CAPÍTULO 39
La aparición

Fletcher Kale despertó a tiempo de ver las primeras luces del alba. El bosque seguía casi por completo en sombras. La lechosa luz del amanecer filtraba sus rayos por los contados agujeros que se abrían en el tupido dosel verde que formaban las ramas entrecruzadas de los árboles gigantescos. La luz solar quedaba difusa, sofocada por la niebla, sin apenas iluminar nada.

Kale había pasado la noche en el vehículo todo terreno que perteneciera a Jake Johnson. Ahora, salió del coche y permaneció junto a éste con el oído atento a los ruidos del bosque, en busca de algún sonido que le anunciara la proximidad de algún perseguidor.

La noche anterior, unos minutos después de las once, Kale había tomado la carretera hacia Mount Larson en dirección al refugio secreto de Jake Johnson; después había guiado el vehículo hacia el camino de tierra que conducía hacia la inexplorada ladera norte de Snowtop… y se había encontrado de pronto con un problema. Apenas diez metros después del desvío, los faros de su todo terreno habían iluminado unas señales colocadas a ambos lados del camino: en grandes letras rojas sobre fondo blanco, pudo leer CUARENTENA. Tomó una curva a excesiva velocidad y topó de bruces con un control policial. Un coche patrulla de la policía del condado cerraba el paso, cruzado en mitad del camino. Los dos agentes que lo ocupaban empezaron a bajar del coche.

Kale recordó haber oído algo acerca de una zona en cuarentena en torno a Snowfield; sin embargo, había pensado que la medida sólo tendría efecto al otro lado de la montaña. Pisó el freno deseando, por una vez, haber prestado más atención a las noticias.

Sabía que debía circular una orden de busca y captura contra él, con su fotografía. Aquellos dos hombres le reconocerían y, en el plazo de una hora, volvería a encontrarse en la cárcel.

Su único recurso era el efecto sorpresa. Los dos agentes no debían esperar problemas. La vigilancia de un control de caminos para mantener una cuarentena debía de ser una tarea sencilla, tranquila.

Kale llevaba el fusil de asalto HK91 en el asiento contiguo, cubierto con una manta. Asió el arma, bajó del todo terreno y abrió fuego contra los policías. Se escuchó un tableteo del fusil semiautomático y los agentes efectuaron una breve y descontrolada danza mortal, como figuras espectrales en la niebla.

Arrastró los cuerpos hasta una zanja, apartó el coche patrulla del camino y pasó el todo terreno al otro lado del puesto de control. Después retrocedió a pie y colocó de nuevo el vehículo policial donde se encontraba previamente, buscando con ello crear la impresión de que el asesino de los agentes no había continuado montaña arriba.

Avanzó cinco kilómetros más por la tortuosa senda de tierra hasta llegar a un sendero todavía más escarpado y lleno de matorrales. Un par de kilómetros más allá, al final de este sendero, Kale aparcó el todo terreno en un túnel de vegetación y saltó del vehículo.

Además del HK91, llevaba otras armas del arsenal de Johnson en una bolsa y los sesenta y tres mil cuatrocientos cuarenta dólares distribuidos en los siete bolsillos herméticos de su chaqueta de caza. Sólo llevaba un complemento más, una linterna; en realidad, era lo único que necesitaba ya que en la cueva encontraría todo el resto del equipo que pudiera necesitar.

El último medio kilómetro debía cubrirse a pie y Kale había previsto terminar el viaje de inmediato, pero pronto descubrió que, incluso con la linterna, el bosque resultaba desorientador bajo la niebla, en plena noche. En tales circunstancias, resultaba casi imposible no perderse y, una vez desorientado en aquellas fragosas tierras vírgenes, uno podía empezar a dar vueltas en círculo, a apenas unos metros de su destino, sin llegar a descubrir lo cerca que estaba de la salvación. Por eso, tras avanzar sólo unos pasos, Kale había decidido regresar hasta el coche y aguardar en él a que se hiciera de día.

Aunque los dos policías muertos en el control de caminos fueran descubiertos antes del amanecer, y aunque la policía llegara a la conclusión de que el asesino se había internado en las montañas, Kale estaba seguro de que la batida no se organizaría hasta las primeras luces del alba. Cuando la partida policial llegara hasta donde ahora se encontraba, Kale ya estaría a buen cubierto en las cuevas que le servirían de refugio.

Durmió en el asiento delantero del coche. No era el hotel Plaza, pero le pareció más cómodo que la cárcel.

Ahora, de pie junto al vehículo bajo la luz difusa del amanecer, aguzó el oído tratando de descubrir el sonido de alguna partida de búsqueda. No escuchó nada. En realidad, era lo que esperaba. Su destino no era pudrirse en la cárcel. Su futuro era de oro. Fletcher Kale estaba seguro de ello.

Bostezó, se estiró y, a continuación, orinó contra el tronco de un gran pino.

Treinta minutos después, cuando hubo más luz, tomó el sendero que la noche anterior no había sabido encontrar y comprobó algo que no había podido apreciar en la oscuridad: Los arbustos estaban en gran medida pisoteados. Por allí había pasado algún grupo de gente recientemente.

Continuó avanzando con cautela, asiendo el HK91 con el brazo derecho y dispuesto a disparar contra el primero que intentara aproximarse a él.

Tardó menos de media hora en alcanzar el claro que circundaba la cabaña de madera; cuando salió de la arboleda, comprendió por qué los matorrales estaban tan destrozados. Junto a la cabaña estaban aparcadas ocho grandes motocicletas Harley Davidson, en cada una de las cuales aparecía grabado el nombre DEMONIOS DEL CROMADO.

El grupo de inadaptados de Gene Terr. No todos ellos. Aproximadamente la mitad de la banda, calculó Kale.

El hombre se agachó junto a un afloramiento de piedra caliza y estudió la cabaña envuelta en niebla. No había nadie a la vista. Sin hacer ruido, rebuscó en la bolsa que portaba, encontró un cargador de repuesto para el HK91 y lo ajustó al arma.

¿Cómo habían podido llegar hasta allí Gene Terr y sus perversos colegas? La ascensión de la montaña en vehículos a dos ruedas debía de haber sido difícil y tremendamente peligrosa. Un tramo de motocross capaz de hacer saltar los nervios de cualquiera. Aunque, por supuesto, aquellos cerdos motorizados eran amantes del peligro.

¿Qué diablos estaría haciendo allí la banda? ¿Cómo habían encontrado la cabaña y por qué habían acudido a aquel paraje inhóspito?

Kale aguzó de nuevo el oído en busca de alguna voz, de alguna pista sobre dónde estaban los motoristas y qué estaban haciendo, y advirtió que no se escuchaba el menor ruido de animales. Ningún trino de ave. Ningún zumbido de insectos. Absolutamente nada. Un silencio espectral, inquietante.

Entonces, a su espalda, escuchó un crujido entre los matorrales. Un ruido sordo que, en aquel silencio sobrenatural, retumbó como un cañonazo.

Kale había hincado una rodilla en tierra y, con rapidez felina, se dejó caer de costado, rodó sobre su espalda y puso el dedo en el gatillo del HK91.

Estaba dispuesto a matar a quien fuera, pero no estaba preparado para lo que vio. A unos diez metros de él, surgiendo de entre los árboles y la niebla, apareció Jake Johnson. En cueros. Absolutamente desnudo. Con una gran sonrisa en el rostro.

Otro movimiento. A la izquierda de Johnson. Un poco más allá, en el lindero del bosque.

Kale lo percibió por el rabillo del ojo y volvió la cabeza en aquella dirección, apuntando también el arma hacia allí.

Otro hombre salió de los árboles entre la niebla, con la hierba alta agitándose en torno a sus piernas descubiertas. También iba desnudo. Y sonreía abiertamente.

Pero no era esto lo peor. Lo más desconcertante era que este segundo hombre también era Jake Johnson.

Kale miró alternativamente a ambos hombres, sorprendido y desconcertado. Eran absolutamente iguales, como dos gemelos idénticos.

Pero Jake era hijo único, ¿verdad? Kale no había oído nunca comentar que el policía tuviera un hermano mellizo.

Una tercera figura avanzó desde las sombras bajo las extensas ramas de un enorme abeto. Y también éste era Jake Johnson.

A Kale se le cortó la respiración.

Tal vez cabía alguna posibilidad remota de que Jake Johnson tuviera un hermano gemelo, pero desde luego era imposible que fueran trillizos.

Algo iba terriblemente mal. No era sólo la presencia de aquellos trillizos imposibles lo que asustaba a Kale. De pronto, todo parecía amenazador: el bosque, la niebla, los contornos roqueños de la montaña…

Los tres Jake Johnson empezaron a ascender con paso lento la pendiente en la cual estaba tendido Kale, aproximándose a él desde diferentes ángulos. Sus ojos eran extraños y sus bocas tenían un rictus de crueldad.

Kale se incorporó con el corazón desbocado.

—¡Quietos donde estáis! —gritó.

Sin embargo, los aparecidos no le obedecieron pese a que Kale blandió el fusil, apuntándoles.

—¿Quiénes sois? ¿Qué sois? ¿Qué es esto? —quiso saber Kale.

No obtuvo respuesta. Los hombres continuaron acercándose. Como zombies.

Kale asió la bolsa de las armas y retrocedió con paso rápido y torpe para alejarse del trío de pesadilla.

No, ya no era un trío. Era un cuarteto. Ladera abajo, un cuarto Jake Johnson salió de entre los árboles, absolutamente desnudo como los demás.

Kale empezó a temblar, al borde del pánico. Los cuatro Jake Johnson avanzaron hacia Kale sin apenas ruido. Sólo se escuchaba el crujir de las hojas bajo sus pies; nada más. No parecían notar las piedras, las afiladas espinas y las ásperas hojas que debían lacerar sus carnes. Uno de los cuatro empezó a relamerse con aire voraz. Los demás le imitaron de inmediato.

Un escalofrío de helado temor recorrió las entrañas de Kale mientras se preguntaba si no habría perdido la razón. Sin embargo, el pensamiento desapareció de su mente muy pronto. Poco habituado a dudar de sí mismo, no supo qué hacer con aquella sospecha.

Dejó caer la bolsa de las armas, asió el HK91 con ambas manos y abrió fuego, describiendo un arco con el cañón del arma. Las balas dieron en los blancos. Pero no brotó sangre de ellos y, apenas se hicieron visibles las heridas, éstas empezaron a cerrarse; en cuestión de segundos, todos los agujeros de bala desaparecieron de los cuerpos sin dejar el menor rastro.

Los cuatro hombres continuaron acercándose.

No. No eran hombres. Eran otra cosa.

¿Alucinaciones? Años atrás, en la escuela superior, Kale había tomado mucho ácido. Ahora, recordó que las visiones del ácido podían repetirse espontáneamente durante meses, o incluso años, después de haber dejado de usar el LSD. Hasta entonces, a él no le había repetido ningún ácido, pero sabía que el fenómeno podía producirse. ¿Era eso lo que le estaba sucediendo ahora? ¿Sufría alguna alucinación?

Tal vez.

Sin embargo… los cuatro hombres aparecían brillantes, como si el rocío matinal se estuviera condensando en su piel desnuda, y aquél era un tipo de detalle que uno no solía advertir en una alucinación. Además, toda la situación era muy diferente a cualquier experiencia con drogas que hubiera conocido hasta entonces.

Sin dejar de sonreír, el doble de Jake Johnson más próximo a Kale alzó el brazo y lo extendió hacia él. Incrédulo, Kale observó que la carne de la mano extendida se separaba de los huesos, dejando pelados los dedos y la palma. En realidad, la carne pareció retraerse hacia el brazo sin soltar una sola gota de sangre, como si fuese cera fundida retirándose de la proximidad de una llama; la muñeca se hizo más gruesa con dicho tejido y, en un abrir y cerrar de ojos, la mano extendida no fue más que un conjunto de huesos, blancos y pelados. Un dedo esquelético apuntó hacia Kale.

Le apuntó con cólera, con desdén y con aire acusatorio.

A Kale le dio vueltas la cabeza.

Los otros tres sosias de Jake Johnson habían experimentado, al tiempo que el primero, una serie de cambios todavía más macabros. Uno de ellos había perdido parte de la carne del rostro: un pómulo blanco quedó a la vista, y una hilera de dientes; el ojo derecho, privado de párpado y de todo el tejido muscular circundante, refulgía húmedo en la cuenca ósea. Al tercer Jake Johnson le faltaba un pedazo de carne del torso y se podían observar sus prominentes costillas y los órganos húmedos, viscosos, latiendo tenebrosamente bajo ellas. El cuarto espectro caminaba sobre una pierna normal y otra que sólo constaba de huesos y tendones.

Al aproximarse a Kale, uno de ellos masculló:

—Asesino de niños.

Kale lanzó un grito, soltó el arma y echó a correr, pero se detuvo en seco cuando vio a dos sosias más del policía muerto que se acercaban a él por detrás, procedentes de la cabaña. No tenía adonde huir, salvo ladera arriba hacia los grandes afloramientos calizos sobre la cabaña. Se lanzó en esa dirección entre jadeos y gemidos, alcanzó el matorral gimoteando, se adentró entre los arbustos hasta la boca de la cueva, volvió la vista atrás, comprobó que los seis gemelos de pesadilla seguían acosándole y se adentró en la cueva, en la oscuridad, deseando haber conservado la linterna, y tanteó la pared con una mano y avanzó arrastrando los pies, tratando de recordar el recorrido, de visualizar mentalmente el largo túnel que terminaba en una serie de revueltas… y de pronto se dio cuenta de que tal vez aquél no era un lugar seguro; al contrario, quizá fuera una trampa; sí, ahora estaba seguro: aquellos espectros querían llevarle hasta allí… y cuando miró atrás de nuevo, vio a dos de los hombres en la entrada, se oyó a sí mismo gimoteando y echó a correr más y más de prisa hacia la oscuridad pues sabía que no tenía otro sitio donde ir, aunque fuera una trampa, y se golpeó la mano contra un afilado saliente rocoso, tropezó, se tambaleó, continuó adelante, llegó a las curvas, las dejó atrás una tras otra y llegó a la puerta y la cruzó; la cerró tras él con un gran estruendo, pero tuvo la certeza de que eso no les detendría. Y entonces percibió una luz procedente de la cámara siguiente y empezó a avanzar hacia ella sobrecogido por una dantesca sensación de terror, dejando atrás fardos de provisiones y suministros.

La luz procedía de una lámpara de fuel oil.

Kale penetró en la tercera cámara.

Bajo el pálido resplandor helado, vio algo que le dejó paralizado. Había surgido del río subterráneo a través del piso de la cueva por el agujero en el cual Jake Johnson había instalado una bomba de agua. Aquello se agitaba, vibraba, ondulaba. Era una masa oscura, salpicada de manchas de color sangre. Y no tenía forma definida.

Entonces, en aquello empezaron a brotar unas alas, que perdieron su forma de inmediato.

Un olor azufrado, no muy penetrante pero nauseabundo.

A lo largo de la columna de materia viscosa, cuya altura superaba los dos metros, se abrió una serie de ojos. Todos ellos se volvieron hacia Kale.

Se apartó de ellos cuanto pudo, retrocedió hasta una de las paredes y se agarró a la roca como si ésta fuera la última cosa real, el último lugar al que asirse en la caída al precipicio de la locura.

Algunos ojos eran humanos. Otros, no. Las pupilas se concentraron en él… y luego los ojos se cerraron y desaparecieron.

Se abrieron unas bocas donde antes no las había. Dientes. Colmillos. Lenguas bifurcadas enroscadas sobre labios negros. De otras bocas surgieron tentáculos parecidos a gusanos que se agitaron en el aire antes de desaparecer. Igual que las alas y los ojos, las bocas desaparecieron finalmente en la masa informe.

En el suelo de la estancia había un hombre sentado. Se hallaba a unos palmos de la cosa pulsante que había surgido de debajo de la caverna y estaba sentado en la penumbra que producía el resplandor de la linterna, con el rostro oculto en las sombras.

Consciente de que Kale le había visto, el hombre se inclinó ligeramente hacia adelante, permitiendo que la luz mostrara sus facciones. El tipo medía uno noventa o más, tenía el cabello largo y rizado y lucía barba. Llevaba un pañuelo enrollado en la cabeza, a la altura de la frente, y un pendiente de oro en la oreja. Dedicó a Kale la sonrisa más extraña que Fletcher había visto nunca y levantó una mano en señal de saludo. En la palma de la mano lucía el tatuaje rojo y amarillo de un globo ocular.

Era Gene Terr.