—Será mejor que volvamos al hotel —dijo Bryce.
En menos de un cuarto de hora, la noche se adueñaría del pueblo.
Las sombras crecían con rapidez cancerosa, rezumando de los escondrijos donde habían pasado el día dormidas. Se extendían las unas hacia las otras formando charcos de oscuridad.
El cielo estaba pintado de colores carnavalescos —anaranjado, rojo, amarillo, púrpura— pero sólo iluminaba débilmente las calles de Snowfield.
El grupo salió del laboratorio móvil donde acababan de tener una conversación con aquello a través del ordenador, y se encaminaron hacia la esquina de la calle en el momento en que las farolas se encendían.
En el mismo instante, Bryce escuchó algo. Un gañido. Un maullido. Y luego un ladrido.
Todo el grupo se volvió al unísono.
Detrás de ellos un perro se acercaba cojeando por la acera, a la altura del remolque, tratando con esfuerzo de acortar la distancia que le separaba del grupo. Era un fox-terrier. Parecía tener rota la pata delantera izquierda y la lengua le colgaba de la boca abierta. Tenía el pelaje lacio y enredado, ofreciendo un aspecto desaliñado, vapuleado. Dio un nuevo paso adelante trabajosamente, se detuvo a lamer la pata herida y lanzó un gemido lastimero.
Bryce quedó paralizado ante la súbita aparición del perro. Aquél era el primer superviviente que habían encontrado. No estaba en muy buena forma, pero estaba vivo.
Sin embargo, ¿por qué estaba vivo? ¿Qué había de especial en aquel perro que se había salvado cuando todo lo demás había muerto?
Si lograban descubrirlo, tal vez pudiera servirles para salvarse ellos también.
Gordy fue el primero en reaccionar.
La presencia del fox-terrier herido le afectó más que a ningún otro miembro del grupo. No podía soportar ver a un animal herido. Antes prefería sufrir él mismo. El corazón empezó a latirle aceleradamente. Esta vez, la reacción era incluso más fuerte de lo habitual, pues Gordy sabía que no se trataba sólo de un perro necesitado de ayuda y consuelo. Aquel fox-terrier era una señal divina. Sí. Una señal de que Dios le concedía a Gordon Brogan una oportunidad más de aceptar Su don. Gordy tenía la misma facilidad con los animales que san Francisco de Asís y no debía desdeñar ese don ni tomarlo a la ligera. Si volvía de nuevo la espalda al regalo que Dios le había concedido, como ya hiciera en otra ocasión, esta vez sería condenado sin remisión. En cambio, si optaba por socorrer al perro… Los ojos de Gordy se llenaron de lágrimas y éstas corrieron por sus mejillas. Lágrimas de alivio y de felicidad. Se sentía abrumado por la misericordia divina. No tuvo ninguna duda de lo que debía hacer. Y echó a andar hacia el fox-terrier, que estaba a menos de diez metros de él.
Al principio, Jenny se quedó atónita al ver el perro. Lo contempló detenidamente. Y luego una alegría impetuosa empezó a crecer en su interior. De alguna manera, la vida había triunfado sobre la muerte. Después de todo, aquel ser no había acabado con todos los seres vivientes de Snowfield. El foxterrier (que se había tendido en el suelo con aire fatigado cuando Gordy empezó a acercarse a él) había sobrevivido; eso significaba que tal vez ellos también podrían conseguir abandonar el pueblo con vida…
… y luego recordó la mariposa nocturna.
El insecto también era un ser vivo. Pero no había mostrado intenciones amistosas.
Y el cadáver reanimado de Stu Wargle.
Allí, en la acera, al borde de las sombras, el perro apoyó la cabeza en el pavimento y soltó un gemido, suplicando ayuda y consuelo.
Gordy se le acercó, se agachó a su lado y le habló en tono cariñoso y estimulante:
—No tengas miedo, muchacho. Tranquilo. Calma, calma. Eres un perro muy bonito. Todo se arreglará, muchacho. Todo se arreglará. Tranquilo…
El horror se apoderó de Jenny. Abrió la boca para gritar, pero otras voces se le adelantaron.
—¡Gordy no! —aulló Lisa.
—¡Vuelve! —gritó Bryce, al unísono con Frank Autry.
—¡Aléjate de él, Gordy! —exclamó Tal Whitman.
Pero Gordy no parecía oírles.
Cuando Gordy se agachó junto al animal, éste alzó el hocico del suelo, levantó su cabeza cuadrada y emitió unos sonidos suaves, zalameros. Era un buen ejemplar. Con la pata curada, un buen baño y un cepillado a fondo del pelaje, tendría un aspecto estupendo.
Extendió una mano hacia el perro.
Este le frotó con el hocico pero no le lamió.
Gordy le acarició. El pobre bicho estaba frío, increíblemente frío y un poco húmedo.
—Pobrecillo —murmuró.
El perro despedía también un extraño olor. Acre. Nauseabundo, en realidad. Gordy no había olido nunca algo semejante.
—¿Dónde diablos te has metido? —preguntó al perro—. ¿En qué clase de estiércol has estado revolcándote?
El fox-terrier lanzó un gañido y se sacudió.
Gordy escuchó a los demás gritando a su espalda, pero estaba demasiado concentrado en el perro para entender lo que decían. Pasó ambas manos en torno al animal, lo levantó del suelo, lo sostuvo entre sus brazos y lo apoyó en su pecho, con la pata herida colgando.
Jamás había notado tan frío a un animal. No era sólo que su pelaje estuviera húmedo y, por tanto, frío; tampoco parecía apreciarse ningún calor debajo de la piel.
El perro le lamió la mano.
Tenía la lengua fría.
Frank dejó de gritar. Se limitó a mirar. Gordy había levantado del suelo al animal, había empezado a acunarlo y a acariciarlo, y no había sucedido nada terrible. Así que tal vez era sólo un perro, después de todo. Quizá era…
Y entonces…
El perro le lamió la mano a Gordy y una expresión extraña se formó en el rostro de éste mientras el perro empezaba a… a cambiar.
¡Cielo santo!
Era como una masa de arcilla a la que las manos rápidas y hábiles de un escultor invisible estuvieran dando una nueva forma. La pelambre enredada parecía fundirse y cambiar de color; luego, la textura cambió también hasta parecerse, más que a otra cosa, a una superficie escamosa, de escamas verduscas. La cabeza del animal empezó a encogerse en el interior del cuerpo, que ya no era realmente tal cuerpo sino una cosa informe, una masa de tejido que se retorcía y se agitaba; sus patas se acortaron y se hicieron más gruesas hasta confundirse con el resto de la masa. Todo esto sucedió en apenas cinco o seis segundos, y entonces…
Gordy contempló, conmocionado, la cosa que tenía en sus brazos.
Una cabeza de reptil con unos perversos ojillos amarillentos empezó a tomar forma de la masa amorfa en que había degenerado el perro. La boca del lagarto apareció de aquel tejido viscoso y de su interior surgió una lengua bífida entre incontables dientecillos puntiagudos.
Gordy intentó desprenderse de aquello, pero la cosa permaneció pegada a él. ¡Dios santo, se le había adherido como si hubiera tomado una nueva forma en torno a sus brazos y sus manos, como si éstas estuvieran ahora dentro de la masa!
Entonces, la sensación de frío cesó. De pronto, la masa estaba caliente. Cada vez más. Dolorosamente caliente.
Antes de que el lagarto terminara de cobrar forma de la masa de tejido pulsante, empezó a disolverse también para dar paso a una nueva forma de animal, un zorro esta vez; pero el zorro degeneró asimismo rápidamente antes de terminar de definirse, y se convirtió en una pareja de ardillas cuyos cuerpos estaban unidos como dos gemelos siameses, pero que se separaron rápidamente y…
Gordy empezó a gritar. Agitó los brazos arriba y abajo tratando de liberarse de aquella cosa.
El calor se había convertido ahora en auténtico fuego. El dolor era insoportable.
¡Dios santo, por favor!
El dolor le subió por los brazos hasta más allá de los hombros.
El hombre gritó y sollozó y avanzó un paso vacilante, agitó de nuevo los brazos y trató de liberar las manos, pero la cosa continuó adherida a él.
Las ardillas a medio formar se fundieron nuevamente y empezó a aparecer un gato de aquel tejido amorfo que Gordy sostenía y que le tenía apresado; luego, el gato se desvaneció en un instante y empezó a surgir otra cosa, —«¡oh, no, Dios mío, no! ¡Por Cristo, no!»—, una especie de insecto del tamaño del fox-terrier pero con seis u ocho ojos en la parte superior de su repulsiva cabeza y un montón de patas puntiagudas y…
El dolor le consumió por dentro. Avanzó unos pasos tambaleándose, en zigzag, hasta caer de rodillas y, finalmente, derrumbarse de costado en el suelo. Agitó brazos y piernas y, presa de un dolor agónico, se retorció y rodó por el empedrado de la acera.
Sara Yamaguchi contempló la escena, incrédula. La criatura que estaba atacando a Gordy parecía tener un control total de su ADN. Podía cambiar de forma a voluntad y con asombrosa rapidez.
Un ser así no podía existir. Sara lo sabía muy bien, pues era bióloga, genetista. Aquello era imposible. Y, sin embargo, allí estaba.
La forma parecida a una araña degeneró, pero no ocupó su lugar ninguna otra forma fantasmal. En su estado natural, la criatura parecía ser una mera masa de tejido gelatinoso, veteado de grises y rojos oscuros y marrones, como un cruce entre una inmensa ameba y algún hongo repugnante. La masa rezumaba sobre los brazos de Gordy…
… Y, de pronto, una de las manos de Gordy apareció entre la gelatina que la había cubierto. Pero ya no era una mano. ¡Dios, no lo era! Sólo eran huesos. Dedos esqueléticos, blancos y rígidos, completamente limpios. Toda la carne había desaparecido de ellos.
La genetista sintió náuseas, retrocedió a tropezones, volvió el rostro y vomitó.
Jenny obligó a Lisa a retroceder un par de pasos, apartándola de la cosa contra la cual luchaba Gordy.
La pequeña había roto a gritar.
La masa viscosa rezumó de nuevo en torno a la mano reducida a huesos, se adueñó de los dedos desnudos y los envolvió con una especie de guante de tejido pulsante. En un par de segundos, los huesos desaparecieron también, disueltos, y el guante se transformó en una bola que se confundió nuevamente con la masa principal del organismo. La masa se agitó repulsivamente, se revolvió por dentro, se hinchó, formó un bulto aquí y una concavidad allá, luego formó un nuevo bulto donde antes había habido una concavidad y viceversa, cambiando de forma febrilmente, como si un solo instante de inmovilidad significara la muerte. La cosa progresó por los brazos de Gordy y éste trató desesperadamente de librarse de ella. Y conforme avanzaba, la masa no dejaba nada detrás de sí. Nada: ni muñones, ni huesos. Lo devoraba todo. Ahora, la masa se empezaba a extender también por el pecho del policía y, allí donde se posaba, Gordy desaparecía bajo ella y no volvía a salir, como si se sumergiera en una cuba de potentísimo ácido corrosivo.
Lisa apartó los ojos del desgraciado Gordy, en plena agonía, y se agarró a Jenny entre sollozos.
Los gritos de Gordy eran insoportables.
Tal ya tenía el revólver en la mano y echó a correr hacia su pobre compañero. Bryce le detuvo.
—¿Estás loco, Tal? ¡Maldita sea, no podemos hacer nada por él!
—Podemos librarle de esos padecimientos.
—¡No te acerques a esa maldita cosa!
—No tenemos que acercarnos mucho para rematarle de un tiro.
A cada segundo que transcurría, los chillidos de Gordy sonaban más torturados. Ahora, sus gritos eran de súplica a Dios. Sus talones patalearon sobre el pavimento, su espalda se arqueó y toda la parte visible de su cuerpo vibró de tensión mientras intentaba librarse del peso, cada vez mayor, de su espantoso agresor.
Bryce frunció el ceño.
—Está bien —dijo por fin—. De prisa.
Los dos hombres se aproximaron un poco más a su torturado y agonizante compañero y abrieron fuego. Varios proyectiles se incrustaron en él. Los gritos cesaron.
Tal y Bryce retrocedieron apresuradamente.
No intentaron acabar con la cosa que estaba devorando a Gordy. Sabían que las balas no le afectaban y empezaban a entender por qué. Los proyectiles matan al destruir órganos vitales o vasos sanguíneos esenciales. Sin embargo, según todas las apariencias, aquel ser carecía de órganos y de un sistema circulatorio convencional. Tampoco tenía esqueleto. Parecía una masa de protoplasma indiferenciado, aunque extremadamente sofisticado. Una bala podía desgarrar aquella masa, pero la asombrosa maleabilidad de ésta hacía que rellenara el canal abierto por el proyectil y la posible herida desaparecía al instante.
La criatura continuó dando cuenta de Gordy con renovada voracidad, frenéticamente y en silencio. En cuestión de segundos, no quedó el menor rastro de Gordy. Había dejado de existir. Sólo seguía visible la masa informe y cambiante, más grande ahora que cuando había adoptado la forma del fox-terrier, mayor incluso que Gordy, cuya sustancia acababa de ingerir.
Tal y Bryce regresaron junto a los demás, pero no echaron a correr hacia el hotel. Mientras la luz crepuscular quedaba ahogada lentamente bajo el manto de la oscuridad nocturna, el grupo permaneció inmóvil contemplando la criatura ameboide posada en la acera, que empezó a adoptar una nueva forma.
En apenas unos segundos, todo el protoplasma informe quedó moldeado como un lobo gris, enorme y amenazador, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido al cielo.
Entonces su cara cambió y algunas de sus feroces facciones se transformaron y Tal Whitman pudo apreciar unos rasgos humanos que intentaban imponerse bajo la imagen del lobo. Unos ojos humanos reemplazaron a los del animal, y surgió también parte de una barbilla humana. ¿Eran los ojos de Gordy? ¿Era su barbilla? La metamorfosis licantrópica duró apenas unos segundos; después los rasgos de la criatura retomaron la forma lobuna.
Un hombre lobo, pensó Tal.
Sin embargo, comprendió que no se trataba de nada parecido. Aquella forma no era nada. La identidad lobuna, por real y atemorizadora que pareciera, era tan falsa como todas las formas anteriores.
Durante unos instantes, el animal permaneció donde estaba, vuelto hacia ellos y enseñando sus dientes enormes y perversamente afilados. Su tamaño era superior al de cualquier lobo que hubiera recorrido jamás las planicies y los bosques de este mundo. En sus ojos se reflejó, como dos llamaradas, el color entre fangoso y sanguinolento del crepúsculo.
Está a punto de atacarnos, reflexionó Tal.
Sin pensarlo, disparó. Las balas penetraron en el animal pero éste no pareció recibir ninguna herida ni derramó una gota de sangre, ni dio muestras de dolor.
El lobo volvió su grupa hacia Tal con una especie de fría indiferencia ante sus disparos y se alejó al trote hasta la boca de acceso al alcantarillado por la que desaparecían los cables de electricidad de los laboratorios móviles.
De pronto, algo surgió del agujero, procedente de la red de desagües subterránea. Surgió y empezó a elevarse hacia el cielo crepuscular estremeciéndose, batiendo el aire con tremenda energía; era una masa oscura y pulsante, como un torrente de aguas fecales salvo que no era un líquido, sino una sustancia gelatinosa que formaba una columna casi del diámetro del agujero por el cual continuaba saliendo en un chorro rítmico, obsceno. La columna crecía y crecía: un metro, uno y medio, dos…
Algo golpeó a Tal en la espalda. El teniente dio un brinco y, cuando intentó volverse, advirtió que sólo había tropezado con la pared del hotel. Sin darse cuenta, había estado retrocediendo, apartándose de aquella cosa monstruosa que se levantaba del acceso a las alcantarillas.
El sargento apreció ahora que la columna pulsante, vibrante, era otra masa protoplasmática informe como el fox-terrier que se había convertido en lobo gris; sin embargo, esta cosa era considerablemente mayor que la primera criatura. Era inmensa. Tal se preguntó cuánta de su masa se ocultaría aún bajo la calle, y tuvo el presentimiento de que los desagües estaban llenos de ella, de que lo que tenían a la vista era sólo una pequeña parte de la inconcebible criatura.
Cuando ésta alcanzó una altura superior a los tres metros, dejó de elevarse y empezó a cambiar. La mitad superior de la columna se ensanchó, formando una especie de capucha, de manto, que dio a la criatura cierto parecido con la cabeza de una cobra. Después, continuó saliendo más tejido amorfo de aquella columna rezumante, brillante, cambiante; la capucha se hizo más y más ancha hasta que dejó de serlo. Ahora se había convertido en un par de alas gigantescas, oscuras y membranosas como las de un murciélago, que surgía del tronco central, todavía no moldeado. Y, a continuación, el segmento de cuerpo entre las alas empezó a adquirir cierta textura —de ásperas escamas superpuestas— y comenzaron a tomar forma unas pequeñas patas terminadas en garras. La cosa se estaba convirtiendo en una serpiente alada.
Y empezó a batir las alas.
El sonido que producían recordaba el restallar de un látigo.
Tal Whitman se apretó contra la pared.
Las alas se desplegaron, abriéndose y cerrándose.
Lisa se apretó con más fuerza a Jenny.
La doctora se agarró también a su hermana, pero sus ojos, su mente y su imaginación estaban clavadas en aquella cosa monstruosa que había surgido del canal de desagüe. La criatura se agitaba, latía y se retorcía bajo la luz crepuscular y parecía apenas una sombra que hubiera cobrado vida.
Las alas volvieron a batir el aire.
Jenny notó una brisa helada en el rostro.
Aquel nuevo ser fantasmal parecía a punto de desprenderse del resto de masa protoplasmática que pudiera quedar en el interior de los conductos subterráneos. Expectante, Jenny calculó que en cualquier momento la criatura alzaría el vuelo en el aire cada vez más oscuro y se alejaría zumbando… o se abatiría directamente sobre ellos.
El corazón le galopaba; casi le saltaba del cuerpo.
Sabía que la huida era imposible. Cualquier movimiento por su parte sólo conseguiría atraer la atención de aquello. No tenía objeto desperdiciar las energías huyendo. No había rincón donde ocultarse de un ser como aquél.
Un nuevo puñado de farolas se iluminó de pronto y las sombras se encogieron a su alrededor con fantasmal sigilo y rapidez.
Jenny contempló con asombro cómo en la parte superior de la columna de tejido moteado tomaba forma una cabeza de serpiente. Un par de ojos verdes llenos de odio brotaron de la carne informe; era como ver una sucesión de fotografías mostrando el crecimiento de dos tumores malignos. Unos ojos nebulosos, manifiestamente ciegos, que empezaron siendo dos óvalos verdelechosos y rápidamente se aclararon hasta dejar a la vista dos pupilas negras, ovaladas. Y que contemplaron a Jenny y a los demás con expresión malévola. Se abrió en la masa una boca de un palmo de ancha, como una rendija, y mostró una hilera de afilados colmillos blancos surgiendo de sus negras encías.
Jenny recordó los nombres demoníacos que habían aparecido en las pantallas del ordenador, en aquellos nombres sacados del Infierno que la cosa se había adjudicado a sí misma. Aquella masa de tejido amorfo, que adoptaba la forma de una serpiente alada era, indudablemente, un demonio surgido del Más Allá.
El lobo fantasmal que contenía la sustancia de Gordy Brogan se acercó a la base de la erguida serpiente. Se frotó contra la base de la columna de carne pulsante… y, sencillamente, se fundió con ella. En un abrir y cerrar de ojos, las dos criaturas se hicieron una sola.
Evidentemente, el primer ser de forma cambiante no constituía un individuo aparte. Era, y tal vez había sido en todo momento, parte de la criatura gigantesca que se movía por los conductos de desagüe, bajo las calles. Al parecer, aquel enorme cuerpo-madre podía desprenderse de unas partes de sí misma y enviarlas a cumplir cometidos específicos —como el ataque a Gordy Brogan—, para luego recuperarlas a voluntad.
Las alas batieron el aire y el sonido reverberó por todo el pueblo. Después, empezaron a desaparecer de nuevo en la columna central, y ésta se ensanchó al absorberlas. También la cabeza de serpiente se disolvió. Aquello se había cansado de la exhibición. Las patas y las garras de tres dedos se retiraron al interior de la columna hasta que no quedó más que una masa latente y rezumante de tejido moteado de tonos oscuros, como al principio. Durante unos segundos, aquella masa permaneció así, como una visión dantesca, y luego empezó a retirarse al interior de los conductos, desapareciendo por la boca de acceso a éstos.
Muy pronto, no quedó rastro de él.
Lisa había dejado de gritar. Ahora, jadeaba buscando aire entre sollozos.
Los demás miembros del grupo estaban casi tan aterrados como la chiquilla. Se miraron unos a otros, pero nadie dijo una palabra.
Bryce parecía que acabara de recibir un garrotazo.
Finalmente, murmuró:
—Vamos. Regresemos al hotel antes de que caiga la noche.
No encontraron a nadie de guardia a la entrada del hotel.
—Problemas —dijo Tal.
Bryce asintió. Cruzó la puerta doble con cautela y casi pisó un fusil caído en el suelo.
El vestíbulo estaba desierto.
—Maldita sea —masculló Frank Autry.
Investigaron la planta baja estancia por estancia. No había nadie en la cafetería, ni tampoco en el improvisado dormitorio. La cocina también estaba desierta.
Nadie había disparado un solo tiro.
Nadie había gritado.
Y nadie había escapado.
Diez policías más habían desaparecido.
Fuera, caía la noche.