CAPÍTULO 26
Londres, Inglaterra

Las siete de la mañana del lunes en Snowfield eran las siete de la tarde del mismo día en Londres.

El día, lluvioso y deprimente, había dado paso a una noche igualmente lluviosa y melancólica. Las gotas tamborileaban en la ventana de la minúscula cocina de la buhardilla de dos habitaciones que ocupaba Timothy Flyte.

El profesor estaba de pie ante una mesa, preparando un bocadillo. Después del espléndido desayuno con cava pagado por Burt Sandler, Timothy no se había sentido con hambre para almorzar y también había pasado por alto el té de las cinco.

Durante la jornada había recibido a dos alumnos. A uno de ellos le daba clases particulares de análisis de jeroglíficos y al otro, de latín. Saciado tras el desayuno, se había quedado casi dormido durante ambas lecciones. Una situación embarazosa aunque, por el poco dinero que le pagaban por las lecciones, los alumnos apenas podían quejarse si, por una vez, le vencía el sueño en mitad de una clase.

Mientras colocaba una loncha de jamón cocido y otra de queso suizo sobre el pan untado con mostaza, oyó sonar el teléfono en el vestíbulo de la casa de huéspedes. No pensó que fuera para él, pues acostumbraba a recibir pocas llamadas.

Sin embargo, segundos más tarde, llamaron a su puerta. Era el joven indio que ocupaba una habitación en la planta baja. Con su marcado acento, comunicó a Timothy que la llamada era para él. Y urgente.

—¿Urgente? ¿Quién es? —preguntó Timothy mientras seguía al joven escalera abajo—. ¿Le ha dado el nombre? —Sandler —respondió el indio.

¿Sandler? ¿Burt Sandler?

Durante el desayuno, habían llegado a un acuerdo para una nueva edición de El antiguo enemigo, reescrita de cabo a rabo para atraer al lector medio. Tras la publicación de la obra, diecisiete años antes, había recibido varias ofertas para popularizar sus teorías sobre desapariciones en masa históricas, pero se había resistido a la idea considerando que la edición de una versión popular de El antiguo enemigo sería dar argumentos a aquellos que le acusaban injustamente de sensacionalismo, fraude y codicia. Ahora, en cambio, los años de pobreza le habían hecho más abierto a la idea. La aparición de Sandler en escena y su oferta de contrato había llegado en un momento en que las penurias económicas de Timothy, cada vez más acusadas, habían llegado a una situación límite. Realmente, era un milagro. Por la mañana, Sandler y él habían determinado un anticipo de quince mil dólares a cuenta de los derechos de autor. No era una fortuna, pero aquellas casi ocho mil libras esterlinas eran más dinero del que Timothy había visto en mucho, muchísimo tiempo y, en el momento en que se hallaba, parecía una cantidad desorbitada.

Mientras bajaba la estrecha escalera hacia el vestíbulo, donde se hallaba el teléfono sobre una mesita y debajo de una reproducción barata de un cuadro mediocre, Timothy se preguntó si Sandler llamaría para echarse atrás del acuerdo.

El corazón del profesor latía con una fuerza casi dolorosa.

—Espero que no sea ningún problema —dijo el joven indio antes de entrar nuevamente en su habitación y cerrar la puerta.

Flyte levantó el auricular.

—¿Sí?

—¡Dios mío! ¿Ha leído usted el periódico de la tarde? —preguntó Sandler con una voz chillona, casi histérica.

Timothy se preguntó si su interlocutor estaría borracho. ¿Eso era lo que consideraba tan urgente?

Antes de que pudiera responder, Sandler continuó hablando:

—¡Creo que ha sucedido! ¡Cielo santo, doctor Flyte, creo que ha sucedido de verdad! Viene en el periódico de hoy. Y dan la noticia por la radio. Todavía no hay muchos detalles, pero tiene todo el aspecto de haber sucedido.

A la preocupación del profesor por el contrato del libro se unía ahora la irritación.

—Por favor, señor Sandler, ¿no podría ser más explícito?

—El antiguo enemigo, doctor Flyte. Uno de esos seres ha actuado de nuevo. Precisamente ayer. En un pueblo de California. Hay numerosos muertos y la mayoría de los vecinos ha desaparecido. Centenares de personas. Todo un pueblo. Borrado del mapa.

—Que Dios les proteja —musitó Flyte.

—Tengo un amigo en la oficina de Londres de la Associated Press y me ha leído los últimos datos recibidos —dijo Sandler—. Sé cosas que todavía no han aparecido en la prensa. Lo más importante es que la policía de California ha lanzado una orden de búsqueda a su nombre. Al parecer, una de las víctimas había leído su libro. Al producirse el ataque, se encerró en el baño. No le sirvió de mucho, pero tuvo tiempo suficiente para escribir su nombre y el título del libro en el espejo.

Timothy estaba sin habla. Había una silla junto al teléfono y, de pronto, tuvo necesidad de sentarse en ella.

—Las autoridades de California no tienen idea de qué ha sucedido. Ni siquiera han averiguado que El antiguo enemigo es el título de un libro y, por tanto, desconocen cuál es el papel de usted en el asunto. Creen que se trata de un ataque con gases nerviosos, una acción de guerra biológica o incluso un contacto con extraterrestres. Sin embargo, el hombre que escribió su nombre en el espejo sabía a qué se refería. Y nosotros también. Le seguiré explicando el asunto en el coche.

—¿El coche? —repitió Timothy.

—¡Dios mío, espero que tendrá usted el pasaporte en regla!

—Hum… Sí.

—Llegaré en un taxi para acompañarle al aeropuerto. Quiero que viaje a California, doctor Flyte.

—Pero…

—Esta noche. Tiene un asiento reservado a su nombre en un vuelo que sale de Heathrow.

—Pero no puedo permitirme…

—El editor se hace cargo de todos los gastos, no se preocupe. Es preciso que vaya usted a Snowfield. No escribirá una mera versión popular de El antiguo enemigo. No señor. Lo que escribirá ahora será un relato humano perfectamente minucioso de los sucesos de Snowfield; todo el material sobre desapariciones en masa a lo largo de la historia, junto con su teoría del antiguo enemigo, servirán de apoyo a la nueva narración. ¿Se da cuenta? ¿No es un proyecto magnífico?

—Pero ¿será correcto por mi parte aparecer allí de improviso?

—¿A qué se refiere? —quiso saber Sandler.

—¿Será apropiado esto? —insistió Flyte, preocupado—. ¿No parecerá que estoy intentando sacar provecho material de una desgracia terrible?

—Escuche doctor Flyte, va a haber un centenar de charlatanes buscándose la vida en Snowfield, cada uno con un contrato para un libro en el bolsillo. Todos ellos van a lanzarse sobre el material que usted ha recopilado. Si no escribe usted ese libro, Flyte, cualquiera de ellos lo hará aprovechándose de su trabajo.

—Pero ha habido centenares de muertos —protestó Timothy, sintiéndose enfermo—. Centenares. El dolor, la tragedia…

Sandler estaba visiblemente impaciente ante las vacilaciones del profesor.

—Muy bien, pues. Tal vez tenga usted razón. Tal vez no me he detenido a pensar realmente en lo terrible de los hechos. ¡Es precisamente por ello que debe ser usted quien escriba el libro definitivo sobre el tema! Nadie puede igualar sus conocimientos sobre el asunto.

—Bien…

Aprovechando las vacilaciones de Timothy, Sandler se apresuró a añadir:

—Estupendo. Haga la maleta en seguida. Estaré ahí en media hora.

Sandler colgó y Timothy permaneció sentado unos instantes, con el auricular en las manos y escuchando el tono de marcar. Estaba anonadado.

La lluvia parecía de plata ante los faros del taxi. Las gotas formaban cortinas impulsadas por el viento, como miles de finas guirnaldas de brillantes adornos navideños. Sobre el pavimento, se reflejaba en charcos de mercurio.

El taxista era un conductor temerario que hacía derrapar el coche por las calles resbaladizas. Timothy se agarraba firmemente a la puerta con una mano. Evidentemente, Burt Sandler había prometido una espléndida propina al hombre si se daba prisa.

Sentado junto al profesor, Sandler continuó hablando: —Al llegar a Nueva York tendrá que esperar un poco para el enlace, pero no será gran cosa. Uno de nuestros empleados le recibirá y le ayudará en los trámites. No alertaremos a los medios de comunicación de Nueva York. Reservaremos la conferencia de prensa para San Francisco, de modo que deberá prepararse para hacer frente a un ejército de reporteros ansiosos de noticias cuando baje del avión en esa ciudad.

—¿No podría acercarme de incógnito a Santa Mira y presentarme allí a las autoridades? —preguntó Timothy con voz lastimera.

—¡No, no, no! —replicó Sandler, visiblemente horrorizado por la mera sugerencia—. Hemos de celebrar una rueda de prensa. Usted es el único que tiene la respuesta, doctor Flyte. Tenemos que hacer saber a todo el mundo que es usted al que buscan. Tenemos que empezar a caldear los ánimos para ese libro antes de que Norman Mailer deje aparcado su último estudio sobre Marilyn Monroe y se meta de cabeza en este asunto.

—Pero si todavía no he empezado a escribir…

—¡Dios santo, ya lo sé! Pero cuando la publiquemos, la demanda será fenomenal.

El taxi dobló una esquina. Las llantas chirriaron y Timothy se vio arrojado contra la portezuela del vehículo.

—Un relaciones públicas le recibirá al pie del avión en San Francisco y le prestará ayuda en la rueda de prensa —añadió Sandler—. De un modo u otro, ese hombre le hará llegar a Santa Mira. Es un trayecto largo, de modo que quizá lo haga en helicóptero.

—¿Helicóptero? —repitió Timothy, asombrado.

El taxi cruzó un profundo charco a toda velocidad, levantando una cortina plateada de agua.

El aeropuerto quedaba a la vista.

Burt Sandler había estado hablando sin cesar desde que Timothy entrara en el taxi. Ahora, añadió:

—Una cosa más. En la conferencia de prensa, cuénteles los casos que me refirió esta mañana sobre los mayas desaparecidos y los tres mil soldados chinos de infantería que se desvanecieron en el aire. Y procure hacer todas las referencias posibles a las desapariciones en masa acaecidas en los Estados Unidos… incluso anteriores a la fundación del país, hasta en eras geológicas remotas. Eso atraerá a la prensa nacional. Antecedentes locales, ¿entiende? Eso siempre ayuda. ¿No desapareció sin dejar rastro la primera colonia británica en tierras americanas?

—Sí, la colonia de Roanoke.

—No se olvide de citarla.

—Pero no puedo afirmar de forma concluyente que la desaparición de esa colonia guarde relación con el antiguo enemigo.

—¿Existe alguna posibilidad de que sea ésa la explicación?

Fascinado como siempre por el tema, Timothy fue capaz, por primera vez, de apartar su atención del pilotaje suicida del taxista.

—Bueno, cuando una expedición británica financiada por sir Walter Raleigh regresó a la colonia Roanoke en marzo de 1590, no encontraron a nadie. Ciento veinte personas habían desaparecido sin dejar rastro. Se han propuesto innumerables teorías sobre la suerte que corrieron. Por ejemplo, la más extendida sostiene que los pobladores de la colonia fueron víctimas de un ataque de los indios croatones, que vivían en la zona. El único mensaje que dejaron los colonos fue el nombre de esa tribu grabado apresuradamente en la corteza de un árbol. Sin embargo, los indios aseguraron no saber nada de la desaparición. Además, era una tribu pacífica, que nunca dio la menor muestra de belicosidad. De hecho, ayudaron a establecerse a los colonos. Además, no se encontraron signos de violencia en la colonia. No se encontró nunca un solo cuerpo. Ningún hueso. Ninguna tumba. Así pues, incluso la teoría más aceptada deja abiertos más interrogantes de los que resuelve.

El taxi tomó otra curva y tuvo que frenar bruscamente para evitar la colisión con un camión.

Sin embargo, a estas alturas, Timothy apenas era consciente del temerario modo de conducir del taxista.

—Entonces —añadió—, me pasó por la cabeza que tal vez esa palabra grabada en el árbol por los colonos, ese «croatones», no hubiera sido escrita como testimonio acusador contra los indios. Leí los diarios personales de varios exploradores británicos que más tarde hablaron con miembros de la tribu sobre la desaparición de la colonia y hay indicios de que los indios tenían, de hecho, una vaga idea de lo que había sucedido. O creían tenerla. Sin embargo, cuando intentaron explicarla a los hombres blancos, éstos no les tomaron en serio. Los croatones informaron que, simultáneamente a la desaparición de los colonos, se produjo una gran disminución de la caza en los bosques y campos que ocupaba la tribu. Prácticamente todas las especies de animales salvajes habían visto drásticamente reducido su número. Un par de los exploradores más perspicaces anotaron en sus diarios que los indios hablaban del tema con un visible temor supersticioso. Y parecían tener una explicación religiosa para las desapariciones aunque, por desgracia, los hombres blancos que hablaron con ellos sobre los colonos perdidos no estaban interesados en las supersticiones indias y no profundizaron más en sus pesquisas por ese camino.

—Deduzco de sus palabras que usted ha investigado las creencias de los croatones, ¿no? —dijo Burt Sandler.

—En efecto —asintió Timothy—. No es un tema fácil, pues la tribu se extinguió hace mucho, muchísimo tiempo. Sin embargo, he descubierto que los croatones eran animistas. Creían que el espíritu permanecía en la Tierra y vagaba por ella incluso después de muerto el cuerpo, y creían también que habla unos «espíritus superiores» que se manifestaban en los elementos: aire, tierra, fuego y agua. Pero lo más importante, por lo que a nosotros nos concierne, es que también creían en un espíritu del mal, origen de todo mal. Una especie de equivalente al Satán cristiano. He olvidado la palabra india exacta para denominarlo, pero su traducción aproximada es «El que puede ser cualquier cosa pero no es ninguna».

—¡Dios mío! —exclamó Sandler—. No es una mala descripción del antiguo enemigo.

—A veces, en las supersticiones se oculta alguna verdad. Los croatones creían que la caza y los colonos habían sido arrebatados por «El que puede ser cualquier cosa pero no es ninguna». Así pues… aunque no puedo afirmar tajantemente que el antiguo enemigo tuviera algo que ver en la desaparición de los integrantes de la colonia de Roanoke, me parece que el asunto contiene los indicios suficientes como para tomar en cuenta tal posibilidad.

—¡Fantástico! —exclamó Sandler—. Cuente todo eso en la conferencia de prensa en San Francisco. Expóngalo tal como acaba de explicármelo a mí. Exactamente.

El taxi se detuvo con un chirrido de las llantas frente a la terminal del aeropuerto.

Burt Sandler puso un puñado de billetes de cinco libras en la mano del taxista. Después, echó una ojeada al reloj.

—Ahora, doctor Flyte, suba usted a ese avión.

Desde su asiento de ventanilla, Timothy Flyte vio desaparecer las luces de la ciudad bajo las nubes de tormenta. El reactor ascendió como una saeta bajo la fina lluvia. Muy pronto, el aparato dejó atrás la capa de nubes y la tormenta. Ahora, el cielo aparecía totalmente despejado. La luz de la luna se reflejaba en la agitada masa nubosa y la noche en torno al avión contenía una luz tenue y espectral.

La señal de mantener puesto el cinturón de seguridad se apagó.

Flyte se desabrochó el suyo pero no logró tranquilizarse. Su mente estaba tan agitada como las nubes de tormenta que habían dejado atrás.

La azafata recorrió el pasillo ofreciendo bebidas y Flyte pidió un whisky.

Se sentía como un resorte a punto de saltar. De la noche a la mañana, su vida había cambiado radicalmente. En un solo día había tenido más emociones que en todo el año anterior.

La tensión que le atenazaba no le resultaba desagradable. Se sentía más que contento de haber dejado atrás su deprimente existencia y se estaba acoplando a aquella vida nueva y mejor con la misma rapidez con que se habría cambiado de ropa. Al hacer públicas de nuevo sus teorías, Flyte se exponía al ridículo y a levantar otra vez las viejas acusaciones y polémicas. Pero también había una posibilidad de que, al fin, pudiera demostrar la verdad de cuanto afirmaba.

Llegó su whisky y lo apuró de un trago. Pidió otro. Poco a poco, fue tranquilizándose.

En torno al avión, la noche no tenia fin.