CAPÍTULO 35
Pandemónium

Sal Corello, el agente de publicidad que había sido contratado para recibir a Timothy Flyte en el aeropuerto internacional de San Francisco era un hombrecillo menudo pero musculoso con el cabello rubio pajizo y los ojos azules. Su rostro era imponente. De haber medido un metro ochenta en lugar de apenas uno sesenta, sus facciones habrían podido ser tan famosas como las de Robert Redford. No obstante, su inteligencia, ingenio y agresivo encanto compensaban su corta estatura. Corello sabía muy bien cómo conseguir lo que quería, tanto para sí mismo como para sus clientes.

Habitualmente, Sal Corello incluso era capaz de conseguir que los reporteros se comportaran con tal moderación que cualquiera les tomaría por personas civilizadas, pero en esta ocasión le fue imposible. La noticia era demasiado importante y demasiado reciente. Corello no había visto nunca nada semejante: cientos de periodistas y curiosos se arremolinaron en torno a Flyte en el mismo instante en que le reconocieron, tirando del profesor y sacudiéndole, aplastando micrófonos contra sus labios, deslumbrándole con los flashes de las cámaras y gritando frenéticamente una pregunta tras otra. «Doctor Flyte…» «Profesor Flyte…» «¡…Flyte!» Flyte, Flyte, Flyte-Flyte-Flyte, FlyteFlyteFlyteFlyte… Las preguntas quedaron reducidas a un griterío incoherente de voces compitiendo unas con otras. A Sal Corello le dolían los oídos. El profesor pareció desconcertado y, más tarde, asustado. Corello agarró del brazo a Flyte y le condujo a través de la excitada muchedumbre, convertido en un pequeño pero muy eficaz ariete. Cuando alcanzaron el estrado que Corello y los agentes de seguridad del aeropuerto habían instalado en un rincón de la sala de espera, el profesor Flyte parecía a punto de expirar de miedo.

Corello tomó el micrófono y consiguió acallar rápidamente a la multitud. Pidió a los periodistas que dejaran hacer una breve declaración a Flyte, prometió que después permitiría algunas preguntas, presentó al orador y se apartó de en medio.

Una vez que todos hubieron echado un vistazo a Timothy Flyte con más calma, se hizo patente entre los periodistas un súbito escepticismo. Corello observó en sus rostros el manifiesto temor a que Flyte estuviera tomándoles el pelo. Realmente, Flyte tenía todo el aspecto de un sabio loco. Llevaba el cabello cano encrespado y casi de punta, como si hubiera metido los dedos en un enchufe eléctrico. Sus ojos estaban muy abiertos, debido al miedo que había pasado y al esfuerzo por vencer la fatiga, y su rostro tenía las facciones lacias y la piel grisácea de un vagabundo alcohólico. Necesitaba un afeitado y su indumentaria, arrugada, le colgaba como un saco. A Corello su aspecto le recordó a esos fanáticos que, desde cualquier esquina, predican la inminencia del Juicio Final.

Horas antes, durante su conferencia telefónica con Londres, Burt Sandler, el director literario de Wintergreen y Wyle, había preparado a Corello para la posibilidad que Flyte causara una mala impresión a los periodistas. Sin embargo, Sandler no debería haberse preocupado. Los representantes de la prensa aguardaron con inquietud mientras Flyte carraspeaba media docena de veces, enérgicamente y ante el micrófono. No obstante, cuando por fin empezó a hablar, no tardaron ni un minuto en quedar cautivados. Flyte les habló de la colonia de Roanoke Island, de las civilizaciones mayas desaparecidas, de las misteriosas caídas de las poblaciones marinas, del ejército desaparecido en 1711. La multitud se apaciguó. Corello se relajó.

Flyte les habló del pueblo esquimal de Anjikuni, a ochocientos kilómetros al noroeste del puesto de la Real Policía Montada del Canadá, en Churchill. Una tarde de nieve, en noviembre de 1930, un cazador y comerciante francocanadiense, Joe LaBelle, se detuvo en Anjikuni y descubrió que todos sus habitantes habían desaparecido. Todas sus pertenencias, incluidos sus valiosos fusiles de caza, habían quedado en las casas. En muchas de éstas, la comida estaba servida y los platos a medio terminar. Los trineos seguían allí (pero no los perros), lo cual significaba que los vecinos no podían haberse trasladado a otra localidad. El lugar, según describiría LaBelle más adelante, «era tan lúgubre como un cementerio en plena noche». El trampero LaBelle informó del hecho al destacamento de la Policía Montada de Churchill y se emprendió una gran investigación, pero jamás se encontró el menor rastro de la gente de Anjikuni.

Mientras los periodistas tomaban notas y dirigían los micrófonos de sus grabadoras hacia él, Flyte continuó hablándoles de su teoría, tan denostada años atrás: el antiguo enemigo. Hubo jadeos de sorpresa y expresiones de incredulidad, pero no se oyeron grandes protestas ni abiertas expresiones de rechazo.

En el mismo instante en que Flyte terminó de dar lectura a la declaración que había preparado, Sal Corello se echó atrás de su promesa de una rueda de prensa. Agarró de nuevo al profesor por el brazo y le introdujo por una puerta situada detrás de la improvisada tarima ante la cual se habían instalado los micrófonos.

Los periodistas protestaron a gritos ante esta traición y saltaron a la tarima tratando de seguir a Flyte.

Corello y el profesor penetraron en un pasillo cerrado al público donde les esperaban varios miembros del servicio de seguridad del aeropuerto. Uno de ellos cerró la puerta con llave dejando al otro lado a los reporteros, cuyos gritos se hicieron aún más estentóreos.

—Por aquí —dijo un guarda de seguridad.

Avanzaron apresuradamente por un laberinto de pasillos, descendieron por una escalera de cemento, cruzaron una puerta metálica de emergencias y salieron al exterior, a una extensión asfaltada y barrida por los vientos donde les aguardaba un helicóptero azul. Se trataba de un Bell JetRanger II, un aparato lujoso, bien equipado y destinado a personas de alto rango.

—Es el helicóptero del gobernador —explicó Corello a Flyte.

—¿El gobernador? —repitió Flyte—. ¿Está aquí?

—No, pero ha puesto el helicóptero a su disposición.

Mientras penetraban en el cómodo compartimento de los pasajeros, los rotores empezaron a girar sobre sus cabezas.

Con la frente apoyada en el frío cristal de la ventanilla, Timothy Flyte vio perderse en la noche las luces de San Francisco.

Estaba nervioso. Antes de que aterrizara el avión se había sentido amodorrado y cansado, pero ya lo había superado. Ahora se sentía alerta y dispuesto a saber más sobre lo ocurrido en Snowfield.

El JetRanger era un helicóptero con una elevada velocidad de crucero y el viaje duró menos de dos horas. Corello —un tipo listo, divertido y charlatán— ayudó a Timothy a preparar otra declaración para los periodistas que les esperaban. El trayecto se hizo corto.

Tomaron tierra con un ruido sordo en medio del aparcamiento vallado de la parte posterior de la comisaría. Corello abrió la puerta del compartimento de pasajeros antes incluso de que las aspas dejaran de girar; saltó del aparato, volvió de nuevo a la portezuela luchando contra el viento que levantaban los rotores y tendió una mano a Timothy.

Un agresivo regimiento de periodistas —más incluso que en San Francisco— llenaba el callejón. Apelotonados contra la valla cerrada con candado, gritaban preguntas y apuntaban hacia Flyte sus micrófonos y sus cámaras.

—Haremos la declaración más tarde, cuando a nosotros nos convenga —dijo Corello, a voz en grito para hacerse oír por encima del alboroto. Y dirigiéndose a Flyte añadió—: En este momento, la policía local le espera a usted para ponerle en contacto con el comisario destacado en Snowfield.

Un par de agentes escoltó apresuradamente a Flyte y Corello al interior del edificio. Recorrieron un pasillo y entraron en un despacho donde les aguardaba otro hombre de uniforme. Su nombre era Charlie Mercer. Era un hombre corpulento, con las cejas más pobladas que Flyte había visto en su vida… y los ademanes enérgicos y eficaces de un secretario de dirección de primera clase.

Timothy Flyte fue escoltado hasta un escritorio, tras el cual tomó asiento.

Mercer marcó un número de Snowfield para entrar en comunicación con el comisario Hammond. Después pasó la llamada a un altavoz general para que Timothy no tuviera que sujetar el auricular y para que todos los presentes en la sala pudieran escuchar a ambos interlocutores.

Hammond anunció el primer mazazo apenas terminó de intercambiar saludos con Flyte.

—Doctor Flyte, hemos visto al antiguo enemigo. O, al menos, supongo que es lo que usted denomina con ese nombre. Una cosa enorme… ameboide. Un ser capaz de cambiar de forma y de imitar cualquier cosa.

A Timothy Flyte le temblaban las manos y se agarró a los brazos de su asiento.

—Dios mío —musitó.

—¿Es ése su antiguo enemigo? —preguntó Hammond.

—Sí. Un superviviente de otra era. Con una edad de millones de años.

—Podrá usted contarnos más cuando llegue aquí —continuó Hammond—. Si puedo convencerle para que lo haga.

Timothy sólo escuchó a medias lo que el comisario le decía. Estaba pensando en el antiguo enemigo. Había escrito sobre él y había tenido el pleno convencimiento de que existía pero, de algún modo, no estaba preparado para ver confirmada en la realidad su teoría. El hecho le sobrecogió el ánimo.

Hammond le explicó la terrible muerte de un agente llamado Gordy Brogan.

Salvo Timothy, únicamente Sal Corello pareció asombrado y aterrorizado por el relato de Hammond. Era evidente que Mercer y los demás ya conocían la historia desde hacía horas.

—¿Lo han visto y siguen vivos? —comentó Flyte, admirado.

—Ha tenido que dejar con vida a algunos de nosotros —respondió Hammond— para que intentemos convencerle de acudir aquí. Le garantiza a usted salvoconducto.

Flyte se mordió el labio inferior, pensativo.

—¿Doctor Flyte? —dijo Hammond—. ¿Sigue usted ahí?

—¿Cómo? ¡Ah…! Sí, sigo aquí. ¿A qué se refiere usted con eso de que me garantiza paso libre?

Hammond le explicó un asombroso relato sobre cómo habían entrado en comunicación con el antiguo enemigo mediante un ordenador.

Mientras el comisario hablaba, Timothy se puso a sudar. Vio una caja de pañuelos de papel en una esquina del escritorio, tomó un puñado de ellos y se secó el rostro.

Cuando Hammond terminó, el profesor soltó un ligero resoplido y respondió con un hilillo de voz:

—Nunca pensé… Es decir…, bueno, nunca se me pasó por la imaginación que…

—¿Qué sucede? —quiso saber Hammond.

Timothy carraspeó.

—Jamás se me ocurrió pensar que el antiguo enemigo pudiera poseer una inteligencia equivalente a la humana.

—Sospecho que incluso puede ser superior —replicó Hammond.

—Pero yo siempre había creído que sólo era un animal poco inteligente, con una conciencia de sí mismo muy limitada.

—Pues no.

—Eso le hace mucho más peligroso. ¡Dios mío, mucho más peligroso!

—¿Vendrá usted a Snowfield? —preguntó Hammond.

—No tenía intención de acercarme un milímetro más a esa criatura —respondió Timothy—, pero si es inteligente… y si me ofrece su salvoconducto…

En la conversación terció una voz infantil, la vocecilla dulce de un niño de quizá cinco o seis años:

—¡Por favor, por favor, venga a jugar conmigo, doctor Flyte! Por favor. Nos lo pasaremos muy bien.

Y luego, antes de que Timothy pudiera responder, se oyó la voz suave y musical de una mujer:

—Sí, querido doctor Flyte. Cuánto nos gustaría que nos visitara. Será usted bien recibido. Nadie le hará daño.

Por último, llegó del otro lado de la línea la voz cálida y tierna de un anciano:

—Tiene usted mucho que aprender acerca de mí, doctor Flyte. Muchos conocimientos que adquirir. Venga, por favor, e iniciemos los estudios. El ofrecimiento de paso libre es sincero.

Silencio.

Confuso, Timothy murmuró:

—¿Hola? ¿Hola? ¿Quién habla?

—Sigo aquí —respondió Hammond.

Las demás voces no respondieron.

—Ahora sólo estoy yo —repitió Hammond.

—Pero ¿quiénes eran los que hablaban?

—En realidad, no eran personas. Sólo se trata de fantasmas. Imitaciones. ¿No lo ha comprendido? Con tres voces distintas, eso le ha vuelto a ofrecer el salvoconducto. El antiguo enemigo, doctor.

Timothy observó a los otros cuatro hombres que ocupaban la estancia. Todos miraban fijamente hacia el altavoz por el que había surgido la voz de Hammond… y las tres voces de la criatura.

Tomando un puñado de pañuelos de papel ya húmedos con una mano, Timothy se secó de nuevo el rostro bañado en sudor.

—Vendré.

Ahora, todos los presentes volvieron la mirada hacia él.

Al otro lado de la línea, el comisario Hammond comentó:

—Doctor, no existe ninguna razón para creer que mantendrá esa promesa. Una vez esté usted aquí, tal vez deba considerarse hombre muerto, como los demás.

—Pero si es inteligente…

—Eso no significa que vaya a jugar limpio —dijo Hammond—. En realidad, aquí arriba todos estamos convencidos de una cosa: Esta criatura es la misma esencia del Mal. Del Mal, doctor Flyte. ¿Confiaría usted en las promesas del Diablo?

La voz infantil surgió de nuevo por el auricular, todavía dulce y melodiosa.

—Si viene, doctor Flyte, no sólo le dejaré sano y salvo a usted sino también a esas seis personas que tengo atrapadas aquí. Les dejaré si viene usted a jugar conmigo. Pero si no viene, me llevaré a esos cerdos. Les aplastaré. Les estrujaré hasta que no quede en ellos una gota de sangre, daré cuenta de ellos y les reduciré a pulpa.

Estas palabras fueron pronunciadas en tono ligero, inocente, infantil… lo cual las hacia, en cierto modo, mucho más temibles que si hubieran sido gritadas por una voz ronca de bajo profundo, cargada de rabia.

Timothy Flyte notó que el corazón le galopaba.

—Esto es definitivo —musitó—, Voy a ir. No tengo otra elección.

—No lo haga por nosotros —replicó Hammond—. Tal vez le perdone la vida a usted porque es su san Mateo, su Marcos, su Lucas y su Juan. Pero es indudable que no va a dejarnos con vida a los demás, por mucho que afirme lo contrario.

—Vendré —insistió Flyte.

Hammond titubeó. Después, dijo por fin:

—Muy bien. Haré que uno de mis hombres le lleve hasta el control de carreteras del cruce de Snowfield. Desde allí, tendrá que acudir usted solo. No puedo poner en peligro a otro hombre. ¿Sabe usted conducir?

—Sí, señor —respondió Timothy—. Ponga un coche a mi disposición y vendré solo.

La comunicación se cortó.

—¿Hola? —dijo Timothy—. ¿Comisario?

No hubo respuesta.

—¿Está ahí? ¿Comisario Hammond?

Nada.

Aquello había cortado la línea.

Timothy alzó la mirada hacia Sal Corello, Charlie Mercer y los dos hombres cuyos nombres no conocía.

Todos le miraban como si ya estuviera muerto y en el ataúd.

Pero si muero en Snowfield, si el ser multiforme se apodera de mí, no habrá ataúd. Ni tumba. Ni paz eterna.

—Yo le llevaré hasta el control —dijo Charlie Mercer—. Le llevaré personalmente.

Timothy asintió con la cabeza.

Era hora de irse.