéndose para mirar al viejo—. Gracias otra vez por dejarme venir.

—No se merecen, no es ningún problema —dijo el señor Crowley mientras caminaba hacia el maletero.

Le dio al extraño una caña de pescar y un cubo lleno de herramientas, redes, una barrena para el hielo y un par de taburetes plegables, y cerró el maletero. Él llevaba su caña y una nevera pequeña.

—Tengo dos de todo, por si acaso —dijo con una sonrisa—. Aquí hay suficiente chocolate deshecho para que los dos estemos bien calientes y contentos.

—Yo estoy lleno después de la comida —replicó el vagabundo—, no se preocupe por mí.

—Aquí somos socios: lo que es mío es suyo y lo suyo es mío.

Sonrió.

—Lo que es suyo es mío —dijo el extraño y noté que la sensación de peligro aumentaba.

¿A qué jugaba el señor Crowley? Recoger a un vagabundo así podía ser mortal, incluso aunque no te lo llevaras tú solo a un sitio perdido en medio de ninguna parte, aun si no había un asesino psicótico por ahí suelto.

Me fijé en las manos del vagabundo buscando señales de alguna arma en forma de garras, pero eran normales. Puede que, después de todo, él no fuera el asesino. En cualquier caso, me moría de curiosidad y, si era él, quería ver cómo lo hacía.

Fruncí el ceño, sorprendido de mí mismo. ¿De verdad me interesaba más ver al asesino que salvarle la vida al señor Crowley? Sabía que no debía ser así, y si yo fuera una persona normal y empática saldría de mi escondite y le salvaría la vida. Pero no lo era.

Así que me quedé observando.

El señor Crowley echó a caminar lentamente pendiente abajo, hacia la orilla, y el extraño lo siguió de cerca. Yo me encogí aún más en mi refugio entre los árboles, en silencio, procurando permanecer todo lo pequeño y discreto que pudiera.

—Espere un momento —dijo el extraño—, ya siento los efectos del café: tengo que hacer pis. —Dejó el cubo en el suelo y con cuidado colocó la caña encima—. No tardo nada.

Corrió cuesta arriba y yo me hice una bola, asustado porque viniese a mear a los árboles donde yo estaba, pero fue a la otra arboleda que estaba en el lado opuesto del coche.

Allí estaba la bicicleta: seguro que la iba a ver.

El hombre tardó lo suficiente en escoger el sitio como para hacerme sospechar. Miré brevemente a Crowley y me pareció que también sospechaba. Tenía el rostro surcado por los nervios y se giró a mirar el hielo como si fuera un reloj gigante y llegase tarde a algún compromiso. Tosió y se dolió.

Pensaba que en cualquier momento el vagabundo iba a ver la bicicleta y decir algo, o que iba a sacar una sierra mecánica de entre los árboles y bajar el terraplén dando alaridos, pero no pasó nada. Encontró un sitio que le parecía bien, se quedó quieto y después de una larga pausa se subió la cremallera y se dio media vuelta.

Debía de estar a un milímetro de mi bici. ¿Por qué no dijo nada? A lo mejor la había visto, y sabía que yo estaba allí y aguardaba el momento oportuno para matarnos a Crowley y a mí a la vez.

—Debo decirle una vez más que ha sido muy, muy amable —dijo el vagabundo—. Estoy en deuda con usted y no sé cómo podría pagarle. —Se rio—. Lo más bonito que tengo es este gorro, pero me lo ha comprado usted.

—Ya se nos ocurrirá algo —replicó Crowley y se quitó el guante para rascarse la barbilla—. Y si no, tendrá que decir que yo pesqué los peces más grandes.

Le dedicó una amplia sonrisa y volvió a toser.

—Esa tos está empeorando —dijo el extraño.

—Un problema de pulmones, no es nada —explicó Crowley volviéndose de nuevo hacia el lago helado—. Pronto se me curará.

Tanteó el hielo con el pie y dio un paso encima de él.

El vagabundo llegó a la base de la pendiente y se quedó un momento junto al cubo de herramientas. Se agachó a cogerlo, se detuvo, miró rápidamente hacia la carretera y metió la mano en el bolsillo del abrigo. Cuando la volvió a sacar llevaba un cuchillo; no era una navaja ni un puñal de caza, sino simplemente un cuchillo largo de cocina, sucio y oxidado. Parecía recién robado de una chatarrería.

—Creo que deberíamos ir por allí —dijo Crowley señalando el noreste—. Hace el mismo viento en todas partes, pero ésa es la parte más profunda del lago y no queda demasiado lejos de la cabecera del río. Tendremos más corriente, va mejor para pescar.

El vagabundo dio un paso adelante con la mano derecha bien firme alrededor del cuchillo y la izquierda extendida a un lado para equilibrarse. Estaba a menos de un metro de la espalda de Crowley; un paso más y podría asestarle un golpe mortal.

Crowley se volvió a rascar la barbilla.

—Me gustaría agradecerle que haya venido aquí conmigo. —Tos—. Vamos a formar un buen equipo, usted y yo.

El vagabundo se acercó un paso más.

—Usted no tiene familia —dijo Crowley— y yo apenas puedo respirar. —Tos—. Entre los dos, calculo que podemos hacer una persona completa.

Un momento… ¿Qué?

El vagabundo se detuvo, tan perplejo como lo estaba yo, y en esa fracción de segundo Crowley se dio media vuelta y le atacó con la mano que no tenía guante. De algún modo, parecía más larga y oscura, y las uñas le habían crecido de forma imposible hasta convertirse en unas afiladas garras de marfil. El primer zarpazo arrancó el cuchillo de la mano de aquel hombre asustado y lo mandó dando vueltas por el aire hasta más allá de la arboleda donde yo me encontraba, mientras el segundo fue un revés en la cara que noqueó al vagabundo sobre el colchón de nieve. Éste luchó por ponerse en pie pero Crowley dejó caer la nevera y la caña y saltó sobre el hombre rugiendo como una bestia. Otra garra se abrió paso a través del otro guante de Crowley y lo hizo trizas a medida que iba creciendo, y ambas zarpas cayeron sobre el brazo alzado del extraño y le separaron la carne del hueso. El hombre quedaba fuera de mi vista, hundido en la nieve, pero lo oí gritar: un chillido informe de dolor y sorpresa. Crowley respondió con un rugido que salió de una boca llena de dientes relucientes y afilados como agujas. Dos feroces golpes más y se hizo el silencio.

El señor Crowley se inclinó sobre el cuerpo en una nube de vapor; tenía los brazos demasiado largos, y aquellas garras como de otro mundo brillaban con la sangre. Se le había puesto la cabeza oscura y bulbosa, y las orejas afiladas como cuchillas. La mandíbula le colgaba de forma antinatural y los dientes sobresalían. Jadeaba con dificultad y mientras lo miraba volvió lentamente a la forma que yo conocía: los brazos y las manos se acortaron, las garras encogieron hasta convertirse en uñas normales, y la cabeza se deshinchó y recuperó su forma habitual. Un momento después era el viejo señor Crowley, tan normal como siempre. Si no fuera por las manchas de sangre de la ropa, nadie podría imaginar jamás en lo que se había convertido o qué acababa de hacer. Tosió, se quitó el guante hecho jirones de la mano izquierda y lo dejó caer, cansado, sobre la nieve.

Me quedé en estado de choque, sentado con la cara helada por el viento y las piernas calientes por mi propia orina. Ni siquiera recordaba haberme hecho pis.

El señor Crowley era un monstruo.

El señor Crowley era el monstruo.

Estaba demasiado asustado como para pensar en esconderme, así que me quedé allí sentado mirando, congelado y asqueado. Crowley hizo crecer la mano derecha hasta convertirla una vez más en una zarpa y se puso a cortar las capas de ropa que llevaba el vagabundo.

—Mira que intentar matarme… —masculló—. ¡Te he comprado un gorro!

Se ayudó de ambas manos e hizo una mueca de dolor; oí un terrible crujido —uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis—, una hilera de costillas rotas. Se agachó y quedó fuera de mi vista, pero un momento después se puso en pie con un par de bolsas informes y sangrientas entre las manos.

Pulmones.

El señor Crowley se desató los botones del abrigo uno a uno… luego la primera camisa de franela… después la segunda… y la tercera. Pronto tuvo el pecho expuesto al aire congelado; apretó los dientes, respiró pesadamente y cerró los ojos. Se pasó los pulmones a la mano humana, la derecha, se llevó la garra demoníaca al vientre y se lo abrió justo por debajo de las costillas. Yo ahogué un grito, justo cuando un débil gruñido se escapaba entre los dientes apretados del viejo. Creo que no me oyó. Le salía mucha sangre de la tripa y dio un traspié, pero enseguida se recuperó.

Yo ya no me asustaba de nada. Lo que había visto hasta entonces me había dejado tan atontado que lo único que podía hacer era seguir mirando.

El señor Crowley volvió a toser, deshecho de dolor, y se metió los pulmones desesperadamente en la raja que se había hecho. Cayó de rodillas con el rostro retorcido de tanto dolor y vi cómo el último pedazo de pulmón desaparecía en su interior, como si algo ahí dentro estuviera tirando de él. De pronto abrió los ojos, mucho más de lo que yo creía posible, y movió la boca con un gesto espantoso, en un intento vano y silencioso de atrapar aire. Algo oscuro salió de la herida y él lo cogió rápidamente; lo que sacó era otro par de pulmones, parecidos a los primeros pero negros y enfermos, como los de los anuncios de prevención del cáncer. Mientras salían de la herida, los pulmones negros emitieron un extraño silbido, y al final los dejó caer sobre el cadáver del extraño. Se quedó así un momento, suspendido en el silencio absoluto de la asfixia, inmóvil y sin aire, y de pronto respiró haciendo mucho ruido, como un buceador que emerge de una piscina desesperado por un poco de aire. Respiró tres veces más de la misma manera, bocanadas grandes y hambrientas y empezó a respirar con mayor calma y medida. La mano derecha volvió a la normalidad y cambió —no sé cómo— de monstruosa a humana. Se agarró la herida con ambas manos y el agujero se selló, se cerró como una cremallera. Medio minuto más tarde volvía a tener el pecho entero, blanco y sin ninguna cicatriz.

De pronto las ramas cedieron y dejaron caer un montón de nieve alrededor de mi escondite. Me mordí la lengua para evitar chillar del susto y me tiré de espaldas en el hueco que quedaba entre los troncos. No podía ver a Crowley, pero le oí ponerse en pie de un salto; me lo imaginé tenso y listo para la pelea, preparado para matar a cualquiera que hubiese sido testigo de sus actos. Aguanté la respiración mientras él caminaba hacia los árboles, pero no se detuvo a mirar entre ellos. Pasó de largo y se agachó a recoger algo que había sobre la nieve —el cuchillo, supuse—, y un momento después se irguió y caminó hasta el coche. Oí que abría el maletero y removía algún plástico; después cerró la puerta y regresó hasta donde estaba el cadáver con paso acompasado y decidido.

Acababa de ver morir a un hombre. Acababa de ver a mi vecino matarlo. Era mucho más de lo que podía procesar; me eché a temblar incontroladamente, aunque no sabía si era de frío o de miedo. Intenté sujetarme las piernas para evitar que sacudieran la maleza y me delataran.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuve tumbado en la nieve oyendo cómo trabajaba y rezando para que no me encontrase. Tenía nieve en los zapatos, los pantalones y la camisa; se me había metido por el cuello y el cinturón y estaba helada, tan fría que quemaba. Fuera se oía un rumor de plásticos, crujidos de huesos y un chapoteo húmedo, una y otra vez. Miles de años más tarde oí que Crowley arrastraba algo pesado, seguido de un resoplido y el clic de las botas sobre el hielo del lago.

Dos pasos. Tres pasos. Cuatro pasos. Cuando llegó a diez me permití incorporarme muy lentamente y mirar entre los árboles. Crowley estaba sobre el agua con un gran saco de plástico sobre el hombro y la sierra de hielo colgada del cinturón. Caminaba pausadamente y con cautela, evaluando cada paso y luchando contra el viento helado. La silueta se hizo cada vez más pequeña y las fuertes ráfagas de viento lanzaban esquirlas de hielo a su alrededor con verdadera furia, como si la naturaleza estuviese enfadada por lo que había hecho o algún otro poder oscuro se alegrara de ello. Después de setecientos metros, su solitario perfil desapareció por completo entre el viento y la nieve.

Salí torpemente entre los árboles con las piernas de gelatina y la cabeza a mil por hora. Sabía que tenía que borrar mis huellas de algún modo, así que rompí una rama baja y caminé hacia atrás en dirección a la bici al tiempo que iba haciendo desaparecer las huellas. Se lo había visto hacer a un indio en una de aquellas viejas películas de John Wayne. No era un trabajo perfecto pero tenía que conformarme con ello. Cuando llegué a la bicicleta, la saqué de su escondite y salí disparado por el otro extremo de la arboleda, con la esperanza de que Crowley no advirtiese las huellas tan lejos de la escena del crimen. Al llegar a la carretera me monté de un salto y pedaleé como un loco para llegar al pueblo antes de que él volviera al coche y me adelantara por la carretera.

A mi alrededor los pinos se veían tan oscuros como los cuernos del demonio, y la luz del sol que se ponía sobre los robles convertía las desnudas ramas rojas en huesos ensangrentados.