Bryce tenía el revólver reglamentario en la mano y preparado para disparar. Empujó la puerta con la otra mano y la abrió de par en par. Al mismo tiempo, saltó hacia atrás apuntando con el arma al interior del laboratorio.
Estaba desierto. Vio dos trajes anticontaminación hechos un ovillo en el suelo y otro sobre una silla giratoria frente a uno de los terminales de ordenador.
El comisario se dirigió al segundo vehículo.
—Déjame éste a mí —dijo Tal.
Bryce le hizo un gesto de negativa con la cabeza.
—Tú quédate ahí. Protege a las mujeres; ellas no llevan armas. Si sale algo de ahí dentro cuando abra la puerta, echad a correr como si os llevara el diablo.
Con el corazón al galope, Bryce vaciló ante el segundo laboratorio móvil. Puso la mano en la puerta. Titubeó de nuevo. Luego, empujó con más precauciones aún que en el primero.
También estaba desierto. Dos trajes anticontaminación. Nada más.
Cuando Bryce asomó la cabeza al interior, todas las luces del techo se apagaron. Dio un brinco de sorpresa ante la repentina oscuridad. Sin embargo, un segundo después volvió a hacerse la luz aunque esta vez no procedía de las lámparas del techo, sino que era una luz inusual, un destello verde que le sobresaltó. Entonces vio que sólo se trataba de las tres pantallas de los terminales de ordenador, que se habían encendido a la vez. Al instante volvieron a apagarse. Los parpadeos se repitieron varias veces. Al principio, las tres pantallas los hacían simultáneamente, luego en secuencia, una y otra vez. Por fin, se encendieron y así quedaron, llenando de un resplandor lúgubre la zona de trabajo. Todas las demás luces siguieron apagadas.
—Voy a entrar —dijo Bryce.
Los demás protestaron, pero el comisario ya estaba en el estribo y cruzó la entrada. Se acercó a la primera pantalla, donde brillaban con letras verdes sobre un fondo verde oscuro cinco palabras.
EL NIÑO JESÚS ME AMA.
Bryce observó las otras dos pantallas. En ambas se leían las mismas palabras. Tras un parpadeo, apareció una nueva frase:
Y YO LE REZO CADA MAÑANA.
Bryce frunció el ceño.
¿Qué clase de programa era éste? Era la misma letra de una de las tonadas que habían surgido del desagüe de la cocina en el hotel.
LA BIBLIA ESTÁ LLENA DE MIERDA, leyó en el ordenador.
Parpadeo.
CRISTO ES UN JODEPERROS.
La frase permaneció en la pantalla varios segundos. A Bryce le pareció que la luz verde de las pantallas era fría. Así como la luz de una chimenea lleva consigo un calor seco, esta luminosidad producía una sensación de frío que le dejaba aterido.
En aquellas pantallas no estaba viendo un programa normal. Aquello no era nada que el equipo del general Copperfield hubiera introducido en el ordenador, no era ningún tipo de código, ningún ejercicio de lógica, ningún test interno de la máquina.
Parpadeo.
JESÚS ESTÁ MUERTO. DIOS ESTÁ MUERTO.
Parpadeo.
YO ESTOY VIVO.
Parpadeo.
¿QUIERES JUGAR CONMIGO AL JUEGO DE LAS 20 PREGUNTAS?
Con los ojos fijos en la pantalla, Bryce notó crecer en su interior un terror primitivo, supersticioso; un pavor reverencial que le atenazaba la garganta y le hacía un nudo en el estómago. En lo más profundo de su ser, casi a nivel subconsciente, percibió que estaba en presencia de algo maléfico, antiguo y… familiar. Pero ¿cómo podía ser familiar si ni tan sólo sabía qué era aquella cosa? Y, con todo… Con todo, quizá era cierto que lo sabía. En su fuero interno. Instintivamente. Si hubiera podido ahondar en sí mismo mucho más allá de la pátina civilizada que le dotaba de tanto escepticismo, si hubiera podido buscar en su memoria racial, habría podido descubrir la verdad sobre la cosa que había atacado y diezmado la población de Snowfield.
Parpadeo.
¿COMISARIO HAMMOND?
Parpadeo.
¿QUIERES JUGAR CONMIGO AL JUEGO DE LAS 20 PREGUNTAS?
La lectura de su nombre le sobresaltó. Y, a continuación, apareció en la pantalla una sorpresa todavía más perturbadora:
ELLEN.
El nombre permaneció en la pantalla. El nombre de su difunta esposa. Todos los músculos de su cuerpo entraron en tensión mientras esperaba a que apareciera algo más pero, durante largos, interminables segundos, sólo pudo leer aquel nombre tan querido del cual no podía apartar los ojos. Y entonces…
ELLEN SE PUDRE.
Bryce se quedó sin aliento.
¿Cómo era posible que conociera la existencia de Ellen?
Parpadeo.
ELLEN ES PASTO DE LOS GUSANOS.
¿Qué mierda era todo aquello? ¿Qué objeto tenía?
TIMMY MORIRÁ.
La profecía brilló en la pantalla, verde sobre verde. Bryce soltó un jadeo.
—No… —murmuró.
Durante todo un año, había pensado que era mejor que Timmy se apagara ya. Era preferible eso a una lenta degradación física. Incluso el día anterior, habría admitido que una muerte rápida sería una bendición para su hijo. Pero ya no pensaba así. Snowfield le había enseñado que no había nada peor que la muerte. En brazos de la muerte no había esperanza. En cambio, mientras Timmy viviera, habría una posibilidad de recuperación. Al fin y al cabo, los doctores decían que el muchacho no había sufrido daños cerebrales irreparables. Por tanto, si alguna vez despertaba de su largo sueño, Timmy tenía bastantes probabilidades de recuperar sus facultades y sus funciones normales. Probabilidades, promesas, esperanzas… Por eso, Bryce dijo «no» al ordenador.
—No —repitió.
Parpadeo.
TIMMY SE PUDRIRÁ. ELLEN SE PUDRE. ELLEN SE PUDRE EN EL INFIERNO.
—¿Quién eres? —exigió saber Bryce.
En el instante en que abrió la boca, se sintió ridículo. No podía hablarle a un ordenador como si fuera otro ser humano. Si quería hacer alguna pregunta, tendría que teclearla.
¿QUIERES QUE CHARLEMOS UN RATO?
Bryce se alejó de la pantalla. Anduvo hasta la puerta del laboratorio móvil y se asomó al exterior.
Los demás se mostraron aliviados al verle.
Carraspeó, tratando de ocultar su profunda agitación, y dijo:
—Doctora Yamaguchi, necesito su ayuda aquí dentro.
Tal, Jenny, Lisa y Sara Yamaguchi entraron en el remolque. Frank y Gordy permanecieron fuera, junto a la puerta, vigilando con gesto nervioso la calle desierta, donde la luz del día se desvanecía rápidamente.
Bryce mostró las pantallas a Sara.
¿QUIERES QUE CHARLEMOS UN RATO?
El comisario explicó lo que había ido apareciendo en las pantallas y, sin darle tiempo a terminar, Sara le interumpió diciendo:
—Pero eso es imposible. Este ordenador no tiene programa ni vocabulario que le permita…
—Algo tiene el control de su ordenador —dijo Bryce.
—¿El control? ¿Cómo? —frunció el ceño la genetista.
—No lo sé.
—¿Quién?
—No quién —intervino Jenny al tiempo que pasaba un brazo en torno a los hombros de su hermanita—. Di más bien qué.
—Sí —dijo Tal—. Esa cosa, ese asesino, sea lo que diablos sea… Eso es lo que se ha apoderado de su ordenador, doctora Yamaguchi.
Visiblemente incrédula, la genetista se sentó ante una de las pantallas y puso en funcionamiento la máquina de escribir automática.
—Será mejor que tengamos una copia por escrito si realmente llegamos a sacar algo de esto.
Titubeó un instante con sus manos delicadas, casi infantiles, colocadas sobre el teclado. Bryce, a su espalda, la observó. Tal, Jenny y Lisa se volvieron hacia las otras dos terminales… en el instante en que las pantallas quedaron en blanco. Sara contempló la superficie rectangular de luz verde que tenía ante sí y, por fin, tecleó el código de acceso y escribió una pregunta.
¿HAY ALGUIEN AHÍ?
La máquina de escribir traqueteó, iniciando la impresión, y la respuesta llegó al instante:
SÍ.
¿QUIÉN ERES?
INCONTABLES.
—¿Qué significa eso? —preguntó Tal.
—No lo sé —respondió Sara.
Volvió a teclear la pregunta y recibió la misma confusa respuesta.
INCONTABLES.
—Pregúntele si tiene algún nombre —indicó Bryce.
Sara pulsó las teclas y las palabras correspondientes aparecieron al instante en las tres pantallas:
¿TIENES UN NOMBRE?
SÍ
¿CUÁL ES?
MUCHOS.
¿TIENES MUCHOS NOMBRES?
SÍ.
DINOS UNO DE ESOS NOMBRES.
CAOS.
¿QUÉ OTROS NOMBRES TIENES?
ERES UNA GOLFA ESTÚPIDA Y ABURRIDA. HAZ OTRA PREGUNTA.
Sara, visiblemente perpleja, alzó la mirada a Bryce.
—Decididamente, ésa no es una frase que pueda encontrarse en los lenguajes de ordenador.
—No le preguntes quién es —dijo Lisa—. Interrógale sobre qué es.
—Exacto — sintió Tal—. Intenta que te dé una descripción física.
—Lo interpretará como una petición de que efectúe unas comprobaciones diagnóstico de su propio funcionamiento —dijo Sara—. Empezará a presentar en pantalla diagramas de sus circuitos internos.
—No, no lo hará —replicó Bryce—. Recuerde que no está dialogando con el ordenador. Es otra cosa. El ordenador sólo es un medio de comunicación.
—Por supuesto —dijo Sara—. A pesar de la frase que acaba de utilizar, aún pienso en él como nuestra apreciada y valiosa Meddy.
Después de pensarlo un instante, tecleó de nuevo:
PROPORCIONA UNA DESCRIPCIÓN FÍSICA DE TI MISMO.
ESTOY VIVO.
SÉ MÁS CONCRETO, le exigió Sara.
SOY POR NATURALEZA INCONCRETO.
¿ERES HUMANO?
ABARCO TAMBIÉN ESA POSIBILIDAD.
—Está jugando con nosotros —dijo Jenny—. Divirtiéndose.
Bryce se pasó una mano por el rostro.
—Pregúntele qué ha sido de Copperfield.
¿DÓNDE ESTÁ GALLEN COPPERFIELD?
MUERTO.
¿DÓNDE ESTÁ SU CUERPO?
DESAPARECIDO.
¿CÓMO HA DESAPARECIDO?
GOLFA FASTIDIOSA.
¿QUÉ HA SIDO DE LOS HOMBRES QUE ESTABAN CON GALLEN COPPERFIELD?
MUERTOS.
¿LOS HAS MATADO TÚ?
SÍ.
¿POR QUÉ LO HAS HECHO?
TODOS.
ACLARA ESO, tecleó Sara.
TODOS VOSOTROS.
ACLARA ESO.
TODOS VOSOTROS ESTÁIS MUERTOS.
Bryce apreció el temblor en las manos de la mujer, pese a lo cual sus dedos continuaron tecleando con precisión y rapidez:
¿POR QUÉ QUIERES MATARNOS?
ÉSA ES VUESTRA RAZÓN DE SER.
¿ESTÁS DICIENDO QUE SÓLO EXISTIMOS PARA QUE NOS MATES?
SÍ. SOIS RESES. SOIS CERDOS. NO TENÉIS NINGÚN VALOR.
¿CUÁL ES TU NOMBRE?
VACÍO.
ACLARA ESO.
NADA.
¿CUÁL ES TU NOMBRE?
LEGIÓN.
ACLARA ESO.
ACLÁRAME LA POLLA, GOLFA FASTIDIOSA.
Sara se ruborizó y murmuró:
—Esto es una locura.
—Casi se puede percibir la presencia de esa cosa aquí, con nosotros, en este mismo instante —comentó Lisa.
Jenny estrechó a su hermana por los hombros, tratando de darle ánimos con su gesto, y respondió:
—¿A qué te refieres con eso, cariño?
—Casi se puede notar su presencia —repitió Lisa con voz trémula, tensa. Su mirada recorrió el laboratorio—. El aire parece más denso, ¿no te parece? Y más frío. Es como si algo fuera a… a materializarse aquí mismo, ante nosotros.
Bryce sabía muy bien a qué se refería la chiquilla.
Tal cruzó su mirada con la de Bryce y asintió. También él lo notaba.
Sin embargo, Bryce estaba convencido de que aquella sensación era absolutamente subjetiva. Nada iba a materializarse allí, en realidad. El aire no era más denso que unos minutos antes; sólo lo parecía porque estaban todos tensos y, cuando uno se encuentra en tal estado, la respiración se hace un poco más difícil por causas estrictamente naturales. Y si había descendido la temperatura… bien, eso se debía únicamente a la proximidad de la noche.
Las pantallas del ordenador quedaron de nuevo en blanco. Luego, pudieron leer en ellas:
¿CUÁNDO LLEGARÁ ÉL?
ACLARA ESO, tecleó Sara.
¿CUÁNDO LLEGARÁ EL EXORCISTA?
—¡Santo Cielo! —exclamó Tal—. ¿Qué es esto?
ACLARA ESO.
TIMOTHY FLYTE.
—¡No entiendo nada! —murmuró Jenny.
—Esa cosa conoce al tal Flyte —comentó Tal Whitman—. Pero ¿cómo puede ser? ¿Acaso le tiene miedo a Flyte?
¿TIENES MIEDO A FLYTE?
GOLFA ESTÚPIDA.
¿TIENES MIEDO A FLYTE?, insistió Sara Yamaguchi.
NO TENGO MIEDO A NADA.
¿POR QUÉ TE INTERESA FLYTE?
HE DESCUBIERTO QUE ÉL CONOCE.
¿QUÉ ES LO QUE CONOCE?
MI EXISTENCIA.
—Ahora es evidente que podemos descartar la posibilidad de que Flyte sea sólo un charlatán —comentó Bryce.
Sara formuló una nueva pregunta:
¿FLYTE SABE QUÉ ERES?
SÍ. LE QUIERO AQUÍ.
¿POR QUÉ LE QUIERES AQUÍ?
ÉL ES MI MATEO.
ACLARA ESO.
ÉL ES MI MATEO, MARCOS, LUCAS Y JUAN.
Sara frunció el ceño, hizo una pausa y volvió la mirada hacia Bryce. Después, sus dedos revolotearon de nuevo sobre las teclas:
¿SIGNIFICA ESO QUE FLYTE ES TU APÓSTOL?
NO. ES MI BIÓGRAFO. HA HECHO LA CRÓNICA DE MIS OBRAS. QUIERO QUE VENGA AQUÍ.
¿QUIERES MATARLE A ÉL TAMBIÉN?
NO. A ÉL LE GARANTIZO PASO LIBRE.
ACLARA ESO.
TODOS VOSOTROS MORIRÉIS. PERO A FLYTE LE PERMITIRÉ VIVIR. DEBÉIS DECÍRSELO. SI DESCONOCE QUE LE GARANTIZO PASO LIBRE, NO VENDRÁ.
A Sara le temblaron las manos más que nunca. Falló una tecla, le dio a una letra equivocada y tuvo que borrar lo escrito y empezar de nuevo.
SI TRAEMOS A FLYTE A SNOWFIELD, ¿NOS DEJARÁS VIVIR?
VOSOTROS SOIS MÍOS.
¿NOS DEJARÁS VIVIR?
NO.
Hasta aquel momento, Lisa había demostrado más presencia de ánimo de la que podía esperarse a su edad. Sin embargo, ver expuesto su destino de manera tan directa e implacable en la pantalla del ordenador fue demasiado para ella y rompió a llorar por lo bajo.
Jenny consoló a su hermanita lo mejor que supo.
—Sea lo que sea —comentó Tal Whitman—, a esa cosa no le falta arrogancia.
—Bueno, todavía no estamos muertos —dijo Bryce a los demás—. Todavía hay esperanza. Mientras sigamos con vida, seguirá habiendo esperanza.
Sara utilizó de nuevo el teclado:
¿DE DÓNDE ERES?
DEL TIEMPO INMEMORIAL.
ACLARA ESO.
PERRA ESTÚPIDA.
¿ERES EXTRATERRESTRE?
NO.
—Mejor para Isley y Arkham —dijo Bryce antes de caer en la cuenta de que los dos hombres ya estaban muertos.
—A menos que esté mintiendo —replicó Jenny.
Sara insistió de nuevo en una pregunta que ya había formulado antes:
¿QUÉ ERES?
ME ABURRES.
¿QUÉ ERES?
GOLFA ESTÚPIDA.
¿QUÉ ERES?
JÓDETE.
¿QUÉ ERES?, escribió Sara una vez más, golpeando las teclas con tal fuerza que Bryce pensó que las rompería. La cólera parecía haber vencido al temor en el ánimo de la genetista.
SOY GLASYALABOLAS.
ACLARA ESO.
ÉSE ES MI NOMBRE. SOY UN HOMBRE ALADO CON DIENTES DE PERRO. ECHO ESPUMARAJOS POR LA BOCA. HE SIDO CONDENADO A SOLTAR ESPUMARAJOS POR LA BOCA POR TODA LA ETERNIDAD.
Bryce contempló la pantalla sin entender nada. ¿Hablaría en serio? ¿Un hombre alado con dientes de perro? Seguramente, no. Eso debía de estar jugando con ellos, divirtiéndose a su costa. Pero ¿qué había de divertido en todo aquello?
Las pantallas quedaron en blanco.
Una pausa.
Luego aparecieron nuevas palabras aunque Sara no había formulado ninguna pregunta más.
SOY HABORYM. SOY UN HOMBRE CON TRES CABEZAS: UNA DE HOMBRE, UNA DE GATO Y UNA DE SERPIENTE.
—¿Qué es toda esta basura? —preguntó Tal, frustrado.
La temperatura del laboratorio era indiscutiblemente más fría.
Sólo era el viento, se dijo Bryce. El viento en la puerta, que traía el frío de la noche que se aproximaba.
SOY RANTAN.
Parpadeo.
SOY PALLANTRE.
Parpadeo.
SOY AMLUTIAS, ALFINA, EPYN, FUARD, BELIAL, OMGORMA, NEBIROS, BAAL, ELIGOR Y MUCHOS OTROS.
Los extraños nombres brillaron en las tres pantallas durante unos instantes, y luego desaparecieron en un parpadeo.
SOY TODOS Y SOY NINGUNO. NO SOY NADA Y LO SOY TODO.
Parpadeo.
Las tres pantallas brillaron, luminosas, verdes y parpadeantes durante un segundo, dos, tres. Luego, se apagaron.
Las luces del techo se encendieron.
—Fin de la entrevista —dijo Jenny.
Belial. Éste era uno de los nombres que se había dado a sí mismo aquel ente.
Bryce no era muy religioso, pero tenia la cultura suficiente para saber que Belial era uno de los apelativos de Satán o de alguno de sus ángeles caídos, aunque no estaba muy seguro de cuál de ambas cosas.
Gordy Brogan, católico practicante, era el más religioso de todos los presentes. Cuando Bryce salió del laboratorio, siendo el último en hacerlo, le pidió a Gordy que echara un vistazo a los nombres que aparecían hacia el final de la transcripción que les había proporcionado la máquina de escribir automática conectada al ordenador.
Los dos hombres permanecieron en la acera junto al vehículo, bajo la luz menguante del crepúsculo, mientras Gordy leía las líneas pertinentes. Dentro de veinte minutos, o quizá menos, la oscuridad ya sería completa.
—Aquí —dijo Gordy—. Ese nombre, Baal —añadió, señalando la palabra con el dedo en una de las hojas de papel continuo, que estaban dobladas como el fuelle de un acordeón—. Pero no recuerdo con precisión dónde lo he visto antes. No fue en la iglesia ni en el catecismo. Tal vez lo leí en un libro cualquiera.
Bryce detectó un ritmo y un tono extraños en la manera de hablar de Gordy. No se trataba de un mero nerviosismo. El hombre alternaba las frases pronunciadas con excesiva lentitud con otras demasiado rápidas, para luego volver a la parsimonia y lanzarse a continuación a un parloteo casi frenético.
—¿En un libro? —preguntó Bryce— ¿La Biblia, tal vez?
—No, creo que no. No soy un gran lector de la Biblia, aunque deberla serlo. Debería leerla con asiduidad. Sin embargo, ese nombre me suena de haberlo leído en un libro normal. Una novela. Pero no consigo recordarlo con claridad.
—Entonces, ¿quién era ese Baal? —preguntó Bryce.
—Creo que se le considera un demonio muy peligroso —respondió Gordy.
Y Bryce comprobó que había algo decididamente raro en su voz. En su comportamiento.
—¿Qué me dices de los otros nombres? —insistió Bryce.
—No tienen ningún significado para mí.
—Pensaba que tal vez serían otros nombres de demonios.
—Bueno, comisario, la Iglesia católica apenas se dedica a los sermones apocalípticos, ¿sabe usted? —explicó Gordy, sin variar su extraña oratoria—. Y quizá debería hacerlo. Sí, quizá debería hacerlo. Porque creo que usted tiene razón. Me parece que todos esos nombres corresponden a demonios.
Jenny emitió un suspiro de fastidio.
—Eso significa que sólo nos estaba sometiendo a otro de sus juegos burlones —murmuró.
Gordy replicó moviendo enérgicamente la cabeza en señal de negativa.
—No, no se trata de un juego. Ni mucho menos. Lo que ese ser nos ha dicho es la verdad.
Bryce frunció el ceño.
—Gordy, no pensarás en serio que se trata de un demonio, del propio Satán o de algo parecido, ¿verdad? —comentó.
—Todo eso son tonterías —afirmó Sara Yamaguchi.
—Sí —le apoyó Jenny—. Toda esa demostración en el ordenador, esa imagen demoníaca que quiere proyectar… Todo eso no son más que pistas falsas. Nunca va a decirnos la verdad sobre sí mismo porque, si la conociéramos, tal vez podríamos encontrar el modo de derrotarle.
—¿Cómo explicas lo del sacerdote crucificado sobre el altar de Nuestra Señora de las Montañas? —preguntó Gordy."
—Eso sólo era un detalle más de la charada —dijo Tal.
Había algo extraño en los ojos de Gordy. No era sólo miedo. La suya era la mirada de un hombre presa de una gran angustia espiritual, una auténtica agonía.
Bryce se regañó a sí mismo: debería haberse dado cuenta antes del estado en que empezaba a encontrarse el hombre.
Sin alzar la voz, pero con una intensidad fascinadora en sus palabras, Gordy continuó:
—Creo que tal vez se ha cumplido el tiempo. Ha llegado el fin. El final de los tiempos. Tal como dice la Biblia. Era algo en lo que nunca había creído. Yo tenía fe en todo lo que enseña la Iglesia, salvo en eso. No creía en el día del Juicio Final. Supongo que pensaba que todo seguiría para siempre como estaba. Pero ahora ha llegado, ¿verdad? Sí, el día del Juicio Final ha llegado. No sólo para los habitantes de Snowfield, sino para todos nosotros. El fin. Por eso me he estado preguntando cómo seré juzgado. Y tengo miedo. Veréis, Dios me concedió un don, una gracia muy especial, y yo lo desperdicié. Me fue concedido el don de san Francisco de Asís. Yo siempre me he entendido bien con los animales. Es cierto. Ningún perro me ladra nunca, ¿lo sabía alguien? Ningún gato me ha arañado jamás. Los animales me responden, me tienen confianza. Tal vez incluso me quieren. Nunca he encontrado un solo animal que no respondiera así a mi presencia. Incluso he incitado a algunas ardillas silvestres a comer de mi mano. Es un don. Por eso, mis padres querían que me hiciera veterinario. Sin embargo, yo les volví la espalda a ellos y a esa gracia divina. Y me hice policía. Y empecé a ir siempre armado. ¡Armado! Yo no estaba hecho para las armas. Desde luego que no. Jamás lo he estado. En parte, lo hice porque sabía que molestaría a mis padres. Así estaba reafirmando mi independencia, ¿entendéis? Y de este modo, me olvidé de que la Biblia ordena: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Al contrario, lo que hice fue herirles. Y volver la espalda al don que Dios me había concedido. Pero todavía: lo que hice fue escupir contra ese don. Anoche tomé la resolución de abandonar la policía, apartar de mi vida las armas y hacerme veterinario. Sin embargo, creo que he llegado demasiado tarde. El Juicio Final ya estaba en marcha, pero no me había dado cuenta de ello. He vuelto la espalda al don que Dios me concedió y ahora… tengo miedo.
Bryce no supo qué decirle a Gordy. Sus imaginarias culpas estaban tan lejos del verdadero mal que casi daban risa. Si había en el grupo alguien destinado al Paraíso, ése era Gordy. No era que Bryce compartiera la idea de que había llegado el día del Juicio; sencillamente, no se le ocurría nada que decirle a Gordy porque el muchacho, larguirucho y huesudo, estaba ahora mismo demasiado desquiciado para sacarle de su fantasía con razonamientos y palabras.
—Timothy Flyte es un científico, no un teólogo —aseguró Jenny con firmeza—. Si Flyte tiene alguna explicación para lo que está sucediendo aquí, será estrictamente científica, no religiosa.
Gordy no la escuchaba. Grandes lágrimas corrían por sus mejillas y tenía los ojos vidriosos. Cuando ladeó la cabeza y levantó la vista hacia el cielo, esos ojos no vieron el crepúsculo; aparentemente, lo que contemplaron fue una gran avenida celestial por la que pronto descenderían en sus carros de fuego los arcángeles y las almas benditas del Paraíso.
Bryce consideró que el muchacho no estaba en condiciones para que se le confiara un arma cargada; abrió la funda de su revólver y se apoderó del arma. El agente no pareció darse cuenta de ello.
El comisario advirtió que el incoherente soliloquio de Gordy había afectado profundamente a Lisa. La muchacha parecía haber recibido un golpe muy duro. Se la veía confusa, aturdida.
—Vamos, vamos —le dijo—. Esto no es el fin del mundo. Nada de juicios finales. Lo único que sucede es que Gordy está… perturbado. Vamos a salir con bien de ésta. Me crees, ¿verdad, Lisa? ¿Podrás mantener esa preciosa carita tuya bien alta? ¿Serás capaz de aguantar el tipo y ser valiente un rato más?
La muchacha no respondió inmediatamente. Durante unos instantes rebuscó en su interior hasta encontrar una última reserva de energía y de valor. Entonces, asintió con la cabeza. Incluso logró esbozar una ligera sonrisa vacilante.
—Chica, eres sensacional —dijo Bryce— Te pareces muchísimo a tu hermana mayor.
Lisa dirigió una mirada a Jenny y luego volvió de nuevo los ojos hacia el comisario.
—Y tú eres un comisario sensacional —respondió.
Bryce se preguntó si su sonrisa sería tan insegura como la de Lisa. La confianza que la pequeña depositaba en él le hacía sentirse inquieto, pues no la merecía.
Te he mentido, chiquilla, pensó para sí. La muerte sigue con nosotros. Y volverá a actuar. Tal vez no en la próxima hora. Quizá ni siquiera en todo un día. Pero tarde o temprano volverá a actuar.
De hecho, aunque no tenía modo de saberlo, uno de ellos iba a morir apenas unos instantes más tarde.