A las 3.12 de la madrugada, las campanas de la iglesia de Snowfield empezaron a repicar.
En el vestíbulo del Hilltop Inn, Bryce se levantó de su silla. Los demás le imitaron.
La sirena de los bomberos se puso a aullar.
—Flyte debe de haber llegado —dijo Jenny.
Los seis salieron del edificio.
Las farolas se encendían y apagaban rítmicamente, formando sombras chinescas que saltaban entre los cambiantes bancos de niebla.
Al pie de Skyline Road, un coche dobló la curva. Los faros hendieron la oscuridad proporcionando un resplandor plateado a la bruma.
Las campanas continuaron sonando y la sirena mantuvo su aullido mientras el vehículo ascendía pausadamente la larga cuesta. Era un coche patrulla blanco y verde del departamento de Policía. Aparcó junto al bordillo y se detuvo a tres metros de donde se encontraba Bryce. El conductor desconectó las luces.
La portezuela se abrió y Flyte se apeó del coche patrulla. No era como Bryce había esperado. Llevaba unas gafas gruesas con las cuales sus ojos parecían anormalmente grandes. Su cabello fino, cano y enmarañado estaba erizado formando un halo en torno a su cráneo. En la comisaría, alguien le había prestado una chaqueta aislante con la insignia del Departamento de Policía del Condado de Santa Mira en el bolsillo superior izquierdo.
Las campanas dejaron de sonar.
La sirena enmudeció.
El silencio que siguió fue como una losa.
Flyte echó un vistazo a la calle envuelta en la niebla, escuchando y esperando.
Por fin, Bryce dijo:
—Parece que no está dispuesto a dejarse ver.
—¿Comisario Hammond? —preguntó Flyte, volviéndose hacia él.
—Si. Vayamos adentro y pongámonos cómodos mientras esperamos.
El comedor del hotel. Café caliente.
Unas manos temblorosas dejaron caer las jarras de loza sobre la mesa. Unas manos nerviosas se cerraron y se apretaron en torno a las jarras calientes para conseguir levantarlas sin verter su contenido.
Los seis supervivientes se inclinaron hacia adelante, apretados en torno a la mesa, para escuchar mejor a Timothy Flyte.
Lisa estaba claramente entusiasmada con el científico británico, pero Jenny, al principio, tuvo serias dudas. Parecía una perfecta caricatura del sabio despistado. Sin embargo, cuando empezó a hablar de sus teorías, Jenny se vio obligada a modificar su desfavorable opinión original y pronto se sintió tan fascinada como Lisa.
Flyte les habló de los ejércitos desaparecidos en España y China, de las ciudades mayas abandonadas y de la colonia de Roanoke Island.
Y les habló de Joya Verde, un asentamiento en la jungla sudamericana que había sufrido un destino similar al de Snowfield. Joya Verde era un puesto comercial situado en el río Amazonas, lejos de la civilización. En 1923, seiscientas cinco personas —absolutamente todos los hombres, mujeres y niños que vivían en el lugar— se desvanecieron en Joya Verde en una sola tarde, en algún momento entre las visitas matinal y vespertina de unos barcos fluviales de rutas regulares. Al principio se creyó que los indios de los alrededores, habitualmente pacíficos, se habían vuelto inexplicablemente hostiles y habían desencadenado un ataque por sorpresa. Sin embargo, no se encontró ningún cuerpo ni indicios de lucha o señales de saqueo. En el encerado de la escuela misional se descubrió un mensaje: «No tiene forma, pero tiene todas las formas». Muchos de los investigadores que estudiaron el misterio de Joya Verde se apresuraron a afirmar que las palabras garabateadas en la pizarra no tenían relación con las desapariciones. Flyte tenía otra opinión y, después de escucharle, Jenny le dio la razón.
—También nos ha llegado otro mensaje parecido de una de esas antiguas ciudades mayas —dijo Flyte—. Los arqueólogos han desenterrado una tablilla con un fragmento de plegaria, escrita en jeroglíficos, que data de la época de la gran desaparición. —El profesor citó de memoria—: «En la tierra viven dioses maléficos cuyo poder duerme en la roca. Cuando despiertan, surgen como la lava, pero una lava fría, y fluyen y adquieren muchas formas. Entonces, los hombres valerosos comprenden que sólo son voces en el trueno, rostros en el viento, que se desvanecen como si nunca hubieran existido». —A Flyte le habían resbalado las gafas hacia la punta de la nariz y volvió a colocarlas en el lugar correcto—. Bien, hay quien opina que ese fragmento de la plegaria, en concreto, hace referencia al poder de los terremotos y los volcanes. Pero yo creo que alude al antiguo enemigo.
—Nosotros también encontramos un mensaje aquí —dijo Bryce—. Parte de una palabra.
—Pero no pudimos descifrarla —añadió Sara Yamaguchi.
Jenny habló a Flyte de las dos letras, una P y una R, que Nick Papandrakis había pintado con tintura de yodo en la pared del baño.
—También había un fragmento de una tercera letra. Podría ser el principio de una U o de una O.
—Papandrakis —repitió Flyte asintiendo enérgicamente—. Griego. Sí, sí, puede ser una confirmación de lo que estoy contando. Ese Papandrakis, ¿era un hombre orgulloso de sus orígenes?
—Sí —respondió Jenny—. Tremendamente orgulloso. ¿Por qué?
—Bien, si se sentía ufano de sus raíces griegas —dijo Flyte—, es muy probable que conociera la mitología clásica. Verán, en la antigua Grecia había un dios llamado Proteo. Sospecho que ésa es la palabra que el señor Papandrakis intentó escribir en la pared: Proteo. Un dios que vivía en la tierra, que se arrastraba por sus entrañas. Un dios que carecía de forma propia. Un dios que podía adoptar la forma que quisiese, y que devoraba todas las cosas y todos los seres que le apetecía.
Con voz de frustración, Tal Whitman preguntó:
—¿A qué viene toda esa palabrería sobrenatural? Cuando nos comunicamos por el ordenador, esa cosa insistió en atribuirse los nombres de los demonios.
—El demonio amorfo, el dios informe y habitualmente maléfico que puede adoptar la personalidad y la forma que desee… Se trata de una figura relativamente frecuente en la mayoría de mitologías antiguas y en muchas, si no todas, de las grandes religiones mundiales. En todas las culturas aparece una figura mitológica de esas características bajo cientos de nombres. Tomemos el Antiguo Testamento, por ejemplo. Satán aparece primero como una serpiente y luego como una cabra, un carnero, un ciervo, un escarabajo, una araña, un niño, un mendigo y muchas otras cosas. Entre otros, recibía los nombres de Señor del Caos y de la Amorfía, Maestro del Engaño, Bestia de Múltiples Rostros. La Biblia nos dice que Satán es «cambiante como las sombras» y «astuto como el agua pues, así como el agua puede convertirse en vapor o en hielo, también Satán puede convertirse en lo que desee».
—¿Pretende decir que este ser multiforme de Snowfield es Satán?
—Bien, en cierto modo… sí.
Frank Autry meneó la cabeza.
—No, doctor Flyte. No soy hombre que crea en espíritus.
—Yo tampoco —le aseguró Flyte—. No estoy afirmando que ese ser tenga una naturaleza sobrenatural. No la tiene. Es una criatura tangible, aunque su carne no sea como la nuestra. No es un espíritu ni un demonio. Pero…, en cierto modo…, creo que, efectivamente, es Satán. Creo que ha sido esta criatura (o alguna otra como ella, algún otro monstruo superviviente de la era mesozoica) lo que ha inspirado el mito de Satán. En tiempos prehistóricos, los hombres debieron de topar con una de esas cosas y alguno debió de sobrevivir para contarlo. Naturalmente, describieron sus experiencias en la terminología de los mitos y las supersticiones. Sospecho que la mayoría de las formas demoníacas de las diversas religiones mundiales son, en realidad, descripciones de esos seres multiformes, informaciones transmitidas a lo largo de incontables generaciones hasta quedar grabadas en jeroglíficos, pergaminos y libros impresos. Son informes acerca de un animal muy raro, muy real, muy peligroso… pero descrito en el lenguaje de los mitos religiosos.
A Jenny, esta parte de la teoría de Flyte le pareció a la vez extravagante y brillante, improbable aunque coherente.
—De alguna manera, esa cosa absorbe los conocimientos y recuerdos de aquellos que le sirven de alimento —continuó Flyte—. Así, sabe que muchas de sus víctimas le consideran el Diablo y le produce una especie de placer perverso representar ese papel.
—Parece gozar burlándose de nosotros —añadió Bryce.
Sara Yamaguchi se recogió el cabello tras las orejas y preguntó:
—¿Existe alguna explicación científica para la existencia de esa criatura, doctor Flyte? ¿Cómo puede vivir un ser así? ¿Cuál puede ser su funcionamiento biológico? ¿Qué teoría científica sostiene usted al respecto, profesor?
Antes de que Flyte pudiera responder, aquello se presentó.
En lo alto de una de las paredes, cerca del techo, una rejilla metálica que cubría un conducto de la calefacción saltó súbitamente de sus tornillos, voló por la sala, aterrizó en una mesa vacía, resbaló sobre ella y cayó al suelo con estrépito.
Jenny y los demás saltaron de sus asientos.
Lisa lanzó un grito y señaló algo con la mano.
El ser multiforme brotó por el conducto y se quedó adherido a la pared. Oscuro. Pulsante. Húmedo. Como un gran moco brillante y sanguinolento suspendido en la punta de una nariz.
Bryce y Tal se llevaron la mano al revólver, pero titubearon. No había absolutamente nada que pudieran hacer.
La cosa continuó saliendo del conducto, hinchándose, agitándose, creciendo hasta formar una masa obscena, informe, cambiante, del tamaño de un hombre. Luego, mientras seguía brotando de la pared, empezó a deslizarse hacia el suelo. Al llegar a él, formó un bulto mucho mayor que el de un ser humano. Y continuó manando. Y creciendo sin cesar.
Jenny miró a Flyte.
El rostro del profesor no lograba detenerse en una única expresión. Reflejaba asombro, luego terror, luego temor reverencial, luego asco, luego espanto y terror y asombro otra vez.
La masa viscosa y siempre cambiante de oscuro protoplasma tenía ahora el tamaño de tres o cuatro hombres y su sustancia repugnante seguía surgiendo del conducto de la calefacción en un flujo vomitivo.
Lisa soltó un jadeo y apartó el rostro.
Jenny, en cambio, no podía desviar sus ojos de aquel ser, que le producía una innegable y enfermiza fascinación.
En la ya enorme aglomeración de tejido informe que había invadido la estancia empezaron a formarse extremidades, aunque ninguna de ellas mantuvo su forma más de unos segundos. Brazos humanos, tanto de hombre como de mujer, se extendieron como si pidieran auxilio. Unos agitados bracitos infantiles se formaron en el tejido gelatinoso, algunos de ellos con sus manitas abiertas en una súplica silenciosa y patética. Resultaba difícil aceptar el hecho de que no eran los brazos de unos niños atrapados dentro de la criatura, pero de eso se trataba: de imitaciones, de brazos fantasmales, de una parte de aquella cosa, y no de las extremidades de niños de verdad. Y también había garras. Una sorprendente y escalofriante variedad de garras y extremidades de animales surgió del caldo protoplasmático. Y había partes de insectos, también; enormes, tremendamente exageradas, aterradoramente frenéticas y espasmódicas. Pero todo aquello volvía a fundirse rápidamente en el protoplasma sin forma casi en el mismo instante de hacerse reconocible.
El ser multiforme ocupaba ahora la estancia en toda su anchura. Su tamaño era ya mayor que un elefante.
Mientras la cosa se entregaba a una serie de cambios continuos, inexorables y misteriosos sin ningún propósito aparente, Jenny y los demás retrocedieron hacia las ventanas.
Fuera, en la calle, la niebla se agitaba en su propio baile informe, como un reflejo fantasmal de la criatura.
Flyte, con voz cargada de súbita urgencia, respondió a las preguntas que le había formulado Sara Yamaguchi como si pensara que no le quedaba mucho tiempo para explicaciones.
—Hace unos veinte años se me ocurrió que debía de haber una relación entre las desapariciones en masa y la extinción inexplicable de ciertas especies en las eras geológicas anteriores al ser humano. Como los dinosaurios, por ejemplo.
El ser de formas cambiantes latió y se agitó, alzándose casi hasta el techo y llenando todo el fondo de la sala.
Lisa se agarró a Jenny.
Un olor indefinido pero repulsivo impregnó el aire. Ligeramente azufrado. Como una vaharada salida del Infierno.
—Existe un sinnúmero de teorías que pretenden explicar la desaparición de los dinosaurios —dijo Flyte—, pero ninguna de ellas responde a todos los interrogantes. De modo que me pregunté… ¿y si los dinosaurios fueron exterminados por otra criatura, por un enemigo natural que fuera mejor cazador y luchador? Habría tenido que ser algo muy grande. Y dotado de un esqueleto muy frágil o incluso carente de él, puesto que jamás se ha encontrado un fósil de alguna especie que pudiera haber planteado auténtica batalla a los grandes saurios.
Un estremecimiento recorrió toda la masa viscosa, tenebrosa y agitada. En la superficie del bulto rezumante empezaron a aparecer decenas de rostros.
—¿Qué sucedería si algunas de esas criaturas ameboides hubieran sobrevivido millones de años… —dijo Flyte.
Rostros humanos y animales surgieron de la carne amorfa y brillaron levemente en ella.
—… viviendo en ríos o lagos subterráneos…
Había rostros que no tenían ojos. Otros carecían de boca. Pero entonces aparecieron los ojos, y se abrieron en un parpadeo. Eran unos ojos penetrantes, dolorosamente reales, llenos de agonía y de miedo y de abatimiento.
—… o en profundos cañones submarinos…
Y unas bocas cobraron existencia en aquellos rostros hasta entonces carentes de orificios.
—…a miles de metros bajo la superficie del mar…
Unos labios se formaron en torno a las bocas abiertas.
—… alimentándose de la vida marina…
Los rostros fantasmagóricos estaban gritando, aunque no emitían sonidos.
—… emergiendo rara vez en busca de alimento…
Caras de gatos. Caras de perros. Facciones de reptiles prehistóricos. Hinchándose en la masa como globos.
—… y aún más rara vez cebándose en los seres humanos…? —concluyó Flyte.
A Jenny le pareció como si los rostros estuvieran asomando desde el otro lado de un espejo ahumado. Ninguno de ellos llegaba nunca a tomar forma del todo. Tenían que difuminarse en seguida, pues incontables nuevas caras surgían y se aglutinaban de inmediato bajo ellos. Era un interminable espectáculo de sombras parpadeantes; el espectáculo de los perdidos y de los condenados.
Entonces, los rostros dejaron de formarse.
La enorme masa se apaciguó por un instante, latiendo de forma lenta y casi imperceptible pero sin otras exhibiciones.
Sara Yamaguchi emitía unos espantados gemidos por lo bajo.
Jenny apretó contra sí a Lisa.
Nadie dijo una palabra. Por unos instantes, nadie se atrevió ni siquiera a respirar.
Entonces, en una nueva demostración de su plasticidad, el antiguo enemigo emitió de pronto un puñado de tentáculos. Algunos de ellos eran gruesos, con ventosas similares a las de un calamar o un pulpo. Otros eran delgados y fibrosos; de éstos, algunos eran lisos y otros segmentados, pero todos ellos resultaban todavía más obscenos que los tentáculos gruesos, de aspecto húmedo. Varios apéndices se deslizaron adelante y atrás en el suelo, derribando sillas y apartando mesas, mientras otro grupo se agitaba en el aire como cobras meciéndose a la música de un encantador de serpientes.
Y entonces, la cosa atacó. Se movió de prisa, estalló hacia adelante.
Jenny dio un paso atrás y tropezó con algo. Estaba contra la pared más alejada de la criatura.
Los tentáculos se extendieron hacia el grupo como látigos, cortando el aire con un susurro.
Lisa no pudo resistir más tiempo sin mirar. Y soltó un jadeo ante lo que vio.
En apenas una fracción de segundo, los tentáculos crecieron espectacularmente.
Una cuerda de carne fría, resbaladiza, absolutamente extraña, rozó el revés de la mano de Jenny y se enroscó en torno a su muñeca.
«¡No!»
Con un escalofrío de alivio, se desasió del tentáculo. No le costó apenas liberarse. Evidentemente, la cosa no estaba interesada en ella. Todavía.
Se agachó mientras los apéndices azotaban el aire sobre su cabeza, y Lisa se acuclilló junto a ella.
En sus prisas por apartarse de la criatura, Flyte tropezó y cayó al suelo.
Un tentáculo se movió hacia él.
Flyte retrocedió a rastras hasta topar con la pared.
El tentáculo le siguió y se cernió sobre él como si fuera a descargar un golpe. Luego, se retiró. Tampoco estaba interesado por el profesor. Aunque el gesto era inútil, Bryce disparó su revólver.
Tal gritó algo que Jenny no alcanzó a entender y se colocó delante de las dos hermanas, entre ellas y el ser multiforme.
Después de pasar por encima de Sara, la cosa agarró a Frank Autry. Era a él a quien quería. Dos gruesos tentáculos se enroscaron en el torso de Frank y le arrastraron lejos de los demás.
Pataleando, golpeando con los puños, clavando los dedos en la cosa que le sujetaba, Frank gritó sin palabras, con el rostro contorsionado de terror.
Todos gritaban ahora. Incluso Bryce. Y Tal.
Bryce fue tras Frank, le asió del brazo derecho y trató de arrancarle de la criatura, que seguía arrastrándole.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritó Frank.
Bryce intentó separar uno de los tentáculos del cuerpo del policía.
Otro de los apéndices gruesos y viscosos se alzó del suelo, empezó a dar vueltas, soltó un latigazo y golpeó a Bryce con tremenda fuerza, arrojándole al suelo conmocionado.
Frank fue levantado del suelo y sostenido en el aire. Los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando miró hacia la masa oscura, viscosa y cambiante del antiguo enemigo. Pataleó y se resistió sin la menor esperanza.
Otro pseudópodo más surgió de la masa central del ser multiforme y se alzó en el aire, vibrando de incontenible voracidad. En algunas zonas del repulsivo apéndice, la piel veteada gris-marrón-roja-granate pareció disolverse y apareció el tejido vivo, rezumante.
Lisa soltó un alarido.
No era sólo la visión de la carne supurante lo que resultaba repulsivo y vomitivo. También el hedor se había intensificado.
Un líquido amarillento empezó a resbalar de la herida abierta del tentáculo. Allí donde las gotas tocaron el suelo, el líquido burbujeó y silbó y espumeó hasta corroer las baldosas.
—¡Ácido! —oyó Jenny que alguien exclamaba.
Los gritos de Frank se convirtieron en un alarido desesperado y espeluznante de puro terror.
El tentáculo rezumante de ácido se deslizó sinuosamente en torno al cuello del hombre y apretó con la fuerza de un garrote vil.
—¡Oh, Dios mío, no!
—No mires —dijo Jenny a Lisa.
La criatura estaba enseñándoles cómo había decapitado a Jakob y Aida Liebermann. Como un niño exhibiéndose.
El grito de Frank Autry murió en un barboteo sofocado por la sangre, envuelto en mucosidades. El tentáculo devorador le segó el cuello con pasmosa rapidez. Un par de segundos después de que Frank quedara en silencio, su cabeza saltó del mortal abrazo y rodó por el suelo, resonando sobre las baldosas.
Jenny notó un regusto a bilis en el fondo de su garganta y reprimió el vómito.
Sara Yamaguchi sollozaba.
La criatura todavía sostenía en el aire el cuerpo decapitado de Frank. Ahora, en la masa de tejido amorfo del cual surgían los tentáculos, una enorme boca desdentada se abrió, golosa. Su tamaño era más que suficiente para tragar a un hombre entero. Los tentáculos acercaron el cadáver descabezado a la boca abismal, dantesca. La carne oscura envolvió el cuerpo. Luego la boca se cerró y dejó de existir.
Frank Autry también había dejado de existir.
Bryce contempló conmocionado la cabeza seccionada. Los ojos sin vida de Frank miraban hacia él, a través de él.
Frank estaba muerto. Frank, que había sobrevivido a varias guerras, que había sobrevivido a toda una vida de trabajo peligroso, no había logrado salir de ésta.
Bryce pensó en Ruth Autry. Su corazón, ya encogido, se retorció de pena al imaginarse a Ruth en soledad. El matrimonio había estado excepcionalmente unido y comunicar la noticia a la viuda resultaría muy doloroso.
Los tentáculos se recogieron en el bulto pulsante de tejido amorfo; en un par de segundos, todos ellos desaparecieron.
La masa ondulante y sin forma ocupaba un tercio de la sala.
Bryce se la imaginó reptando rápidamente por los pantanos prehistóricos, confundida con el humus, acechando a su presa. Sí, habría sido todo un reto para los dinosaurios.
Horas antes, Bryce había pensado que el ser multiforme había mantenido con vida a un puñado de gente para que le sirviera de cebo cuando llegara Flyte y para convencer a éste de que acudiera a Snowfield. Ahora se daba cuenta de que no era así. Podría haberles devorado y luego haber imitado sus voces por teléfono: Flyte habría sido atraído al pueblo con idéntica facilidad. No, les mantenía vivos por alguna otra razón. Tal vez para irles matando de uno en uno delante de Flyte, de modo que éste pudiera comprobar con detalle su manera de actuar.
«Dios santo.»
El ser multiforme se alzó por encima de sus cabezas, temblando como gelatina, con toda su grotesca masa vibrando como impulsada por los latidos desacompasados de una decena de corazones.
Con voz aún más temblorosa de cómo se sentía Bryce, Sara Yamaguchi musitó:
—Ojalá hubiera un modo de conseguir una muestra de tejido. Daría cualquier cosa por poder estudiarla al microscopio… hacerme una idea de la estructura celular. Tal vez pudiéramos encontrar algún punto débil… algún modo de enfrentarnos a eso, quizá incluso derrotarlo.
Flyte replicó:
—A mí me gustaría estudiarlo… sólo para lograr entender…, sólo por saber.
Una eyección de tejido se proyectó del centro de la masa y empezó a adquirir forma humana. Bryce quedó paralizado al ver a Gordy Brogan materializándose frente a él. Antes de que el fantasma terminara de formarse, mientras el cuerpo todavía era un bulto a medio perfilar, y aunque el rostro no estaba terminado, la boca se abrió de todos modos y la réplica de Gordy habló, aunque no con su voz sino con la de Stu Wargle. El toque desconcertante supremo.
—Vaya al laboratorio —dijo la boca sólo medio formada, pero hablando con claridad—. Le enseñaré todo lo que desea ver, doctor Flyte. Usted es mi Mateo, mi Lucas. Vaya al laboratorio. Al laboratorio.
La imagen sin terminar de Gordy Brogan se disolvió casi como si hubiera estado compuesta de humo.
La prominencia de tejido informe se fundió de nuevo con la masa principal.
Toda la criatura pulsante y henchida empezó a retirarse por el cordón umbilical que subía la pared y se perdía en el conducto de calefacción.
¿Qué parte más de aquel ser ocupaba los espacios entre las paredes del edificio? ¿Cuánta más de aquella criatura esperaba abajo, en las alcantarillas y los desagües? ¿Qué tamaño tiene el dios Proteo?, se preguntó Bryce con un escalofrío.
Mientras la criatura se retiraba, por toda su superficie se abrieron orificios de extrañas formas, ninguno mayor que una boca humana; una decena de ellos, dos decenas y surgieron los sonidos: el gorjeo de los pájaros, los gritos de las gaviotas, el zumbido de las abejas, relinchos, siseos, tiernas risas infantiles, cantos lejanos, el ulular de un buho, la advertencia de la serpiente de cascabel, como una maraca. Todos estos sonidos, emitidos al unísono, se fundían en un coro desagradable, irritante, decididamente siniestro.
Y, a continuación, el ser multiforme terminó de perderse por el conducto de la pared. Únicamente la cabeza cortada de Frank y la rejilla doblada del hueco de la calefacción quedaban como prueba de que algo surgido del Infierno había estado allí.
Según el reloj eléctrico de la pared, eran las 3.44.
La noche casi había terminado.
¿Cuánto quedaba para el alba? ¿Una hora y media?, se preguntó Bryce. ¿Una hora y cuarenta o más?
Pensó que no importaba.
En cualquier caso, no esperaba vivir para ver el amanecer.