Bryce permaneció en la acera estudiando el pueblo con cautela. Aguzó el oído y esperó. No se observaba la menor señal del multiforme pero el comisario era reacio a aceptar que la criatura hubiera muerto. Temía que ésta saltara sobre él en el mismo instante en que bajara la guardia.
Tal Whitman estaba tendido en mitad de la calzada. Jenny y Lisa le limpiaron las quemaduras de ácido, aplicaron sobre ellas unos polvos antibióticos y las cubrieron con unos vendajes provisionales.
Y Snowfield permaneció tan silencioso como si estuviera en el fondo del mar.
Cuando terminó de administrar sus cuidados a Tal, Jenny comentó:
—Deberíamos llevarle al hospital lo antes posible. Las quemaduras no son profundas, pero puede sufrir algún tipo de reacción alérgica a las toxinas del multiforme. Tal podría presentar de pronto dificultades respiratorias o problemas de presión sanguínea. El hospital está equipado para cualquier eventualidad; yo, no.
Bryce dirigió la mirada a un extremo y otro de la calle antes de responder:
—¿Y si nos metemos en el coche, nos encerramos en la trampa de un vehículo en movimiento, y esa cosa reaparece?
—Llevaremos con nosotros un par de aspersores.
—Probablemente no nos daría tiempo a usarlos. La criatura podría surgir de una boca de alcantarillado, volcar el coche y matarnos así, sin siquiera tocarnos. Y sin darnos la menor oportunidad de utilizar los aerosoles.
Los cuatro escucharon con atención. No se oía nada en el pueblo. Sólo la brisa.
—Está muerta —declaró Lisa por fin.
—No podemos estar seguros de eso —replicó Bryce.
—¿No lo notas? —insistió Lisa—. ¿No aprecias la diferencia? ¡Se ha ido! Esa cosa ha muerto. Se puede apreciar la diferencia en el aire.
Bryce comprendió que la muchacha tenía razón. El ser multiforme no había sido una mera presencia física, sino también espiritual; el comisario había podido percibir la naturaleza malévola del antiguo enemigo, una maldad casi tangible. Al parecer, el antiguo enemigo había emitido unas emanaciones sutiles —¿vibraciones? ¿ondas psíquicas?— que no podían verse ni escucharse, pero que ejercían cierto efecto a nivel instintivo en todos ellos. Y que dejaban una huella indeleble en sus espíritus. Ahora dichas vibraciones habían desaparecido. La sensación de amenaza ya no impregnaba el aire.
Bryce inspiró profundamente. El aire era limpio, fresco, vigorizante.
—Si no quieres meterte en un coche de momento, no te preocupes por mí —dijo Tal—. Podemos estar un rato. Estoy bien. No me pasará nada.
—He cambiado de idea —respondió Bryce—. Podemos irnos. Nada ni nadie va a detenernos. Lisa tiene razón: esa cosa ha muerto.
Ya en el coche patrulla, mientras Bryce ponía en marcha el motor, Jenny comentó:
—¿Recuerdas lo que dijo Flyte sobre la inteligencia de la criatura? Mientras hablaba con el antiguo enemigo a través del ordenador, Flyte le planteó que, probablemente, sólo había adquirido su inteligencia y su conciencia después de empezar a consumir y devorar criaturas inteligentes, seres humanos.
—Lo recuerdo —intervino Tal desde el asiento trasero, donde viajaría junto a Lisa—. No le gustó escuchar eso.
—¿Y bien? —inquirió Bryce—. ¿Qué pretendes decir con ello?
—Bueno… Si ese ser adquirió su inteligencia absorbiendo nuestros conocimientos y nuestros mecanismos cognitivos…, ¿no hemos de aceptar, entonces, que también ha adquirido su crueldad y su perversidad de nosotros, de la humanidad? —Jenny advirtió que la pregunta incomodaba a Bryce, pero continuó su razonamiento—: Si vamos al fondo de las cosas tal vez los únicos demonios de verdad son los seres humanos; no todos nosotros, no la especie en su conjunto, sino sólo algunos, los perversos, los que en toda su vida no sienten ni demuestran amor y comprensión por los demás. Si el ser multiforme era realmente el Satán de la mitología, tal vez el mal que anida en los seres humanos no es un reflejo del Demonio; tal vez el Demonio es sólo un reflejo de la brutalidad y de los impulsos salvajes que anidan en nuestra propia especie. Quizá lo que hemos hecho ha sido… crear al Diablo a nuestra imagen y semejanza.
Bryce permaneció en silencio. Por último respondió:
—Tal vez tengas razón. Sospecho que así es. No merece la pena desperdiciar nuestras energías temiendo a los diablos, los espíritus perversos y los seres de ultratumba que acechan en la noche… porque en último término nunca encontraremos nada más terrible que los monstruos que habitan entre nosotros. El Infierno está allí donde nosotros lo creamos.
El coche patrulla avanzó Skyline Road abajo.
Snowfield tenía un aspecto sereno y hermoso.
Nada intentó detenerles.