Desde la ventana cerrada por gruesos barrotes de su celda provisional en el depósito de detenidos, Fletcher Kale tenía una buena vista de la calle. Durante toda la mañana, había observado cómo iban congregándose periodistas. Debía de haber sucedido algo realmente gordo.
Varios de los otros detenidos estaban pasándose noticias de una celda a otra, pero ninguno de ellos tenía la menor intención de compartirlas con Kale.
Todos le odiaban. De vez en cuando, le retaban llamándole asesino de niños. Incluso entre rejas, existían las clases sociales y nadie estaba más bajo en la escala que los asesinos de criaturas.
Resultaba casi divertido. Incluso los ladrones de coches, los asaltantes callejeros, los rateros de pisos, los atracadores de bancos y los desfalcadores necesitaban sentirse moralmente superiores a alguien. Acosando e insultando a quien había hecho daño a un niño, de algún modo se sentían, en comparación, santos varones.
Estúpidos. Kale les despreciaba.
No le pidió a nadie que le pusiera al corriente. No les daría la satisfacción de excluirle explícitamente.
Se desperezó en el catre y se perdió una vez más en ensoñaciones sobre el espléndido destino que le esperaba: fama, poder, riqueza…
A las once y media, todavía estaba acostado en el catre cuando vinieron a buscarle para conducirle al juzgado con una doble acusación de asesinato. El vigilante de las celdas abrió la puerta. Otro hombre, un agente de policía de pelo cano y de vientre prominente, entró en la celda y le puso las esposas a Kale.
—Hoy vamos escasos de personal —comentó a éste—. Me encargaré yo solo de llevarte, pero ni se te ocurra la tontería de pensar que tienes la menor posibilidad de escapar. Estás esposado, yo tengo un arma y nada me gustaría tanto como meterte un tiro en el maldito trasero.
Tanto el celador como el agente miraban a Kale con repugnancia.
Por fin, la posibilidad de pasar el resto de su vida en la cárcel empezó a hacerse real para el detenido. Kale, para su propia sorpresa, rompió a llorar cuando le sacaron de la celda.
Los demás ocupantes de las celdas le abuchearon, se burlaron de él y le lanzaron insultos. El policía empujó a Kale por las costillas.
—Muévete.
Kale se tambaleó por el corredor, apenas sosteniéndose sobre sus piernas. Pasó una verja de seguridad que se abrió ante la comitiva y salió a otro pasillo, fuera de la zona de celdas. El celador se quedó tras la verja, mientras el policía empujaba a Kale hacia el ascensor; le empujaba con demasiada fuerza y con excesiva frecuencia, incluso cuando no era necesario. Kale notó que la autocompasión dejaba paso a la cólera.
En el pequeño ascensor, que descendía lentamente, se dio cuenta de que el policía ya no consideraba a su prisionero como una amenaza. El agente estaba disgustado, impaciente y embarazado por el derrumbamiento emocional de Kale.
Cuando las puertas se abrieron, también en Kale se había producido un profundo cambio. Todavía sollozaba en silencio, pero sus lágrimas ya no eran auténticas y su temblor era más de excitación que de desesperación.
Pasaron ante otro puesto de control. El policía presentó una serie de documentos a otro celador, que le llamó Joe. El celador miró a Kale con manifiesto desdén. Kale apartó el rostro como si estuviera avergonzado de sí mismo. Y continuó sollozando.
A continuación, Kale y Joe se encontraron al aire libre, cruzando un gran aparcamiento hacia una hilera de coches patrulla blancos y verdes alineados ante una alambrada. El día era cálido y soleado.
Kale continuó sus lamentos y simuló que seguían fallándole las piernas, como si fueran de goma. Mantuvo los hombros hundidos y la cabeza gacha, avanzando con indiferencia, como lo haría un hombre abatido, roto.
El policía y Kale eran las únicas personas en el aparcamiento. El lugar estaba desierto. Perfecto.
Durante todo el trayecto hasta el coche, Kale buscó el momento adecuado para jugar sus cartas. Por un instante, creyó que la ocasión no se presentaría.
Entonces, Joe le empujó contra un coche y se volvió a medias para abrir la portezuela… y Kale actuó. Se lanzó contra el policía mientras éste se inclinaba para introducir la llave en la cerradura. El agente soltó un jadeo y lanzó el puño contra Kale. Demasiado tarde. El preso esquivó el golpe, se lanzó hacia adelante rápidamente y aplastó al agente contra el coche. Joe palideció de dolor cuando la empuñadura de la portezuela le golpeó con fuerza en la base de la columna vertebral. El llavero salió despedido de sus manos y, mientras los dos hombres caían, el policía intentó desenfundar su arma.
Kale sabía que, con las manos esposadas, no podría evitar que la sacara. Y la lucha terminaría en el preciso segundo en que se hiciera visible el revólver.
Así pues, Kale se lanzó sobre la garganta de su adversario. Se lanzó sobre ella con los dientes. Mordió con todas sus fuerzas y notó que la sangre salía a borbotones, aplicó su boca a la herida como un perro de ataque, mordió otra vez y el policía lanzó un grito, pero sólo le salió un jadeo, un carraspeo que nadie podía escuchar, y el arma cayó de la funda y de la mano temblorosa de Joe. Juntos, los dos hombres cayeron pesadamente al suelo; Kale consiguió colocarse encima y el agente trató de gritar otra vez, de modo que Kale le soltó un rodillazo en la entrepierna mientras de la garganta de Joe seguía manando la sangre a chorros.
—Cerdo —masculló Kale.
Los ojos del policía quedaron inmóviles y la sangre dejó de manar de la herida. Todo había terminado.
Kale no se había sentido nunca tan poderoso, tan lleno de vida.
Echó un vistazo a su alrededor. Seguía sin verse a nadie en el aparcamiento.
Recogió el manojo de llaves y las probó una a una hasta abrir las esposas. Después, arrojó éstas bajo el coche.
Arrastró el cadáver bajo el vehículo, para no dejarlo a la vista.
Se secó la frente con la manga. Tenía la camisa manchada y salpicada de sangre. No podía hacer nada al respecto. Y tampoco podía cambiar el hecho de llevar puestas las ropas de preso, azules y de un tejido áspero, y un par de zapatillas de lona con suela de goma.
Consciente de que estaba al descubierto, Kale corrió junto a la valla hasta colarse por la verja abierta. Cruzó el callejón y pasó a otro aparcamiento situado detrás de un gran complejo de apartamentos de dos pisos. Alzó la mirada hacia las ventanas y esperó que nadie estuviera mirando.
En el aparcamiento había unos veinte coches. Un Datsun amarillo tenía las llaves puestas. Se sentó al volante, cerró la portezuela y soltó un suspiro de alivio. Estaba a cubierto y tenía un medio de transporte.
En el salpicadero había una caja de pañuelos de papel. Con ellos y su propia saliva, se limpió la cara. Cuando hubo limpiado la sangre, se miró en el retrovisor… y sonrió.