CAPÍTULO 34
Despedidas

Los seis supervivientes —Bryce, Tal, Frank, Jenny, Lisa y Sara— se acercaron a las ventanas en el interior del vestíbulo del Hilltop Inn. Fuera, Skyline Road estaba quieta y silenciosa, dividida en zonas de sombras nocturnas y charcos bañados por la luz de las farolas. La noche parecía emitir un tictac casi inaudible, como el temporizador de una bomba.

Jenny estaba recordando el pasadizo cubierto junto a la panadería de los Liebermann. La noche anterior, le había parecido percibir algo entre las vigas del túnel mientras Lisa había creído verlo agachado junto a la pared. Ahora, parecía muy probable que ambas tuvieran razón. Aquella criatura multiforme —o, al menos, una parte de ella— había estado allí, deslizándose sin el menor sonido por las vigas y las paredes. Más tarde, cuando Bryce había visto algo en el desagüe del interior del pasadizo, seguramente se había tratado de una porción de protoplasma que se arrastraba por la cañería, pendiente de ellos o dedicada a alguna labor extraña e insondable.

Recordando también a los Oxley en su cuarto de trabajo, protegidos por la barricada, Jenny comentó:

—De pronto, el misterio de los muertos en las habitaciones y en lugares cerrados ha dejado de serlo. Esa cosa puede deslizarse por debajo de una puerta o a través de un conducto de aire. El menor agujero o rendija le basta. En cuanto a Harold Ordnay… cuando se encerró en el baño de su habitación del Candleglow Inn, esa cosa debió de llegar hasta él por los desagües del lavabo y de la bañera.

—Lo mismo cabe decir de los coches cerrados con las víctimas dentro —dijo Frank—. Ésa cosa pudo rodear los vehículos, envolverlos y colarse en el interior a través de los respiraderos.

—Cuando quiere —añadió Tal—, puede moverse con verdadero sigilo. Por eso pilló por sorpresa a tantas personas. Se colocaba detrás de ellas, deslizándose por debajo de la puerta o rezumando de un conducto de la calefacción, haciéndose más y más grande, pero nadie se daba cuenta de su presencia hasta que desencadenaba su ataque.

En el exterior, una leve niebla ascendía por Skyline Road procedente del valle. En torno a las farolas empezaban a formarse auras brumosas.

—¿Qué tamaño creéis que tiene? —preguntó Lisa.

Nadie respondió inmediatamente. Por fin, Bryce se aventuró:

—Es muy grande.

—Quizá como una casa —dijo Frank.

—Tal vez como todo este hotel —añadió Sara.

—O incluso mayor —dijo Tal—. Después de todo, se abatió en todas las partes del pueblo y, al parecer, simultáneamente. Podría ser como… como un lago subterráneo, un lago de tejido vivo bajo las calles de Snowfield.

—Es como Dios —murmuró Lisa.

—¿Eh?

—Está en todas partes —explicó la muchacha—. Lo ve todo y lo sabe todo. Igual que Dios.

—Tenemos cinco coches patrulla —propuso Frank—. Si nos dividimos,, tomamos los cinco coches y salimos exactamente al mismo tiempo…

—Nos atraparía —terminó la frase Bryce.

—Tal vez no podría detenernos a todos. Tal vez alguno de los coches podría pasar.

—Ayer por la tarde liquidó de un plumazo a todo un pueblo.

—Bien… En fin, es cierto —reconoció Frank a regañadientes.

—En cualquier caso —intervino Jenny—, lo más probable es que nos esté escuchando en este mismo momento. Podría detenernos antes incluso de que llegáramos a los coches.

Todos dirigieron sus miradas a los conductos de la calefacción, cerca del techo. No se podía ver nada al otro lado de las rejillas metálicas. Nada, salvo la oscuridad.

Se congregaron en torno a una mesa del comedor de la fortaleza que ya no era tal. Simularon que les apetecía un café porque, de algún modo, compartir unas tazas les proporcionaba una sensación de unidad y de normalidad.

Bryce no se molestó en apostar un centinela a la entrada. Era inútil montar guardia. Si aquello quería, no había ninguna duda de que les atraparía.

Al otro lado de las ventanas, la niebla se hacía más densa y se aplastaba contra los cristales.

Se sentían obligados a hablar de lo que habían visto. Todos eran conscientes de que les esperaba la muerte y tenían necesidad de comprender por qué y cómo iban a morir. Morir era terrible, ciertamente; sin embargo, lo peor era una muerte sin sentido.

Bryce sabía muy bien qué era una muerte sin sentido. Un año atrás, un camión fugitivo le había enseñado cuanto necesitaba conocer del tema.

—El insecto, la mariposa nocturna —dijo Lisa—, ¿era también como el fox-terrier, como la cosa que… que se llevó a Gordy?

—Sí —respondió Jenny—. El insecto era otro fantasma, otro fragmento de esa cosa multiforme.

Tal se volvió hacia Lisa y comentó:

—Cuando Stu Wargle te acosó anoche, no era él en realidad. Probablemente, el ser multiforme absorbió el cuerpo de Wargle después de que lo dejamos en el cuarto trastero. Más tarde, cuando quiso asustarte, asumió su aspecto.

—Al parecer —dijo Bryce—, esa maldita criatura puede adoptar la forma y la personalidad de cualquier ser humano o animal que haya devorado previamente.

—Pero ¿y ese insecto? —replicó Lisa, frunciendo el ceño—. ¿Cómo pudo devorar algo parecido? ¡No existe ningún animal así!

—Bueno —contestó Bryce—, tal vez hubo insectos de ese tamaño hace mucho tiempo, en la era de los dinosaurios, hace decenas de millones de años. Tal vez entonces ese ser multiforme los devoró.

Lisa abrió unos ojos como platos.

—¿Me estás diciendo que esa cosa que apareció por la tapa de la alcantarilla puede tener millones de años?

—Desde luego —dijo Bryce—, esa criatura no se ajusta a las normas de la biología según las conocemos, ¿verdad, doctora Yamaguchi?

—Verdad —respondió la genetista.

—En tal caso, ¿por qué no podría ser también inmortal?

Jenny le miró, dubitativa.

—¿Tienes alguna objeción? —preguntó Bryce.

—¿A la posibilidad de que sea inmortal, o casi inmortal? No. Puedo aceptarlo. De acuerdo, tal vez sea algo salido del mesozoico, algo con tal capacidad de autorregeneración que sea prácticamente inmortal. De todos modos, ¿cómo cuadra en eso la serpiente alada? Si el multiforme sólo se convierte en cosas que ha ingerido previamente, ¿cómo puede transformarse en algo como eso?

—Han existido animales así —dijo Frank—. Los pterodáctilos fueron reptiles alados.

—Reptiles, sí —replicó Jenny—. Pero no serpientes. Los pterodáctilos fueron los antecesores de las aves. Pero esa cosa tenía la forma inconfundible de una serpiente, que es muy distinto. Parecía una criatura salida de un cuento de hadas.

—No —dijo Tal—. Directamente salida del vudú.

Bryce se volvió a Tal, sorprendido.

—¿Vudú? ¿Qué sabes tú de eso?

Tal pareció incapaz de mirar de frente a Bryce y habló de evidente mala gana.

—Cuando era pequeño, en Harlem, vivía en mi edificio una mujer gordísima, Agatha Peabody, que era boko. Es una especie de bruja que utiliza el vudú con propósitos inmorales o malvados. Vendía encantamientos y conjuros, ayudaba a la gente a vengarse de sus enemigos y cosas así. Tonterías. Pero, para un niño, parecía emocionante y misterioso. La señora Peabody tenía una consulta por la que pasaban clientes y desocupados a cualquier hora del día o de la noche. Durante unos meses pasé mucho tiempo allí, mirando y escuchando. Y también había un puñado de libros sobre artes ocultas. En un par de ellos, vi dibujos de las versiones haitiana y africana de Satán, los diablos del vudú y el jujú. Una de ellas era una gigantesca serpiente alada. Negra, con alas de murciélago. Y unos ojos verdes terribles. Era exactamente como la cosa que vimos antes.

En la calle, tras los cristales, la niebla era ahora muy espesa y se enroscaba perezosamente bajo el difuso resplandor de las farolas.

—¿Es el Diablo de verdad? —preguntó Lisa—. ¿Es un demonio, o algo salido del Infierno?

—No —respondió Jenny—. Eso es sólo una… pose.

—Pero entonces, ¿por qué adopta la forma del Diablo? —insistió Lisa—. ¿Y por qué se da a sí mismo nombres de demonio?

—Supongo que toda esta palabrería satánica le resulta divertida —comentó Frank—. Es una manera más de burlarse de nosotros y desmoralizarnos.

Jenny asintió.

—Sospecho que no está limitado a las formas de sus víctimas. Puede adoptar la imagen de todo lo que absorbe y de todo lo que puede imaginar. De modo que si una de sus víctimas tenía conocimientos de vudú, de allí sacó la idea de convertirse en una serpiente alada.

Aquella posibilidad desconcertó a Bryce.

—¿Te refieres a que no sólo absorbe e incorpora la carne de sus víctimas sino también sus conocimientos y recuerdos?

—Desde luego, así parece —añadió Jenny.

—En el plano biológico, tal posibilidad no resulta descabellada del todo —intervino Sara Yamaguchi, mientras se pasaba ambas manos por sus cabellos largos y negros y los colocaba tras sus delicadas orejas con gesto nervioso—. Por ejemplo… si se hace pasar a cierta especie de gusano platelminto por un laberinto con comida las veces suficientes, al final terminará por sortear el laberinto mucho más de prisa de lo que lo hacía en un principio. Luego, si se mata ese gusano y se alimenta con él a otro espécimen, el segundo gusano sorteará el laberinto también rápidamente, aunque no haya sido sometido a la prueba con anterioridad. Parece como si este segundo gusano devorase los conocimientos y experiencias de su congénere al asimilar su carne.

—Y así es cómo el multiforme ha sabido de la existencia de Timothy Flyte —dijo Jenny—. Harold Ordnay conocía la obra de Flyte, de modo que ahora esa cosa también la conoce.

—Pero, por Dios santo, ¿cómo es que Flyte conocía esa cosa? —preguntó Tal.

Bryce se encogió de hombros.

—A eso sólo podrá contestarnos Flyte.

—¿Por qué no se llevó a Lisa anoche, en el cuarto de aseo? Y, ampliando un poco la pregunta, ¿por qué no ha acabado ya con todos nosotros?

—Porque está jugando con nosotros.

—Se está divirtiendo. Una manera enfermiza de entretenerse.

—Es cierto. Pero creo que también nos mantiene con vida para que podamos contarle a Flyte lo que hemos visto y para convencerle de que venga aquí.

—Quiere que transmitamos a Flyte su oferta de salvoconducto.

—No somos más que un cebo.

—Exacto.

—Y cuando hayamos cumplido nuestro propósito…

—Sí.

Algo golpeó pesadamente las paredes exteriores del hotel. Los ventanales vibraron y el edificio pareció estremecerse.

Bryce dio tal respingo que derribó su silla al ponerse en pie.

Una nueva sacudida, más enérgica y sonora. Después, el ruido de algo que se arrastraba.

El comisario escuchó el sonido con gran atención, tratando de determinar su procedencia. Parecía venir de la pared norte del edificio. Al principio, sonaba a ras del suelo; sin embargo, rápidamente pareció ascender, alejándose de la planta baja.

Era un sonido confuso, seco y estridente. Un sonido como de huesos. Como de esqueletos de gente muerta mucho tiempo atrás que ahora saliera arrastrándose de sus sepulcros.

—Es una cosa muy grande —dijo Frank—. Y está subiendo por la pared del hotel.

—El multiforme —susurró Lisa.

—Pero no en su forma gelatinosa —añadió Sara—. En su estado natural, fluiría pared arriba sin hacer ruido.

Todos alzaron los ojos al techo, escuchando y esperando a que sucediera algo.

¿Qué forma fantasmal habría asumido esta vez?, se preguntó Bryce.

Nuevos ruidos: arañazos, crujidos…

El sonido de la muerte.

Bryce notó su mano más fría que la empuñadura del revólver.

Los seis se acercaron a las ventanas y escrutaron el exterior. La niebla lo cubría todo.

Entonces, a casi una manzana calle abajo, en la penumbra de una lámpara de sodio, algo se movió, apenas entrevisto. Una sombra amenazadora, distorsionada por la bruma. Bryce tuvo la impresión de que se trataba de un cangrejo del tamaño de un coche. Distinguió por un instante unas patas de arácnido. Una pinza monstruosa con bordes en dientes de sierra destelló unos segundos bajo la luz, para perderse de inmediato en la oscuridad. Y algo más: dos largas antenas vibrantes, febriles, tanteando el terreno. A continuación, la criatura se perdió nuevamente en la noche.

—Eso es lo que está subiendo por el edificio —informó Tal—. Se trata de otro maldito cangrejo idéntico al que acabamos de ver. Una cosa salida directamente del delirium tremens de un alcohólico.

Escucharon cómo la criatura alcanzaba el tejado. Sus extremidades quitinosas se arrastraban por las planchas de pizarra produciendo golpes y chirridos.

—¿Qué se propone? —preguntó Lisa, preocupada—. ¿Por qué simula ser lo que no es?

—Tal vez es sólo que le gusta hacer imitaciones y exhibirse —respondió Bryce—. Ya sabes, igual que algunas aves tropicales imitan sonidos por el puro placer de hacerlo, de escucharse a sí mismas.

Los ruidos del techo cesaron.

Los seis aguardaron.

La noche parecía estar al acecho como un animal salvaje, estudiando a su presa y preparando su ataque.

Estaban demasiado inquietos para sentarse y permanecieron de pie junto a las ventanas.

En el exterior, sólo se movía la niebla.

—Ahora resultan comprensibles esas contusiones generalizadas que presentan los cuerpos —comentó Sara Yamaguchi—. La criatura multiforme envolvió a sus víctimas y las estrujó. Así pues, los moretones son consecuencia de una compresión externa, brutal y sostenida, aplicada por igual en todos los puntos del cuerpo. Y eso también explica la asfixia: esos desgraciados quedaron envueltos por el multiforme, totalmente sellados en su interior.

—Se me ocurre —intervino Jenny— que tal vez produce esa sustancia conservante mientras comprime a sus víctimas.

—Sí, probablemente —asintió Sara—. Por eso no se aprecia ningún punto visible de inoculación en los dos cadáveres que estudiamos. Posiblemente, ese conservante se administra sobre cada centímetro cuadrado del cuerpo, introduciéndolo a presión por cada poro de la piel. Una especie de administración por osmosis.

Jenny pensó en Hilda Beck, la asistenta, la primera víctima que ella y Lisa habían encontrado.

Sintió un escalofrío.

—El agua —dijo Jenny.

—¿Qué? —replicó Bryce.

—Los charcos de agua destilada que encontramos… La criatura multiforme expulsó ese agua.

—¿En qué te basas para decir tal cosa?

—El cuerpo humano está compuesto, sobre todo, de agua. Cuando esa criatura absorbe a sus víctimas, cuando ha usado todas sus vitaminas, todas sus calorías útiles y hasta el último miligramo de contenido mineral, expulsa los residuos que no necesita. Es decir, se libra de las cantidades sobrantes de agua absolutamente pura. Esos charcos que descubrimos eran los únicos restos que vamos a encontrar de los cientos de desaparecidos. Ningún cuerpo. Ni un solo hueso. Sólo agua… que ya se ha evaporado.

Los ruidos del techo no se reanudaron. Reinó el silencio. El cangrejo fantasma había desaparecido.

En la oscuridad, entre la niebla, bajo la luz amarillenta de las farolas de sodio, nada se movía.

El grupo se apartó por fin de las ventanas y regresó a la mesa.

—¿Hay algún modo de matar a esa condenada criatura? —se preguntó Frank.

—Desde luego, sabemos que con balas es imposible —dijo Tal.

—¿Con fuego, tal vez? —sugirió Lisa.

—Los soldados tenían esos cócteles molotov preparados —les recordó Sara—, pero es evidente que el multiforme les atacó tan rápida e inesperadamente que ninguno de ellos tuvo tiempo de prender la mecha y utilizarlos.

—Además —añadió Bryce—, lo más probable es que el fuego tampoco diera resultado. Si esa criatura llegara a quemarse, podría… bueno, podría desprenderse de la parte que quedara afectada por las llamas y poner a salvo la masa principal.

—Los explosivos, probablemente también son inútiles —dijo Jenny—. Tengo el presentimiento de que, si hiciéramos estallar a ese ser en mil pedazos, nos encontraríamos con un millar de multiformes más pequeños que correrían a unirse de nuevo, intactos.

—Así pues, ¿podemos acabar con esa cosa, sí o no? —insistió en su pregunta Frank.

Todos permanecieron callados unos segundos, meditando. Por fin, Bryce respondió:

—No. Al menos, no veo cómo.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—No lo sé —murmuró Bryce—. De veras que no lo sé.

Frank Autry llamó por teléfono a su esposa, Ruth, y habló con ella durante casi media hora. Tal conversó con algunos amigos por el otro teléfono. Más tarde, Sara Yamaguchi ocupó una de las líneas durante casi una hora. Jenny hizo varias llamadas, una de ellas a su tía de Newport Beach, con la cual también habló Lisa. Bryce conversó con varias personas reunidas en la comisaría de Santa Mira, agentes con los que había trabajado durante años y con quienes le unía un vínculo fraternal. También se puso en contacto con sus padres, en Glendale, y con el padre de Ellen, en Spokane.

Los seis supervivientes se mostraron animados en sus conversaciones. Hablaron de acabar con aquella cosa y dejar Snowfield muy pronto.

No obstante, Bryce sabía que todos estaban poniendo la mejor cara posible a su desesperada situación. Sabía que no estaban haciendo llamadas normales; a pesar de su aparente optimismo, aquellas conversaciones sólo tenían un lúgubre propósito: los seis supervivientes estaban despidiéndose del mundo.