CAPÍTULO 45
El Bien y el Mal

El domingo por la tarde, una semana después de que Jenny y Lisa encontraran Snowfield sumido en el silencio sepulcral, cinco días después de la muerte del ser multiforme, las dos hermanas se hallaban en el hospital visitando a Tal Whitman. Finalmente éste había sufrido la temida reacción tóxica a algún fluido segregado por la criatura multiforme y había presentado también una infección leve, aunque su salud en ningún momento había corrido un riesgo grave. Ahora ya estaba casi como nuevo… e impaciente por volver a casa.

Cuando Lisa y Jenny entraron en su habitación, Tal estaba sentado junto a la ventana, leyendo una revista y vestido de uniforme. La pistola y la cartuchera estaban a la vista al alcance de su mano.

Lisa le estrechó contra sí sin darle tiempo a levantarse, y Tal le devolvió el abrazo.

—Tienes buen aspecto —dijo al teniente.

—Tú también —respondió Tal.

—Mejor que nunca.

—Sí, mejor que nunca.

—Vas a volver locas a las mujeres.

—Y tú vas a dejar alelados a los chicos.

Era un ritual que habían repetido cada día, una pequeña ceremonia de intercambio de afectos que siempre provocaba una sonrisa en la chiquilla. A Jenny le encantaba ver así a su hermana, pues Lisa rara vez se mostraba alegre. Durante la última semana, la pequeña no había sonreído una sola vez, salvo en las visitas a Tal.

Tal se puso en pie y Jenny le abrazó también.

—Bryce está con Timmy —dijo la doctora—. Vendrá por aquí dentro de un rato.

—¿Sabéis? —respondió Tal—, el comisario parece estar afrontando mucho mejor la situación. Durante todo el año pasado, cualquiera podía apreciar que el estado de su hijo le estaba matando. Ahora, en cambio, parece capaz de asumir los hechos.

Jenny asintió y explicó:

—Bryce tenía metido en la cabeza que Timmy estaría mejor muerto. Sin embargo, ahí arriba, en Snowfield, cambió de opinión. Me parece que llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, no había un destino peor que la muerte. Mientras hay vida, hay esperanza.

—Así reza el refrán.

—Si Timmy sigue en coma un año más, tal vez Bryce cambie nuevamente de opinión. Sin embargo, de momento parece satisfecho con poder sentarse a su lado un ratito cada día, sosteniendo entre las suyas la cálida manita de su hijo. —Jenny recorrió con la mirada a Tal, de pies a cabeza, y preguntó al teniente—: ¿Qué haces en ropa de calle?

—Van a darme el alta.

—¡Estupendo! —exclamó Lisa.

El compañero de habitación de Timmy en esos días era un anciano de ochenta y dos años que estaba conectado a un sonoro respirador, a un monitor cardíaco que reproducía sus latidos y a un frasco de suero intravenoso.

Aunque Timmy sólo estaba conectado a otro frasco de suero, permanecía sumido en una inconsciencia tan profunda como el coma del octogenario. Un par de veces por hora, no más de un minuto en cada ocasión, nunca con más frecuencia, los párpados del chiquillo se agitaban, o sus labios se apretaban, o algún músculo vibraba en su mejilla. Eso era todo.

Bryce permanecía junto al lecho con las manos entre los barrotes de protección, asiendo con dulzura la manita de su hijo. Desde los sucesos de Snowfield, aquel breve contacto le bastaba. Cada día, al dejar la habitación, el comisario se sentía un poco mejor.

Con la caída de la tarde, la habitación estaba ahora poco iluminada. En la pared a la cabecera de la cama había una lámpara mortecina cuyo breve resplandor apenas iluminaba a Timmy hasta los hombros, dejando en sombras el resto de su cuerpo, cubierto con una sábana. En la penumbra, Bryce advirtió que el chiquillo estaba más delgado, que había perdido peso a pesar de la solución intravenosa. Los huesos de los pómulos eran demasiado prominentes y presentaba unas profundas ojeras. La mandíbula inferior y el mentón tenían un aspecto patéticamente frágil. El chiquillo siempre había sido menudo para su edad, pero ahora la mano que Bryce sostenía parecía pertenecer a un niño mucho más pequeño que Timmy; parecía casi la manita de un bebé. Pero estaba caliente. Conservaba el calor.

Tras unos minutos en aquella posición, Bryce soltó a regañadientes la mano de su hijo, alisó los cabellos del chiquillo, estiró la sábana y aireó la almohada para dejarla más mullida.

Era hora de irse, pero no podía hacerlo; todavía no. Bryce estaba llorando y no quería salir al pasillo con el rostro bañado en lágrimas.

Extrajo varios pañuelos de papel de la caja colocada sobre la mesilla de noche, se incorporó, se acercó a la ventana y contempló las calles de Santa Mira.

Aunque Bryce lloraba cada vez que acudía a aquel hospital, en esta ocasión las lágrimas eran diferentes de las que había derramado hasta entonces. Ahora ardían en sus ojos y, al caer por sus mejillas, se llevaban con ellas el abatimiento y la pena de Bryce. Ahora, su efecto era curativo. Poco a poco, una a una, las lágrimas iban curando las heridas de su espíritu.

—¿El alta? —inquirió Jenny, frunciendo el ceño—. ¿Quién lo ha dicho?

—Yo —sonrió Tal.

—¿Desde cuándo te has convertido en tu propio médico?

—He pensado que parecía oportuno consultar una segunda opinión, de modo que me he hecho un examen a mí mismo y me he recomendado volver a casa lo antes posible.

—Tal…

—De verdad, doctora, me siento estupendamente. La hinchazón ha desaparecido. Llevo dos días enteros sin fiebre. Soy un candidato de primera para el alta. Si intentas retenerme aquí por más tiempo, mi muerte estará en tus manos.

—¿Tu muerte?

—La comida del hospital me matará, sin duda.

—Parece en forma incluso para salir a bailar —intervino Lisa.

—¿Cuándo te han dado el título en medicina? —preguntó Jenny. Se volvió hacia Tal y añadió—: Está bien, deja que te examine. Quítate la camisa.

El teniente se la quitó con rapidez y facilidad, sin mostrar en absoluto la torpeza y rigidez del día anterior. Jenny quitó los vendajes con cuidado y observó que Tal tenía razón: las heridas no estaban hinchadas ni se apreciaban grietas en las costras.

—El asunto ya está superado —le aseguró el teniente.

—Por norma general, no se da el alta a los pacientes por la tarde. Los papeles se firman por la mañana y el alta se produce entre las diez y las doce de la mañana.

—Las normas se han hecho para saltárselas.

—Muy bonito, escuchar eso de labios de un agente de policía —se burló Jenny—. Escucha, Tal, yo preferiría que te quedaras aquí una noche más, por si acaso…

—Y yo preferiría no quedarme, para evitar volverme loco.

—¿Estás decidido a marcharte?

—Lo está por completo —intervino Lisa.

—Mira, doctora —añadió Tal—, la gente del hospital tenía mi arma en una caja fuerte, junto con los suministros de drogas. He tenido que halagar, suplicar, rogar y engatusar a una enfermera encantadora, llamada Paula, para que me la trajera esta tarde. Le aseguré que tú me dejarías volver a casa esta misma noche. Esa Paula… es mi alma gemela, una chica muy atractiva, soltera, deliciosa. Un buen partido.

—No te entusiasmes demasiado —dijo Lisa—. Aquí dentro hay una menor de edad.

—Me encantaría tener una cita con Paula —continuó Tal—. Me gustaría vivir eternamente con ella. Y ahora, Jenny, si insistes en que no puedo volver a casa, tendré que guardar de nuevo el revólver en la caja fuerte y tal vez la supervisora descubrirá entonces que Paula me la ha entregado antes de tener el alta definitiva, y es posible que eso le cueste el empleo y, si la despiden por mi culpa, nunca podré pedirle una cita. Y sin una primera cita no podré casarme con ella y, sin boda, no podrá haber ningún pequeño Tal Whitman enredando por ahí; no podrá haberlo jamás, porque me retiraré a un monasterio y conservaré el celibato toda la vida, pues he llegado a la conclusión de que Paula es la única mujer para mí. Así pues, si no me das el alta, no sólo habrás echado a perder mi vida sino que estarás privando al mundo de un pequeño Einstein negro o tal vez un pequeño Beethoven de color.

Jenny soltó una carcajada y movió la cabeza.

—Está bien, está bien. Te firmaré el alta y podrás marcharte esta misma noche.

El teniente la abrazó y empezó a ponerse rápidamente la camisa.

—Será mejor que Paula se ande con cuidado —comentó Lisa—. Estás demasiado guapo para dejarte suelto entre las mujeres sin un cascabel al cuello.

—¿Yo? ¿Guapo? —Tal se ajustó la cartuchera a la cintura—. Sigo siendo el mismo Tal Whitman de toda la vida, tímido y vergonzoso.

—Si, claro —replicó Lisa.

—Escucha, tal vez… —empezó a decir Jenny.

Y de repente, Tal se volvió loco. De un empujón, apartó a un lado a Jenny y ésta, después de golpearse el hombro contra el pie de la cama, cayó al duro suelo. Escuchó un disparo y vio caer a Lisa sin poder cerciorarse de si la bala había alcanzado a la chiquilla o si ésta sólo trataba de buscar refugio. Por un instante, Jenny pensó que Tal estaba disparando contra ellas. Luego, advirtió que el teniente todavía estaba desenfundando su revólver.

Simultáneamente al estampido del disparo en la habitación, un cristal saltó en pedazos. Era la ventana situada detrás de Tal.

—¡Suelta eso! —gritó el teniente.

Jenny volvió la cabeza y descubrió a Gene Terr de pie en la puerta de la habitación, con la silueta recortada contra la intensa luz del pasillo del hospital.

Inmóvil junto a la ventana, al amparo de la oscuridad de la estancia, Bryce terminó de secarse las lágrimas y estrujó entre las manos los pañuelos de papel que había utilizado. Escuchó un leve ruido a su espalda, en el interior de la habitación; creyendo que sería alguna enfermera dio media vuelta… y vio a Fletcher Kale. Por un instante, Bryce quedó paralizado de asombro e incredulidad.

Kale estaba al pie del lecho de Timmy, con una pistola en la mano. La débil luz apenas permitía identificarlo. No había advertido la presencia de Bryce y estaba contemplando al pequeño… con una sonrisa en los labios. Sus facciones reflejaban un estado de profunda locura y el comisario pudo advertir que empuñaba un revólver.

Bryce se apartó de la ventana y movió la mano para desenfundar su arma. Entonces se dio cuenta de que no vestía de uniforme y de que no portaba el arma en la sobaquera. Sólo llevaba un revólver de cañón corto del 38 en una funda atada a la parte inferior de la pantorrilla y se agachó para asirlo.

Pero Kale le habla descubierto. El revólver del intruso vomitó uno, dos, tres disparos en rápida sucesión.

Bryce notó un impacto en su costado izquierdo y una punzada de dolor le cruzó el pecho. Mientras caía al suelo hecho un ovillo, escuchó rugir tres veces más el arma del asesino.

—¡Suelta eso! —gritó Tal.

Y Jenny vio a Jeeter y escuchó un segundo disparo que rebotó en la barandilla de la cama y debió de incrustarse en el techo, pues de éste cayeron varios fragmentos de revestimiento acústico.

Tal, en cuclillas, efectuó dos disparos. El primero hirió a Jeeter en el muslo izquierdo. El segundo proyectil le dio en el vientre, le levantó del suelo y le lanzó hacia atrás, hacia un rincón de la habitación, donde cayó formando un gran charco de sangre. No volvió a moverse.

—¿Qué diablos…?

Jenny gritó el nombre de Lisa y rodeó la cama a gatas, preguntándose si su hermanita seguiría con vida.

Kale se había sentido muy mal durante un par de horas. Tenía fiebre alta y los ojos le escocían como si estuvieran llenos de arenilla. El malestar le había sobrevenido de pronto. También le dolía la cabeza y en aquel mismo instante, mientras permanecía al pie del lecho del chiquillo, empezó a sentirse mareado y con ganas de vomitar. Las piernas apenas le sostenían. Kale no lo entendía: se suponía que era invencible, que estaba protegido de todo mal. Aunque por supuesto, tal vez Lucifer estaba impaciente con él por haber esperado cinco días antes de abandonar las cavernas. Tal vez la enfermedad era una señal para que continuara desarrollando Su obra. Probablemente, los síntomas desaparecerían en el mismo instante en que el niño muriera. Sí, esto era lo que sucedería, sin duda. Kale dirigió una sonrisa al chiquillo en coma, empezó a levantar el revólver e hizo una mueca mientras un doloroso calambre le atenazaba las entrañas.

Entonces apareció un movimiento en las sombras. Se apartó de la cama de un salto. Era un hombre. Un hombre que venía hacia él. Hammond. Kale abrió fuego y disparó las seis balas para no correr el menor riesgo. Estaba mareado, su visión era borrosa, notaba el brazo muy débil y apenas lograba sostener el arma; incluso a la corta distancia que le separaba del policía, no podía confiar en su pulso.

Hammond cayó en redondo y se quedó muy quieto.

Aunque la luz era mortecina y sus ojos todavía no se habían acostumbrado a ver en la penumbra, distinguió varias salpicaduras de sangre en la pared y en el suelo.

Con una carcajada de alegría, mientras se preguntaba cuándo desaparecería su malestar ahora que había completado una de las tareas que Lucifer le había encomendado, Kale se aproximó al cuerpo del comisario dispuesto a administrarle el tiro de gracia. Aunque Hammond estuviera muerto y bien muerto, Kale quería meterle una bala a aquel rostro presuntuoso y sarcástico. Sí, quería ver aquel rostro convertido en una masa irreconocible.

Después se ocuparía del niño.

Eso era lo que Lucifer quería. Cinco muertes. Hammond, el niño, Whitman, la doctora Paige y su hermanita.

Llegó junto a Hammond, empezó a inclinarse sobre él…

… y el comisario se movió. Su mano fue rauda como una centella. Desenfundó el arma de su pantorrilla y, antes de que Kale pudiera reaccionar, se produjo un fogonazo.

Kale recibió el impacto, se tambaleó y cayó al suelo. El revólver le resbaló de la mano y lo escuchó golpear la pata de una de las camas.

«Todo esto no puede ser verdad —se dijo—. Estoy protegido. Nadie puede hacerme daño.»

Lisa estaba ilesa. Si había saltado de la cama había sido sólo para ponerse a cubierto, no porque estuviera herida. Jenny la estrechó con fuerza entre sus brazos.

Tal estaba agachado sobre Gene Terr. El jefe de la pandilla de motoristas estaba muerto, con un gran agujero en medio del pecho.

Una muchedumbre se había reunido en torno a ellos: enfermeras, auxiliares, un par de médicos y algunos pacientes en bata y zapatillas.

Un enfermero pelirrojo llegó corriendo, con el rostro desencajado.

—¡También ha habido otro tiroteo en el segundo piso!

—Bryce… —musitó Jenny, al mismo tiempo que la atravesaba una punzada helada de temor.

—¿Qué está sucediendo aquí? —exclamó Tal.

Jenny corrió hacia la puerta del fondo del pasillo, la abrió a la carga y tomó la escalera subiendo los peldaños de dos en dos. Tal fue tras ella y la alcanzó en el rellano del segundo piso.

Otra multitud se había congregado ante la habitación de Timmy. Con el corazón latiéndole al galope, Jenny se abrió paso entre los mirones.

Había un cuerpo en el suelo y una enfermera inclinada sobre él.

Jenny creyó que era Bryce. Entonces vio a éste sentado en una silla. Otra enfermera le estaba quitando la camisa para dejar el hombro al descubierto. Sólo estaba herido.

Bryce forzó una sonrisa hacia ella.

—Será mejor que andes con cuidado, doctora. Si siempre llegas tan pronto a la escena del desastre, empezarán a pensar que rondas como un buitre en busca de pacientes.

Jenny se echó a llorar. No pudo evitarlo. Jamás se había alegrado tanto de algo como de escuchar su voz en aquel instante.

—Es sólo un rasguño —dijo Bryce.

—Me parece estar oyendo a Tal —respondió, mezclando risas y lágrimas—. ¿Está bien Timmy?

—Kale iba a matarle. Si no hubiera estado aquí…

—¿Ése de ahí es Kale?

—Sí.

Jenny se secó los ojos con la manga de su blusa y examinó el hombro de Bryce. La bala había atravesado el músculo, con entrada por delante y salida por detrás. No había ninguna razón para pensar que se hubiera fragmentado, pero la doctora insistió en hacerle unas radiografías a pesar de todo. La herida seguía sangrando aunque la hemorragia no era importante y Jenny indicó a una enfermera que cortara la pérdida de sangre mediante compresas empapadas en ácido bórico.

El comisario iba a recuperarse sin problemas.

Cuando estuvo segura del estado de Bryce, Jenny se volvió hacia el hombre tendido en el suelo. La situación de éste era más grave. La enfermera le había abierto la chaqueta y la camisa para dejar al descubierto una gran herida en mitad del pecho. Kale tosió y una bocanada de sangre brotó entre sus labios.

Jenny indicó a la enfermera que buscara una camilla e hizo llamar al cirujano de guardia por la megafonía interior del hospital. Entonces se dio cuenta de que Kale presentaba una fiebre alta. La frente le ardía y su rostro estaba enrojecido y sudoroso. Cuando le asió la muñeca para tomarle el pulso, comprobó que la zona estaba cubierta de puntos rojos muy inflamados. Levantó la manga de la camisa y observó que los puntos rojos se extendían hasta el codo. El otro brazo estaba en las mismas condiciones. En cambio, no tenía ninguna señal en el rostro o en el cuello. Jenny había apreciado unas marcas rojo pálido en el pecho, pero las había tomado por restos de sangre. Al observarlas de nuevo, más detenidamente que antes, comprobó que eran idénticas a los puntos de los brazos.

¿Sarampión? No. Otra cosa. Una afección mucho peor que el sarampión.

La enfermera regresó con dos auxiliares y una camilla con ruedas. Jenny les indicó:

—Tendremos que poner en cuarentena toda esta planta. Y la de encima. Este hombre sufre alguna enfermedad infecciosa y no estoy muy segura de cuál es.

Después de las radiografías y de serle vendada la herida, Bryce fue internado en una habitación cercana a la que ocupaba Timmy. El dolor del hombro no remitió, sino todo lo contrario, mientras las terminaciones nerviosas afectadas empezaban a recuperar su funcionamiento. El comisario rechazó los analgésicos para poder mantener la claridad mental hasta saber a ciencia cierta qué había sucedido y por qué.

Jenny acudió a verle media hora después de que le llevaran a la habitación. La doctora parecía agotada, pero el cansancio y la preocupación no habían afectado a su belleza. Y su presencia era la única medicina que Bryce necesitaba.

—¿Cómo está Kale? —preguntó el comisario.

—La bala no le afectó el corazón. Le atravesó un pulmón y le rozó levemente una arteria. En condiciones normales, el pronóstico sería bueno. Sin embargo, Kale no sólo tendrá que superar la intervención quirúrgica necesaria, sino también un episodio grave de fiebre de las Montañas Rocosas.

—Una especie de tifus, ¿verdad? —dijo Bryce, parpadeando.

—Tiene dos quemaduras de cigarrillos en la pantorrilla derecha o, más bien, las cicatrices de dos quemaduras con las cuales pretendía librarse de unas garrapatas. Estos ácaros son los trasmisores de la enfermedad. A juzgar por el aspecto de las cicatrices, yo diría que le picaron hace cinco o seis días, que es aproximadamente el período de incubación de esa dolencia. Los síntomas deben haberle afectado gravemente durante las últimas horas. Ha debido sufrir mareos, escalofríos, debilidad en las articulaciones…

—¡Ahora entiendo su mala puntería! —intervino Bryce—. Ha hecho tres disparos casi a bocajarro y sólo me ha acertado una vez.

—Será mejor que agradezcas a Dios que le enviara esas garrapatas.

Bryce meditó las palabras que Jenny acababa de pronunciar y musitó:

—En efecto, casi parece una intervención divina, ¿verdad? Sin embargo, ¿qué pretendían hacer Kale y Terr? ¿Por qué se han arriesgado a acudir aquí con esas armas? Puedo entender que Kale quisiera matarme a mí e incluso a Timmy, pero ¿por qué a Tal y a ti y a Lisa?

Jenny respondió:

—No te lo vas a creer, pero desde el martes pasado por la mañana, Kale ha estado escribiendo una crónica de lo que él denomina «Los sucesos acaecidos después de la Epifanía». Al parecer, Kale y Terr hicieron un pacto con el Diablo.

A las cuatro de la madrugada del lunes, sólo seis días después de la epifanía a la cual se había referido Kale, éste murió en el hospital. Antes de abandonar este mundo, el hombre abrió los ojos y miró a una enfermera con expresión agitada. A continuación fijó la mirada en un punto más allá de la enfermera y vio algo que le aterrorizó. Algo que la enfermera no podía ver. Logró reunir las fuerzas necesarias para alzar las manos, como si quisiera protegerse, y lanzó un grito; un alarido agudo, agónico. Cuando la enfermera intentó calmarle, Kale murmuró:

—¡Pero éste no es mi destino!

Instantes después estaba muerto.

El 31 de octubre, más de seis semanas después de los sucesos de Snowfield, Tal Whitman y Paula Thorne (la enfermera con la que había estado saliendo) celebraron una fiesta de disfraces en casa de Tal en Santa Mira. Bryce acudió vestido de vaquero y Jenny, de chica del oeste. Lisa apareció con un disfraz de bruja, incluido un gorro puntiagudo y un montón de maquillaje.

Tal les recibió a la puerta de la casa.

—¡Quiquiriquí! —fue su saludo, enfundado en un disfraz de gallo.

Jenny no habla visto nunca una cosa más estrafalaria. Soltó una carcajada tan sonora que, por un instante, no advirtió que Lisa también estaba riéndose.

Era la primera vez que la chiquilla lo hacía desde la terrible experiencia. Hasta entonces, apenas había sonreído. Ahora estalló en carcajadas hasta que las lágrimas le bañaron el rostro.

—¡Eh eh, un momento! —exclamó Tal, con aire fingidamente ofendido—. Tú también pareces una bruja bastante ridicula.

Tal acompañó sus palabras con un guiño dirigido a Jenny y ésta comprendió que el teniente había escogido el traje de gallo precisamente por el efecto que produciría en Lisa.

—Por el amor de Dios, Tal, hazte a un lado y déjanos entrar —dijo Bryce—. Si la gente te ve con eso puesto, perderá el poco respeto que le quede por el departamento de policía.

Durante la fiesta, Lisa participó en las conversaciones y los juegos, y se rió a gusto. Era un nuevo comienzo.

En agosto del año siguiente, el primer día de su luna de miel, Jenny encontró a Bryce apoyado en el balcón de la habitación del hotel, contemplando la playa de Waikiki con el ceño fruncido.

—No estarás preocupado por encontrarte tan lejos de Timmy, ¿verdad? —le preguntó.

—No, pero precisamente estaba pensando en él. Estos últimos tiempos… bueno, he tenido el presentimiento de que, finalmente, todo va a salir bien. Es extraño. Como una premonición. Anoche tuve un sueño: Timmy se levantaba de la cama, me decía hola y me pedía una hamburguesa. Lo extraño es que… que no se parecía a ningún sueño que haya tenido nunca. Resultaba muy real.

—Bueno, Bryce, tú nunca has perdido la esperanza.

—Sí, durante un tiempo la perdí, pero la he recuperado.

Permanecieron un rato en silencio, dejándose acariciar por la cálida brisa marina y escuchando el rumor de las olas que rompían en la playa.

Después, hicieron el amor otra vez.

Esa noche cenaron en un buen restaurante chino de Honolulú. Acompañaron todos los platos con cava, aunque el camarero les sugirió cortésmente que tomaran té con la comida para no «contaminar» sus paladares.

Mientras tomaban el postre, Bryce comentó:

—En ese sueño, Timmy me dijo más cosas. Cuando advirtió mi sorpresa al verle despertar del coma, me dijo: «Pero, papá, si existe un Diablo, también debe haber un Dios. ¿No se te ocurrió pensarlo cuando topaste con el Diablo? Dios no me dejaría pasar inconsciente el resto de mi vida».

Jenny contempló a Bryce con aire perplejo. El sonrió.

—No te preocupes, no estoy desvariando ni pienso empezar a enviar dinero a esos predicadores charlatanes de la televisión para que recen por Timmy. ¡Qué diablos, ni siquiera pienso empezar a frecuentar la iglesia! El domingo es el único día que puedo dormir hasta tarde. No estoy refiriéndome a esa religión superficial, espectacular…

—Sí, pero esa cosa no era realmente el Demonio —le interrumpió Jenny.

—¿De veras?

—Era una criatura prehistórica que…

—¿Y no podría ser ambas cosas a la vez?

—¿Qué pretendes con todo esto?

—Nada. Una simple discusión filosófica.

—¿En plena luna de miel?

—Si me he casado contigo, ha sido en parte por tu inteligencia.

Más tarde, en la cama, poco antes de que el sueño se adueñara de ellos, Bryce comentó:

—Lo único que sé es que el ser multiforme hizo que me diera cuenta de que en este mundo hay muchos más misterios de lo que había pensado. En adelante, creo que nunca voy a dar nada por imposible. Cuando vuelvo la vista atrás y pienso cómo sobrevivimos en Snowfield, en cómo logró utilizar su arma Tal Whitman cuando irrumpió Jeeter, en la fiebre y la infección que afectaron profundamente la puntería de Kale… Bueno, todo eso me lleva a pensar que tal vez estábamos predestinados a salir con bien de la experiencia.

Se durmieron, despertaron casi al amanecer, hicieron el amor y volvieron a dormirse.

Por la mañana, Jenny dijo:

—Una cosa sé segura.

—¿Qué es?

—Que estábamos predestinados a casarnos.

—Sin duda.

—No importa cómo, el destino nos habría llevado a conocernos antes o después.

Por la tarde dieron un paseo junto a la playa y Jenny imaginó las olas como enormes rodillos que retumbaban con un ruido sordo. El sonido le recordó un viejo dicho que decía que «las ruedas de molino del Paraíso giran lentamente». El rugido de las olas reforzaba esa imagen y, en su mente, Jenny pudo ver unas inmensas ruedas de molino girando una contra otra.

—Así pues, ¿crees que tiene un sentido, un significado? —preguntó.

Bryce no tuvo que preguntarle a qué se refería.

—Sí —respondió—. Todo, cada detalle y cada vuelta que da la vida, tiene un sentido, un propósito.

El mar espumeaba sobre la arena.

Jenny escuchó el sonido de las ruedas de molino y se preguntó qué misterios y milagros, qué horrores y alegrías estaban siendo molidos en aquel mismo instante para tomar forma en los tiempos venideros.