CAPÍTULO 30
Algunas respuestas. Más preguntas

La casa estaba excepcionalmente limpia y ordenada, pero la distribución de colores y su implacable repetición pusieron nervioso a Bryce Hammond. Todo era o bien amarillo, o bien verde. Absolutamente todo. Las moquetas eran verdes y las paredes, amarillo pálido. En el salón, los sofás tenían un estampado floral en verdes y amarillos tan contrastados que casi le hacían a uno salir corriendo a la consulta de un óptico. Los dos sillones eran verde esmeralda y las dos sillas, amarillo limón. Las lámparas de cerámica eran amarillas con dibujos en verde y las pantallas, color chartreuse con borlas. En las paredes había colgadas dos grandes litografías de margaritas amarillas en un campo verdoso. El dormitorio principal era peor: papel pintado con motivos florales más extremado aún que la tela de los sofás del salón y cortinas de un amarillo lacerante con una cenefa en la franja superior. En la cabecera de la cama se amontonaba una decena de cojines: unos, verdes con bordados amarillos; los demás, amarillos con bordados verdes.

Según Jenny, la casa estaba habitada por Ed y Theresa Lange, sus tres hijos adolescentes y la madre Theresa, una mujer de setenta años.

No encontraron a ninguno de los ocupantes. No había ningún cuerpo y Bryce dio gracias por ello. De alguna manera, un cadáver hinchado y amoratado hubiera sido una visión especialmente terrible allí, en medio de una decoración tan desquiciadamente chillona.

La cocina también era verde y amarilla.

—Aquí hay algo —dijo Tal Whitman al asomarse al fregadero—. Será mejor que le eches un vistazo a eso, jefe.

Bryce, Jenny y el capitán Arkham se acercaron a Tal, pero los otros dos policías permanecieron junto a la puerta, con Lisa entre ambos. Era difícil saber qué podía aparecer en un fregadero de aquel pueblo, en medio de aquella pesadilla digna de Lovecraft. La cabeza de alguien, tal vez. O un nuevo par de manos limpiamente seccionadas. O algo aún peor.

Pero no era nada de este estilo. Sencillamente, era algo muy raro.

—Toda una tienda de joyería —comentó Tal.

Las dos piletas del fregadero estaban llenas de joyas, sobre todo, anillos y relojes. Relojes de pulsera tanto de hombre como de mujer: Timex, Seiko, Bulova, incluso un Rolex; algunos, con sus correas flexibles; otros, sin correa; no había ninguno con correa de cuero o de plástico. Bryce vio puñados de anillos de boda y de compromiso cuyos diamantes brillaban cegadores. También había anillos con las piedras del zodíaco: granates, amatistas, hematites, topacios, turmalinas, y otros con rubíes y esmeraldas. Aros de universitarios y de jóvenes de secundaria. La bisutería se mezclaba con las piezas de valor. Bryce enterró las manos en una de las pilas de objetos igual que los piratas de las películas hundían siempre las suyas en el cofre del tesoro. Revolvió las relucientes sortijas y vio otro tipo de joyas: pendientes, brazaletes, perlas sueltas de un par de collares rotos, cadenas de oro, un encantador camafeo…

—Todo esto no puede pertenecer a los Lange —dijo Tal.

—Un momento —dijo Jenny, al tiempo que sacaba un reloj del montón y lo examinaba detenidamente.

—¿Lo reconoces? —preguntó Bryce.

—Sí, es un Cartier. Un sumergible. Pero no del tipo clásico de reloj subacuático con números romanos. Este no lleva números y tiene la superficie plana. Sylvia Karnasky se lo regaló a Dan, su marido, en su quinto aniversario de boda.

Bryce frunció el ceño.

—¿Dónde he oído esos nombres? —preguntó.

—Son los dueños del Candleglow Inn —dijo Jenny.

—Sí, claro. Tus amigos.

—Están entre los desaparecidos —recordó Tal.

—A Dan le encantaba ese reloj —explicó Jenny—. Cuando Sylvia se lo compró, fue un capricho carísimo para su bolsillo. El hotel todavía estaba en una situación financiera bastante insegura y el reloj costó trescientos cincuenta dólares. Ahora, por supuesto, vale bastante más. Dan solía decir en broma que era la mejor inversión que habían hecho.

Jenny sostuvo en alto el reloj de modo que Tal y Bryce pudieran ver el reverso. En la parte superior de la placa de oro, justo encima del logotipo de Cartier, había grabada una leyenda: A MI DAN. Y en la parte inferior, bajo el número de serie, se leía: CON AMOR, SYL.

Bryce contempló de nuevo el montón de joyas.

—Entonces, estos objetos pertenecen probablemente a gente de todo Snowfield.

—Bien, yo diría que, en cualquier caso, pertenecen a los desaparecidos —le corrigió Tal—. Las víctimas que hemos encontrado hasta ahora llevaban puestos los relojes y joyas.

—Tienes razón —asintió Bryce—. Así pues, los desaparecidos fueron despojados de sus objetos de valor antes de ser llevados a… a… bueno, adonde diablos los llevaran.

—Unos ladrones no dejarían de este modo un botín así —dijo Jenny—. No se dedicarían a recogerlo para luego dejarlo en el fregadero de una casa cualquiera. Unos ladrones meterían todos esos objetos en una bolsa y se los llevarían.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí todo esto? —preguntó Bryce.

—No tengo idea —respondió Jenny.

Tal se encogió de hombros.

Las joyas continuaron refulgiendo en los dos fregaderos.

Los chillidos de las gaviotas.

Unos perros ladrando.

Galen Copperfield alzó la vista de la terminal de ordenador, en cuya pantalla había estado leyendo datos. Dentro de su traje anticontaminación, estaba sudoroso, cansado y dolorido. Por un instante, no estuvo muy seguro de estar escuchando los sonidos de aves y canes.

Entonces, maulló un gato.

Y un caballo relinchó.

El general echó un vistazo en torno al laboratorio móvil, al tiempo que fruncía el ceño.

Serpientes de cascabel. En gran número. Con su familiar y mortífero sonido: chika-chika-chika-chika.

Zumbidos de abejas.

Los demás también oían los sonidos y se miraron unos a otros con aire inquieto.

—Se escucha por la radio de comunicación de traje a traje —dijo Roberts.

—Afirmativo —asintió el doctor Bettemby desde el segundo remolque—. Nosotros también lo oímos aquí.

—Muy bien —comentó Copperfield—, démosle una oportunidad de ofrecer su espectáculo. Si queréis hablar entre vosotros, utilizad los sistemas de comunicación externos.

Las abejas acallaron su zumbido de repente.

Un niño —de sexo indeterminado, andrógino— empezó a cantar con mucha suavidad, desde muy lejos:

El Niño Jesús me ama

yo le rezo cada mañana.

Los niños pequeños a Él nos acercamos

y bajo su manto nos cobijamos.

La voz era dulce, melodiosa. Pero también helaba la sangre.

Copperfield no había oído nunca nada parecido. Aunque era una voz infantil, tierna y frágil, contenía sin embargo… algo que no debería percibirse en una voz de niño. Una profunda falta de inocencia. Una premeditación, tal vez. Sí, un penetrante conocimiento de demasiadas cosas terribles. Amenaza. Odio. Burla. Un matiz inaudible en la superficie de la dulce melodía, pero que se percibía por debajo de la música, pulsante y lóbrego e infinitamente perturbador.

Si, Jesús me ama.

Si, Jesús me ama.

Sí, Jesús me ama…

y yo le rezo cada mañana.

—La doctora Paige y el comisario ya nos hablaron de esto —comentó Goldstein—. Oyeron esa voz por el teléfono y surgiendo de los desagües de la cocina del hotel. Antes no les creímos. La historia sonaba tan ridícula…

—Ahora no lo parece —replicó Roberts.

—No —asintió Goldstein, cuyos temblores resultaban visibles incluso estando enfundado en el abultado traje anticontaminación.

—Está emitiendo en la misma longitud de onda que nuestras radios —apuntó Roberts.

—Pero ¿cómo? —quiso saber Copperfield.

—Velázquez —dijo Goldstein de pronto.

—Claro —comentó Roberts—. Velázquez tenía una radio en el traje. Esa cosa está emitiendo a través de la radio del cabo.

La voz infantil dejó de canturrear. En un susurro, dijo a continuación: «Es mejor que recéis vuestras oraciones. Que todo el mundo rece sus oraciones. Que nadie olvide rezar sus oraciones».

Seguidamente, soltó una risilla.

El grupo de Copperfield aguardó a que sucediera algo más.

Pero sólo quedó el silencio.

—Creo que nos estaba amenazando —comentó Roberts.

—Dejad ya de hablar así, maldita sea —intervino Copperfield—. No nos dejemos llevar por el pánico.

—¿Habéis advertido que estamos diciendo «esa cosa»? —dijo Goldstein.

Copperfield y Roberts volvieron los ojos hacia él y cruzaron luego una mirada, pero no dijeron nada.

—Decimos «esa cosa» igual que la doctora Paige, el comisario y los policías. Así pues… ¿nos hemos pasado por completo a sus teorías?

El general todavía podía escuchar en su mente la voz infantil, inquietante, humana y, al propio tiempo, inhumana.

«Esa cosa.»

—Vamos —dijo, refunfuñando—. Todavía nos queda mucho trabajo por hacer.

Volvió la atención de nuevo a la terminal del ordenador, pero tuvo dificultades para concentrarse.

«Esa cosa.»

Hacia las 4.30 de la tarde del lunes, Bryce dio por terminada la búsqueda casa por casa. Quedaba un par de horas de luz, pero todo el mundo estaba harto. Harto de subir y bajar escaleras. Harto de cadáveres horrendos. Harto de sorpresas desagradables. Harto de las dimensiones de aquella tragedia humana, de aquel horror que embotaba los sentidos. Harto del nudo que el miedo formaba en su interior. La tensión constante era tan agotadora como un trabajo manual pesado.

Además, Bryce había comprendido que la labor era, sencillamente, demasiado grande para ellos. En cinco horas y media, apenas habían cubierto una pequeña parte del pueblo. A aquel paso, limitado a las horas de luz natural y con el reducido equipo del cual podía disponer, necesitaría al menos un par de semanas para efectuar un examen completo de Snowfield. Por último, si los desaparecidos no podían ser localizados después de registrado el último edificio, y si nadie descubría una clave de lo sucedido con ellos, Bryce debería iniciar una búsqueda todavía más difícil por los bosques que rodeaban el pueblo.

La noche anterior, Bryce no había querido a la Guardia Nacional dando vueltas por el pueblo. Ahora, en cambio, él y sus hombres habían tenido Snowfield para ellos solos durante casi todo un día, y los especialistas de Copperfield habían recogido sus muestras y habían iniciado el trabajo de análisis. Tan pronto como Copperfield pudiera certificar que la población no había sido víctima de un agente bacteriológico, Bryce haría acudir a la Guardia Nacional para colaborar con sus hombres.

En un primer momento, sin conocer gran cosa de la situación en el pueblo, Bryce se había negado a entregar un ápice de su autoridad en un lugar bajo su jurisdicción. Ahora, en cambio, aunque seguía reacio a cederla, se sentía inclinado a compartir esa autoridad. Necesitaba más hombres. Hora a hora, la responsabilidad se estaba convirtiendo en un peso agobiante y Bryce estaba dispuesto a traspasar una parte de éste a los hombros de otras personas.

Por eso, a las 4.30 de la tarde del lunes, condujo a sus dos equipos de búsqueda de vuelta al Hilltop Inn. Llamó por teléfono al despacho del gobernador y cambió impresiones con Jack Retlock. Llegaron al acuerdo de que la Guardia Nacional sería puesta en alerta para una llamada al servicio activo, a la espera de la señal del general Copperfield.

Apenas le había dado tiempo a colgar el auricular cuando recibió la llamada de Charlie Mercer, el sargento al mando de la comisaría central de Santa Mira. Mercer tenía noticias. Fletcher Kale había huido mientras era conducido al tribunal del condado para ser acusado de dos asesinatos en primer grado.

Bryce se puso furioso.

Charlie le dejó expresar su irritación durante unos minutos y, cuando Bryce se serenó, el sargento añadió:

—La cosa es aún peor. Kale ha matado a Joe Freemont.

—¡Oh mierda! —exclamó el comisario—. ¿Lo sabe Mary?

—Sí. Yo mismo he ido a contárselo.

—¿Qué tal se lo está tomando?

—Mal. Llevaban veintiséis años casados.

Más muerte.

Muerte por todas partes.

Dios bendito.

—¿Qué se sabe de Kale? —preguntó Bryce al sargento.

—Creemos que se llevó un coche del complejo de apartamentos del otro lado de la calle. Alguien robó uno del aparcamiento hace pocas horas, de modo que pusimos controles de carreteras en el mismo momento en que se supo que Kale se había fugado. A pesar de todo, calculo que nos lleva casi una hora de ventaja.

—Eso es mucho tiempo. Ya debe de haber roto el cerco.

—Es probable. Si no ponemos la mano encima a ese hijo de puta antes de las siete, haré levantar los controles de carretera. Estamos tan escasos de personal con todo lo que está sucediendo, que no podemos tener a los hombres inmovilizados en los controles.

—Haz lo que consideres más conveniente —respondió Bryce con voz cansina—. ¿Qué hay de la policía de San Francisco? Ya sabes, sobre el mensaje que Harold Ordnay dejó en el espejo del hotel, aquí arriba.

—Ésa es la otra razón de mi llamada. Por fin, nos han respondido.

—¿Algo que nos sea de utilidad?

—Bueno, los agentes hablaron con los empleados de las librerías de Ordnay. Te conté que una de las tiendas trataba únicamente con libros fuera de catálogo y ediciones raras, ¿recuerdas? La gerente adjunta de esa tienda, llamada Celia Meddock, conocía de nombre a Timothy Flyte.

—¿Es algún cliente? —inquirió Bryce.

—No. Es un autor.

—¿Autor? ¿De qué?

—De un libro. Adivina el título.

—¿Cómo diablos pretendes que…? ¡Ah, por supuesto! El antiguo enemigo.

—Exacto —asintió Charlie Mercer.

—¿De qué trata el libro?

—Eso es lo mejor de todo. Según Celia Meddock, parece que trata de las desapariciones en masa a través de la historia.

Por un instante, Bryce se quedó sin habla. Luego, respondió:

—¿Hablas en serio? ¿Significa eso que ha habido muchos episodios más de desapariciones en masa?

—Supongo que si. Al menos, los suficientes como para llenar un libro.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo es que nunca he oído hablar de ellas?

—Esa Celia Meddock dijo algo sobre la desaparición de antiguas poblaciones mayas…

(Un recuerdo despertó en la mente de Bryce. Un artículo que había leído en una vieja revista científica. Civilizaciones mayas. Ciudades abandonadas.)

—… y sobre la colonia de Roanoke, que fue el primer emplazamiento británico en América del Norte —terminó la frase Charlie Mercer.

—De esto sí que he oído hablar. Viene en los libros de texto.

—Supongo que muchas de las desapariciones se remontan a épocas antiguas —comentó el sargento. —¡Santo Cielo!

—Sí. Al parecer, Flyte tiene alguna teoría que explicaría tales hechos —continuó Charlie—. La expone en su obra.

—¿Cuál es esa teoría?

—Celia Meddock lo ignoraba. No ha leído el libro.

—Pero Harold Ordnay sí debía conocerla. Y lo que ha sucedido en Snowfield, sea lo que sea, debió parecerle exactamente igual a lo descrito por Flyte. Por eso escribió el título del libro en el espejo del baño.

—Así parece.

Presa de la excitación, Bryce preguntó:

—¿Ha conseguido algún ejemplar del libro la policía de San Francisco?

—No. En la librería no quedaba ninguno. La única razón de que la empleada conociera su existencia es que Ordnay vendió un ejemplar recientemente… hace dos o tres semanas.

—¿No hay manera de encontrar alguno?

—La edición estaba agotada. De hecho, no ha llegado a imprimirse nunca en este país. El ejemplar que vendieron era británico y, evidentemente, fue allí donde se hizo la única edición publicada hasta ahora. Una edición muy reducida, además. Realmente, es un libro raro.

—¿Qué se sabe de la persona que compró el libro a Ordnay? El coleccionista. ¿Cómo se llama y cuál es su dirección?

—La mujer no lo recuerda. El tipo no es un cliente habitual. Dice que Ordnay lo sabría, probablemente.

—Y eso no nos sirve de nada. Escucha, Charlie, es preciso que consiga un ejemplar de ese libro.

—Estoy ocupándome de ello —respondió Charlie Mercer—. Pero tal vez no lo necesites. Podrás conocer todo el asunto de primera mano. Flyte ha salido de Londres y está volando hacia aquí en este momento.

Jenny estaba sentada en el canto de la mesa central de operaciones, colocada en mitad del vestíbulo, y contemplaba a Bryce, que se había recostado en su asiento. La doctora estaba asombrada ante lo que el comisario acababa de anunciarle.

—¿Que viene hacia aquí desde Londres? ¿Ahora mismo? ¿Ya? ¿Significa eso que el tal Flyte sabía que esta pesadilla iba a producirse?

—Probablemente, no —respondió Bryce—. Pero supongo que, cuando se enteró de las noticias, reconoció en seguida que el suceso podía cuadrar en su teoría.

—Sea la que sea…

—Exacto.

—¿Cuándo se espera que llegue? —preguntó Tal, de pie frente a la mesa.

—Estará en San Franciso poco después de medianoche. Su editor norteamericano ha preparado una conferencia de prensa en el aeropuerto. Después, vendrá directamente a Santa Mira.

—¿Su editor norteamericano? —repitió Frank Autry—. He creído oírte decir que su libro no llegó a editarse aquí.

—Eso dije —confirmó Bryce—. Evidentemente, está escribiendo otro.

—¿Un libro sobre Snowfield? — preguntó Jenny.

—No lo sé. Tal vez. Probablemente.

—Desde luego, no pierde el tiempo —comentó Jenny con expresión ceñuda—. Hace menos de un día que se ha producido el hecho y ya tiene un contrato para escribir un libro al respecto.

—Por mí, ojalá hubiera sido todavía más rápido. Me gustaría que ya estuviera aquí.

—Creo que la doctora —intervino Tal— se refiere a que ese Flyte tal vez no sea más que otro charlatán avispado dispuesto a hacer dinero rápido.

—Exacto —asintió Jenny.

—Puede ser —reconocía Bryce—. Pero no olvidéis que Ordnay escribió el nombre de Flyte en el espejo. En cierto modo, Ordnay es nuestro único testigo. Y, a juzgar por su mensaje, tenemos que llegar a la conclusión de que lo sucedido guardaba muchas semejanzas con lo que Timothy Flyte escribía en su obra.

—Maldita sea —exclamó Frank Autry—, si ese Flyte tenía realmente alguna información de que esto podía suceder, debería haberse comunicado con nosotros. No debería hacernos esperar así.

—Sí —le apoyó Tal—. Podríamos estar todos muertos a medianoche. Debería haber llamado para indicarnos qué podemos hacer.

—Ahí está el quid de la cuestión —dijo Bryce.

—¿A qué te refieres? —preguntó— Jenny.

Bryce soltó un suspiro y se explicó:

—Bueno, tengo la impresión de que Flyte habría llamado si hubiera podido decirnos algo para protegernos. Sí, me parece que tal vez sepa con qué clase de criatura o de fuerza nos estamos enfrentando, pero tengo la profunda sospecha de que no tiene la menor idea de qué hacer ante ello. Por muchas cosas que Flyte pueda contarnos, me temo que no esté en condiciones de aclararnos lo que más necesitamos saber: cómo salvar el pellejo.

Jenny y Bryce apuraban un café junto al escritorio del comisario. Estaban comentando lo que habían descubierto durante la jornada y trataban de encontrar un sentido a aquella sucesión de hechos absurdos: la escarnecedora crucifixión del sacerdote, las balas esparcidas en el suelo de la cocina, los cuerpos encerrados en los coches…

Lisa se encontraba cerca de ellos. Parecía totalmente concentrada en una revista de pasatiempos y crucigramas que había cogido de alguna de las casas inspeccionadas durante el día. De pronto, alzó la mirada y afirmó:

—Yo sé por qué esas joyas estaban amontonadas en el fregadero.

Jenny y Bryce la contemplaron con aire expectante.

—En primer lugar —continuó la muchacha, inclinándose hacia adelante en su asiento—, tenéis que aceptar que en realidad todas esas personas desaparecidas están muertas. Lo están. Muertas. No hay ninguna duda al respecto.

—Pero no hemos podido determinarlo con seguridad, cariño —protestó Jenny.

—Están todos muertos —insistió Lisa en voz baja—. Yo lo sé, y tú también. —Sus vivaces ojos verdes tenían un reflejo casi febril—. Esa cosa se los ha llevado y se los ha comido.

Jenny recordó la respuesta de Lisa la noche anterior en la comisaría, después de que Bryce les contara que había oído gritos torturados por el teléfono cuando eso se había adueñado de la línea. Lisa había dicho: «Quizá esa cosa ha tendido una telaraña en algún rincón oscuro en un sótano o una bodega, y tiene a todos los desaparecidos envueltos en ella, conservados dentro de capullos, vivos. Quizá los está guardando hasta que vuelva a estar hambrienta».

La noche anterior, todo el mundo había contemplado a la muchacha deseando reírse de sus palabras, pero comprendiendo que podría haber algo de desquiciada verdad en lo que decía. No necesariamente una telaraña, ni capullos ni una araña gigantesca. Pero algo. Ninguno de ellos había querido reconocerlo, pero la posibilidad estaba ahí. Lo desconocido. La cosa desconocida. La cosa desconocida que devoraba gente.

Y ahora, Lisa volvió a ese mismo tema. —Se los ha comido.

—Pero ¿cómo explica eso la aparición de las joyas y relojes en el fregadero? —preguntó Bryce.

—Bueno —añadió Lisa—, después de comerse a la gente, tal vez esa cosa… tal vez se limitó a escupir todos esos objetos… del mismo modo que cualquiera escupe los huesos de cereza.

La doctora Sara Yamaguchi penetró en el Hilltop Inn, se detuvo a responder una pregunta de uno de los hombres de guardia ante la puerta principal y cruzó el vestíbulo en dirección a Jenny y Bryce. Todavía llevaba el traje anticontaminación, pero se había despojado del casco, de la bombona de aire comprimido y de la unidad de reciclado de desechos. Sostenía en sus manos algunas prendas de vestir y un grueso puñado de papeles verde pálido.

Jenny y Bryce se incorporaron para saludarla y Jenny comentó:

—¿Se ha levantado ya la cuarentena, doctora?

—¿Ya? ¡A mí me parece haber pasado años encerrada dentro de este traje!

La voz de la doctora Yamaguchi resultaba muy distinta a como había sonado por el altavoz del traje. Era una voz frágil y dulce, más diminuta incluso que la propia mujer.

—Me encanta poder respirar aire fresco otra vez —añadió.

—Ha realizado ya los cultivos bacterianos, ¿verdad? —preguntó Jenny.

—Hemos empezado.

—Bueno, en ese caso… ¿no son precisas de veinticuatro a cuarenta y ocho horas para obtener los resultados?

—Sí, pero hemos decidido que era inútil esperar a las pruebas. No vamos a cultivar ninguna bacteria en nuestros tubos de ensayo. Ni benignas, ni de ningún otro tipo.

«Ni benignas, ni de ningún otro tipo.» Aquella curiosa afirmación dejó intrigada a Jenny pero, antes de que pudiera preguntar a qué se refería, la genetista añadió:

—Además, Meddy nos ha dicho que no hay peligro bacteriológico.

—¿Meddy?

—Es la abreviatura de Medanacomp —explicó la doctora Yamaguchi—. Lo cual, a su vez, es una abreviatura de Sistemas de Cálculo y Análisis Médico. Es nuestro ordenador. Una vez asimilados todos los datos de las autopsias y las pruebas, hemos pedido a Meddy un cálculo de posibilidades de que exista una causa biológica para lo aquí sucedido. Meddy afirma que existe un cero coma cero por ciento de probabilidades de que el causante sea un agente bacteriológico.

—Y usted confía en un análisis de ordenador hasta el punto de atreverse a respirar aire fresco sin más precauciones —comentó Bryce, claramente sorprendido.

—Meddy ha realizado más de ochocientas pruebas teóricas sin el menor error.

—Pero esto no es una prueba teórica —dijo Jenny.

—Es cierto, pero después de lo que encontramos en las autopsias y en todos los tests patológicos… —la genetista se encogió de hombros y entregó el puñado de papeles a Jenny—. Aquí tiene. Los resultados lo dicen muy claro. El general Copperfleld cree que le gustará ver los datos. Si tiene alguna pregunta, yo le explicaré lo que desee. Ahora mismo, todos los hombres están en el laboratorio despojándose de sus trajes anticontaminación, y yo estoy impaciente por hacer lo mismo. Tengo todo el cuerpo irritado.

La genetista sonrió y se rascó el cuello. Sus dedos enguantados dejaron unas ligeras marcas rojas en su piel, delicada como porcelana.

—¿Hay algún sitio donde pueda lavarme? —preguntó.

—Tenemos jabón, toallas y una jofaina en un rincón de la cocina. No ofrece mucha intimidad, pero todos estamos dispuestos a sacrificar un poco de comodidad antes que quedarnos solos.

—Muy comprensible —asintió la doctora Yamaguchi—. ¿Dónde dice que está esa jofaina?

Lisa saltó de su asiento, dejando a un lado la revista de crucigramas.

—Yo le acompaño. Así me aseguraré de que los tipos que están trabajando en la cocina permanezcan vueltos de espalda y con los ojos fijos en el suelo.

Los papeles de color verde pálido eran copias impresas de datos de ordenador, cortadas en hojas sueltas, numeradas y encuadernadas a lo largo del margen izquierdo con una guía de plástico a presión.

Mientras Bryce echaba vistazos por encima del hombro de Jenny, ésta hojeó la primera parte del informe, que era una transcripción de ordenador de las notas tomadas durante la autopsia por Seth Goldstein. El forense apuntaba indicios de posible asfixia, junto a otros signos más evidentes de reacción alérgica grave a una sustancia no identificada; sin embargo, no estaba en condiciones de fijar una causa concreta de la muerte.

A continuación, Jenny centró su atención en uno de los primeros análisis patológicos. Era un examen bajo el microscopio óptico de una serie de cultivos de bacterias sin teñir, procedentes de diversas muestras contaminadas con tejidos y fluidos del cuerpo de Gary Wechlas.

En la prueba, se había utilizado iluminación de campo para identificar hasta el menor microorganismo, buscando cualquier tipo de bacteria que todavía viviera en el cadáver. Los resultados del test resultaban desconcertantes.

CULTIVOS DE MICROORGANISMOS

ANÁLISIS AUTOMÁTICO - MEDANACOMP

VERIFICACIÓN VISUAL - BETTENBY

FRECUENCIA DE VERIFICACIÓN VISUAL - 20 % DE MUESTRAS IMPRESIÓN

MUESTRA 1

GÉNERO ESCHERICHIA

FORMAS PRESENTES:

NINGUNA FORMA PRESENTE NOTA: DATOS ANORMALES.

NOTA: VARIANTE IMPOSIBLE - AUSENCIA DE E. COLI ANIMADOS EN LOS INTESTINOS DE LA MUESTRA CONTAMINADA.

GÉNERO CLOSTRIDIUM

FORMAS PRESENTES:

NINGUNA FORMA PRESENTE NOTA: DATOS ANORMALES.

NOTA: VARIANTE IMPROBABLE - AUSENCIA DE C. WELCHE ANIMADOS EN LOS INTESTINOS DE LA MUESTRA CONTAMINADA.

GÉNERO PROTEUS FORMAS PRESENTES: NINGUNA FORMA PRESENTE

NOTA: DATOS ANORMALES.

NOTA: VARIANTE IMPROBABLE - AUSENCIA DE P. VULGARIS ANIMADOS EN LOS INTESTINOS DE LA MUESTRA CONTAMINADA.

Las hojas continuaban enumerando una serie de otras bacterias que tanto el doctor Bettenby como el ordenador habían buscado en las muestras, con idéntico resultado que las anteriores.

Jenny recordó lo que había dicho la doctora Yamaguchi, el comentario que le había sorprendido y sobre el cual había querido interrogar a la genetista: «Ni bacterias benignas ni de ningún otro tipo». Y aquí tenía los datos, punto por punto tan anormales como afirmaba el ordenador.

—Qué extraño —comentó Jenny.

—Yo no entiendo nada de lo que pone ahí —dijo Bryce— ¿Puedes traducírmelo?

—Bueno, verás: Un cadáver es un excelente campo de cultivo para todo tipo de bacterias… al menos a corto plazo. Después de las horas transcurridas desde la muerte de Gary Wechlas, el cadáver debería estar rebosante de Clostridium welchii, que está relacionada con el proceso de la gangrena gaseosa.

—¿Y no aparece?

—No han logrado encontrar un solo ejemplar de C. welchii vivo en la solución acuosa contaminada con muestras de tejido intestinal. Y ésa es precisamente la zona del cuerpo que debería estar llena de esos microorganismos. Y también deberían abundar los ejemplares de Proteus vulgaris, que son bacterias saprófitas.

—¿Traducción? —preguntó Bryce con voz paciente.

—Lo siento. Saprofita significa que aprovecha la materia muerta o en descomposición.

—Y Wechlas estaba indiscutiblemente muerto.

—Indiscutiblemente. Pero no aparece ningún P. vulgaris. Y también debería haber otras bacterias, como el Micrococcus albus y el Bacillus mesentericus. En resumen, no hemos podido encontrar ninguno de los microorganismos asociados a la descomposición, ni ninguna de las bacterias que deberían hallarse presentes en las muestras. Y algo todavía más extraño: no existe una sola Escherichia coli en todo el cuerpo. Es una bacteria que debería encontrarse en su organismo en gran número y en perfectas condiciones desde mucho antes de su muerte, y que aún debería sobrevivir en él sin problemas. La E. coli habita en el colon. En el tuyo, en el mío, en el de Wechlas y en el de cualquiera. Y mientras su ubicación en el organismo se limite a los intestinos, suele resultar una bacteria benigna. —Jenny continuó repasando por encima el informe—. Aquí está: observa esto. Al utilizar métodos de tinción general y diferencial para investigar la presencia de microorganismos muertos, han encontrado gran cantidad de E. coli. Pero todos los especímenes hallados están muertos. No existe una sola bacteria viva en el cuerpo de Wechlas.

—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Bryce—. ¿Que el cadáver no se está descomponiendo como debería?

—No se está descomponiendo en absoluto. Pero no sólo eso, sino algo mucho más extraño aún. La razón de que no se corrompa es que, al parecer, le ha sido inyectada una dosis masiva de un agente esterilizante y estabilizante. Un conservante, Bryce. Parece haber recibido una inyección de un conservante extremadamente efectivo.

Lisa se acercó a la mesa con una bandeja en la que traía cuatro tazas de café, cucharillas y servilletas. Pasó los cafés a la doctora Yamaguchi, Jenny y Bryce, reservándose la cuarta taza.

Se encontraban sentados en el comedor del Hilltop, cerca de las ventanas. Fuera, la calle estaba bañada por el sol dorado y anaranjado del crepúsculo.

Dentro de menos de una hora, se dijo Jenny, la oscuridad caería otra vez. Y empezaría otra larga noche de espera.

Notó un escalofrío. Desde luego, necesitaba esa taza de café caliente.

Sara Yamaguchi lucía ahora unos pantalones de pana y una blusa amarilla. El cabello, negro y sedoso, le caía sobre los hombros.

—Bien —la oyó comentar Bryce—, supongo que todos han visto suficientes documentales sobre vida salvaje en televisión para saber que ciertas arañas y avispas, así como otros insectos, inyectan en sus víctimas un conservante y las guardan para devorarlas más tarde o para alimentar a sus crías. El conservante diseminado por los tejidos del cadáver de Wechlas guarda un remoto parecido con esas sustancias, aunque es mucho más potente y sofisticado.

Jenny recordó la mariposa nocturna, de descomunal tamaño, que había atacado y matado a Stewart Wargle. Sin embargo, no era aquélla la criatura que había dejado sin gente a Snowfield. Definitivamente, no lo era. Aunque hubiera cientos de tales criaturas acechando en algún lugar del pueblo, no podían ser las causantes de todas las muertes. Ningún insecto de aquel tamaño podría haberse colado dentro de un coche cerrado, de una casa resguardada o de una habitación atrancada. Allí fuera había algo más.

—¿Pretende usted decir que fue un insecto lo que mató a esa gente? —preguntó Bryce a Sara Yamaguchi.

—En realidad, las pruebas no van en esa dirección. Un insecto emplearía un aguijón para matar e inyectar esa sustancia. Habría una herida, una incisión, aunque fuera minúscula. Sin embargo, Seth Goldstein repasó todo el cuerpo de Wechlas con lupa, centímetro a centímetro. Dos veces. Incluso empleó una crema depilatoria para eliminar todo el vello corporal y poder examinar la piel más minuciosamente. A pesar de todo ello, fue incapaz de encontrar un pinchazo u otra herida cutánea a través de la cual pudiera haberse inoculado alguna sustancia. Entonces, creímos que nuestros datos eran atípicos o inexactos, de modo que efectuamos un segundo examen post mortem.

—En el cuerpo de Karen Oxley —murmuró Jenny.

—Exacto.

Sara Yamaguchi se acercó a las ventanas y contempló la calle en busca del general Copperfield y los demás. Cuando volvió a la mesa, continuó diciendo:

—Sin embargo, los resultados de las pruebas fueron los mismos. Ninguna bacteria viva en el cadáver. La descomposición orgánica, detenida por un medio no natural. Los tejidos, saturados de conservante. De nuevo, los datos eran extraños, pero esta vez habíamos podido comprobar que los de la primera autopsia no eran erróneos.

—Si ese conservante no fue inoculado, ¿qué medio se utilizó para administrarlo? —preguntó Bryce.

—Nuestra principal teoría es que se trata de una sustancia muy absorbible que entra en el cuerpo por contacto cutáneo y luego circula por los tejidos en cuestión de segundos.

—¿Podría ser un gas nervioso, después de todo? —intervino Jenny—. Quizá el efecto conservante sólo sea una consecuencia, un efecto secundario.

—No —replicó Sara Yamaguchi—. No hemos encontrado el menor rastro en las ropas, y debería haberlo si estuviéramos ante un caso de saturación por gases. Además, aunque la sustancia tiene un efecto tóxico, los análisis químicos muestran que no es primordialmente una toxina, como debería ser si se tratara de un gas; esa sustancia es, fundamentalmente, un conservante.

—Pero ¿fue la causa de la muerte? —inquirió Bryce.

—Contribuyó a ella, pero no podemos precisar la causa exacta. En parte fue la toxicidad del conservante, pero otros factores nos llevan a creer que la muerte se produjo también por privación de oxígeno. Las víctimas habían sufrido bien una constricción prolongada, o un bloqueo completo de la tráquea.

—¿Estrangulamiento? ¿Asfixia? —Bryce se inclinó hacia adelante.

—Sí. Pero ignoramos cuál, con precisión.

—De todos modos, ¿cómo es posible eso? —quiso saber Lisa—. Las muertes que usted está diciendo tardan uno o varios minutos en producirse, pero esa gente murió realmente de prisa. En un par de segundos, como mucho.

—Además —dijo Jenny—, si recuerdo bien la escena de la habitación de los Oxley, no había el menor signo de lucha. La gente que muere estrangulada suele resistirse con todas sus fuerzas, derriba cosas…

—Sí —afirmó la genetista, moviendo la cabeza—. No tiene sentido.

—¿Por qué están hinchados los cuerpos? —preguntó Bryce.

—Creemos que es una reacción tóxica al conservante.

—¿Y el color también?

—No. Eso es… diferente.

—¿A qué se refiere?

Sara no respondió inmediatamente. Frunció el ceño, miró el café de su taza y, por último, dijo:

—La piel y el tejido subcutáneo de ambos cadáveres indican claramente que las contusiones fueron causadas mediante compresión por una fuerza externa. Son típicas contusiones. En otras palabras, el aspecto amoratado no se debe a la hinchazón ni es una reacción alérgica al conservante. Parece como si algo hubiera golpeado a las víctimas. Con fuerza. Repetidamente. Pero eso también es absurdo porque, para causar esas contusiones, debería haber al menos una fractura, una sola, en alguna parte. Y otra cosa absurda: el grado de las contusiones es el mismo en todo el cuerpo. Los tejidos están dañados exactamente en el mismo grado en los muslos, las manos, el pecho… en todas partes. Y eso es imposible.

—¿Por qué? —preguntó Bryce.

Le respondió Jenny:

—Si tú golpeas a alguien con un arma contundente, ciertas zonas del cuerpo quedarán más dañadas que otras. Es imposible que descargues cada golpe exactamente con la misma fuerza y precisión que los demás. Y eso es lo que se debería hacer para producir el tipo de contusiones que presentan esos cuerpos.

—Además —añadió Sara Yamaguchi—, presentan moretones en lugares donde no podría llegar un objeto contundente. En las axilas. Entre las nalgas. ¡Y en las plantas de los pies! Incluso si, como en el caso de la señora Oxley, llevaban los zapatos puestos.

—Es evidente —reflexionó Jenny— que la compresión tisular que produjo esa contusión generalizada tuvo otra causa distinta a los golpes.

—¿Qué pudo ser? —preguntó Bryce.

—No tengo idea.

—Y murieron muy de prisa —recordó Lisa a los presentes.

Sara se apoyó en el respaldo de su silla, la levantó en equilibrio sobre las dos patas traseras y volvió a mirar hacia la ventana. Ladera arriba, en dirección a los laboratorios móviles.

—¿Cuál es su opinión, doctora Yamaguchi? —preguntó Bryce—. No su opinión profesional, sino personal. Informalmente, ¿qué le parece todo esto? ¿Tiene alguna teoría?

La genetista se volvió hacia él y movió la cabeza. Su cabello ondeó a un lado y otro y los últimos rayos del sol de la tarde jugaron con él enviando breves destellos rojos, verdes y azules entre la sedosa pantalla igual que la luz, al reflejarse en la negra superficie del petróleo, crea breves arcoiris sinuosos.

—No, me temo que no tengo ninguna teoría. Ninguna idea coherente. Salvo que…

—¿Qué?

—Verá… ahora creo que fue un acierto incorporar a Isley y a Arkham al grupo.

Jenny seguía escéptica respecto a posibles intervenciones extraterrestres, pero Lisa se mostró intrigada.

—¿Cree que esa cosa puede venir de otro mundo? —preguntó.

—Puede haber otras posibilidades —respondió Sara— pero, de momento, resulta difícil saber cuáles.

La genetista echó una ojeada a su reloj, frunció el ceño y, con gesto nervioso, volvió de nuevo la atención hacia la ventana.

—¿Por qué tardan tanto? —murmuró.

Fuera, los árboles estaban inmóviles.

Los toldos a la entrada de las tiendas colgaban lacios.

El pueblo estaba mortalmente quieto.

—Ha dicho que estaban quitándose los trajes anticontaminación.

—Sí, pero no debería llevarles tanto tiempo.

—Si hubiera habido algún problema habríamos oído disparos.

—O explosiones —añadió Jenny—. Esos cócteles molotov que han preparado.

—Deberían haber llegado hace al menos cinco… tal vez diez minutos —insistió Sara Yamaguchi—. Y sigue sin haber rastro de ellos.

Jenny recordó la increíble rapidez con la que esa cosa se había llevado a Jake Johnson.

Bryce titubeó y luego empujó la silla hacia atrás.

—Supongo que no estará de más que vaya con unos hombres a echar un vistazo.

Sara Yamaguchi se apartó de la ventana. Las patas delanteras de la silla volvieron al suelo con un golpe seco y estentóreo.

—Algo va mal —musitó.

—No, no. Probablemente, no sucede nada —replicó Bryce.

—Usted también lo nota, comisario —insistió Sara—. Puedo percibir que así es. ¡Santo Cielo!

—No se preocupe —insistió Bryce con calma.

Sin embargo, sus ojos no reflejaban la misma tranquilidad que su voz. Durante las veintitantas horas anteriores, Jenny había aprendido a interpretar muy bien la mirada de aquellos ojos de párpados caídos. Ahora expresaban tensión y un temor helado, punzante como una aguja.

—Es demasiado pronto para preocuparse —musitó.

Pero todos sabían muy bien qué sucedía.

No querían creerlo, pero lo sabían.

El terror había empezado de nuevo.

Bryce escogió a Tal, Frank y Gordy para que le acompañaran al laboratorio.

—Yo también voy —dijo Jenny.

Bryce no quería que les acompañase. Tenía más miedo por ella que por Lisa o por cualquiera de sus hombres, o incluso que por él mismo.

Se había establecido entre ellos una relación inesperada y poco común. Bryce se sentía a gusto con ella, y le parecía que a ella le sucedía lo mismo. No quería perderla y, por eso, respondió:

—Preferiría que no lo hicieras.

—Soy médico —replicó Jenny, como si aquello no fuera sólo una profesión, sino una armadura que la protegiera de todo mal.

—El hotel es una buena fortaleza —insistió él—. Aquí estarás más segura.

—Nadie está seguro en ninguna parte.

—No he dicho segura, sino más segura.

—Tal vez haga falta un médico.

—Si han sido atacados, estarán muertos o desaparecidos. No hemos encontrado a nadie solamente herido, ¿verdad?

—Siempre hay una primera vez. Jenny se volvió hacia Lisa y le dijo:

—Tráeme el maletín, cariño…

La muchacha corrió hacia la improvisada enfermería.

—Ella se queda aquí. Eso, seguro —declaró Bryce.

—No —replicó Jenny—. Ella viene conmigo.

Bryce, exasperado, insistió:

—Escucha, Jenny, prácticamente estamos en una situación de ley marcial. Puedo ordenarte que te quedes.

—¿Y cómo me obligarías? ¿A punta de pistola? —repuso ella, pero sin antagonismo.

Lisa volvió con el maletín de cuero negro.

Sara Yamaguchi, junto a la puerta del hotel, apremió a Bryce:

—De prisa, de prisa, por favor.

Si esa cosa había atacado el laboratorio móvil, lo más probable era que no tuviera objeto correr.

Contemplando a Jenny, Bryce pensó: «No puedo protegerte, doctora, ¿te das cuenta? Quédate aquí, donde las ventanas están cerradas y las puertas bien guardadas. No confies en mí para protegerte porque puedes estar segura de que fracasaré. Igual que le fallé a Ellen… y a Timmy».

—Vámonos —dijo Jenny.

Dolorosamente consciente de sus limitaciones, Bryce les condujo fuera del hotel y calle arriba hacia la esquina… detrás de la cual podía muy bien estar esperándoles aquello. Tal encabezaba el grupo junto a Bryce. Frank y Gordy protegían la retaguardia. Lisa, Sara Yamaguchi y Jenny quedaban en el centro.

El día estaba empezando a refrescar.

En el valle, a los pies de Snowfield, había comenzado a formarse la niebla.

Quedaba menos de tres cuartos de hora para que cayera la noche. El sol derramó un último resplandor de luz ensangrentada sobre el pueblo. Las sombras eran extremadamente largas, distorsionadas. Las ventanas ardían con el reflejo del fuego solar.

El silencio que envolvía la calle parecía aún más siniestro que la noche anterior. Sus pisadas resonaban como si estuvieran recorriendo una enorme catedral abandonada.

Doblaron la esquina con cautela.

En medio de la calle había tres trajes anticontaminación amontonados y vacíos. Otro traje vacío quedaba medio en la cuneta y medio en la acera. Dos de los cascos estaban rotos.

La calle estaba sembrada de fusiles y a lo largo del bordillo había una hilera de cócteles molotov sin utilizar.

La puerta trasera del camión estaba abierta. En el interior había más trajes vacíos y un montón de armas. No encontraron a nadie.

—¿General? ¿General Copperfield? —gritó Bryce.

Silencio sepulcral.

Silencio lunar.

—¡Seth! —llamó Sara Yamaguchi ¡Will! ¡Will Bettemby! ¡Galen! iQue alguien responda, por favor!

Nada. Nadie.

—Ni siquiera consiguieron hacer un solo disparo —dijo Jenny.

—Ni gritar —añadió Tal—. Si lo hubieran hecho, los hombres de guardia a la entrada del hotel les habrían oído.

—¡Oh mierda! —exclamó Gordy.

Las puertas traseras de ambos laboratorios estaban entreabiertas.

Bryce tuvo la sensación de que algo les aguardaba en el interior.

Quiso dar media vuelta y alejarse. Pero no pudo. El era el jefe allí. Si se dejaba arrastrar por el pánico, todos lo harían. Y el pánico era una invitación a la muerte.

Sara echó a andar hacia el primero de los vehículos.

Bryce la detuvo.

—Eran amigos míos, maldita sea —dijo ella.

—Lo sé, pero déjeme ir delante —respondió él.

Por un instante, sin embargo, le fue imposible hacerlo.

Estaba paralizado de miedo.

No podía moverse ni un milímetro.

Pero al fin, naturalmente, lo hizo.