5

Hay un lago fuera de la ciudad, está a tan sólo unos kilómetros, pasada nuestra casa. Su verdadero nombre es el lago Clayton, cosa bastante predecible porque todo lo que hay en el condado se llama Clayton, pero a mí me gusta llamarlo el lago Friqui. Tenía más o menos un kilómetro y medio de ancho y unos cuantos de largo, pero no tenía embarcadero ni nada por el estilo; las playas eran pantanosas y estaban llenas de juncos, y todos los veranos el agua se llenaba de algas, así que en realidad nadie iba allí a nadar. Uno o dos meses después el lago se helaba y la gente iba a patinar o a pescar en el hielo, pero no daba para mucho más. Durante cualquier otra estación del año, no había ningún motivo para ir hasta allí y nadie lo usaba para nada.

Al menos eso es lo que creía antes de encontrar a los friquis.

Sinceramente, no sé si lo son o no, pero debo asumir que algo raro les pasa. Los encontré el año anterior, un día que no podía aguantar ni un minuto más a solas en casa con mi madre, por lo que me monté en la bici y me puse a pedalear por la carretera sin rumbo. No iba al lago, simplemente iba, y el lago resultó estar en la misma dirección en la que yo iba. Pasé junto a un coche en el que estaba sentado un tipo; no hacía nada, simplemente estaba aparcado a un lado de la carretera, mirando el lago. Entonces pasé junto a otro. Al cabo de medio kilómetro adelanté un camión vacío (no sé dónde estaba el conductor), y cien metros más allá había una mujer fuera del coche, apoyada en el capó; no miraba hacia ninguna parte, ni hablaba con nadie: sólo estaba allí, delante del coche.

¿Qué hacían ahí? El lago no es que fuese muy bonito y tampoco había nada que hacer. Enseguida pensé en actividades ilícitas —entregas de drogas, romances secretos, gente que abandona cadáveres—, pero no creo que fuese nada de eso. Me parece que estaban allí por el mismo motivo que yo: necesitaban alejarse de todo lo demás. Eran unos friquis.

Después de ese día me acercaba al lago siempre que quería estar solo, lo que cada vez ocurría más a menudo. Allí estaban los friquis —en ocasiones había unos, otras veces otros— en formación a lo largo de la carretera que bordeaba el lago, como perlas que alguien hubiese abandonado. Nunca hablábamos: no encajábamos en ningún otro sitio, así que era una estupidez asumir que entre nosotros estaríamos mejor. Simplemente íbamos allí, nos quedábamos un rato, pensábamos y nos marchábamos.

Después del arrebato de la hora de comer, Max me evitó el resto del día y, al acabar las clases, fui en bici hasta el lago para pensar. Hacía tiempo que las hojas habían dejado atrás la fase naranja intenso y su color se había apagado hasta convertirse en marrón; la hierba que crecía junto a la carretera estaba tiesa y seca.

—¿Qué hizo el asesino que no tuviera que hacer? —dije en voz alta mientras dejaba la bicicleta tirada en el suelo y me ponía al sol.

Veía coches, pero ninguno estaba lo suficientemente cerca como para que los ocupantes me oyeran hablar. Los friquis respetan la intimidad de los otros.

—Al primero le robó un riñón, pero ¿qué le quitó al segundo?

La policía no hacía declaraciones, pero íbamos a recibir el cuerpo en la funeraria al cabo de muy poco. Cogí una piedra y la lancé al lago.

Miré carretera abajo, hacia el coche más cercano, que estaba a unos cientos de metros; era blanco y viejo, y el conductor miraba el agua fijamente.

—¿Eres el asesino? —pregunté en voz baja.

Aquel día había allí cinco o seis personas diseminadas por la carretera. ¿Cuánto tiempo iba a pasar hasta que la predicción de mi madre se cumpliese y los lugareños empezasen a echarse la culpa los unos a los otros? La gente tenía miedo de lo que era distinto, y quienquiera que fuese más diferente de los demás iba a ganar la lotería de la caza de brujas. ¿Sería uno de los raritos que escapaban al lago? ¿Qué le iban a hacer?

Todos sabían que yo era un engendro raro. ¿Iban a acusarme a mí?

• • • • •

El segundo cuerpo llegó a la funeraria ocho días después. Mi madre y yo no habíamos hablado mucho del tema de la sociopatía, pero yo me había esforzado más en la escuela para que dejara de seguirme el rastro: la obligué a pensar en mis rasgos positivos en lugar de en los más perturbadores y, al parecer, funcionó, porque cuando entré en la funeraria al acabar las clases y las encontré trabajando en el cadáver de la segunda víctima mi madre no me impidió que cogiera un delantal y una máscara y les echara una mano.

—¿Qué le falta? —pregunté cuando sujetaba unas botellas para mi madre mientras ella vertía el formaldehído en la bomba.

Margaret sólo tenía unos cuantos órganos en el mostrador lateral y estaba ocupada pinchándolos con el trocar y aspirándolos. Supuse que el resto de los órganos ya estaban dentro del cuerpo, porque mi madre lo había cubierto con una sábana y no quise arriesgarme a mirar debajo de ella mientras ella estuviese a mi lado.

—¿Qué? —preguntó mi madre fijándose en las marcas del lateral de la bomba mientras vertía líquido.

—La última vez faltaba un riñón —dije—. ¿De qué órgano se trata esta vez?

—Están todos ahí —respondió entre risas—. ¡Pobre Ron! No va a perder algo cada vez… Hablé con tu hermana del papeleo, eso sí; le he dicho que tiene que leerlo con un poco más de atención y comentarme cualquier cosa anormal que encuentre. A veces no sé qué voy a hacer con esa chica.

—Pero… ¿estás segura? —pregunté. El asesino tenía que haberse quedado con algo—. A lo mejor falta la vesícula y Ron creyó que se la habían extirpado y por eso no se dio cuenta.

—John: Ron y la policía (y el FBI también, para más seguridad) han tenido el cuerpo durante más de una semana. Los forenses han examinado el cadáver al milímetro buscando cualquier cosa que les sirva para pillar a este loco. Si le faltara un órgano, creo que se habrían dado cuenta.

—Se le está saliendo el líquido —avisé y señalé el hombro izquierdo. Un producto de color azul chillón supuraba por debajo de la sábana, mezclado con perlas de sangre coagulada.

—Vaya, pensaba que lo había remendado mejor —dijo mi madre.

Tapó el formaldehído y me dio la botella. Apartó la sábana y dejó al descubierto el hombro: un muñón bien vendado; la parte inferior estaba empapada de una especie de moco azul y morado. No había brazo.

—Ostras —dijo, y se puso a buscar más vendas.

—¿Le falta un brazo? —Miré a mi madre—. ¿Os pregunto si le falta algo y no se os ocurre mencionar un brazo?

—¿Qué? —preguntó Margaret.

—El asesino se llevó el brazo —dije.

Me acerqué al cadáver y retiré la sábana. Tenía el abdomen desgarrado y abierto como la otra víctima, pero ni mucho menos de manera tan grotesca; los tajos eran más pequeños y menos abundantes. Al granjero fallecido —Dave Bird, según la etiqueta— no lo había destripado.

—La evisceración y amontonamiento de órganos… esta vez no lo ha hecho —afirmé.

—¿Qué haces? —dijo mi madre con aire severo. Me quitó la sábana de la mano y volvió a tapar el cadáver—. ¡Muestra un poco de respeto!

Estaba hablando demasiado y lo sabía perfectamente, pero era incapaz de parar. Era como si me hubieran abierto el cerebro y todos los pensamientos de su interior se vertieran por el suelo.

—Pensé que hacía algo con los órganos —dije—, pero sólo rebuscaba para encontrar lo que quería. No los estaba poniendo en un orden concreto ni jugando con ellos ni…

—¡John Wayne Cleaver! —dijo mi madre bruscamente—. ¿Qué narices estás diciendo?

—Esto cambia el perfil por completo —dije. Ojalá hubiese podido callarme, pero de mi boca seguían saliendo palabras. El nuevo descubrimiento era demasiado emocionante—. No se trata de qué hace a los cuerpos, sino de qué parte de ellos se lleva. Lo de sacar todas las tripas era la manera más fácil de encontrar el riñón, no un ritual mortuorio…

—¿Un ritual mortuorio? —preguntó mi madre. Margaret dejó el trocar sobre la mesa y me miró; sentía las miradas de ambas clavadas sobre mí y sabía que me había metido en un lío. Había hablado demasiado—. ¿Te importaría explicarte?

Tenía que encontrar la manera de suavizar el tema, pero estaba metido hasta las cejas.

—Sólo decía que el asesino no estaba jugando con los cadáveres —respondí—. Eso es bueno, ¿no?

—Estabas entusiasmado —dijo mi madre a modo de acusación—. Estabas encantado de la vida con el cadáver de este señor y con cómo lo habían destripado.

—Pero…

—Te he visto una expresión de alegría en la cara, John, y creo que eso no lo había visto nunca. Y es por un cadáver: una persona real, con una familia real y una vida real. ¡Y a ti te encanta!

—No, eso no es…

—Fuera —dijo mi madre. Tenía la voz teñida de irrevocabilidad.

—¿Qué?

—Fuera —dijo—. Ya no tienes permiso para estar aquí.

—¡No puedes hacerme eso! —grité.

—Soy la propietaria, además de tu madre; y te estás implicando demasiado con este tema, y no me gusta la manera en que estás actuando ni las cosas que dices.

—Pero…

—Tendría que haber hecho esto hace mucho tiempo —dijo y apoyó una mano en la cadera—. No puedes entrar en la trastienda. Margaret tampoco te lo permitirá; también se lo voy a decir a Lauren. Ya va siendo hora de que tengas una afición normal y amigos de verdad, y no quiero ni que te atrevas a contestarme.

—¡Mamá!

—No me contestes. Márchate de aquí.

Quería pegarle. Quería golpear las paredes y los mostradores y darle una buena hostia al granjero muerto de la mesa y agarrar el trocar y clavárselo a mi madre en esa cara de imbécil que tiene y sorberle el cerebro con él y…

No.

Cálmate.

Cerré los ojos. Estaba quebrantando demasiadas normas, no podía permitirme pensar de aquel modo. No podía dejar que la rabia me dominase. Sin abrir los ojos, me quité los guantes y la máscara, lentamente.

—Lo siento —dije—, pero…

No podía salir de allí sin más y no volver nunca. Tenía que resistirme y…

No. Cálmate.

—Lo siento —repetí.

Me quité el delantal y salí por la puerta. Ya me las arreglaría más tarde para hacerme a la idea de ello. En ese momento importaba más respetar las normas.

Tenía que mantener al monstruo escondido tras el muro.

• • • • •

Halloween me parecía una mierda. Era todo una tontería: nadie tenía miedo y todo el mundo iba por ahí cubierto de sangre de pega o con cuchillos de goma o, peor aún, vestido con disfraces que ni siquiera asustaban. Se suponía que era la noche en la que los espíritus malignos recorrían la Tierra, cuando los druidas quemaban niños en jaulas de mimbre. ¿Qué tenía eso que ver con disfrazarse de Spiderman?

Halloween dejó de interesarme cuando tenía ocho años, más o menos cuando empecé a aprender cosas sobre los asesinos en serie. Eso no significa que no me disfrazara, sino que simplemente dejé de escoger mi propio disfraz: todos los años mi madre elegía uno y yo me lo ponía, hacía caso omiso de él y luego me olvidaba hasta el año siguiente. Un día iba a tener que contarle lo de Ed Gein, cuya madre lo vistió de niña la mayor parte de su infancia. Luego pasó casi toda su vida adulta matando mujeres y haciéndose ropa con la piel.

Aquel año uno podría esperar un Halloween bastante guay; después de todo, teníamos un verdadero demonio en la ciudad, con colmillos y garras y de todo. Eso tenía que servir para algo. Pero ninguno de nosotros era consciente de ello, y hasta aquel momento solamente había matado a dos personas, por eso, en lugar de escondernos muertos de miedo en el sótano a rezar por la salvación, acabamos en el gimnasio del instituto fingiendo que nos divertíamos en el baile de Halloween. De hecho, no estoy seguro de cuál de las dos cosas era peor.

Los bailes del colegio ya eran suficientemente horribles, pero mi madre me hacía ir a todos y, dado que no tenía ninguna intención de cambiar su política cuando empecé el instituto, tenía la esperanza de que al menos los mejorasen. Pero no. El baile de Halloween resultó ser especialmente estúpido: el momento ideal para que todos, mutantes en desarrollo, torpes y desgarbados, se juntaran disfrazados y se quedaran junto a las paredes del gimnasio mientras un montón de luces de colores relucían anémicas y el subdirector ponía música pasada de moda a través del sistema de megafonía. Mi madre, como siempre, me había obligado a ir porque era una actividad que formaba parte de la iniciativa «Haz amigos de verdad», pero, haciendo gala de su buena voluntad, me permitió escoger el disfraz. Como sabía que se iba a cabrear por ello, me vestí de payaso.

Max iba de miembro de algún tipo de comando del ejército y se había puesto la chaqueta de camuflaje de su padre y una especie de maquillaje marrón en la cara que formaba toda clase de grumos. A pesar de las veces que nos habían avisado de que no llevásemos armas, también había traído una pistola de plástico que, naturalmente, el director le quitó en la puerta.

—Vaya mierda —dijo Max; dio un puñetazo y miró con odio al director, que estaba al otro lado del gimnasio—. Perro, voy a robársela, de verdad. ¿Crees que me la va a devolver?

—¿Me has llamado «perro»?

—Tío, te juro que voy a recuperar la pistola sin que se entere. Mi padre me ha enseñado maniobras muy molonas; ni siquiera sabrá que he estado allí.

—Llevas el camuflaje equivocado —dije.

Estábamos en nuestro sitio habitual, merodeando en una esquina, y yo observaba el flujo de gente que iba y venía entre los refrigerios y las paredes.

—Mi padre trajo esta chaqueta de Irak —dijo Max—, es superauténtica.

—Pues será alucinante cuando el señor Layton esconda la pistola en Irak —dije—, pero ahora estamos en un baile de instituto del Medio Oeste americano. Si no quieres que te vea, tendrás que disfrazarte de víctima de accidente de tráfico. Esta noche hay muchos de ésos. También te valdría un falso agujero de bala en la frente.

Las prótesis cutres y sangrientas estaban a la orden del día; al menos la mitad de chicos del baile las llevaban. Sería lógico pensar que dos truculentos asesinatos en la comunidad iban a hacer que la gente fuese un poco más sensible al tema, pero ya ves que no. Por lo menos nadie se disfrazó de mecánico eviscerado.

—Eso habría molado —dijo Max mirando un agujero falso de bala que pasaba por allí—. Eso es lo que me pondré mañana por la noche para ir a hacer truco o trato: les voy a dar unos sustos de la hostia.

—¿Vais a hacer truco o trato? —dijo una voz entre risas. Era Rob Anders, que pasaba a nuestro lado con un par de sus amigos. Todos me odiaban desde tercero—. Este par de bebés va a ir a hacer truco o trato. ¡Pero si eso es para críos!

Pasaron de largo muertos de la risa.

—Voy solamente por mi hermana pequeña —refunfuñó Max mirándoles a la espalda con rabia—. Voy a por la pistola; el disfraz es mucho más fardón con ella.

Salió a toda prisa hacia la puerta y me dejó solo en la oscuridad, así que pensé en ir a tomar algo.

La mesa de refrigerios estaba medio vacía: una bandeja con verduras blandurrias, un par de mitades de donuts y una fuente llena de zumo de manzana y Sprite. Me serví un vaso y se me cayó de inmediato porque alguien chocó contra mí por detrás. El zumo volvió a caer en la fuente, junto con el vaso de plástico, que salpicó y me empapó la manga y la muñeca. Rob Anders y sus compinches se rieron al pasar.

Solía tener una lista de personas a las que iba a matar algún día. Ahora iba en contra de mis normas, pero de vez en cuando la echaba mucho de menos.

—¿Eres Eso? —preguntó una voz de chica.

Me di media vuelta y vi a Brooke Watson, una chica que vivía en mi calle. Iba vestida un poco como mi hermana la otra noche, con ropa de los ochenta.

—¿Qué si soy qué? —pregunté mientras pescaba el vaso de dentro de la fuente.

—El payaso de Eso, el libro aquel de Stephen King —dijo Brooke.

—No —repliqué mientras escurría el líquido de la manga dentro del vaso y me secaba con unas servilletas—. Y creo que ese payaso se llamaba Pennywise.

—No lo sé, no lo he leído —dijo y bajó la mirada—. Pero está en una estantería de casa y he visto la cubierta, por eso he pensado que ibas disfrazado de… No sé.

Actuaba de manera extraña, como si estuviera… No atinaba a decir qué. Me había enseñado a mí mismo a interpretar las señales visuales de las personas que conocía bien para saber qué sentían, pero alguien como Brooke me resultaba ilegible.

Dije lo único que se me ocurrió:

—¿Vas de punk?

—¿Qué?

—¿Cómo llaman a los de los ochenta? —pregunté.

—Oh. —Se rio. Era una risa bonita—. Voy de mi madre. Bueno, quiero decir que ésta es la ropa que ella llevaba en el instituto. Pero supongo que debería decir que voy vestida de Cindy Lauper o algo así, porque disfrazarse de tu madre es un poco cutre.

—Yo casi me visto de mi madre —dije—, pero estaba preocupado por lo que pudiera decir mi terapeuta.

Se echó a reír otra vez y me di cuenta de que pensaba que era una broma. Seguramente era mejor así, ya que si le contaba el complemento del disfraz de madre —un cuchillo gigante de carnicero atravesándome la cabeza— a lo mejor se asustaba. Era muy guapa, la verdad: pelo largo y rubio, ojos alegres y una sonrisa amplia y con hoyuelos. Le devolví la sonrisa.

—Oye, Brooke —dijo Rob Anders acercándose con una sonrisa maliciosa en la boca—. ¿Por qué hablas con ese criajo? Todavía va a hacer truco o trato.

—¿De verdad? —preguntó Brooke mirándome a mí—. Yo también quería ir, pero no estaba segura… Todavía me parece divertido, aunque estemos en el instituto.

Puede que no comprendiese qué emoción era la que Brooke irradiaba, pero la vergüenza era una con la que sí estaba bien familiarizado y Rob Anders la desprendía en oleadas.

—Yo… sí —respondió Rob—. A mí también me parece divertido. A lo mejor nos vemos por ahí.

Sentí el impulso repentino de apuñalarlo.

—Pero ¿qué me dices de esta indumentaria de payaso, John? —dijo dirigiéndose a mí—. ¿Vas a hacer malabarismos o a meterte con un montón más como tú en un coche?

Se rio y miró hacia atrás para ver si sus amigos se reían también, pero se habían marchado a hablar con Marci Jensen, que iba vestida con un traje de gatita que dejaba muy claro por qué Max estaba obsesionado con su sujetador. Rob se quedó mirando hacia allí un momento y después se volvió hacia mí rápidamente.

—¿Entonces qué, payaso? ¿Por qué sonríes tanto?

—Eres un tipo estupendo, Rob —dije.

Me miró extrañado.

—¿Qué?

—Que eres un tipo estupendo. Me gusta mucho tu disfraz, sobre todo el agujero de bala en la frente.

Tenía esperanzas de que se marchase cuanto antes. Decir cosas agradables a la gente con quien me enfadaba mucho era una de las normas para evitar que las cosas fueran de mal en peor, pero no sabía cuánto tiempo podía seguir en ese plan.

—¿Te estás burlando de mí? —preguntó mirándome con rabia.

No tenía ninguna norma sobre qué hacer si la persona a quien le hacía el cumplido no se marchaba.

—No —dije.

Intenté improvisar, pero me había pillado a contrapié. No sabía qué decir.

—Creo que sonríes tanto porque eres retrasado mental —dijo y dio un paso adelante—. ¡Zoy un payazo feliz!

Me estaba cabreando de verdad.

—Eres… —Necesitaba un cumplido—. He oído que el examen de mates de ayer te fue muy bien. Me alegro por ti.

Fue lo único que se me ocurrió. Debería haberme marchado, pero… quería hablar con Brooke.

—Escucha, bicho raro —dijo Rob—, esta fiesta es para gente normal; la de los friquis es por ahí, en el baño, con los góticos. ¿Por qué no te largas?

Se estaba haciendo el duro, pero seguía siendo una farsa: la típica pose de machito de quince años. Estaba tan mosqueado que lo hubiese matado allí mismo, pero me obligué a tranquilizarme. Yo valía más que eso y más que él. ¿Quería dar miedo? Pues yo le iba a dar miedo.

—Sonrío porque estoy pensando en qué aspecto tienen tus entrañas.

—¿Qué? —preguntó Rob y se rio—. Oh, vaya, el hombretón intenta amenazarme. ¿Crees que me das miedo, criajo?

—Me han diagnosticado una sociopatía —dije—. ¿Sabes qué significa eso?

—Significa que eres un bicho raro.

—Significa que me importas lo mismo que una caja de cartón —dije—. No eres más que una cosa, basura que todavía no han metido en el cubo. ¿Es eso lo que quieres que diga?

—Cállate —dijo Rob. Seguía haciéndose el duro, pero estaba claro que la bravuconería empezaba a fallarle: no sabía qué decir.

—Lo que tienen las cajas es que las puedes abrir. Y aunque por fuera pueden parecer completamente aburridas, dentro podría haber algo interesante. Así que mientras tú me aburres con tus estupideces, yo imagino que te rajo y miro a ver qué tienes ahí dentro.

Hice una pausa, le miré fijamente, él me miró a mí. Tenía miedo. Lo dejé en suspense un momento más y seguí hablando.

—La cuestión es, Rob, que no quiero rajarte. No quiero ser el tipo de persona que hace eso, así que me he puesto una norma: siempre que tengo ganas de abrir a alguien en canal, le digo algo agradable. Por eso te digo, Rob Anders del número 232 de la calle Carnation, que eres un tipo genial.

La mandíbula de Rob colgaba como si estuviese a punto de decir algo, pero cerró la boca y retrocedió un paso. Se sentó en una silla sin dejar de mirarme y después se levantó y salió del gimnasio. Yo lo seguí con la mirada.

—Vaya… —dijo Brooke. Se me había olvidado que estaba allí—. Qué manera tan interesante de conseguir que te deje en paz.

No sabía qué decir; ella no debería haber oído eso. Menudo idiota estaba hecho.

—Lo saqué de una película —dije rápidamente—, creo. No pensaba que se fuera a asustar tanto.

—Ya —dijo Brooke—. Tengo que… encantada de hablar contigo, John.

Sonrió vacilante y se marchó.

—Tío, ha sido flipante —dijo Max.

Me giré, sorprendido.

—¿Cuándo has llegado?

—Lo he visto casi todo —dijo mientras rodeaba la mesa de refrigerios para llegar hasta mí— y ha sido una pasada. Anders casi se caga encima.

—Y Brooke también —dije mirando hacia donde se había ido. Todo lo que pude ver fue una masa de personas en la oscuridad.

—¡Ha sido la monda! —dijo Max y se sirvió un poco de ponche—. Y luego ella estaba mogollón por ti.

—¿Por mí?

—¿No te has dado cuenta? Tío, estás ciego. Iba a pedirte un baile, estaba cantado.

—¿Por qué iba a pedírmelo?

—Porque estamos en un baile y porque tú eres un horno de ardiente pasión payasil. Aunque creo que ya no volverá a hablarte. Ha sido la hostia.

• • • • •

Al día siguiente, por la noche, Max y yo fuimos a hacer truco o trato con Audrey, su hermana pequeña. Primero hicimos su vecindario, con su madre, nerviosa, siguiéndonos con una linterna y una especie de espray de pimienta. Después de terminar nos llevó al mío y, cuando fuimos a su casa, el señor Crowley sacudió la cabeza.

—No deberíais estar por ahí a estas horas —dijo, ceñudo—. No es seguro con el asesino por ahí suelto.

—Las farolas están encendidas —respondí— y las luces de los porches también, y nos acompaña un adulto. En las noticias han dicho que han aumentado la presencia de la policía. Probablemente estamos más seguros hoy que cualquier otra noche.

El señor Crowley se escondió detrás de la puerta y tosió ruidosamente; cuando acabó, se volvió hacia nosotros.

—No estéis por ahí hasta muy tarde, ¿de acuerdo?

—Iremos con cuidado —contesté, y el señor Crowley nos dio los caramelos.

—No quiero que esta ciudad viva atemorizada —dijo, entristecido—, solía ser un sitio muy alegre.

Tosió de nuevo y cerró la puerta.

Cosas que de día parecían una tontería —sangre de pega y prótesis de miembros—, en la oscuridad de la noche parecían un mal presagio, mucho más aterradoras. La gente volvía a pensar en el asesino y estaba nerviosa: todos los artículos tontos de Halloween que se habían comprado en las tiendas fueron sustituidos por verdadero terror de vida o muerte. Fue el mejor Halloween de la historia.