Mientras el equipo del general Copperfield realizaba la autopsia y las pruebas pertinentes en el laboratorio móvil, Bryce Hammond formó dos grupos de investigación e inició una inspección del pueblo casa por casa. Frank Autry estaba al mando del primer grupo, al que se incorporó el comandante Isley como observador del Proyecto Vigías del Cielo. Por su parte, el capitán Arkham se integró en el grupo de Bryce. Bloque tras bloque, calle por calle, los dos grupos nunca estaban a más de un edificio de distancia, permaneciendo en contacto en todo momento mediante los walkie-talkies.
Jenny acompañó a Bryce. Ella era quien mejor conocía a los habitantes de Snowfleld y quien más fácilmente podría identificar los cadáveres que encontraran. En la mayoría de las ocasiones, también podría decirles quién ocupaba cada vivienda y cuántas personas componían cada familia. Se trataba de una información fundamental para elaborar una lista de los desaparecidos.
A Jenny le preocupaba tener que exponer a Lisa a más escenas grotescas y repulsivas, pero no podía negarse a ayudar al equipo de investigación. Tampoco podía dejar a su hermanita en el Hilltop Hill. Sobre todo, después de lo sucedido con Harker. Y con Velázquez. Sin embargo, la muchacha soportó bien la tensión de la búsqueda casa por casa. Aún seguía poniéndose a prueba para no defraudar a Jenny y ésta se sentía cada vez más orgullosa de ella.
Durante un tiempo, no encontraron más cadáveres. Los primeros comercios y viviendas en los que entraron estaban desiertos. En varias casas, la mesa estaba a punto para la cena dominical. En otras, había bañeras llenas de agua ya fría. En varios hogares, los televisores seguían funcionando todavía, pero no quedaba nadie para mirarlos.
En una cocina encontraron una cena a medio preparar en el horno eléctrico. Los alimentos de los tres recipientes se habían cocido durante tantas horas que todo su contenido de agua se había evaporado. Los restos estaban secos, duros, requemados, llenos de burbujas e imposibles de identificar. Los cazos, de acero inoxidable, estaban inservibles. Tanto por dentro como por fuera, presentaban un color negro azulado. Los mangos de plástico se habían ablandado y fundido parcialmente. Toda la casa despedía el hedor más acre y nauseabundo que Jenny había conocido en su vida.
Bryce desconectó el horno.
—Es un milagro que toda la casa no se haya incendiado —comentó.
—Probablemente habría ardido si el horno fuera de gas —asintió Jenny.
Encima de los tres cazos había una campana de humos de acero inoxidable con un extractor. Al quemarse la comida, la campana había absorbido las pocas llamas que pudieran haberse levantado, evitando así que el fuego se extendiera a los armarios próximos.
Cuando salieron de la casa, todo el mundo (salvo el comandante Arkham, enfundado en su traje anticontaminación) aspiró profundamente el fresco aire de las montañas. Necesitaron un par de minutos para limpiar sus pulmones de la viciada atmósfera que habían respirado en el interior de la vivienda.
Luego, en la casa siguiente, encontraron el primer cadáver del día. Se trataba de John Farley, propietario de la Mountain Tavern, que sólo estaba abierta durante la temporada de esquí. Farley había sido un individuo impresionante: tenía cuarenta y tantos años, el cabello a mechones blancos y negros, una nariz grande y una boca amplia que solía mostrar una sonrisa tremendamente cautivadora. Ahora, el hombre estaba abotargado y amoratado, con los ojos sobresaliéndole de las órbitas y las ropas desgarradas por las costuras debido a la hinchazón del cuepo.
Farley estaba sentado en la mesa, en un extremo de la gran cocina. Delante de él había un plato de raviolis rellenos de queso y albóndigas. También había un vaso de vino tinto. Sobre la mesa, junto al plato, había una revista abierta. Farley estaba sentado muy erguido en su silla, con una mano en el muslo, vuelta hacia arriba. Tenía la otra mano sobre la mesa y, entre sus dedos, un pedazo de pan. La boca del hombre aparecía parcialmente abierta y todavía asomaba un poco de corteza de pan entre sus dientes. Farley había muerto en pleno acto de mascar; los músculos de sus mandíbulas no se habían relajado.
—¡Santo cielo! —musitó Tal—, ni siquiera le dio tiempo a escupir ese bocado o a tragarlo. La muerte debe de haber sido instantánea.
—Y tampoco parece que la viera llegar —añadió Bryce—. Mirad su rostro. No presenta la expresión de horror, sorpresa o conmoción de la mayoría de los otros.
Contemplando las apretadas mandíbulas del difunto, Jenny comentó:
—Lo que no comprendo es por qué la muerte no provoca la menor relajación muscular. Es muy extraño.
En la iglesia de Nuestra Señora de las Montañas, el sol se filtraba por las cristaleras de colores, compuestas predominantemente de tonos azules y verdes. Cientos de manchas de formas irregulares, de colores azul marino, azul celeste, turquesa, aguamarina, verde esmeralda y muchos tonos más, salpicaban los bancos de madera pulimentada, formaban charcos en los pasillos y brillaban tenuemente en las paredes.
Era como estar bajo el agua, se dijo Gordy Brogan mientras seguía a Frank Autry al interior de la nave, iluminada de forma tan extraña y hermosa.
Justo detrás del atrio de entrada, un rayo de luz carmesí bañaba la pila de mármol blanco que contenía el agua bendita. La luz tenía el color de la sangre de Cristo, pues atravesaba una imagen del corazón sangrante de éste antes de iluminar con ese color el agua que brillaba en la pila de mármol lechoso.
De los cinco componentes del grupo de investigación, Gordy era el único católico. El hombre introdujo dos dedos en el agua, se santiguó y realizó una genuflexión.
La iglesia estaba silenciosa, envuelta en una solemne inmovilidad.
Un agradable olor a incienso endulzaba la atmósfera.
No se apreciaba a nadie en las hileras de bancos. A primera vista, parecía que la iglesia estaba desierta.
Entonces, Gordy observó el altar con más detenimiento y soltó un jadeo.
Frank lo vio también.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
La parte del presbiterio y el altar quedaba más envuelto en sombras que el resto de la iglesia y por esa razón no habían advertido desde el primer momento el horrible y sacrilego espectáculo que les aguardaba allí. Las velas del altar habían ardido hasta consumirse muchas horas atrás.
Cuando los miembros del grupo de investigación continuaron su titubeante avance por el pasillo central, tuvieron una visión cada vez más nítida del crucifijo, a tamaño real, que se alzaba sobre el centro del altar y junto al muro posterior del presbiterio. Era una cruz de madera con una imagen de Cristo clavada en ella. La imagen era una escultura en yeso exquisitamente tallada, pintada y barnizada a mano. En aquel momento, la mayor parte de la imagen divina quedaba oculta por otro cuerpo que colgaba delante de ella. Un cuerpo de verdad, no una escultura de yeso. Era el sacerdote y estaba clavado a la cruz con sus ropas de ceremonia.
Ante el altar, arrodillados, había dos monaguillos. Ambos estaban muertos, amoratados, abotargados.
Las carnes del sacerdote habían empezado a oscurecerse y a mostrar otras señales de inminente descomposición. Su cadáver no presentaba el extraño aspecto de todos los demás cuerpos que habían encontrado hasta entonces. En su caso, el color de la piel era el que cabría esperar en un hombre que llevaba un día muerto.
Frank Autry, el comandante Isley y los otros dos policías cruzaron la verja de la barandilla que separaba la zona de bancos y el presbiterio, penetrando en éste.
Gordy no se sintió con fuerzas para acompañarle. Estaba demasiado conmocionado y tuvo que sentarse en el primer banco para no derrumbarse.
Después de inspeccionar la zona del altar y echar una ojeada a la sacristía desde la puerta, Frank utilizó el transmisor para ponerse en comunicación con Bryce Hammond, que se hallaba en el edificio contiguo.
—Comisario, hemos encontrado tres cuerpos aquí. Necesitamos a la doctora Paige para identificarlos, pero la escena es demasiado espeluznante y opino que será mejor dejar a Lisa a la entrada con un par de hombres.
—Estaremos ahí en un par de minutos —respondió Bryce.
Frank retrocedió hasta los bancos y tomó asiento junto a Gordy con el transmisor en una mano y un revólver en la otra.
—¿Tú eres católico?
—Sí.
—Lamento que hayas tenido que ver esto.
—Me recuperaré —aseguró Gordy—. No debe de ser más fácil para ti sólo porque no seas católico.
—¿Conoces al sacerdote?
—Creo que se llamaba padre Callahan, aunque yo nunca he frecuentado esta iglesia. Suelo acudir a la de Saint Andrew, en Santa Mira.
Frank dejó el transmisor en el banco y se rascó el mentón.
—Según todos los demás indicios, parecía que el ataque se había producido ayer por la tarde, no mucho antes de que la doctora y Lisa llegaran al pueblo. Sin embargo, ahora encontramos esto… Si esos tres murieron por la mañana, durante la misa…
—Probablemente sucedió durante la bendición —dijo Gordy—. No durante la misa.
—¿La bendición?
—La bendición del Santísimo Sacramento. La ceremonia del domingo por la tarde.
—¡Ah! Entonces, coincide con lo que hemos calculado. —Echó una mirada a los bancos vacíos y añadió—: ¿Qué ha debido ser de los feligreses? ¿Por qué sólo hemos encontrado al sacerdote y a los dos monaguillos?
—Bueno, a la bendición no suele asistir mucha gente —respondió Gordy—. Lo más probable es que hubiera dos o tres personas más en la iglesia, pero esa cosa se las llevó.
—¿Por qué no hizo lo mismo con todos?
Gordy no respondió.
—¿Por qué tuvo que hacer una cosa así? —insistió Frank.
—Para burlarse de nosotros. Para ridiculizarnos. Para robarnos toda esperanza —murmuró Gordy, abatido.
Frank le contempló fijamente.
—Quizá algunos de nosotros contábamos con la ayuda de Dios para salir de esto con vida —añadió su compañero—. Probablemente, la mayoría de nosotros tenía esta esperanza. Por mi parte, te aseguro que he rezado mucho desde que llegamos aquí. Es posible que tú también. Y esa cosa sabía que lo haríamos, sabía que pediríamos auxilio a Dios. Pues bien, ésta es su manera de hacernos saber que Dios no puede auxiliarnos. O, al menos, es lo que quiere que creamos. Porque, ésa es su manera de obrar. Inculcándonos dudas respecto a Dios. Ésa ha sido siempre su manera de obrar.
—Hablas como si supieras sin la menor duda contra qué nos estamos enfrentando— comentó Frank.
—Tal vez —respondió Gordy. Contempló al sacerdote crucificado y se volvió de nuevo hacia Frank—. ¿Y tú, Frank? ¿No lo sabes? ¿Seguro que no lo sabes?
Cuando salieron de la iglesia y doblaron la esquina de la calle transversal, encontraron dos coches accidentados.
Un Cadillac Seville había invadido el jardín delantero de la rectoría aplastando a su paso los macizos de flores y había colisionado con uno de los postes del porche, en una esquina de la casa. El poste estaba prácticamente partido en dos y el techo del porche se había hundido en esa parte.
Tal Whitman echó un vistazo por el cristal del lado del conductor.
—Hay una mujer al volante.
—¿Muerta?
—Sí, pero no a causa del accidente.
Jenny intentó abrir la portezuela del otro lado. Estaba cerrada. Todas las puertas lo estaban, y todos los cristales aparecían completamente subidos.
A pesar de ello, la mujer al volante —Edna Gower; Jenny la conocía de vista— tenía el mismo aspecto que los demás cadáveres. Amoratado. Hinchado. Con un grito de terror congelado en el rostro.
—¿Cómo pudo entrar eso en el coche y matarla? —se preguntó Tal en voz alta.
—Recuerda el cuarto de baño cerrado del Candleglow Inn —respondió Bryce.
—Y la habitación atrancada en casa de los Oxley —añadió Jenny.
—Esto es casi un argumento en favor de la teoría del gas nervioso del general —comentó el capitán Arkham.
A continuación, éste sacó un contador geiger miniaturizado del equipo que llevaba en el cinturón y examinó detenidamente el vehículo. Sin embargo, no era ninguna radiación lo que había matado a la mujer que lo ocupaba.
El segundo coche, a media manzana de distancia, era un Lynx gris perla. Detrás del vehículo, sobre el asfalto, quedaban las marcas de un frenazo. El Lynx estaba cruzado en la calle, bloqueando ésta, con la parte frontal empotrada en el costado de una furgoneta amarilla. No había sufrido grandes daños porque casi había logrado detenerse antes de colisionar con la furgoneta aparcada.
El conductor era un hombre de mediana edad con un tupido mostacho, que vestía unos pantalones tejanos cortados a medio muslo y una camiseta de los Dodgers. Jenny también le conocía. Era Marty Sussman, que había sido administrador municipal de Snowfield durante los últimos seis años. El honrado y afable Marty Sussman. Muerto. Y, de nuevo, la causa de la muerte no radicaba en la colisión.
Las puertas del Lynx estaban cerradas y las ventanillas subidas a tope como las del Cadillac.
—Parece como si los dos estuvieran tratando de escapar de algo —comentó Jenny.
—Tal vez —respondió Tal—. O quizá habían salido a dar una vuelta o a hacer algún recado cuando se desencadenó el ataque. Si trataban de huir de algo, es seguro que eso les detuvo en seco y les obligó a salir de la calle.
—El domingo fue un día agradable. Cálido, pero no en exceso —comentó Bryce—. No lo suficiente para ir en el coche con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado en marcha. Era uno de esos días en que casi todo el mundo lleva los cristales bajados para deleitarse con la brisa refrescante. Por eso me parece como si, después de ser obligados a detenerse, hubieran subido las ventanillas y se hubieran encerrado tratando de protegerse de algo.
—Pero ese algo les alcanzó de todos modos —concluyó Jenny. Algo.
Ned y Sue Marie Bischoff tenían una encantadora casa de estilo Tudor que se alzaba entre inmensos pinos de una gran parcela de terreno. La pareja vivía allí con sus dos hijos. Lee Bischoff, a sus ocho años, tocaba el piano con sorprendente maestría pese a la pequeñez de sus dedos y, en cierta ocasión, le había contado a Jenny que él iba a ser el próximo Stevie Wonder «sólo que no ciego». Terry, de seis años, era el vivo retrato en negro de Daniel el travieso, pero tenía un carácter dulce y pacífico.
Ned era un pintor de éxito. Sus óleos se cotizaban incluso a seis o siete mil dólares y sus litografías en edición limitada se vendían a cuatrocientos y quinientos dólares cada una.
El hombre era paciente de Jenny. Aunque sólo tenía treinta y dos años y ya había conseguido el éxito en la vida, la doctora había tenido que tratarle una úlcera de estómago.
La úlcera ya no volvería a molestarle. Ned estaba en su estudio, tendido en el suelo ante su caballete, muerto.
Sue Marie estaba en la cocina. Igual que Hilda Beck, la asistenta de Jenny, y que tantas otras personas del pueblo, Sue Marie había muerto mientras preparaba la cena. Habla sido una mujer muy hermosa. Pero ya no lo era.
Encontraron a los dos niños en una de las alcobas.
Era una habitación espléndida para los niños, grande y espaciosa, con literas por camas. Tenía estanterías empotradas llenas de libros infantiles. De las paredes colgaban cuadros que Ned había hecho para los pequeños, extravagantes escenas fantásticas muy distintas a las obras por las que era famoso: un cerdo vestido con un traje de tres piezas bailando con una vaca en traje de noche, el interior de la sala de mando de una nave espacial en la que todos los astronautas eran ranas, una escena misteriosa pero encantadora de un patio de colegio en plena noche, bañado por la luz de una luna llena, sin ningún niño a la vista pero con un enorme hombre lobo de aspecto monstruoso pasándoselo en grande en un columpio.
Los niños estaban en un rincón, tras un montón de juguetes. El menor, Terry, se hallaba detrás de Lee, que parecía haber realizado un valeroso esfuerzo para proteger a su hermanito. Los dos estaban de cara a la habitación con los ojos casi salidos de las órbitas y sus muertas miradas fijas todavía en lo que fuera que les había asaltado el día anterior. Lee tenía los músculos agarrotados de tal modo que sus delicados bracitos seguían en la misma posición que en sus últimos segundos de vida: levantados frente al rostro en un gesto defensivo, con las manos abiertas, como si intentara protegerse de un golpe.
Bryce se arrodilló delante de los niños y tocó con su mano temblorosa el rostro de Lee, como si no quisiera aceptar que el pequeño estaba realmente muerto.
Jenny se arrodilló a su lado.
—Son los dos hijos de los Bischoff —murmuró, sin poder evitar que la voz se le quebrara—. Ahora ya está completa toda la familia.
Por el rostro de Bryce corrían las lágrimas.
Jenny intentó recordar cuántos años tenía el hijo del comisario. ¿Siete u ocho? Aproximadamente, la edad de Lee Bischoff. El pequeño Timmy Hammond estaba en aquel mismo instante en el hospital de Santa Mira, en estado de coma, igual que había pasado más de un año. En un estado parecido al de un vegetal. Era cierto, pero incluso eso era mejor que esto. Cualquier cosa era mejor que esto.
Por fin, las lágrimas de Bryce cesaron. Ahora, estaba rabioso.
—Les cogeré por esto —exclamó—. Sean quienes sean… les haré pagar por esto.
Jenny no había conocido nunca a un hombre como Bryce. Tenía una energía y una determinación considerables y muy varoniles, pero también era capaz de expresar ternura.
Deseó abrazarle. Y ser abrazada por él.
Pero, como siempre, se guardó muy mucho de expresar su estado emocional. Si hubiera poseído la franqueza y naturalidad de Bryce, jamás se habría distanciado tanto de su madre. Sin embargo, Jenny no era así; todavía no lo era, aunque lo deseaba. Así pues, en respuesta a la promesa de Bryce de atrapar a los asesinos de los pequeños Bischoff, Jenny replicó:
—Pero ¿y si lo que les ha matado no es humano? No todo el mal lo causan los hombres. El mal existe en la naturaleza. La malicia ciega del terremoto. El mal progresivo del cáncer. Esta cosa con que nos enfrentamos podría ser algo así…, algo remoto e inexplicable. No habrá modo de llevarlo ante un tribunal, si ni tan sólo es humano. ¿Qué harás entonces?
—Sea lo que diablos sea, lo atraparé. Acabaré con ello. Le haré pagar por lo que ha sucedido aquí —insistió Bryce obstinadamente.
El grupo de Frank Autry registró tres edificios desiertos tras abandonar la iglesia. La cuarta casa no estaba vacía. En ella encontraron a Wendell Hulbertson, un maestro de enseñanza media que trabajaba en Santa Mira pero que había escogido vivir allí, en las montañas, en la casa que había pertenecido a su madre. Gordy había sido alumno de Hulbertson apenas cinco años antes. El maestro no estaba abotargado o ennegrecido como los otros cadáveres. Se había quitado la vida él mismo. Acorralado en un rincón de su dormitorio, se había llevado el cañón de su automática calibre 32 a la boca y había apretado el gatillo. Era evidente que morir por su propia mano le había parecido preferible a caer en manos del horror que le había atacado.
Al salir de la vivienda de los Bischoff, Bryce guió a su grupo de casa en casa sin encontrar más cuerpos. Por fin, en la quinta vivienda descubrieron a un matrimonio de ancianos encerrado en el baño, donde habían intentado ocultarse de su asesino. La mujer estaba dentro de la bañera. El hombre, hecho un guiñapo en el suelo.
—Eran pacientes míos —dijo Jenny—. Nick y Melina Papandrakis.
Tal anotó los nombres en la lista de fallecidos.
Igual que Harold Ordnay y su esposa en el Candleglow Inn, Nick Papandrakis había querido dejar un mensaje que señalara al autor de la matanza. Había tomado un poco de yodo del botiquín y lo había utilizado para escribir en la pared. Pero no había tenido oportunidad de terminar ni siquiera una palabra. Sólo pudieron leer dos letras y parte de otra:
—¿Alguien es capaz de imaginar qué pretendía escribir? —preguntó Bryce.
Por turno, todos procedieron a entrar en el pequeño baño a echar un vistazo a las letras anaranjadopardo de la pared, pasando por encima del cadáver de Nick Papandrakis. Sin embargo, nadie tuvo el menor destello de inspiración.
Balas.
En la casa siguiente a la de los Papandrakis, el suelo de la cocina estaba cubierto de balas disparadas. No cartuchos enteros. Sólo decenas de proyectiles de plomo, sin sus casquillos.
El hecho de que no hubiera cartuchos vacíos en la estancia indicaba que no se había producido allí ningún tiroteo. No había olor a pólvora ni agujeros de bala en las paredes o los muebles.
Sencillamente, incontables balas cubriendo el suelo, como si hubieran llovido del aire por arte de magia.
Frank Autry recogió un puñado de aquellas piezas de metal gris. No era un experto en balística pero comprobó extrañado, que ninguno de los proyectiles estaba fragmentado o deformado, lo cual le permitió comprobar que procedían de una gran variedad de armas. La mayoría de ellos —una cantidad enorme— parecía ser del mismo tipo y calibre que la munición utilizada por los fusiles automáticos de las tropas de apoyo del general Copperfield.
¿Son éstas las balas del arma del sargento Harker?, se preguntó Frank. ¿Son éstas las ráfagas que disparó Harker a su asesino en la cámara frigorífica del supermercado Gilmartins's?
Frunció el ceño, perplejo.
Dejó caer los proyectiles y rebotaron en el suelo. Recogió varias balas más. Había una del calibre 22, una del 32 y otra del 22, y otra del 38. Incluso había un montón de perdigones de caza.
Recogió una única bala, de calibre 45, y la examinó con especial interés. Era exactamente igual a la munición que cargaba su propia arma.
Gordy Brogan se agachó a su lado.
Frank no volvió los ojos hacia él, sino que continuó estudiando fijamente la bala. Estaba luchando contra una idea pavorosa.
Gordy recogió un puñado de balas de las baldosas de la cocina.
—No están deformadas en absoluto —murmuró.
Frank asintió con la cabeza.
—Pero debieron impactar en algo y, por tanto, deberían estarlo. Al menos, algunas de ellas —añadió Gordy. Tras hacer una pausa, exclamó—: ¡Eh, Frank, pareces estar a un millón de kilómetros de aquí! ¿En qué estás pensando?
—En Paul Henderson —respondió Frank mientras sostenía el proyectil de calibre 45 ante el rostro de Gordy—. Anoche, en la comisaría del pueblo, Paul disparó tres balas como ésta.
—¿Contra su asesino?
—Sí.
—¿Y?
—Y tengo el absurdo presentimiento de que, si pidiéramos al laboratorio que realizara las pruebas balísticas pertinentes, descubriríamos que este proyectil salió del revólver de Paul.
Gordy parpadeó enérgicamente al escucharle.
—Y también pienso —continuó Frank—, que si buscáramos entre todas las balas que hay en el suelo, encontraríamos precisamente dos más iguales a ésta. No una ni tres, sino exactamente dos con las marcas idénticas a las de ésta.
—¿Te refieres a… a las tres que disparó Paul anoche?
—Sí.
—Pero ¿cómo habrían podido llegar aquí?
Frank no respondió. Se puso en pie y pulsó el botón que le permitía hablar por el transmisor.
—¿Comisario?
La voz de Bryce Hammond surgió entre crepitaciones por el pequeño altavoz.
—¿Qué sucede, Frank?
—Todavía estamos en la casa de los Sheffield. Creo que será mejor que venga. Hay algo que debería ver.
—¿Más cuerpos?
—No, señor. Se trata de… hum, de una cosa muy rara.
—Vamos para allá —respondió el comisario.
A continuación, Frank se volvió hacia Gordy.
—Me parece que… —empezó a decir a su compañero—, que en algún momento de las dos últimas horas, en algún momento después de que el sargento Harker desapareciera en el supermercado, esa cosa ha estado aquí, en esta misma estancia. Y aquí se ha librado de todas las balas que recibió anoche y durante esta mañana.
—¿Las balas que le acertaron?
—Sí.
—¿Se ha librado de ellas? ¿Así, sin más?
—Así, sin más —confirmó Frank.
—Pero ¿cómo?
—Parece como si las hubiera… expulsado. Parece como si se hubiera desprendido de ellas igual que un perro se sacude los pelos sueltos.