Mi madre y yo vivíamos en un apartamento de una sola planta, encima de la funeraria; las ventanas del salón tenían vistas a la entrada de delante y la única puerta daba a unas escaleras cubiertas que bajaban hasta el lateral del edificio. La gente siempre piensa que vivir encima de una funeraria es escalofriante, pero la verdad es que es como cualquier otra casa. Vale, tenemos cadáveres en el sótano, pero también hay una capilla, así que la cosa se equilibra, ¿no?
El sábado por la noche aún no habíamos recibido el cuerpo de Jeb. Mi madre y yo cenábamos en silencio, dejando que la pizza que compartíamos y el ruido del televisor sustituyeran la compañía y la conversación de una relación de verdad. Estaban poniendo «Los Simpson», pero en realidad yo no estaba pendiente de la tele: quería el cadáver. Si la policía se lo quedaba mucho más tiempo, no íbamos a poder embalsamarlo, sólo meterlo en una bolsa y hacer un funeral con el ataúd cerrado.
Mi madre y yo nunca nos poníamos de acuerdo sobre qué pizza pedir, así que los de la pizzería nos la dividían en dos: mi mitad llevaba salchicha y champiñones, y la suya, pepperoni. Hasta «Los Simpson» eran fruto de un compromiso: empezaba después de las noticias y como cambiar de canal significaba arriesgarse a acabar discutiendo, dejábamos la serie.
Cuando pusieron los primeros anuncios, mi madre posó la mano sobre el mando, cosa que normalmente significaba que iba a quitar el volumen y hablar de algo, lo que a su vez solía implicar que íbamos a discutir. Puso el dedo sobre el botón de silencio, pero, en lugar de pulsarlo, esperó. Si dudaba tanto, fuere lo que fuere de lo que quisiera hablar, seguramente era bastante malo. Un momento después retiró la mano de encima del mando, cogió otro pedazo de pizza y le dio un bocado.
Estuvimos sentados en tensión durante el siguiente segmento del programa, sabiendo lo que iba a pasar, planeando nuestras maniobras. Pensé en levantarme y marcharme, escapar antes de la siguiente pausa de publicidad, pero con eso sólo iba a conseguir que se enfadase. Mastiqué lentamente mientras, sin sentir nada, miraba a Homer dar brincos, chillar y correr como un loco.
Pusieron otro anuncio y mi madre volvió a suspender la mano sobre el mando; esta vez fue sólo un instante y enseguida quitó el sonido. Masticó, tragó y habló.
—Hoy he hablado con el doctor Neblin —dijo.
Ya me parecía que tenía que ser algo relacionado con eso.
—Me ha dicho que… bueno, ha dicho cosas muy interesantes, John. —Tenía la mirada fija en el televisor, en la pared, en el techo. En cualquier parte, menos en mí—. ¿Tienes algo que decir?
—¿Gracias por enviarme al terapeuta y perdón por necesitar uno?
—No te hagas el listo, John. Tenemos mucho de que hablar y me gustaría tratar lo máximo posible antes de que te pongas insolente.
Respiré hondo mientras miraba la tele. «Los Simpson» había vuelto después de la pausa y sin el sonido la serie no parecía menos frenética.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que tú…
Me miró. Tenía unos cuarenta años y, según ella, a esa edad todavía se es bastante joven, pero en una noche como aquélla, discutiendo a la luz enfermiza del televisor, con el pelo negro peinado hacia atrás y los ojos verdes arrugados por la preocupación, parecía estar derrotada y desgastada.
—Me ha dicho que crees que vas a matar a alguien.
No debería haberme mirado. No podía decir algo así y mirarme al mismo tiempo sin que aflorase una oleada de emoción a su rostro. Me fijé en cómo se ruborizaba y empezaban a picarle los ojos.
—Muy interesante —dije—, porque eso no es lo que yo le he dicho. ¿Estás segura de que ha usado esas palabras?
—Ahora mismo no me importan las palabras —contestó—. No es broma, John; estamos hablando de cosas muy serias. La… no sé. ¿Es así como vamos a acabar? John, eres todo lo que me queda en el mundo.
—Lo que yo le dije en realidad es que seguía unas normas muy estrictas para asegurarme de no hacer nada que estuviera mal. Me parece que tendrías que alegrarte por ello, pero, en lugar de eso, me gritas. Por eso necesito terapia.
—Una no se alegra de tener un hijo que debe seguir normas para evitar matar a gente —me espetó—. No me alegro cuando un psicólogo me dice que mi hijo es un sociópata. Me pongo contenta cuando…
—¿Ha dicho que soy un sociópata?
Eso me parecía guay. Siempre lo había sospechado, pero conocer el diagnóstico oficial era mejor.
—Trastorno de personalidad antisocial —dijo levantando la voz—. Lo he buscado: es una psicosis. —Apartó su mirada—. Mi hijo es un psicótico.
—El TPA se define fundamentalmente por una falta de empatía —dije. Yo también lo había buscado unos meses antes. La empatía es lo que permite a las personas interpretar las emociones, del mismo modo que los oídos hacen con el sonido; sin ella te quedas emocionalmente sordo—. Significa que no conecto con otras personas a nivel emocional. Me preguntaba si era eso lo que me iba a diagnosticar.
—Pero ¿cómo sabes esas cosas? Tienes quince años, por Dios; deberías estar… yo qué sé, persiguiendo a chicas o jugando a los videojuegos.
—¿Le estás diciendo a un sociópata que persiga chicas?
—Te estoy diciendo que no seas un sociópata. Que estés todo el día deprimido no significa que tengas un trastorno mental; como mucho significa que eres un adolescente, pero no un psicópata. John, el problema es que no puedes conseguir una nota del médico para excusarte de vivir. Vives en el mismo mundo que el resto y tienes que tratar con los problemas igual que hacen los demás.
Tenía razón: lo de ser oficialmente sociópata tenía muchas ventajas. Para empezar, nada de estúpidos proyectos de grupo en el instituto.
—Creo que todo esto es culpa mía —dijo—. Yo te metí en la funeraria cuando no eras más que un crío y esto te ha dejado fastidiado de por vida. ¿Cómo se me pudo ocurrir?
—No es por la funeraria. —Se me puso el vello de punta sólo de pensarlo: ella no podía quitármela—. ¿Cuánto tiempo lleváis tú y Margaret trabajando ahí? Y todavía no habéis matado a nadie.
—Pero tampoco tenemos una psicosis.
—Estás cambiando de argumentos. Acabas de decir que la funeraria me ha dejado hecho un cisco y ¿ahora que me dejó hecho un cisco porque ya lo estaba? Si te pones así, yo no gano haga lo que haga, ¿no?
—Hay muchas cosas que puedes hacer, John, y lo sabes. Para empezar, deja de escribir los trabajos del instituto sobre asesinos en serie. Margaret me ha dicho que lo has vuelto a hacer.
«Margaret, chivata de mierda».
—Saqué un diez —dije—, al profesor le encantó.
—Que se te dé muy bien algo que no deberías hacer no mejora las cosas.
—Es la asignatura de historia, y los asesinos en serie forman parte de ella, igual que las guerras, el racismo y el genocidio. Supongo que se me olvidó matricularme en la asignatura de historia que sólo habla de cosas bonitas, te pido disculpas.
—Ojalá supiera por qué —dijo.
—¿Por qué qué?
—Por qué estás tan obsesionado con los asesinos en serie.
—Todo el mundo tiene alguna afición.
—John, ni se te ocurra hacer bromas sobre este tema.
—¿Sabes quién es John Wayne Gacy? —le pregunté.
—Sí, lo sé —dijo levantando las manos—, gracias al doctor Neblin. Ojalá te hubiera puesto otro nombre, te lo juro por Dios.
—John Wayne Gacy fue el primer asesino en serie del que oí hablar. Cuando tenía ocho años vi mi nombre en una revista junto a una foto de un payaso.
—Hace diez segundos que te he pedido que dejes tu obsesión con ellos, ¿por qué me cuentas esto ahora?
—Porque querías saber la razón de ello y ahora estoy intentando explicártela. Vi una foto y pensé que a lo mejor era una peli de payasos en la que salía John Wayne; papá me ponía sus pelis de vaqueros todo el tiempo. Resulta que John Wayne Gacy era un tipo que se vestía de payaso en las fiestas del vecindario.
—No entiendo adónde quieres llegar —dijo mi madre.
No sabía cómo explicar lo que quería decir. La sociopatía no significaba únicamente tener sordera emocional, sino también ser emocionalmente mudo. Me sentía como los personajes de nuestra tele sin volumen: agitaban las manos y gritaban sin decir ni una palabra en voz alta. Era como si mi madre y yo hablásemos idiomas completamente diferentes y nos fuera imposible comunicarnos.
—Piensa en una película del oeste —dije agarrándome a un clavo ardiendo—. Son todas iguales: un vaquero con un sombrero blanco va por ahí con su caballo matando a los que llevan un sombrero negro. Sabes quién es el bueno, quiénes son los malos, y qué va a pasar exactamente.
—¿Y?
—Pues que cuando un vaquero mata a alguien te parece normal, porque pasa todos los días. Pero si un payaso mata a alguien, eso es una novedad: algo que no has visto nunca. Es alguien que pensabas que era bueno, pero que está haciendo algo tan horrible que las emociones humanas normales no pueden ni concebirlo. Y entonces se da media vuelta y hace algo bueno otra vez. Mamá, es fascinante. Estar obsesionado con algo así no es raro; lo extraño es no estarlo.
Mi madre me miró un momento.
—Entonces, ¿los asesinos en serie son como unos héroes de las películas?
—No estoy diciendo eso para nada. Están enfermos, son retorcidos, hacen cosas terribles. Pero yo no creo que la persona que quiere aprender más cosas sobre ellos sea automáticamente otro enfermo retorcido.
—Hay mucha diferencia entre querer aprender más y pensar que te vas a convertir en uno de ellos —dijo—. Y no te culpo; no soy la mejor madre del mundo y Dios sabe que tu padre era incluso peor. El doctor Neblin me dijo que te pones normas para alejarte de las malas influencias.
—Sí —respondí. Por fin me estaba escuchando y empezaba a ver las cosas buenas en lugar de las malas.
—Quiero ayudarte, así que aquí tienes una nueva norma: vas a dejar de ayudar en la funeraria.
—¿Qué?
—No es lugar para un chico —dijo—; además, nunca tendría que haberte dejado ayudarnos en la parte de atrás.
—¡Pero yo…!
¿Pero qué? ¿Qué podía decir que no fuese aún peor?: «¿Necesito la funeraria porque me conecta a la muerte de forma segura? ¿Necesito la funeraria porque tengo que ver cómo los cadáveres se abren como flores, y me hablan y me dicen todo lo que saben?». Me echaría de casa directamente.
Antes de que pudiera decir nada más, sonó la versión electrónica de la obertura de Guillermo Tell en el móvil de mi madre; era el tono que le había asignado a la oficina del forense: la llamada del deber. Un sábado a las diez y media de la noche el forense sólo podía querer una cosa y ambos sabíamos qué era. Ella suspiró y hurgó el bolso buscando el teléfono.
—Hola, Ron —dijo. Pausa—. No, gracias, no importa, ya estábamos terminando. —Pausa—. Sí, ya lo sabemos; estábamos esperándolo. —Pausa—. Enseguida bajo, así que ven cuando puedas, no pasa nada. De verdad, no te preocupes: las dos sabíamos lo de los horarios cuando nos metimos en esto. —Pausa—. Vale, tú también. Hablaremos de ello luego.
Colgó y suspiró.
—Supongo que sabes qué quería —dijo.
—La policía ha terminado con los restos de Jeb.
—Lo van a traer dentro de quince minutos. Tengo que bajar. Yo… tendremos que acabar la discusión más tarde. Lo siento, John, siento todo esto. Podríamos haber cenado en paz como una familia normal.
Miré el televisor de reojo: Homer estaba estrangulando a Bart.
—Quiero ayudarte —dije—. Son más de las diez y si intentas hacerlo tú sola no te acostarás en toda la noche.
—Me ayudará Margaret.
—Pues tardaréis cinco horas en lugar de ocho; sigue siendo mucho tiempo. Si yo os ayudo estará listo en tres.
Hablaba con voz calmada y suave; no podía dejar que me arrebatara eso, pero tampoco me atrevía a revelarle lo importante que era para mí.
—John, el cadáver está en muy malas condiciones; lo hicieron pedazos. Costará mucho rato recomponerlo, lo que podría herir tu sensibilidad, y eres un caso clínico de psicopatía.
—Touché!
Cogió el bolso.
—O bien te parece desagradable, en cuyo caso no deberías venir, o no te lo parece y entonces tendrías que haber dejado de venir hace mucho tiempo.
—¿De verdad quieres dejarme aquí solo?
—Ya encontrarás algo constructivo que hacer.
—Vamos a recomponer un cuerpo —repliqué—, ¿hay algo más constructivo que eso?
Me arrepentí inmediatamente del chiste: el humor negro no me iba a sacar las castañas del fuego. Fue un acto reflejo para disipar la tensión con un chiste, igual que hacía el doctor Neblin.
—Y, además, no me gustan los chistes que haces sobre la muerte —dijo—. Los empleados de pompas fúnebres estamos rodeados por la muerte, vivimos con ella todos los minutos del día. Tener tanto contacto con ella puede hacer que le pierdas el respeto: lo he visto en otros casos y me parece horrible. Si no te resultase tan familiar, quizá las cosas te irían un poco mejor.
—Pero estoy bien, mamá. —¿Qué podía decir para convencerla?—. Sabes que necesitáis que os echen una mano y no quieres que me quede aquí solo.
Aunque yo careciera de empatía, mi madre sí la tenía y yo podía utilizarla en su contra. Allí donde la lógica no había servido, el sentimiento de culpa todavía podía arreglarme el día.
Suspiró y cerró los ojos; los apretó y visualizó alguna imagen mental que yo no alcanzaba a adivinar.
—Bueno. Pero primero vamos a acabarnos la pizza.
• • • • •
Mi hermana Lauren se había marchado de casa seis años antes, dos después que papá. Entonces sólo tenía dieciséis años y Dios sabe en qué líos se había metido mientras había estado por ahí. Desde entonces en casa había muchos menos gritos, cosa que era de agradecer, pero los que aún se oían generalmente iban dirigidos a mí. Unos seis meses antes, Lauren había regresado a Clayton haciendo autostop desde quién sabe dónde y, muy arrepentida, le había pedido trabajo a mamá. Seguían sin apenas dirigirse la palabra y Lauren nunca venía a vernos ni nos invitaba a su apartamento, pero trabajaba en la recepción de la funeraria y se llevaba bastante bien con Margaret.
Todos nos llevábamos bastante bien con Margaret. Ella era la goma aislante que evitaba que la familia echara chispas y tuviera un cortocircuito.
Mientras terminábamos la pizza, mi madre llamó a Margaret y al parecer ella avisó a Lauren, porque cuando por fin bajamos estaban las dos allí: mi tía en chándal y mi hermana arreglada para un sábado por la noche en el centro. Me pregunté si habíamos interrumpido algo en especial.
—Hola, John —dijo Lauren.
Detrás del elegante mostrador de la recepción parecía estar totalmente fuera de contexto. Llevaba una cazadora negra de vinilo encima de una camiseta roja de tirantes y el pelo recogido encima de la cabeza en una especie de fuente estilo años ochenta. A lo mejor había una fiesta temática en la discoteca.
—Hola, Lauren —dije.
—¿Es ésa la documentación? —preguntó mi madre mirándola por encima de mi hombro.
—Ya casi he terminado —dijo Lauren y mi madre se fue a la trastienda.
—¿Está aquí? —dije.
—Acaban de traerlo —respondió revisando el fajo de papeles una vez más—. Margaret lo ha llevado atrás.
Me di media vuelta para irme.
—¿Sobrevives? —me preguntó.
Estaba ansioso por ver el cadáver, pero me giré.
—Más o menos. ¿Y tú?
—No soy yo la que vive con mamá —dijo y nos quedamos en silencio un momento—. ¿Sabes algo de papá?
—Desde mayo, no. ¿Y tú?
—Desde Navidad. —Silencio—. Los dos primeros años me enviaba tarjetas el día de los enamorados.
—¿Sabía dónde estabas?
—Es que le pedí dinero alguna vez.
Dejó el bolígrafo sobre el mostrador y se puso en pie. La falda iba a juego con la cazadora: reluciente vinilo negro.
A mi madre no le iba a gustar en absoluto, y seguramente ése era el motivo por el que Lauren había comprado esa ropa. Colocó los papeles en una pila uniforme y entramos juntos en la trastienda.
Mi madre y Margaret ya estaban allí, charlando ociosamente con Ron, el forense. Una bolsa azul cielo ocupaba toda la mesa de embalsamar y me costó un gran esfuerzo no salir corriendo para abrir la cremallera. Lauren le dio la documentación a mi madre, que le echó un vistazo rápido antes de firmar algunas de las hojas y darle todo el paquete a Ron.
—Gracias, Ron. Buenas noches.
—Siento dejarte este marrón a estas horas —dijo; le hablaba a mi madre, pero estaba mirando a Lauren. Era alto y tenía el pelo negro y engominado.
—No pasa nada —dijo mi madre. Ron cogió los papeles y salió por la puerta de atrás.
—Ya no me necesitáis —dijo Lauren; nos sonrió a Margaret y a mí, y cabeceó educadamente en dirección a mi madre—. Que os divirtáis.
Volvió a la recepción y un momento después oí que la puerta se cerraba y la llave giraba en la cerradura.
El suspense me estaba haciendo polvo pero no me atrevía a decir nada. Había ido de un pelo que mi madre no me dejase estar allí y si me mostraba demasiado impaciente seguramente me acabaría echando.
Miró a Margaret. Cuando tenían tiempo de arreglarse parecían bastante diferentes, pero así, de improviso —con ropa de andar por casa sin maquillaje—, apenas se distinguía la una de la otra.
—Vamos allá.
Margaret encendió el ventilador.
—Esperemos que el ventilador no nos deje tirados esta noche.
Nos pusimos los delantales, nos lavamos y mi madre abrió la cremallera de la bolsa. Mientras que a la señora Anderson apenas la habían tocado, Ron y los agentes forenses habían lavado, frotado y manoseado a Jeb Jolley tantas veces que no olía prácticamente a nada más que a desinfectante. El hedor a podredumbre emanó poco a poco, mientras hacíamos rodar el cuerpo para sacarlo de la bolsa y lo colocábamos sobre la mesa. Tenía una enorme incisión en forma de Y que iba de un hombro a otro y bajaba por el centro del pecho; en la mayoría de autopsias la línea llegaría hasta las ingles pero en este caso, justo debajo de las costillas, se degradaba formando una telaraña recortada de desgarros y cortes que cubrían toda la sección media del tronco. Tenía los bordes fruncidos y parcialmente cosidos, aunque faltaban muchos trozos de piel. A través de los agujeros del abdomen se veían las esquinas de la bolsa.
Inmediatamente, pensé en Jack el Destripador; él fue uno de los primeros asesinos en serie de los que se tiene constancia. Despedazaba a sus víctimas con tal ferocidad que a la mayoría apenas se las reconocía.
¿Era un asesino en serie el que había atacado a Jeb Jolley? Ciertamente, era posible pero ¿de qué tipo? El FBI dividía a los asesinos en serie en dos categorías: organizados y desorganizados. Un homicida organizado era como Ted Bundy: sofisticado, encantador e inteligente, alguien que planeaba los crímenes y después los disimulaba tan bien como podía. Uno desorganizado era alguien como el Hijo de Sam, a quien le costaba controlar a sus demonios y cuando no lo conseguía mataba de manera repentina y brutal. Él se llamaba a sí mismo Mr. Monster. ¿De qué tipo era el que había matado a Jeb, el sofisticado o el monstruo?
Suspiré y me obligué a apartar esa idea de mi mente, pues no era la primera vez que me había visto con ansias de encontrar un asesino en serie en mi ciudad natal. Tenía que volver a concentrarme en el cadáver en sí y apreciarlo por ser lo que era y no por lo que yo quería que fuese.
Margaret abrió el abdomen y dejó al descubierto una bolsa grande de plástico que contenía la mayoría de los órganos internos. Normalmente ya se extirpaban durante la autopsia, pero, claro, en el caso de Jeb se los sacaron justo en el momento de la muerte o un poco antes. No obstante, aunque se los hubieran arrancado, había que embalsamarlos: no podíamos tirar una parte del ser querido de alguien a la basura sólo porque no quisiéramos ocuparnos de ella y tampoco teníamos incineradora. Margaret dejó la bolsa sobre un carro y lo empujó hasta la pared para ponerse a trabajar con los órganos; estarían llenos de bilis y otras porquerías, cosas con las que el líquido de embalsamar no podía, así que había que aspirarlo todo. Cuando se embalsama un cuerpo en circunstancias normales esto se hace después de bombear el formaldehído, pero lo bueno de los cuerpos que habían pasado por una autopsia era que podías embalsamar y ocuparte de los órganos al mismo tiempo. Mi madre y Margaret llevaban tantos años haciendo esto juntas que se coordinaban a la perfección sin necesidad de hablar.
—Ayúdame a mí, John —dijo mi madre y alcanzó el desinfectante.
Era demasiado perfeccionista como para no limpiar un cadáver antes de embalsamarlo, incluso uno tan limpio como éste. La cavidad del cuerpo era amplia y estaba vacía, aunque el corazón y los pulmones estaban prácticamente intactos y la sección central de Jeb parecía un globo ensangrentado y desinflado. Lavó esa parte primero y la cubrió con una sábana.
De pronto, sin pensar, se me ocurrió una cosa: en la escena del crimen los órganos estaban apilados. Muy pocos homicidas se quedaban con el cadáver después del crimen, pero los asesinos en serie sí solían hacerlo. A veces lo colocaban en ciertas posturas, o le hacían cosas o simplemente jugaban con él como si fuera una muñeca. Esto recibía el nombre de ritualizar el asesinato y se parecía mucho a lo que había pasado con los órganos de Jeb.
A lo mejor sí había sido obra de un asesino en serie. Sacudí la cabeza para olvidarme de la idea y sujeté el cuerpo mientras mi madre pulverizaba con desinfectante encima de él.
Jeb no era precisamente un hombre menudo y, ahora que estaban llenos de líquido estancado, los brazos y las piernas parecían aún más rollizos. Apreté uno de los pies con el dedo y antes de que la carne volviera lentamente a su sitio, dejé una marca durante unos segundos. Era como tocar una nube de azúcar.
—No juegues —dijo mi madre.
Lavamos el cuerpo y después quitamos la sábana que cubría la cavidad. Tenía el interior repleto de vetas de grasa y aún había suficientes tramos del sistema circulatorio en su sitio como para utilizar la bomba, pero tenía muchas heridas abiertas y los consiguientes derrames iban a hacer que perdiese presión y fluido. Había que cerrarlas.
—Tráeme hilo —dijo mi madre—, pedazos de unos dieciocho centímetros.
Me quité uno de los guantes de plástico, lo tiré a la basura y me puse a cortar hilo. Ella metió la mano y buscó las principales arterias que estuvieran cortadas; cada vez que encontraba una, yo le daba un trozo de hilo para atarla. Mientras trabajábamos, Margaret puso la aspiradora en marcha y se puso a absorber toda porquería de los órganos, uno a uno; estaba usando una herramienta, el trocar, que básicamente es un aplique para una aspiradora con una cuchilla en la punta. La clavaba en un órgano, absorbía toda la guarrería y seguía con otro.
Mi madre dejó una vena y una arteria abiertas en la cavidad del pecho y se dispuso a conectarlas a la bomba y el tubo de drenaje: no hacía falta cortar el hombro cuando el asesino ya nos había dejado el pecho abierto. Esta vez, el primer producto que entró en la bomba fue un coagulante, que se filtró lentamente por todo el cuerpo y ayudó a cerrar los agujeros que eran demasiado pequeños como para coserlos a mano. Hubo una fuga de una pequeña parte dentro del torso vacío, pero el caudal paró tan pronto como el coagulante entró en contacto con el aire, se endureció y selló el cuerpo. Solía preocuparme que también pudiera sellar el tubo de salida, pero la abertura era lo suficientemente grande como para que eso no llegara a pasar.
Mientras esperábamos, estudié los tajos que tenía en el abdomen. No cabía duda de que parecían hechos por un animal, y en una zona del costado izquierdo había lo que parecía la marca de una garra, cuatro hendiduras irregulares separadas más o menos unos tres centímetros las unas de las otras que se extendían unos treinta centímetros en dirección a la tripa. Por supuesto, se trataba del trabajo del demonio, pero entonces todavía no lo sabíamos. ¿Cómo íbamos a saberlo? En aquel momento ninguno de nosotros sospechaba siquiera que los demonios fuesen reales. Coloqué la mano sobre la marca y llegué a la conclusión de que quienquiera que le hiciese la herida tenía las manos mucho más grandes que las mías. Mi madre me miró ceñuda y, cuando estaba a punto de decir algo, Margaret refunfuñó con enfado.
—¡Me cago en todo, Ron! —gritó.
Ella no sentía mucho respeto por el forense. Pasé la exclamación por alto y volví a mirar el zarpazo.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre de camino hacia allí.
—Nos falta un riñón —dijo Margaret, lo que me llamó la atención de inmediato.
A menudo los asesinos en serie guardaban souvenirs de los asesinatos, y las partes del cuerpo eran una elección bastante típica.
—He vaciado la bolsa dos veces —dijo Margaret—. Joder, Ron. ¿Tanto le cuesta enviarnos todos los órganos?
—A lo mejor no lo ha enviado porque no lo tenía —dije. Me miraron las dos e intenté aparentar indiferencia—. Puede que se lo llevara el que lo mató.
Mi madre frunció el ceño.
—Eso es…
—Del todo posible —interrumpí. ¿Cómo podía explicárselo sin mencionar a ningún asesino en serie?—. Mamá, ya has visto el tamaño de ese zarpazo. Si era un animal el que le revolvió las entrañas, no sería tan raro pensar que se comió algo mientras tenía el morro ahí metido.
Tenía sentido, pero yo sabía que no era un animal. Algunos de los cortes eran demasiado precisos y, por supuesto, también estaba la pila de entrañas bien ordenadita. ¿Un asesino en serie que iba de caza con su perro?
—Voy a echar un vistazo a los papeles —dijo mi madre.
Se quitó los guantes, los tiró a la basura y salió a la recepción. Margaret buscó en la bolsa una vez más, pero negó con la cabeza: el riñón no estaba. Yo apenas podía contener la emoción.
Volvió con una copia de los papeles que Lauren le había dado al forense.
—Lo dice aquí, en la sección de comentarios: «Ausencia del riñón izquierdo». No dice que se lo hayan quedado como prueba o para hacer alguna comprobación, sólo que no está. A lo mejor se lo habían quitado o algo.
Margaret cogió el riñón que quedaba y señaló el conducto cercenado que hubiese conducido hasta el que faltaba.
—Este corte es reciente —dijo—. No está cicatrizado ni nada.
—Pues Lauren ya podría haber dicho algo —dijo mi madre airadamente. Dejó los papeles y sacó otro par de guantes de la caja—. Al final tendré que hablar con ella.
Mi madre y Margaret se pusieron de nuevo a trabajar pero yo me quedé quieto; un zumbido eléctrico me invadía y me dejaba vacío al mismo tiempo. No era un asesinato cualquiera ni tampoco había sido obra de un animal salvaje.
Jeb Jolley había sido víctima de un asesino en serie.
A lo mejor venía de otro pueblo o quizá ésta fuera su primera víctima, pero de todos modos era un asesino en serie. Las señales estaban muy claras: la víctima estaba indefensa y no tenía enemigos conocidos ni amigos íntimos ni familiares. Los amigos del bar dijeron que había estado tranquilo y contento toda la noche antes de marcharse, que no se había peleado ni discutido con nadie, así que no era un crimen pasional ni por culpa del alcohol. Alguien que necesitaba matar había estado esperando en el patio de detrás de la lavandería y Jeb fue un objetivo oportuno que se encontraba en el sitio erróneo en el momento equivocado.
El periódico y la propia escena del crimen relataban una historia confusa de furia mezclada con simplicidad, de violencia ciega y animal que daba lugar a un comportamiento tranquilo y racional. El asesino colocó los órganos en un montón y, al parecer, después de haber despedazado el cuerpo, se detuvo un momento para quitarle un único órgano.
La muerte de Jeb Jolley era prácticamente un ejemplo de manual de un asesino desorganizado que se ensañaba ferozmente y después se quedaba en la escena del crimen, carente de emoción o empatía, para ritualizar el cadáver, disponerlo de una forma concreta, coger un souvenir y dejar el resto para que lo viera todo el mundo.
No me extrañaba que la policía no hubiese hablado del riñón perdido. Si se extendía el rumor de que un asesino en serie estaba robando partes del cuerpo, cundiría el pánico. La gente empezaba a no sentirse segura y ésta había sido solamente la primera muerte.
Pero no la última. Después de todo, ése era el rasgo que definía a los asesinos en serie: que seguían matando.