En Santa Mira, Fletcher Kale pasó la mayor parte de la tarde del lunes destrozando la casa de Jake Johnson, habitación por habitación. Se lo pasó en grande.
En una habitación auxiliar de la cocina, utilizada como despensa, localizó por fin las reservas secretas de Johnson. No estaban en los estantes, llenos a rebosar de alimentos enlatados o envasados en cantidad suficiente para un año entero, ni en el suelo, donde se apilaban cajas con otros suministros. No; el verdadero tesoro estaba bajo el suelo de la despensa: debajo del linóleo suelto, debajo del piso, en un compartimiento oculto.
Jake Johnson había escondido allí una pequeña colección de formidables armas de fuego, escrupulosamente escogidas. Cada arma estaba envuelta en una funda de plástico impermeable y hermética. Como si estuviera abriendo los regalos de Pascua, Kale procedió a desenvolverlas una a una. Había un par de Smith & Wesson modelo Combat Magnum, tal vez el revólver mejor y más potente del mundo. Cargado con balas de calibre 357, era el arma corta más mortífera que podía llevar un hombre, con suficiente potencia para detener a un oso; con munición ligera del 38, era también un arma útil y de extrema precisión para caza menor. También había una escopeta de caza, una Remington 870 Brushmaster calibre 12 con mira telescópica de fusil, culata anatómica, empuñadura de pistola, cargador de gran capacidad y correa portafusil. Kale encontró también dos fusiles. Uno de ellos era un M-1 semiautomático. Sin embargo, el otro era mucho mejor: se trataba de un Heckler & Koch HK91, un fusil de asalto soberbio que llevaba como complemento ocho cargadores de treinta balas, listos ya para montarlos en el arma, y dos mil proyectiles como reserva.
Durante casi una hora, Kale se dedicó a examinar y jugar con las armas, a disfrutar de ellas. Si algún policía se encontraba con él en su huida a las montañas, Kale haría que lamentase no haber buscado por otro lado.
El escondrijo bajo la despensa también contenía dinero. Una buena suma. Los billetes estaban dispuestos en fajos enrollados con fuerza, rodeados con gomas elásticas y luego introducidos en cinco grandes potes de vidrio para conservas, cerrados herméticamente. En cada pote había de tres a cinco fajos.
Llevó los recipientes a la cocina y los depositó sobre la mesa. Buscó una cerveza en el frigorífico (tuvo que contentarse con una lata de Pepsi), tomó asiento ante la mesa y empezó a contar su botín.
Sesenta y tres mil cuatrocientos cuarenta dólares.
Una de las leyendas modernas más extendidas en el condado de Santa Mira era la referente a la fortuna secreta de Big Ralph Johnson, amasada (según los rumores) a través de sobornos y chanchullos. Evidentemente, aquellos billetes eran lo que quedaba del dinero ilícito adquirido por Big Ralph. Exactamente lo que Kale necesitaba para emprender una nueva vida.
Lo irónico de haber encontrado aquel botín era que, de haber tenido esa cantidad en sus manos la semana anterior, no habría tenido que matar a Joanna y a Danny. Le habría alcanzado de sobras para solventar sus dificultades financieras con Inversiones High Country.
Un año y medio antes, al convertirse en socio de la High Country, no había podido prever que la empresa le conduciría al desastre. En aquel momento, le había parecido la oportunidad de oro que —estaba seguro— el destino tenía que poner a su alcance tarde o temprano.
Cada uno de los socios de Inversiones High Country había aportado una séptima parte de los fondos necesarios para adquirir, parcelar y urbanizar un terreno de doce hectáreas en el extremo oriental de Santa Mira, en lo alto de la sierra Highline. Para poder participar en el negocio, Kale se había visto obligado a comprometer hasta el último dólar que pudo reunir, pero los potenciales beneficios habían parecido justificar el riesgo.
Sin embargo, el proyecto de la sierra Highline había resultado ser un monstruo devorador de dinero, con un apetito voraz.
Según los estatutos de la sociedad, cada accionista se obligaba a realizar aportaciones complementarias si el capital inicial resultaba inadecuado para la culminación de la empresa. Si Kale o cualquier otro socio dejaba de realizar una aportación complementaria, quedaría fuera de Inversiones High Country ipso facto, sin ninguna compensación por lo ya invertido; sencillamente, se le diría gracias y adiós muy buenas. A continuación, los socios restantes deberían comprometerse a adquirir la participación del ausente a partes iguales, y a repartirse equitativamente la aportación complementaria de éste. Se trataba de un tipo de contrato que facilitaba la financiación del proyecto atrayendo (por lo general) sólo a los inversores con una gran liquidez…, pero también exigía un estómago de hierro y unos nervios de acero.
Kale no había creído que fuera precisa ninguna aportación complementaria. El capital inicial le había parecido más que adecuado. Pero se equivocaba.
Cuando la primera aportación extraordinaria fue establecida en treinta y cinco mil dólares por socio, se sintió abrumado pero no vencido. Calculó que podía pedir prestados diez mil dólares a los padres de Joanna y que su casa era suficiente para establecer una hipoteca que facilitara otros veinte mil. Los últimos cinco mil podría sacarlos de alguna parte.
El único problema había sido Joanna.
Desde el primer momento, ella se había mostrado reacia a su participación en la empresa. Decía que era un asunto demasiado grande para él y que debía dejar de intentar jugar al magnate de los negocios.
Kale había continuado adelante a pesar de todo, y al llegar la aportación complementaria, Joanna se había recreado en su desesperación. No abiertamente, por supuesto. Era demasiado lista para hacerlo. Sabía que podía representar el papel de mártir mucho mejor que el de arpia. Ni una sola vez le había venido directamente con un «ya te lo dije» o algún comentario por el estilo, pero Kale podía leer la muda acusación en sus ojos y en su humillante manera de tratarle.
Finalmente, Kale le había hablado de la refinanciación de la casa y del préstamo que tenía intención de pedir a sus padres. No había resultado fácil.
Cuando habló con sus suegros, sonrió y asintió a sus hipócritas consejos y a sus mezquinas críticas, pero se prometió a sí mismo que algún día les restregaría a todos las narices con la misma mierda que ahora le estaban volcando encima. Cuando diera el gran golpe con Inversiones High Country, haría que todos se arrastraran ante él. Joanna, sobre todo.
Y entonces, para su consternación, Kale se había encontrado con la espada de Damocles de una nueva aportación de capital. Esta vez, eran cuarenta mil dólares.
También habría podido afrontar aquella obligación si Joanna hubiera deseado sinceramente que triunfara. Su mujer habría podido utilizar el fondo fiduciario para respaldarle. Cuando la abuela de Joanna había muerto, cinco meses después del nacimiento de Danny, había dejado casi la mitad de sus propiedades —cincuenta mil dólares— en herencia a su único bisnieto. Joanna fue nombrada administradora principal de la herencia. Así pues, cuando llegó la segunda aportación complementaria de capital a la empresa, Joanna habría podido sacar los cuarenta mil de la herencia y utilizarlos en la sociedad. Sin embargo, Joanna se había negado. ¿Y si más adelante es necesaria otra cantidad más?, le había dicho cuando trataron el tema. Lo perderías todo, Fletch, todo. Y Danny perdería también la mayor parte de su herencia.
Kale había intentado demostrarle que no habría una tercera vez pero, naturalmente, ella no había querido escucharle porque, en el fondo, no quería verle triunfar. Porque quería verle perder hasta la camisa para humillarle. Porque quería arruinarle, verle fracasar.
Por eso, a Fletcher Kale no le había quedado más opción que matarlos a los dos, a ella y a Danny. Según estaba redactada la herencia, el fideicomiso se disolvería si Danny moría antes de cumplir los veintiuno. El dinero, deducidos los impuestos, pasaría a propiedad de Joanna. Y si ésta moría, todos los fondos pasaban a su esposo; así estaba redactado el testamento de la anciana. Por tanto, si se libraba de los dos, la cantidad total de la herencia —más otros veinte mil dólares procedentes del seguro de vida de Joanna— pasaría directamente a sus manos.
La muy cerda no le había dejado otra opción.
No era culpa suya si ahora estaba muerta.
En realidad, ella misma se lo había buscado. Había puesto las cosas de tal manera que no le había dejado otra salida.
Kale sonrió al recordar la expresión de Joanna cuando había visto el cuerpo del niño… y cuando le había visto apuntarla con el arma.
Ahora, sentado ante la mesa de la cocina de la casa de Jake Johnson, Kale contempló de nuevo los fajos de billetes y su sonrisa se hizo todavía más ancha.
Sesenta y tres mil cuatrocientos cuarenta dólares.
Apenas unas horas antes, se encontraba en la cárcel, prácticamente sin un dólar y pendiente de un juicio que podía conducirle a una sentencia de muerte. Cualquiera en su lugar se habría quedado paralizado de desesperación. En cambio, Fletcher Kale no se había dado por vencido. Sabía que estaba destinado a grandes cosas. Y aquí estaba la demostración. En un plazo increíblemente breve, había pasado de la cárcel a la libertad, de la penuria a una bolsa de sesenta y tres mil cuatrocientos cuarenta dólares. Ahora tenía dinero, armas, medio de transporte y un escondite seguro en las montañas vecinas.
Por fin lo había conseguido.
Su especial destino había empezado a cumplirse.