Mientras cruzaba Santa Mira en el Datsun robado, Fletcher Kale oyó hablar de Snowfield por la radio.
Aunque el suceso había atraído la atención del resto del condado, Kale no estaba demasiado interesado por lo sucedido. Nunca le habían preocupado especialmente las tragedias de los demás.
Alargó la mano para desconectar la radio, harto ya de tanta charla sobre Snowfield cuando él tenía otros problemas mucho más urgentes que solucionar. Entonces escuchó un nombre que sí le dijo algo. Jake Johnson. Johnson era uno de los policías que habían subido a Snowfield la noche anterior. Ahora le daban por desaparecido e incluso por muerto.
Jake Johnson…
Un año antes, Kale le había vendido a Johnson una cabaña de troncos sólidamente construida que ocupaba una parcela de dos hectáreas en las montañas.
El policía le había comentado que quería la cabaña para usarla de base en sus cacerías, a las que era un gran aficionado. Sin embargo, por una serie de detalles que dejó escapar en sus comentarios, Kale llegó a la conclusión de que Johnson era, en realidad, un supervivencialista, uno de esos agoreros que creían que el mundo se dirigía al apocalipsis y que la sociedad iba a derrumbarse a causa de una inflación desatada, de una guerra nuclear o de cualquier otra catástrofe. Kale terminó por convencerse de que Johnson quería la cabaña como escondite donde poder almacenar alimentos y munición… y donde poder defenderse con garantías en una época de convulsiones sociales.
Desde luego, la cabaña quedaba lo bastante apartada para tal propósito. Estaba en el monte Snowtop, situado a la espalda de Snowfield y al que se accedía dando un rodeo por detrás del pueblo. Para llegar al lugar había que subir una pista forestal que servía de cortafuegos, continuar por una estrecha senda de tierra que prácticamente sólo podían salvar los vehículos con tracción a las cuatro ruedas, y luego pasar a otro camino todavía más difícil. El último medio kilómetro tenía que cubrirse a pie.
Dos meses después de que Johnson comprara la parcela y la casa de las montañas, Kale había acudido al lugar una cálida mañana de junio teniendo la seguridad de que el policía estaba de servicio en Santa Mira. Quería comprobar si, como sospechaba, Johnson estaba convirtiendo el lugar en una fortaleza.
Kale encontró intacta la cabaña, pero descubrió que Johnson estaba realizando grandes obras en varias de las cuevas que horadaban el terreno de piedra caliza y a las cuales se podía acceder desde las tierras que había adquirido el policía. A la entrada de las cuevas, descubrió sacos de cemento y arena, una carretilla y un montón de piedras.
Justo en la boca de una de las oquedades, Kale encontró dos quinqués de petróleo en el suelo, junto a uno de los muros. Tras encender uno de ellos, Kale se había internado en las cámaras subterráneas.
La primera cueva era larga y estrecha, poco más que un túnel. Cuando llegó al fondo, siguió una serie de pasadizos que serpenteaban a través de unas antecámaras de suelos irregulares hasta llegar a la primera cámara propiamente dicha.
Allí encontró, apiladas junto a una de las paredes, numerosas cajas de latas de dos kilos de leche en polvo, selladas al vacío y conservadas en nitrógeno, frutas y verduras liofilizadas, sopa deshidratada, huevo en polvo, miel y tambores de cereales integrales. También había un colchón de aire. Y muchas cosas más. Jake no había perdido el tiempo.
La primera cámara conducía a otra y, en ésta, Kale descubrió un agujero de origen natural en el suelo, de aproximadamente un palmo de diámetro, del que surgían unos extraños ruidos. Susurros y voces. Risas amenazadoras. Estuvo a punto de dar media vuelta y echar a correr, pero entonces se dio cuenta de que aquellos sonidos siniestros no eran más que el murmullo de una corriente de agua. Un río subterráneo. Jake Johnson había introducido un tubo de goma de tres centímetros de diámetro en aquel pozo natural y había instalado una bomba manual junto a él.
Todas las comodidades del hogar.
Kale llegó a la conclusión de que Johnson no era simplemente cauteloso. Aquel hombre estaba obsesionado.
Otro día, a finales de aquel mismo verano, Kale había vuelto a la parcela de montaña. Para su sorpresa, la boca de la cueva —de un metro de alto por uno y medio de ancho— resultaba invisible. Johnson había creado una eficaz barrera de vegetación para ocultar la entrada a su escondite.
Kale se abrió paso entre los matorrales teniendo cuidado de no estropearlos.
Esta vez había traído su propia linterna. Entró a gatas por la abertura de la oquedad, se incorporó una vez estuvo en el interior, recorrió una parte del túnel… y de pronto topó con el final del pasadizo. Allí debía de haber una curva más, un breve pasadizo y la entrada a la primera de las grandes cavernas. En cambio, tenía ante él un muro de caliza, una losa que impedía el paso al resto de la cueva.
Durante unos instantes, Kale contempló la piedra, perplejo. A continuación, la examinó más detenidamente y, en cuestión de minutos, descubrió el truco. La losa era, en realidad, una placa delgada de caliza adherida con resina a una puerta que Johnson había montado astutamente en el marco natural del pasadizo, entre la última curva y la primera de las salas de gran tamaño.
Aquel día de agosto, maravillado ante la puerta camuflada, Kale decidió que, si alguna vez surgía la necesidad, sería él quien aprovechara aquel refugio. Después de todo, quizá aquellos supervivencialistas no estaban tan locos. Quizá tenían razón. Tal vez algún idiota intentaría cualquier día destruir el mundo. Si tal cosa sucedía, él llegaría antes al refugio y, cuando apareciera Johnson por aquella puerta tan hábilmente camuflada, sólo tendría que apretar el gatillo para quitárselo de enmedio.
La idea le encantó.
Le hizo sentirse astuto. Superior.
Trece meses más tarde, para gran sorpresa y horror suyos, Kale había visto acercarse el fin del mundo. De su mundo. Encerrado en la cárcel del condado, acusado de asesinato, supo dónde debería ir si conseguía escapar: a las montañas, a las cuevas. Podía ocultarse allí varias semanas, hasta que la policía dejara finalmente de buscarle en el condado de Santa Mira y sus alrededores.
Gracias, Jake Johnson.
Jake Johnson…
Ahora, al volante del Datsun amarillo robado y con la cárcel apenas a unos minutos detrás de él, Kale oyó hablar de Johnson por la radio. Mientras escuchaba, empezó a sonreír. El destino estaba de su parte.
Después de escapar, su principal problema era librarse de las ropas de preso y encontrar las prendas adecuadas para las montañas. Hasta entonces, no había estado muy seguro de cómo conseguirlo.
Cuando escuchó al locutor anunciando que Jake Johnson había muerto —o, por lo menos, que estaba allá arriba en Snowfield, lejos de su camino—, Kale decidió ir directamente a la casa de Johnson en Santa Mira. El policía no tenía familia y la casa era un escondite seguro, provisionalmente. Johnson no tenía la talla exacta de Kale, pero los dos hombres eran lo bastante similares como para que el fugitivo pudiera cambiar su uniforme de la cárcel por otras ropas más adecuadas del armario del policía.
Y estaban las armas. Como buen supervivencialista, Jake Johnson debía de tener una colección de armas en algún lugar de la casa.
El agente vivía en la misma casa de una planta y tres habitaciones que había heredado de su padre, Big Ralph Johnson. No era precisamente un lugar digno de verse. Big Ralph no había gastado descuidadamente el dinero de los sobornos y chanchullos; había sabido mantener el anonimato y no hacer nada que pudiera atraer la atención de cualquier inspector de Hacienda que llegara de paso. Tampoco podía decirse que la casa de Johnson fuera un antro. Estaba en el bloque central de Pine Shadow Lañe, un barrio acomodado de casas grandes, solares de considerable tamaño y árboles crecidos. La vivienda de Johnson, una de las más pequeñas, tenía una gran bañera de burbujas en el suelo embaldosado del porche trasero, una enorme sala de juegos con una mesa de billar antigua y diversas comodidades materiales más, invisibles desde el exterior.
Kale había estado allí en dos ocasiones durante la venta de la cabaña a Johnson. No le costó encontrarla otra vez.
Detuvo el Datsun en el camino particular, apagó el motor y se apeó. Esperaba que no hubiera vecinos mirando.
Llegó a la parte trasera de la casa, rompió una ventana de la cocina y se coló por ella.
Fue directamente al garaje. Había espacio para dos coches, pero sólo estaba ocupado por una berlina Jeep de cuatro ruedas motrices. Kale sabía que Johnson tenía aquel vehículo y había esperado encontrarlo allí. Abrió la puerta del garaje y guardó el Datsun robado. Cuando la puerta se cerró de nuevo y el Datsun quedó fuera de la vista de la calle, Kale se sintió más seguro.
Abrió el armario del dormitorio principal y encontró un par de resistentes botas de montaña sólo media talla más grandes de su número. Johnson era unos cinco centímetros más bajo que Kale, de modo que los pantalones no tenían la longitud adecuada pero, con las perneras metidas por dentro de las botas, el detalle no tendría importancia. En la cintura, le iban demasiado grandes y utilizó un cinturón para ajustárselos. Escogió una camisa deportiva y se la probó. Consideró que le iba perfecta.
Una vez vestido, se estudió detenidamente en el espejo.
—Qué buen aspecto tienes —comentó a su reflejo.
A continuación, recorrió la casa en busca de armas. No encontró ninguna.
Muy bien, debían de estar escondidas en alguna parte. Si era preciso, haría pedazos la casa para encontrarlas.
Empezó por el dormitorio principal. Vació el contenido de la cómoda y los cajones del armario. Ningún arma. Rebuscó en las dos mesillas de noche. Ningún arma. Sacó todo el contenido del armario empotrado: ropas, zapatos, maletas, cajas, un baúl de camarote. Ningún arma. Arrancó las esquinas de la moqueta y buscó debajo de ésta por si había alguna trampilla oculta en el suelo. No encontró nada.
Media hora más tarde, estaba sudando pero no se sentía cansado. De hecho, estaba eufórico. Contempló la destrucción que había producido a su alrededor y sintió un extraño placer. La estancia parecía haber sido arrasada por una bomba.
Pasó a la habitación siguiente y buscó, rompió, volcó y destrozó cuanto fue encontrando a su paso.
Ardía en deseos de encontrar aquellas armas.
Pero también se lo estaba pasando en grande.