El helicóptero militar llegó tres horas y media después de que Sara hablara con Daniel Tersch en Dugway, con dos horas de adelanto sobre lo prometido. Evidentemente había sido enviado desde alguna base de California, y también evidentemente, los colegas de la genetista en el programa de guerra química y bacteriológica habían sabido comprender su plan. Habían entendido que, en realidad, Sara no necesitaba la mayor parte de los aparatos y materiales que había pedido y, en consecuencia, sólo habían reunido lo que su compañera necesitaba para atacar al multiforme. De no haberlo hecho así, no habrían podido ser tan rápidos.
El helicóptero, pintado de camuflaje, era de gran tamaño y tenía dos juegos completos de aspas. Inmovilizado a unos veinte metros de altura sobre Skyline Road, el aparato batió el aire matutino y creó un torbellino que dispersó la escasa niebla que aún quedaba. Poderosas oleadas de sonido barrieron el pueblo como el tableteo de una ametralladora.
Una de las portezuelas laterales del helicóptero se abrió y un hombre asomó la cabeza desde la bodega de carga. No hizo ningún intento de conversar con la gente de tierra, pues el rugido de los motores y el tartamudeo de las aspas habrían ahogado sus palabras. En cambio, utilizó una serie de gestos incomprensibles con las manos.
Por fin Sara dedujo que la tripulación aguardaba alguna indicación de que aquél era el punto donde debían soltar la carga. También por gestos, indicó a todos los supervivientes que formaran un círculo con ella en mitad de la calle. No se dieron las manos, sino que dejaron un par de metros de distancia entre cada uno. Así, el círculo alcanzó un diámetro de cuatro o cinco metros.
Un fardo envuelto en lona, algo mayor que un hombre, apareció al costado del helicóptero. Iba atado a un cable que era movido mediante un manubrio eléctrico. Al principio, el fardo descendió despacio, luego más despacio todavía, y por fin se posó en el pavimento, en el centro del círculo, con tal suavidad que dio la impresión de que los tripulantes del helicóptero estuvieran transportando huevos crudos.
Bryce rompió la formación antes de que el paquete tocara el suelo y fue el primero en llegar hasta él. Localizó el acoplador y soltó el cable antes de que Sara y los demás se aproximaran.
Cuando el helicóptero hubo recogido el cable, se deslizó valle abajo para alejarse de la zona de peligro y ganó altura rápidamente.
Sara se agachó junto al fardo y empezó a aflojar la soga de nailon que cerraba los ojales de la lona. Se dedicó febrilmente a la tarea y, en unos segundos, empezó a desembalar el contenido.
Había dos botes azules que llevaban unas letras y cifras blancas grabadas en las tapas. Al verlos, Sara suspiró de alivio. Su mensaje había sido interpretado correctamente. También localizó tres aerosoles dispersores, parecidos en tamaño y aspecto a los utilizados para fumigar los campos, sólo que activados por cilindros de aire comprimido en lugar de por bombas manuales. Cada aerosol, de gran tamaño, iba dotado de unos correajes que permitían colgárselo a la espalda como una mochila. Un tubo de goma flexible, terminado en una extensión metálica de un metro de longitud con una boquilla de alta presión, permitía al portador permanecer a cuatro o cinco metros de distancia del lugar que se pretendía rociar.
Sara levantó uno de los aerosoles. El peso le indicó que debía de estar lleno del mismo fluido que contenían los botes azules.
El helicóptero se desvió hacia el oeste en el firmamento y Lisa murmuró:
—Esto no es todo lo que has pedido, ¿verdad?
—Es todo lo que necesitamos —respondió Sara, evasiva.
Miró a un lado y a otro con gesto nervioso, temiendo ver al ser multiforme abatiéndose sobre el grupo. Sin embargo, no había el menor rastro de la criatura.
—Bryce, Tal… —indicó—. Si quieren tomar dos de esos aerosoles…
El comisario y su ayudante le obedecieron, pasaron los brazos por los correajes, se ajustaron las hebillas al pecho y encogieron los hombros para colocarse los recipientes lo más cómodamente posible.
Sin que nadie se lo hubiera dicho, ambos hombres se daban perfecta cuenta de que los aerosoles contenían algún arma que podía destruir al ser multiforme. Sara sabía que debía corroerles la curiosidad y le impresionó que no hicieran ninguna pregunta.
La genetista había pensado en colocarse el tercer aerosol ella misma, pero resultaba considerablemente más pesado de lo que había previsto. Esforzándose mucho sería capaz de transportarlo, pero no podría maniobrar con rapidez. Y durante la hora siguiente la supervivencia dependería de su agilidad y su rapidez de movimientos.
De ese tercer aspersor debería encargarse otro. Lisa no, pues era de tamaño similar al de Sara. Flyte, tampoco; tenía un poco de artritis en las manos, de la cual se había quejado la noche anterior, y parecía demasiado frágil. Por tanto, sólo quedaba Jenny. Apenas media diez centímetros más que Sara y sólo pesaba unos ocho o diez kilos más, pero parecía estar en excelentes condiciones físicas. Era casi seguro que podría manejar el aerosol.
Flyte protestó, pero se rindió después de sostener el depósito unos instantes.
—Debo de estar más viejo de lo que pensaba —dijo, abatido.
Jenny estuvo de acuerdo en que era la más adecuada y Sara le ayudó a colocarse las cinchas. Por fin, estaban listos para la batalla.
Seguía sin haber el menor rastro del multiforme.
Sara se secó el sudor de la frente.
—Muy bien. En el momento en que aparezca, rociadle con esto. No perdáis un segundo. Rociadlo, saturadlo, seguid retrocediendo si es posible, tratad de atraer la mayor masa posible de esa cosa, haciéndola salir de su escondrijo, y seguid rociándola.
—¿Es alguna especie de ácido… o qué? —quiso saber Bryce.
—No es ácido —respondió Sara—, aunque el efecto será muy similar… si llega a funcionar.
— Si no es un ácido —intervino Tal—, ¿de qué se trata entonces?
—De un microorganismo único, altamente especializado —dijo Sara.
—¿Gérmenes? —preguntó Jenny, abriendo los ojos como platos.
—Sí. Se encuentran en suspensión en un caldo de cultivo que los mantiene.
—¿Vamos a poner enfermo al multiforme? —preguntó Lisa, frunciendo el ceño.
—Le pido a Dios que así sea —asintió Sara.
Nada se movió. Nada. Pero allí cerca había algo y, probablemente había oído los comentarios. Con el oído de un gato. Con el oído de un zorro. Con un oído agudísimo de su propia invención.
—Muy, muy enfermo, si tenemos suerte —añadió Sara—. Porque la única manera de acabar con esa criatura parece ser la enfermedad.
Ahora, sus vidas corrían peligro porque aquella cosa sabía que la habían engañado. Flyte sacudió la cabeza.
—Pero el antiguo enemigo es tan absolutamente distinto, tan diferente del hombre y de los animales… Las enfermedades más peligrosas para otras especies podrían no tener el menor efecto en ese ser.
—En efecto —asintió Sara—, pero este microbio no causa ninguna enfermedad ordinaria. En realidad, no es en absoluto un organismo causante de enfermedades.
Snowfield seguía mudo, tendido sobre la ladera como un paisaje de postal.
Mientras echaba nerviosas miradas a su alrededor, alerta a cualquier movimiento en el interior o en las cercanías de los edificios, Sara les habló de Ananda Chakrabarty y de su descubrimiento.
En 1972, la General Electric Corporation, empresa para la cual trabajaba el doctor Chakrabarty, solicitó por primera vez la patente de una bacteria elaborada por el hombre. Utilizando refinadas técnicas de fusión celular, Chakrabarty había creado un microorganismo que podía devorar, digerir y, en último término, transformar los compuestos de hidrocarburos en petróleo crudo.
El bichito de Chakrabarty poseía, al menos, una aplicación comercial evidente: podía ser utilizado para la limpieza de los vertidos accidentales de petróleo en el mar. La bacteria se comía literalmente las manchas de crudo, siendo inocua para el medio ambiente.
Tras una serie de intensas disputas legales de diversos tipos, la General Electric obtuvo el derecho a patentar el descubrimiento de Chakrabarty. En junio de 1980, el Tribunal Supremo adoptó una decisión que marcó época, sentenciando que el descubrimiento de Chakrabarty «no era producto de la naturaleza sino de su trabajo; por lo tanto era un producto patentable».
—Es cierto —dijo Jenny—. Leí algo sobre el caso. Fue una gran noticia por esas fechas: el hombre compitiendo con Dios y todo eso.
—En un primer momento —continuó Sara—, la General Electric no tenía intención de sacar el bicho al mercado. Se trataba de un organismo frágil que no podía sobrevivir fuera de unas condiciones estrictamente controladas en el laboratorio. La solicitud de la patente se realizó para comprobar la situación legal, para dejar resuelto el tema antes de que otros experimentos de ingeniería genética produjeran unos descubrimientos más útiles y más valiosos. Sin embargo, tras la decisión del tribunal, otros científicos pasaron varios años trabajando con aquel organismo hasta conseguir unas cepas más resistentes, capaces de sobrevivir fuera del laboratorio entre doce y dieciocho horas. De hecho, se ha lanzado al mercado bajo el nombre comercial de Biosan-4 y ha sido utilizado con éxito para limpiar manchas de crudo por todo el mundo.
—¿Y eso es lo que contienen los aerosoles? —preguntó Bryce.
—Sí. Biosan-4. En solución para aspersores.
El pueblo producía una sensación fúnebre. El sol caía a plomo de un cielo absolutamente despejado, pero la atmósfera seguía helada. Pese al sobrenatural silencio, Sara tenía la firme sensación de que la criatura se acercaba, de que les había oído y que se aproximaba; de hecho, casi podía percibirla muy, muy cerca.
Los demás también lo notaron y miraron a su alrededor, inquietos.
—¿Recordáis lo que descubrimos al estudiar el tejido del ser multiforme? —preguntó Sara.
—Te refieres al alto contenido en hidrocarburos, ¿no? —apuntó Jenny.
—Sí, pero no sólo de hidrocarburos, sino de todas las formas de carbono. Unas cifras muy altas en todos los compuestos de ese elemento.
—Nos dijiste que se parecía al petrolato —comentó Tal.
—No es idéntico, pero recuerda a esa sustancia en algunos aspectos —asintió Sara—. Estamos hablando de un tejido vivo, muy extraño pero complejo y vivo. Y con un contenido de carbono extraordinariamente elevado… Bien, lo que quiero decir es que el tejido de esa cosa parece un primo orgánico, metabólicamente activo, del petrolato. Por eso espero que el microorganismo de Chakrabarty…
Algo se acerca.
—Espero que se coma a ese multiforme igual que devora las manchas de petróleo —dijo Jenny.
Algo… algo…
—Si —dijo Sara con voz nerviosa—. Espero que ataque el carbono y descomponga el tejido. O, al menos, espero que afecte su delicado equilibrio químico lo suficiente para…
Se acerca… se acerca…
—… lo suficiente para desestabilizar al conjunto de su organismo —terminó la frase Sara, abrumada por una sensación de inminente peligro.
—¿Es ésta la mejor opción que tenemos? ¿Lo es de verdad? —preguntó Flyte.
—Creo que sí.
¿Dónde está? ¿Por dónde aparecerá?, se preguntó Sara contemplando los edificios desiertos, la calle vacía, los árboles inmóviles.
—Me parece terriblemente remota —comentó Flyte, dubitativo.
—En efecto, es muy remota —asintió Sara—. No parece gran cosa, pero es lo único que tenemos.
Un ruido. Un siseo penetrante que erizaba el vello.
Todos permanecieron inmóviles. Aguardaron.
Pero de nuevo el pueblo quedó envuelto en una capa de silencio.
El sol de la mañana bañaba con su llameante resplandor algunas ventanas y se reflejaba en el cristal curvo de las farolas callejeras. Parecía como si los techos de pizarra hubieran sido abrillantados durante la noche; los últimos jirones de niebla se habían condensado sobre sus lisas superficies, dejando en la piedra una pátina de humedad.
Nada se movió. Nada sucedió. El sonido no se repitió.
Bryce Hammond tenía el rostro empañado de preocupación.
—Ese Biosan… supongo que no tendrá efectos nocivos para nosotros.
—Absolutamente ninguno —le aseguró Sara.
De nuevo, el sonido. Un breve estallido de ruido. Luego, el silencio.
—Algo se acerca —dijo Lisa en voz baja.
Que Dios nos ayude, pensó Sara.
—Algo se acerca —dijo Jenny en voz baja.
Bryce lo percibió también. Una sensación de creciente horror. La atmósfera, más fría y, a la vez, más sofocante. Un nuevo matiz depredador en aquel silencio. ¿Realidad? ¿Imaginación? No estaba seguro. Sólo sabía que podía notarlo.
El ruido volvió a escucharse, esta vez en un chillido sostenido, no en un mero estampido breve. Bryce se encogió. Era un chillido desgarrador, un zumbido, un gemido. Como una taladradora. Pero Bryce sabía que no se trataba de algo tan inocuo y corriente como aquello.
Insectos. La frialdad del sonido, su cualidad metálica le hizo pensar en insectos. Abejas. Sí. Era el zumbido y el crepitar tremendamente amplificado de las avispas.
—Los tres que no estáis armados con los aspersores, colocaos en el centro.
—Sí —añadió Tal—. Formaremos un círculo alrededor vuestro y os protegeremos un poco.
Condenadamente poco si este Biosan no funciona, pensó Bryce.
El extraño sonido se hizo más potente.
Sara, Lisa y el doctor Flyte permanecieron juntos mientras Bryce, Jenny y Tal les cubrían, vueltos hacia fuera.
Entonces, calle abajo, cerca de la panadería, apareció en el cielo algo monstruoso que rozó los techos de los edificios antes de sobrevolar durante unos segundos Skyline Road. Era una avispa. Un engendro fantasmal del tamaño de un pastor alemán. Nada que se pareciera remotamente a aquel insecto había existido durante las decenas de millones de años que el ser multiforme llevaba con vida. Sin duda, aquello había surgido de su retorcida imaginación, era un horrible engendro del antiguo enemigo. Sus alas opalescentes, de dos metros de extensión cada una, batían el aire furiosamente, destellando con todos los colores del arcoiris. Los ojos negros de múltiples facetas estaban colocados a cada lado de la cabeza estrecha, puntiaguda y malévola. Tenía cuatro patas finas terminadas en pinza. El cuerpo redondeado, segmentado y blanquecino, finalizaba en un aguijón de un palmo de longitud con la punta afilada como un alfiler.
A Bryce le pareció que las entrañas se le volvían agua helada.
La avispa dejó de sobrevolar al grupo. Se abatió sobre él. Jenny lanzó un grito cuando la avispa se lanzó en picado contra ellos, pero no corrió. Apuntó la boquilla del aspersor hacia la criatura y apretó el mando que dejaba paso al líquido a presión. Una niebla lechosa, en forma de cono, surgió del aparato hasta una distancia de un par de metros.
La avispa se encontraba a unos siete metros y se acercaba muy de prisa.
Jenny pulsó a fondo el mando. La niebla se convirtió en un chorro que se elevó a más de cinco metros de la boquilla.
Bryce accionó la palanca del aspersor. Los dos chorros de Biosan se cruzaron en el aire, corrigieron el ángulo hasta apuntar ambos en la misma dirección y se alzaron en paralelo hacia el aire.
La avispa entró en el radio de acción de los aspersores. El doble chorro a presión la alcanzó, oscureció el color irisado de sus alas y empapó su cuerpo segmentado.
El insecto se detuvo bruscamente, titubeó y perdió altura, como si fuera incapaz de mantener el vuelo. Permaneció inmóvil en el aire unos instantes. Habían conseguido detener su ataque, aunque el animal todavía les observaba con ojos llenos de odio.
Jenny sintió una explosión de alivio y esperanza.
—¡Funciona! —exclamó Lisa.
Entonces, la avispa se abatió de nuevo sobre ellos.
En el preciso instante en que Tal empezaba a pensar que estaban a salvo, la avispa volvió a lanzarse hacia ellos entre la niebla del Biosan-4, volando lentamente pero sosteniéndose todavía en el aire.
—¡Al suelo! —gritó Bryce.
Todos se agacharon y la avispa pasó por encima de sus cabezas rezumando un líquido lechoso por sus patas monstruosas y por el vértice de su aguijón.
Tal se incorporó de nuevo pero, antes de que pudiera accionar su aspersor, la avispa vaciló, aleteó descontroladamente y se derrumbó a plomo sobre el pavimento. Allí batió las alas con un furioso zumbido. Intentó remontar el vuelo pero no lo consiguió. Entonces se transformó.
Se transformó.
Timothy Flyte se aproximó un poco más al insecto junto con el resto del grupo y observó cómo la avispa se fundía en una masa informe de protoplasma. Empezaron a formarse en él los cuartos traseros de un perro. Y el hocico. Iba a ser un doberman, a juzgar por el hocico. Empezó a formársele un ojo. Pero el multiforme no consiguió completar la transformación; los rasgos del perro desaparecieron.
El tejido amorfo vibró y latió de manera distinta a como Timothy le había visto hacerlo antes.
—Está muriéndose —dijo Lisa.
Timothy contempló con asombro las convulsiones de la extraña masa carnosa. Aquel ser hasta entonces inmortal conocía ahora el significado de la muerte y el temor a ella.
La masa informe se abrió en una serie de llagas purulentas que liberaron un fluido amarillento. La masa sufrió unos violentos espasmos. Nuevas llagas se abrieron en ella con tremenda profusión; lesiones de todos los tamaños y formas burbujeaban, hendían y cuarteaban su superficie pulsante. Y por fin, igual que había sucedido con la muestra de tejido del recipiente del laboratorio móvil, el fantasma degeneró en un charco sin vida de una pasta acuosa y maloliente.
—¡Dios santo, lo has conseguido! —exclamó Timothy, volviéndose hacia Sara.
Tentáculos. Tres de ellos. Detrás de la mujer.
Surgieron de una rejilla de las alcantarillas, a cinco metros de distancia. Cada uno tenía el diámetro de la muñeca de Timothy. Los extremos de los tres apéndices se deslizaban ya por el pavimento a apenas un metro de Sara.
Timothy lanzó un grito de advertencia, pero fue demasiado tarde.
Flyte lanzó un grito, y Jenny se volvió. La criatura se hallaba entre ellos.
Tres tentáculos se alzaron del pavimento como látigos con asombrosa rapidez, se lanzaron hacia adelante con malévola sinuosidad y se abatieron sobre Sara. En un abrir y cerrar de ojos, uno de los apéndices se enroscó en torno a las piernas de la genetista, otro alrededor de su cintura y el tercero en torno a su esbelto cuello.
«¡Señor! —se dijo Jenny—, esa cosa es demasiado rápida para nosotros.»
Apuntó la boquilla de su aspersor al tiempo que se volvía y, lanzando una maldición, apretó a fondo el mando del aparato hasta envolver a Sara y los tentáculos en una nube de Biosan-4.
Bryce y Tal se aproximaron rápidamente para emplear también sus aspersores, pero ya era demasiado tarde.
Sara abrió los ojos como platos y su boca lanzó un grito mudo. Los tentáculos se alzaron en el aire y…
¡No!, rogó Jenny.
… la agitaron de un lado a otro como si fuera una muñeca de trapo… ¡No!
… y, a continuación, la cabeza le saltó de los hombros y cayó a la calle con un ruido seco, nauseabundo.
Jenny retrocedió unos pasos. Estuvo a punto de vomitar.
Los tentáculos se alzaron casi cinco metros sobre el suelo, se agitaron y se retorcieron y espumearon. En su superficie se abrieron llagas mientras las bacterias destruían la estructura molecular del tejido amorfo. Tal como Sara había esperado, el Biosan afectaba al ser multiforme igual que el ácido sulfúrico lo hacía en el ser humano.
Tal pasó a toda prisa junto a Jenny, cargando de frente contra los tres tentáculos y la doctora le gritó que se detuviera.
¡Dios santo!, exclamó para sí. ¿Qué se proponía el teniente?
Tal corrió entre las sombras serpenteantes producidas por los tentáculos agitados y rogó mentalmente que nadie le siguiera. Cuando alcanzó la alcantarilla de la que habían surgido los apéndices, observó que éstos se estaban separando de la masa principal de protoplasma oscuro, pulsante, oculto en los desagües subterráneos. El ser multiforme estaba desprendiéndose del tejido infectado antes de que las bacterias pudieran alcanzar la masa principal. Tal introdujo la boquilla del aspersor por la rendija y lanzó una rociada de Biosan-4 al interior de la alcantarilla.
Los tentáculos se desprendieron del resto de la criatura. Se agitaron y retorcieron en plena calle. En el interior del desagüe, la masa viscosa y rezumante se retiraba de la lluvia infecciosa al tiempo que se desprendía de otro pedazo de tejido, el cual empezó de inmediato a espumear, a moverse espasmódicamente y a morir.
Incluso el Demonio podía ser herido. Hasta Satán era vulnerable.
Animado por el éxito, Tal volvió a rociar la alcantarilla con el fluido biológico.
El tejido amorfo se retiró lejos de su vista, ocultándose en lo más profundo de los pasadizos subterráneos, desprendiéndose sin duda de nuevos fragmentos infectados.
Tal se alejó de la alcantarilla y observó que los tentáculos cortados habían perdido su forma definida; ahora sólo eran unas largas tiras retorcidas de tejido supurante que se enroscaban unas a otras en una manifiesta agonía, para degenerar rápidamente en una pasta hedionda e inerte.
El teniente volvió la vista hacia la boca de alcantarilla, hacia los edificios silenciosos, hacia el cielo, preguntándose de dónde vendría el siguiente ataque.
De pronto, el pavimento vibró y se levantó bajo sus pies. Delante de Tal, el doctor Flyte fue arrojado al suelo y se le rompieron las gafas. Tal se tambaleó de costado, casi tropezando con Flyte.
La calle tembló y se estremeció de nuevo, con más energía que antes, como si estuviera afectada por las vibraciones de un terremoto. Sin embargo, no se trataba de ningún seísmo. Aquella cosa se estaba acercando. No un mero fragmento, no otro fantasma más, sino la mayor parte de su cuerpo, tal vez toda su masa, impulsándole hacia la superficie con un poder destructivo inimaginable, alzándose como un dios traicionado que quisiera descargar su venganza y su cólera impía sobre los hombres y mujeres que habían osado atacarle, transformándose en una enorme masa de fibra muscular y empujando, empujando, hasta que el asfalto se hinchó y se agrietó.
Tal se vio arrojado al suelo y su mentón golpeó con fuerza el asfalto. Aturdido, trató de reincorporarse para poder utilizar el aspersor cuando apareciera la criatura, pero sólo logró ponerse a gatas pues la calle seguía moviéndose demasiado. Se tendió de nuevo en el suelo a esperar que la sacudida cesara.
«Vamos a morir», se dijo.
Bryce estaba tendido boca abajo, abrazado al pavimento.
Lisa se hallaba a su lado. Estaba llorando o gritando; el comisario no podía oírla debido al tremendo estruendo que acompañaba a las sacudidas.
En todo aquel tramo de Skyline Road, una sinfonía atonal de destrucción alcanzó un crescendo que hería los oídos: chirridos, rozaduras, crujidos, desgarros… El mundo entero parecía estar rompiéndose en pedazos. El aire estaba lleno de polvo que brotaba de las amplias fisuras del pavimento.
El firme de la calle principal se inclinó con tremenda fuerza. Pedazos de asfalto saltaron al aire. La mayoría de ellos tenía el tamaño de pequeños guijarros, pero había algunos grandes como puños. Incluso los había mayores: bloques de pavimento de veinte, cincuenta y hasta cien kilos de peso se alzaron hasta dos o tres metros de altura mientras la criatura proteica seguía impulsándose sin cesar hacia la superficie.
Bryce apretó a Lisa contra sí e intentó protegerla de la lluvia de piedras. Al hacerlo, notó los violentos temblores que recorrían a la muchacha.
El suelo se levantó bajo sus pies y volvió a caer con un estampido. Se alzó y cayó de nuevo. Una lluvia de grava les alcanzó, rebotó en el depósito del aspersor que Bryce llevaba atado a la espalda, le alcanzó en las piernas y le golpeó la cabeza, obligándole a encogerse para intentar cubrirse.
¿Dónde estaba Jenny?
El comisario miró a su alrededor, presa de una repentina desesperación.
La calle se había abombado, formando una loma en mitad de Skyline Road. Aparentemente, Jenny se encontraba en ese momento al otro lado del abultamiento, sujetándose al asfalto fuera de la vista de Bryce.
Está viva, pensó el comisario. Jenny está viva. ¡Tiene que estarlo, maldita sea!
Una enorme losa de asfalto surgió del pavimento a la izquierda de su posición y se elevó más de tres metros en el aire. Bryce creyó que iba a aplastarles y apretó a Lisa contra sí lo más fuerte que pudo, aunque todo sería inútil si la losa les caía encima. Sin embargo, ésta alcanzó a Timothy Flyte. Cayó sobre las piernas del científico, rompiéndole ambas y atrapando a Flyte, quien lanzó un aullido de dolor. Aulló tan fuerte que Bryce logró oírle a pesar del tremendo rugido del asfalto al desintegrarse.
El temblor de tierra continuó. La calle se abombó todavía más. Unos dientes aserrados de cemento cubierto de una capa de asfalto mordieron el aire matinal.
En cuestión de segundos, aquello aparecería del subsuelo y se abatiría sobre ellos sin darles tiempo ni oportunidad de resistirse.
Un proyectil de asfalto del tamaño de una pelota de béisbol, escupido al aire por el ser multiforme que emergía con la fuerza de un volcán desde los desagües subterráneos, cayó al pavimento a apenas unos centímetros de la cabeza de Jenny. Una astilla de cemento le produjo un rasguño en la mejilla, de la cual manó un leve reguero de sangre.
Entonces la presión que había causado el abombamiento de la calzada cesó de pronto. La calle dejó de vibrar. Dejó de elevarse.
El estruendo de la destrucción decreció. Jenny pudo escuchar su propia respiración, áspera y atormentada.
A unos pasos de distancia, Tal Whitman empezó a incorporarse.
Al otro lado de la loma formada en el pavimento, alguien emitía unos gemidos agónicos. Jenny no alcanzaba a ver de quién se trataba. Intentó ponerse en pie, pero la calle se estremeció una vez más y de nuevo se vio arrojada de bruces al suelo.
Tal cayó también, mascullando una maldición.
De pronto, la calle empezó a abombarse hacia abajo. Con un ruido torturante, los fragmentos se quebraron a lo largo de las líneas de fractura. Grandes rocas cayeron rodando hacia el vacío del fondo. Un vacío excesivo; sonaba como si las cosas estuvieran cayendo a una sima y no a un mero canal de desagüe. A continuación, toda la parte que formaba la loma se hundió con un rugido atronador y Jenny se encontró en el borde del enorme socavón.
Tendida boca abajo, con la cabeza levantada, esperó a que algo se elevase de las profundidades y tuvo miedo de contemplar la forma que asumiría esta vez el ser multiforme.
Pero éste no apareció. Nada surgió del gran hueco.
El agujero media tres metros de ancho y, al menos, veinte de largo. Al otro lado, Bryce y Lisa trataban de ponerse en pie. Jenny casi lloró de felicidad al verles. ¡Estaban vivos!
Entonces vio a Timothy Flyte, con las piernas apresadas bajo una mole enorme de cemento. Peor aún, estaba atrapado en un fragmento de asfalto que se sostenía en un precario equilibrio al borde del hueco, sin ningún apoyo debajo. En cualquier momento, el fragmento podía desprenderse y caer al fondo del agujero arrastrando consigo a Flyte.
Jenny se arrastró unos centímetros hacia adelante y se asomó al gran socavón. Tenía al menos diez metros de profundidad, probablemente más en algunos puntos; no pudo calcularlo con precisión por las muchas sombras que ocultaban el fondo a lo largo de sus veinte metros de extensión. Al parecer, el antiguo enemigo no procedía simplemente de los canales de desagüe, sino que había ascendido de alguna cueva subterránea de piedra caliza situada a gran profundidad bajo el terreno sólido sobre el cual se había construido la calle.
¿Qué fuerza descomunal tenía la criatura? ¿Qué tamaño inconcebiblemente enorme debía poseer aquel ser para poder mover no sólo la calle, sino también las formaciones rocosas del subsuelo? ¿Y dónde se había metido?
El hueco de Skyline Road parecía desierto pero Jenny sabía que esa cosa debía de estar allá abajo en alguna parte, en las regiones más profundas, en sus madrigueras subterráneas, a resguardo del Biosan, esperando y escuchando.
Alzó la mirada y vio a Bryce encaminándose hacia Flyte.
Un sonido seco, un crujido, hendió el aire. La plancha de cemento donde se encontraba Flyte se movió. Estaba a punto de soltarse y caer al abismo.
Bryce vio el peligro y trepó a gatas sobre la losa de asfalto inclinada en su intento de alcanzar a tiempo a Flyte. Jenny no creyó que pudiera lograrlo.
Entonces el suelo tembló y chirrió bajo la muchacha y ésta se dio cuenta de que también ella se encontraba en terreno traicionero. Empezó a incorporarse. Bajo sus pies, el cemento estalló con el estruendo de una bomba.