La panadería de los Liebermann.
Bryce, Tal, Frank y Jenny entraron en el obrador. El general Copperfield y los nueve científicos del equipo les siguieron inmediatamente, mientras cuatro soldados con sus ametralladoras preparadas cubrían la retaguardia.
La estancia quedaba abarrotada y Bryce se sintió incómodo. ¿Y si eran atacados mientras estaban todos allí, apretujados? ¿Y si tenían que salir a toda prisa?
Las dos cabezas seguían exactamente donde las habían encontrado la noche anterior: dentro de los hornos, mirando por el cristal. Sobre el aparador, las manos cortadas seguían agarrando el rodillo de amasar.
Niven, uno de los hombres del general, tomó varias fotografías del obrador desde varios ángulos, y luego una docena de primeros planos de las cabezas y las manos.
Los demás fueron desplazándose por la estancia para no molestar a Niven en su trabajo. Antes de que el forense se pusiera a trabajar, era preciso fotografiar todos los detalles; en realidad, el procedimiento no era muy diferente del utilizado por la policía al llegar a la escena de un crimen.
Al moverse, las ropas de los científicos con aspecto de astronautas crujían con un ruido a caucho. Sus pesadas botas chirriaban sonoramente sobre las baldosas del suelo.
—¿Todavía cree que esto tiene el aspecto de un simple incidente de guerra biológica? —preguntó Bryce a Copperfield.
—Puede ser.
—¿De veras?
—Phil, tú eres el especialista en gas nervioso del grupo —dijo el general—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?
La respuesta a estas palabras la proporcionó el hombre cuyo casco llevaba grabado el nombre HOUK.
—Es muy pronto para decir algo con seguridad, pero parece que podríamos estar enfrentándonos a una toxina neuroléptica. Y hay algunos detalles en todo esto, especialmente esa violencia extrema y psicópata, que me llevan a pensar si no estaremos ante un caso de T-139.
—Sin duda, es una posibilidad a tener en cuenta —asintió Copperfield—. Es lo mismo que he pensado al entrar.
Niven continuó haciendo fotografías y Bryce preguntó: —¿Qué es eso del T-139?
—Uno de los principales gases nerviosos del arsenal ruso —respondió el general—. La denominación completa es Timoshenko-139 y lleva el nombre de Ilya Timoshenko, el científico que lo desarrolló.
—Todo un honor… —comentó Tal, sarcástico.
—La mayoría de los gases nerviosos causan la muerte en un plazo de entre treinta segundos y cinco minutos después de entrar en contacto con la piel —explicó Houk—. Sin embargo, el T-139 no es tan misericordioso.
—¡Misericordioso! —exclamó Frank Autry, asombrado.
—El T-139 no es un mero gas mortal —continuó Houk—, Si así fuera, podríamos considerarlo casi una bendición. Ese gas es lo que en estrategia militar se denomina un agente desmoralizador.
—Penetra en la piel —añadió Copperfield— y pasa al torrente sanguíneo en menos de diez segundos; luego, emigra al cerebro y causa casi instantáneamente un daño irreparable en los tejidos cerebrales.
—Durante un período de cuatro a seis horas —retomó la palabra Houk—, la víctima conserva el pleno movimiento de sus miembros y el ciento por ciento de su fuerza normal. Al principio, los daños son únicamente mentales.
—Demencia paranoide —dijo Copperfield—. Confusión mental, miedo, rabia, pérdida de control emocional y un sentimiento muy intenso de que todo el mundo está conspirando contra uno. A esto se suma una irrefrenable tendencia a cometer actos violentos. En esencia, comisario, el T-139 convierte a la gente en máquinas de matar sin freno durante un período de cuatro a seis horas. Sus víctimas se atacan entre sí y agreden a los no afectados de las zonas que no han sufrido el ataque de los gases. Se puede comprender el efecto tremendamente desmoralizador que un ataque así tendría sobre un enemigo.
—Sí, tremendo —asintió Bryce—. La doctora Paige ya hizo referencia a una hipotética enfermedad anoche; ella hablaba de un posible virus mutante de la rabia que mataría a unas personas, convirtiendo a otras en locos asesinos.
—El T-139 no es una enfermedad —se apresuró a replicar Houk—. Es un gas nervioso. Y, si me hicieran tomar una decisión ahora mismo, me inclinaría por la teoría de que, en efecto, fue un ataque con gases nerviosos. Una vez disipado el gas, la amenaza desaparece. Una agresión biológica sería considerablemente más difícil de detener.
—Si fue el gas —intervino Copperfield—, se habrá disipado hace tiempo pero todavía encontraremos rastros de él por todas partes. Residuos por condensación. Podremos identificarlo en un abrir y cerrar de ojos.
Se apretaron contra una pared para dejar paso a Niven y su cámara.
—Doctor Houk —dijo Jenny—, respecto a ese T-139, ha mencionado que el estadio ambulatorio dura entre cuatro y seis horas. Y luego, ¿qué?
—Bueno —respondió el aludido—, el segundo estadio es también la fase terminal. Dura entre seis y doce horas. Se inicia con el deterioro de los nervios eferentes y llega hasta la parálisis de los centros cerebrales de los reflejos cardíacos, vasomotores y respiratorios.
—¡Dios santo! —exclamó Jenny.
—Traduzca eso para los legos en medicina —pidió Frank.
—Significa que durante la segunda fase de la enfermedad —explicó la doctora—, el T-139 reduce gradualmente la capacidad del cerebro para regular las funciones automáticas del cuerpo, como la respiración, el tono cardíaco, la dilatación de los vasos sanguíneos, el funcionamiento de los órganos… La víctima empieza a experimentar un ritmo cardíaco irregular, una dificultad extrema para respirar y un progresivo fallo en todos y cada uno de los órganos y glándulas. Quizá doce horas no parezca un plazo gradual, Frank, pero a la víctima le parecería una eternidad. Sufriría vómitos, diarreas, incontinencia urinaria, continuos y violentos espasmos musculares… Y si sólo resultan afectados los nervios eferentes, si el resto del sistema nervioso permaneciera intacto, padecería un dolor insoportable e imposible de aliviar.
—Entre seis y doce horas de infierno —confirmó Copperfield.
—Hasta que se detiene el corazón —añadió Houk—, o hasta que la víctima, sencillamente, deja de respirar y se ahoga.
Durante un prolongado instante, mientras Niven tomaba sus últimas fotos, todos permanecieron en silencio. Por fin, Jenny comentó:
—Sigo sin creer que todo este asunto esté causado por un gas nervioso. Ni siquiera por ese T-139, que quizá podría explicar estas decapitaciones. En primer lugar, ninguna de las víctimas que encontramos mostraba la menor señal de vómitos o incontinencia.
—Bueno —respondió Copperfield—, podríamos estar ante un derivado del T-139 que no produce esos síntomas. O quizá se trate de otro gas.
—Ningún gas puede explicar lo del insecto —dijo Tal Whitman.
—Ni lo que le sucedió a Stu Wargle —añadió Frank.
—¿Un insecto? —preguntó el general.
—Usted no quería que le contáramos nada hasta haber visto esas otras cosas —le recordó Bryce a Copperfield—. Pero ahora creo que es buen momento para…
—He terminado —le interrumpió Niven.
—Está bien —asintió el general—. Comisario, doctora Paige, agentes, si hacen el favor de guardar silencio hasta que hayamos completado el resto de nuestro trabajo aquí, agradeceremos mucho su colaboración.
Los demás miembros del equipo científico se pusieron inmediatamente manos a la obra. Yamaguchi y Bettenby trasladaron las cabezas cortadas a un par de recipientes para muestras con el interior de porcelana, con tapas herméticas y seguro de apertura. Valdez desprendió con cuidado las manos del rodillo y las colocó en un tercer recipiente. Houk rascó un poco de harina de la mesa y la guardó en un pequeño tarro de plástico, pues la harina seca podía haber absorbido —y contener todavía— trazas del gas nervioso… si realmente había existido tal gas. Houk tomó también una muestra de la masa para hornear que había bajo el rodillo. Goldstein y Roberts inspeccionaron los dos hornos en cuyo interior habían encontrado las cabezas y, a continuación, Goldstein utilizó un pequeño aspirador a pilas para limpiar todos los restos que contenía el primero. Cuando hubo terminado, Roberts extrajo la bolsa del aspirador, la selló y la etiquetó, mientras Goldstein utilizaba el aspirador para recoger minúsculas e incluso microscópicas muestras del segundo horno.
Todos los científicos se dedicaron a sus tareas salvo los dos hombres cuyos trajes no llevaban ningún nombre en el casco. Éstos permanecieron a un lado, limitándose a observar.
Mientras los demás trabajaban, la pareja se dedicaba a describir lo que estaban haciendo los demás y efectuaban comentarios sobre lo que iban encontrando, utilizando para ello una jerga que Bryce fue incapaz de seguir. Nunca hablaban los dos al mismo tiempo; esto, unido a la petición de silencio que había dirigido Copperfield a los que no eran miembros de su equipo, parecía dar a entender que los dos hombres hablaban para tomar nota de cuanto iba sucediendo.
Entre los objetos que colgaban del cinturón de Copperfield había una grabadora conectada directamente al sistema de comunicaciones del traje del general. Bryce advirtió que la cinta estaba en movimiento.
Cuando los científicos tuvieron todo lo que querían del obrador de la panadería, Copperfield dijo:
—Bien, comisario. ¿Dónde vamos ahora?
—¿No va a desconectar esa grabadora hasta que lleguemos allí? —preguntó Bryce, señalando el aparato.
—No. Empezamos a grabar en el momento en que nos dejaron paso en el control de carreteras y continuaremos grabando hasta que descubramos qué ha sucedido en este pueblo. De este modo, si algo va mal, si todos morimos antes de encontrar la solución, el nuevo equipo conocerá todos los pasos que hayamos dado. No tendrá que empezar por las recogidas de muestras y quizá incluso cuente con un registro detallado del error fatal que nos haya costado la vida.
La segunda visita que efectuaron fue a la galería de arte en la que había entrado Frank Autry la noche anterior, al frente de sus tres hombres. Éste abrió de nuevo la marcha por la sala de exposiciones hasta la trastienda, y escalera arriba hasta las habitaciones del primer piso.
A Frank le pareció que había algo casi cómico en la escena: todos aquellos hombres del espacio subiendo trabajosamente la estrecha escalera con sus rostros teatralmente siniestros tras las escafandras de plexiglás. El sonido de su respiración era amplificado por el reducido espacio del casco y se proyectaba por los altavoces que llevaban en el pecho a un volumen exagerado, produciendo un sonido tétrico. Era como una de esas películas de ciencia ficción de los años cincuenta, El ataque de los monstruos del espacio o algo parecidamente vulgar, y Frank no pudo evitar una sonrisa.
Sin embargo, la vaga mueca desapareció de su rostro cuando entró en la cocina del piso y vio de nuevo el cadáver. El cuerpo seguía donde lo habían encontrado la noche anterior, tendido al pie del frigorífico, vestido solamente con los pantalones del pijama. Seguía hinchado, amoratado y con los ojos muy abiertos, fijos en el vacío.
Frank se apartó del camino de los científicos y se colocó junto a Bryce, cerca del mostrador donde estaba el horno.
Mientras Copperfield volvía a pedir silencio a los no iniciados, los científicos avanzaron con cuidado junto a los restos del bocadillo esparcidos por el suelo, hasta concentrarse en torno al cadáver.
Copperfield se volvió hacia Bryce y le dijo:
—Nos llevaremos este cuerpo para efectuarle la autopsia.
—¿Todavía cree que esto tiene el aspecto de un simple incidente de contaminación por gases o de guerra química? —preguntó el comisario, repitiendo sus palabras de antes.
—Sí, es perfectamente posible —respondió el general.
—Pero la hinchazón y el amoratamiento… —intervino Tal.
—Pueden ser reacciones alérgicas al gas nervioso —replicó Houk.
—Si le levanta las perneras del pijama —dijo Jenny—, creo que comprobará que la reacción se extiende incluso a la piel no expuesta al aire.
—En efecto —asintió Copperfield—, ya lo hemos mirado.
—Entonces, ¿cómo puede haber reacción cutánea si el gas no ha entrado en contacto con la piel?
—Estos gases suelen tener un factor de penetración muy elevado —informó Houk—. Pasan a través de la mayor parte de tejidos. De hecho, lo único que impide el paso de la mayoría de ellos es el vinilo o el caucho.
Justo lo que vosotros lleváis, pensó Frank. Y justo lo que no llevamos nosotros.
—Hay otro cuerpo en la casa —informó Bryce al general—. ¿Quiere echarle un vistazo también a ése?
—Desde luego.
—Es por aquí, general —dijo Frank, guiando al grupo por el corredor con el revólver preparado para disparar.
Frank tenía miedo de entrar en la alcoba donde la mujer yacía desnuda entre las sábanas arrugadas. El agente recordó las obscenidades que Stu Wargle había dicho de ella y tuvo el terrible presentimiento de que ahora iba a encontrar allí a Stu, abrazado a la rubia, con sus cuerpos muertos unidos en una pasión fría y eterna.
Sin embargo, en la estancia sólo encontraron a la mujer. Tendida en el lecho. Con las piernas muy abiertas. Y la boca en un grito perpetuo.
Cuando Copperfield y su gente terminaron el examen preliminar del cadáver y se disponían a marcharse, Frank se aseguró de que hubieran visto la automática de calibre 22 cuyo cargador, al parecer, había vaciado la mujer sobre su asesino.
—¿Cree usted que esa mujer le habría disparado a una simple nube de gas, general?
—Desde luego que no —replicó el aludido—. Pero quizá ya estaba afectada por el gas; quizá su cerebro ya había sufrido daños. Es posible que le disparara a una alucinación, a un fantasma.
—Un fantasma —repitió Frank—. Sí, señor, es exactamente eso lo que debería haber sido, porque… Verá, general, la mujer disparó las diez balas del cargador, pero sólo hemos podido encontrar dos proyectiles, uno en esa cómoda de ahí y otro en la pared, donde puede verse el agujero. Eso significa que casi todos los disparos acertaron en el blanco, fuera éste cual fuese.
—Yo conocía a los difuntos —intervino la doctora Paige, adelantándose—. Eran Gary y Sandy Wechlas. Ella era una tiradora de primera, que siempre acertaba en el blanco. El año pasado ganó varias competiciones de tiro en las ferias del condado.
—Así pues, esa mujer tenía capacidad para acertar ocho blancos de diez disparos —continuó Frank—. Pero ni siquiera ocho impactos detuvieron a lo que se le echó encima. Ocho impactos que ni siquiera hicieron sangrar al agresor. Naturalmente, los fantasmas no sangran pero, mi general, ¿podría acaso un fantasma salir de aquí llevándose con él esas ocho balas?
Copperfield le miró y frunció el ceño.
Todos los científicos adoptaron su misma expresión.
Los soldados no sólo fruncieron el ceño, sino que empezaron a mirar a su alrededor con inquietud.
Frank advirtió que el estado de los dos cadáveres —en especial la expresión dantesca de la mujer— había producido un profundo efecto en el general y en su gente. El temor era ahora más patente en sus ojos. Aunque no deseaban admitirlo, habían topado con algo que escapaba a su experiencia. Todavía seguían agarrándose a explicaciones que tenían sentido para ellos —gases nerviosos, virus, venenos—, pero empezaban a tener sus dudas.
La gente de Copperfield había traído una bolsa de plástico para envolver un cuerpo. Colocaron en ella el cadáver en pijama de la cocina, lo sacaron del edificio y lo dejaron junto a la acera con la intención de recogerlo cuando regresaran a los laboratorios móviles.
Bryce les condujo al supermercado Gilmartin's. Ya dentro, junto a los frigoríficos de productos lácteos donde se había producido, relató al equipo de Copperfield la desaparición de Jake Johnson.
—No hubo gritos, ni el menor sonido. Apenas unos segundos de oscuridad. Unos segundos. Pero cuando la luz volvió, Jake había desaparecido.
—¿Buscaron ustedes…?
—Por todas partes.
—Quizá huyó —apuntó Roberts.
—Sí —añadió la doctora Yamaguchi—. Quizá desertó. Teniendo en cuenta las cosas que había visto…
—¡Dios mío! —exclamó Goldstein—, ¿y si ha salido de Snowfield? Podría estar fuera del área en cuarentena, portando la infección…
—No, no, no. Jake no desertaría —replicó Bryce—. No era precisamente el hombre más agresivo de la dotación, pero seguro que no desertaría estando yo. No sería tan irresponsable.
—Desde luego que no —asintió Tal—. Además, el padre de Jake fue comisario del condado, de modo que pondría en juego el honor familiar.
—Y Jake era un hombre cauto —añadió Frank—. No se dejaba llevar por el primer impulso.
—En cualquier caso —corroboró sus palabras Bryce—, aunque estuviera lo bastante asustado para huir, se habría llevado uno de los coches patrulla. Seguro que no se habría largado del pueblo a pie.
—Miren —dijo Copperfield—, el hombre se daría cuenta de que no le dejarían pasar el control de carreteras, de modo que evitó los caminos huyendo a pie por el bosque.
Jenny movió la cabeza en gesto de negativa.
—No, general. Ese terreno es realmente difícil. El agente Johnson sabía que internándose en él se perdería y moriría.
—Además —intervino Bryce—, ¿desde cuándo un hombre asustado se lanzaría atropelladamente a un bosque desconocido en plena noche? Me parece imposible, general. En cambio, creo que es momento de explicarle lo sucedido con mi otro agente.
Apoyado en un frigorífico lleno de quesos y embutidos, Bryce les habló del insecto y del estado horripilante del cadáver. Les contó también el encuentro de Lisa con el Wargle resucitado y el posterior descubrimiento de que el cuerpo había desaparecido.
Copperfield y su gente expresaron asombro al principio, confusión después y, por último, temor. Sin embargo, durante la mayor parte de la narración de Bryce, la observaron en prudente silencio y se dirigieron unos a otros miradas de inteligencia. El comisario terminó contándoles el episodio de la voz infantil que había surgido del desagüe de la cocina momentos antes de su llegada. Luego, por tercera vez, preguntó:
—Y bien, general, ¿todavía opina que esto tiene el aspecto de un simple incidente de guerra química o bacteriológica?
Copperfield vaciló, echó una ojeada al supermercado medio destrozado, clavó sus ojos por fin en los de Bryce y respondió:
—Comisario, quiero que los doctores Roberts y Goldstein efectúen un reconocimiento físico completo a todos los que vieron el insecto… incluido usted.
—No me cree, ¿verdad?
—Mire, yo creo que ustedes están genuina y sinceramente convencidos de que vieron esa criatura.
—¡Maldita sea! —exclamó Tal.
—Seguro que comprenderán que a nosotros esas explicaciones nos suenen como si todos ustedes estuvieran contaminados, como si sufrieran alucinaciones —respondió Copperfield.
—¿Cómo cree que todos pudimos tener la misma alucinación? —preguntó Bryce.
—Las alucinaciones en masa no son desconocidas —replicó Copperfield.
—General —intervino Jenny—, no había nada en absoluto de alucinación en lo que vimos. Tenía la textura de lo real.
—Doctora Paige, en condiciones normales daría un considerable valor a cualquier observación que usted efectuara. Sin embargo, al ser una de las personas que afirman haber visto ese insecto, su opinión médica sobre el tema no me parece, sencillamente, objetiva.
Frank Autry frunció el ceño y protestó:
—Pero, general, si todo esto es una mera alucinación, ¿dónde está Stu Wargle?
—Quizá él y ese Jake Johnson desertaron —apuntó Roberts—. Y quizá ustedes sólo incorporaron esas desapariciones en su delirio.
Por experiencia, Bryce sabía que cualquier discusión estaba perdida desde el momento en que uno se dejaba llevar por las emociones. Se obligó a permanecer en una posición relajada, apoyado contra el frigorífico. Sin alzar la voz y en tono calmado, añadió:
—General, por lo que usted y su gente han dicho, cualquiera llegaría a la conclusión de que el departamento de Policía del condado de Santa Mira está compuesto exclusivamente de cobardes, estúpidos y crédulos.
Copperfield hizo unos gestos conciliadores con sus manos enguantadas de caucho.
—No, no, no. No estamos diciendo nada de eso. Por favor, comisario, intente comprenderlo. Sólo estamos siendo sinceros con ustedes. Les estamos explicando cómo vemos nosotros la situación, cómo la vería cualquiera con conocimientos especializados sobre la guerra química y bacteriológica. Las alucinaciones son una de las reacciones a esperar en los supervivientes. Son una de las cosas que debemos buscar. Ahora bien, si pudiera usted ofrecernos una explicación lógica para la existencia de ese insecto, de esa… mariposa nocturna del tamaño de un águila… En fin, quizá entonces también nosotros nos convenceríamos. Sin embargo, no puede usted explicarlo y ello deja nuestra sugerencia, la de que se trata de una mera alucinación, como única alternativa coherente.
Bryce advirtió que los cuatro soldados le observaban de manera muy distinta ahora que le juzgaban víctima de los efectos de un gas nervioso. Después de todo, un hombre que sufriera de extrañas alucinaciones era una persona evidentemente inestable, peligrosa, quizá incluso lo bastante violenta para degollar a la gente y meter sus cabezas en los hornos de una panadería. Los soldados alzaron sus armas apenas unos centímetros, aunque no llegaron a apuntar directamente a Bryce. De todos modos, le miraron —a él y también a Jenny, a Tal y a Frank— con un nuevo e inconfundible aire de suspicacia.
Antes de que Bryce pudiera responder a Copperfield, le sorprendió un estruendo procedente del fondo del supermercado, más allá de la mesa de trabajo de los carniceros. Dejó de apoyarse en el frigorífico, se volvió hacia el origen de la conmoción y llevó la mano al revólver que guardaba en la funda.
Por el rabillo del ojo, vio a dos soldados más pendientes de sus movimientos que del ruido. Cuando posó la mano en el arma, ellos alzaron instantáneamente sus fusiles.
El ruido que había atraído su atención era un martilleo, acompañado de una voz. Ambos sonidos procedían del interior de la cámara frigorífica, situada en el otro extremo de la zona destinada a carnicería, a apenas cinco metros de distancia, casi frente al punto donde estaban reunidos Bryce y los demás. La gruesa puerta aislante de la cámara amortiguaba los golpes que descargaba alguien desde el interior, pero aún así les llegaban nítidamente. La voz también sonaba ahogada y las palabras no eran claras, pero Bryce creyó oír que gritaba en petición de auxilio.
—Ahí dentro hay alguien encerrado —dijo Copperfield.
—Imposible —respondió Bryce. Y añadió—: No puede estar encerrado porque la puerta se abre por ambos lados.
El martilleo y los gritos cesaron de repente.
Un golpe seco.
Un chirrido de metal contra metal.
La palanca de la gran puerta de acero inoxidable pulido se movió arriba, abajo, arriba, abajo, arriba…
El pasador soltó un chasquido. La puerta empezó a abrirse… Pero sólo lo hizo un par de dedos. Luego, quedó inmóvil.
El aire refrigerado del interior de la cámara escapó y se mezcló con la atmósfera, más cálida, del supermercado. Unos zarcillos de vapor helado ascendieron junto a la rendija de la puerta entreabierta.
Aunque la cámara estaba iluminada tras la puerta, Bryce no alcanzó a distinguir nada por la estrecha rendija. Sin embargo, conocía el aspecto del interior de la cámara. Durante la búsqueda de Jake Johnson la noche anterior, Bryce había estado allí, husmeando. Era un lugar frío, sin ventanas, claustrofóbico, de unos cuatro metros de altura. Tenía otra puerta equipada con dos cerrojos que podía abrirse al callejón para una fácil recepción de las piezas del matadero. El suelo era de cemento pintado. Las paredes, de hormigón. Unos fluorescentes lo iluminaban. En tres de los muros, unos conductos de ventilación hacían circular aire frío entre las medias terneras, las piezas de vaca y los cerdos en canal que colgaban de los ganchos del techo.
Bryce no captó más sonido que la respiración amplificada de los científicos y soldados en el interior de sus trajes de descontaminación, e incluso esos jadeos sonaban amortiguados; algunos de ellos parecían estar conteniendo el aliento.
Entonces, del interior de la cámara llegó hasta sus oídos un gemido de dolor. Una voz débil y lastimera pedía auxilio. Rebotaba en las frías paredes de hormigón, transportada en las corrientes termales en espiral que escapaban por la estrecha abertura de la puerta, la voz sonaba temblorosa, distorsionada por el eco, pero aun así reconocible.
«¿Bryce… Tal…? ¿Quién está ahí fuera? ¿Frank? ¿Gordy? ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien… puede… ayudarme?».
Era Jake Johnson.
Bryce, Jenny, Tal y Frank se quedaron muy quietos, escuchando. —No sé de quién se trata, pero necesita ayuda en seguida —dijo Copperfield.
«Bryce… por favor… que alguien…»
—¿Sabe quién es? —preguntó el general—. Está llamándole a usted, ¿verdad, comisario?
Sin aguardar la respuesta, el general ordenó a dos de sus hombres —el sargento Harker y el soldado Pascalli— que inspeccionaran la cámara frigorífica.
—¡Espere! —exclamó Bryce—. Que nadie entre ahí. Hasta que sepamos algo más, debemos mantener esos refrigeradores de productos lácteos entre nosotros y esa cámara.
—Escuche, comisario, aunque tengo la plena intención de colaborar con usted hasta donde sea posible, recuerde que no tiene autoridad sobre mí y mis hombres.
«Bryce… soy yo… Jake… Por el amor de Dios, ayúdame. Me he roto la condenada pierna.»
—¿Jake? —preguntó Copperfield mientras dirigía una mirada de curiosidad a Bryce—. ¿Se trata del mismo hombre que, según usted, desapareció de aquí sin dejar rastro anoche?
«Que alguien… me ayude… ¡Jesús, hace tanto frío! ¡Tanto frío…!»
—Parece su voz —reconoció Bryce.
—¡Bien comisario, ahí lo tiene! —dijo Copperfield—. Después de todo no había nada de misterioso en el asunto. El tipo ha estado aquí mismo todo el tiempo.
Bryce lanzó una mirada de irritación al general.
—Ya le he dicho que anoche buscamos por todas partes. También en esa maldita cámara frigorífica. Y no estaba aquí.
—Pues ahora, si está —replicó Copperfield.
«¡Eh, los de ahí fuera! Tengo frío… No puedo mo… mover la maldita pierna…»
Jenny tocó a Bryce en el brazo.
—Esto no me gusta. No me gusta nada.
—Comisario, no podemos quedarnos aquí cruzados de brazos y permitir que un hombre herido siga padeciendo.
—Si Jake hubiera estado ahí toda la noche —dijo Frank Autry—, a estas alturas ya habría muerto congelado.
—Bueno, si es una cámara frigorífica para carnes frescas —insistió el general—, el aire del interior no congela, sino que únicamente enfría. Si el hombre llevaba ropas suficientes, puede haber sobrevivido estas horas sin demasiados problemas.
—Pero, de entrada, ¿cómo se metería ahí dentro? —preguntó Frank—. ¿Qué diablos estaría haciendo ahí?
—Además, anoche no estaba en la cámara —añadió Tal con impaciencia.
Jake Johnson volvió a pedir ayuda.
—Ahí dentro existe peligro —dijo Bryce a Copperfield—. Lo percibo. Y mis hombres, también. Y la doctora Paige.
—Yo, no —replicó Copperfield.
—General, no lleva usted el tiempo suficiente en Snowfield para comprender que aquí debe esperar lo más inesperado.
—¿Como mariposas nocturnas del tamaño de un águila?
Bryce contuvo la furia e insistió:
—No ha estado aquí el tiempo suficiente para comprender que… bien… que nada es del todo lo que parece.
Copperfield le observó con aire escéptico.
—No se ponga místico conmigo, comisario.
En el interior de la cámara frigorífica, Jake Johnson rompió a llorar. Sus súplicas y gimoteos eran horribles de escuchar. Sonaban como las de un anciano aterrado y consumido de dolor. Y no parecía en absoluto peligroso.
—Tenemos que ayudar a ese hombre inmediatamente —insistió el general.
—Yo no voy a arriesgar a mis hombres —replicó Bryce—. Todavía no.
Copperfield ordenó de nuevo al sargento Harker y al soldado Pascalli que echaran un vistazo a la cámara frigorífica. Aunque por sus ademanes era evidente que no creía que hubiera peligro para unos hombres armados de fusiles automáticos, les advirtió que actuaran con cautela. El general todavía pensaba que el enemigo era algo tan minúsculo como una bacteria o una molécula de gas nervioso.
Los dos soldados avanzaron rápidamente entre los refrigeradores hacia la puerta batiente que conducía a la zona de carnicería.
—Si Jake ha podido abrir la puerta, ¿por qué no la empuja del todo para que podamos verle? —preguntó Frank.
—Probablemente ha utilizado sus últimas fuerzas para conseguir abrirla —respondió Copperfield—. ¡Por el amor de Dios, su voz lo dice todo! Está absolutamente agotado…
Harker y Pascalli cruzaron la puerta batiente, detrás de los refrigeradores.
Bryce cerró la mano en torno a la empuñadura de su revólver, sin desenfundarlo.
—Todo esto no tiene ni pies ni cabeza, maldita sea —murmuró Tal Whitman—. Si realmente es Jake, si necesita auxilio, ¿por qué ha esperado hasta ahora para abrir la puerta?
—La única manera de averiguarlo es preguntándoselo —insistió el general.
—No. Me refiero a que hay una entrada posterior a esa cámara —continuó Tal—. Podría haberla abierto antes y gritar por el callejón. Con el silencio que hay en el pueblo, le habríamos oído desde el mismo hotel.
—Quizá ha estado inconsciente hasta ahora —dijo Copperfield.
Harker y Pascalli avanzaron entre los aparadores y la sierra eléctrica para la carne. La voz de Jake Johnson se dejó oír de nuevo:
«¿Viene… viene alguien? ¿Se está… acercando alguien?»
Jenny empezó a formular otra objeción.
—Ahórrate el esfuerzo —le recomendó Bryce.
—Doctora —insistió Copperfield—, ¿de verdad espera que no hagamos caso de esos gritos de auxilio?
—Claro que no —respondió ella—. Pero deberíamos esperar a encontrar un modo seguro de echar un vistazo ahí dentro.
Copperfield la interrumpió, moviendo la cabeza.
—Tenemos que prestarle ayuda sin demoras. ¡Escúchele, doctora! Está malherido.
Jake gemía de dolor otra vez.
Harker avanzó hacia la puerta de la cámara frigorífica.
Pascalli retrocedió un par de pasos y dio uno más hacia la izquierda, cubriendo lo mejor posible al sargento.
Bryce notó los músculos hechos un nudo de tensión en la espalda, en los hombros, en la nuca.
Harker llegó a la puerta.
—¡No! —exclamó Jenny en voz baja.
La puerta se abría hacia dentro. Harker adelantó el cañón de su arma y empujó la hoja hasta abrirla de par en par. Las frías bisagras crujieron y gimieron.
El sonido produjo un escalofrío a Bryce.
Jake no estaba tendido junto a la puerta. No se le veía por ninguna parte.
Más allá del sargento, no podía verse nada salvo las medias reses colgadas de los garfios, oscuras, veteadas de grasa y sanguinolientas.
Harker titubeó…
(¡No lo hagas!, pensó Bryce.)
… y luego cruzó el umbral. Penetró en la cámara agachado, mirando a la izquierda y apuntando con el fusil hacia aquel lado, para volverse casi inmediatamente a la derecha y llevar hacia allí el cañón de su arma.
A su derecha, Harker vio algo. Se incorporó de un salto, con gesto de sorpresa y temor. Al retroceder apresuradamente, trastabillando, tropezó con una pieza de ternera.
«¡Mierda!»
Harker subrayó su exclamación con una breve ráfaga de disparos de su fusil ametrallador.
Bryce dio un respingo. El estruendo del arma resonó como un trueno.
Algo tiró de la puerta por dentro y cerró la cámara.
Harker estaba atrapado allí dentro con eso. Con esa cosa.
—¡Señor! —exclamó Bryce.
Sin perder el tiempo que le habría llevado correr hasta la puerta batiente, Bryce saltó al interior del refrigerador que tenía ante él, pisando los paquetes de lonchas de queso y las porciones envueltas en plástico. Sin perder un instante, saltó al otro lado y se encontró en la zona de trabajo de la carnicería.
Se escuchó otra ráfaga de disparos, esta vez más prolongada. Quizá lo suficiente para vaciar el cargador del fusil.
Pascalli estaba junto a la puerta, tratando frenéticamente de mover la palanca.
Bryce rodeó las mesas de trabajo de los carniceros.
—¿Qué sucede?
El soldado Pascalli parecía demasiado joven para estar en el ejército. Y demasiado asustado.
—¡Vamos a sacarle de aquí! —exclamó Bryce.
—¡No puedo! ¡Esta condenada puerta no se abre!
Dentro de la cámara frigorífica, los disparos cesaron.
Y empezaron los gritos.
Pascalli insistió en mover la palanca, sin éxito.
Aunque la puerta, gruesa y aislada, amortiguaba los gritos de Harker, éstos podían oírse perfectamente, y muy pronto se hicieron todavía más sonoros. Los gemidos de agonía que transmitía el equipo de comunicaciones incorporado en el traje de Pascalli debían resultar ensordecedores, pues el soldado, de pronto, se llevó una mano a la escafandra como si quisiera cubrirse los oídos con las manos.
Bryce apartó al soldado de un empujón, agarró con ambas manos la larga palanca que aseguraba la puerta e intentó moverla hacia arriba y hacia abajo, pero no cedió un milímetro.
Dentro de la cámara, los gritos desgarradores se alzaban y enmudecían, para volver a alzarse de nuevo, cada vez más sonoros, más agudos, más espantosos.
¿Qué diablos le estaría haciendo aquello a Harker?, se preguntó Bryce. ¿Despellejarle vivo?
Volvió la vista hacia los refrigeradores. Tal había saltado también sobre éstos y se acercaba a toda prisa. El general y otro de los soldados, Fodor, venían por la puerta batiente. Frank había saltado a uno de los frigoríficos pero estaba vuelto hacia la zona principal de la tienda, cubriendo la posibilidad de que la conmoción junto a la cámara frigorífica fuera sólo una maniobra de distracción. Todos los demás formaban un grupo en el pasillo, al otro lado de los refrigeradores.
—¡Jenny! —gritó Bryce.
—¿Sí?
—¿Esta tienda tiene una sección de herramientas?
—Cosas sueltas.
—Necesito un destornillador.
—Puede ser —dijo ella, echando a correr.
Harker gritó.
¡Cielo santo, qué grito tan terrible! Como salido de una pesadilla. De un asilo de locos. Del infierno.
El mero hecho de escucharlo dejó a Bryce bañado en un frío sudor.
Copperfield se abalanzó sobre la palanca.
—¡Déjeme eso!
—Es inútil.
—¡Déjemelo!
Bryce se apartó.
El general era un tipo musculoso, el más fuerte de todos los presentes. Parecía lo bastante fuerte para arrancar de cuajo un roble centenario. Aplicando toda su energía entre maldiciones, no consiguió mover la palanca un ápice más de lo que lo había logrado Bryce.
—Esa maldita cerradura debe de estar rota o doblada —dijo Copperfield, jadeante.
Harker gritó y gritó.
Bryce pensó en la panadería de los Liebermann. El rodillo sobre la mesa. Las manos. Las manos cortadas. Así gritaría un hombre al que estuvieran cortando las manos por las muñecas.
Copperfield descargó los puños contra la puerta, de rabia y frustración.
Bryce miró a Tal. Aquello era una novedad: Talbert Whitman estaba visiblemente asustado.
Jenny apareció por la puerta batiente llamando a Bryce. Traía tres destornilladores, cada uno de ellos envuelto en su caja de cartón y plástico de brillantes colores.
—No sabía de qué tamaño lo necesitabas —explicó.
—Está bien —dijo Bryce, asiendo las herramientas—. Ahora sal de aquí en seguida. Vuelve con los demás.
Sin hacer caso de la orden, Jenny le entregó dos de los destornilladores, pero se quedó el tercero.
Los gritos de Harker se habían hecho tan espeluznantes, tan horripilantes, que ya no parecían humanos.
Mientras Bryce abría uno de los envoltorios, Jenny hizo pedazos el cartón amarillo del suyo y sacó la herramienta.
—Soy médico. Me quedo.
—Ese hombre no necesita la ayuda de un médico —dijo Bryce, abriendo frenéticamente el segundo envoltorio.
—Quizá no. Si tú pensaras que no había ninguna posibilidad, no estarías intentando sacarle de ahí.
—¡Maldita sea, Jenny!
Bryce estaba preocupado por ella, pero sabía que no conseguiría convencerla de que se alejara si ya había decidido quedarse.
Asió el tercer destornillador, empujó al general Copperfield para abrirse paso y se colocó junto a la puerta.
No podía quitar los pasadores de las bisagras. La puerta se abría hacia dentro, de modo que los goznes quedaban en la parte interior.
Pero la palanca de apertura iba sujeta a una gran caja metálica bajo la cual se encontraba el mecanismo de la cerradura. La caja estaba asegurada a la puerta mediante cuatro grandes tornillos. Bryce se acuclilló delante de ella, seleccionó el destornillador más adecuado y extrajo el primer tornillo, dejándolo caer al suelo.
Los gritos de Harker cesaron.
El silencio que siguió fue casi peor que los gritos.
Bryce sacó los tres tornillos restantes.
Seguía sin oírse el menor sonido procedente del sargento.
Cuando la caja quedó suelta, Bryce la deslizó a lo largo de la palanca hasta liberarla y la apartó a un lado. Estudió las entrañas de la cerradura y hurgó en el mecanismo con el destornillador. En respuesta, unos fragmentos rotos de metal saltaron de la cerradura; otras piezas cayeron por un espacio hueco del interior de la puerta. El mecanismo había sido destrozado desde dentro de ésta. Localizó la ranura de la apertura manual en el eje del pestillo, deslizó el destornillador por él y tiró hacia la derecha. El muelle parecía estar muy doblado o aplastado, porque apenas daba juego. Sin embargo, Bryce consiguió echar hacia atrás el pestillo lo suficiente para sacarlo del hueco del marco de la puerta; a continuación, la empujó. Se escuchó un chasquido y la gruesa hoja empezó a abrirse.
Todos, incluido Bryce, se echaron hacia atrás.
El propio peso de la puerta contribuyó lo necesario al impulso, haciendo que continuara abriéndose lentamente hacia el interior.
El soldado Pascalli cubría la abertura con su fusil, Bryce había desenfundado su revólver y Copperfield también empuñaba su arma, aunque el sargento Harker había demostrado sin dejar lugar a dudas que aquel armamento era perfectamente inútil.
La puerta terminó de abrirse.
Bryce esperaba que algo saltaría por sorpresa sobre ellos. Pero no fue así.
Al contemplar mejor el interior de la cámara frigorífica, observó que las compuertas del otro lado también estaban abiertas, contrariamente a cómo se encontraban cuando Harker había penetrado en ella, hacía un par de minutos. Más allá, se divisaba el callejón bañado por el sol.
Copperfield ordenó a Pascalli y Fodor que registraran la cámara. Los dos soldados entraron y se desviaron a izquierda y derecha, fuera de la vista de los demás.
Segundos después, Pascalli reapareció.
—Está todo limpio, señor.
Copperfield entró en la cámara, seguido por Bryce.
El fusil automático de Harker estaba en el suelo.
El sargento Harker estaba colgado entre las reses, suspendido de un enorme gancho para carne de dos puntas, afilado y siniestro, que le cruzaba el pecho.
Bryce sintió náuseas. Empezó a apartar la vista del cadáver colgado… y entonces se dio cuenta de que no se trataba realmente de Harker. Sólo era el traje y el casco de descontaminación del sargento, que permanecía allí colgado, vacío. El resistente tejido de vinilo estaba destrozado. La escafandra de plexiglás estaba rota y medio arrancada de la arandela de caucho en la que estaba firmemente sujeta.
Harker estaba fuera del traje cuando éste había sido colgado del garfio.
Pero entonces, ¿dónde estaba Harker?
Desaparecido.
Otro más. Desvanecido en el aire.
Pascalli y Fodor estaban ahora en la plataforma de carga, mirando arriba y abajo del callejón.
—Todos esos gritos —comentó Jenny, avanzando al lado de Bryce—, pero no hay rastro de sangre en el suelo ni en el traje.
Tal Whitman recogió varios casquillos escupidos por el arma automática del sargento; puñados de ellos cubrían el suelo. Los casquillos brillaron en su mano abierta.
—Hay muchos casquillos, pero apenas veo balas. Parece que el sargento acertó a su blanco. Debió de hacer al menos cien disparos. Tal vez doscientos. ¿Cuántas balas caben en uno de esos cargadores grandes, general?
Copperfield miró los relucientes casquillos pero no respondió.
Pascalli y Fodor regresaron del callejón y el primero informó:
—No hay rastro de él ahí fuera, señor. ¿Quiere que sigamos buscando por el callejón?
Antes de que Copperfield pudiera responder, Bryce intervino:
—General, por doloroso que le resulte, tiene que abandonar la búsqueda del sargento Harker. Está muerto. No tenga ninguna esperanza de lo contrario. Todo este asunto tiene que ver con la Muerte. La Muerte. Nada de toma de rehenes, de terrorismo o de gases nerviosos. No se trata de nada parecido. Aquí valen todas las suposiciones. No sé exactamente qué diablos hay ahí fuera o de dónde ha venido, pero sé que es la Muerte personificada. Ahí fuera está la Muerte en una forma que ni siquiera somos capaces de imaginar todavía, impulsada por algún propósito que tal vez nunca lleguemos a entender. El insecto que mató a Stu Wargle… no era el verdadero aspecto de esa cosa. Lo presiento. El insecto era como la reanimación del cadáver de Wargle cuando acosó a Lisa en el cuarto de aseo: era un poco de distracción… un juego de manos.
»Un fantasma —dijo Bryce—. Todavía no hemos encontrado a nuestro verdadero enemigo. Es algo que, sencillamente, se complace en matar. Puede hacerlo de manera rápida y silenciosa, como hizo con Jake Johnson. En cambio, a Harker le mató más despacio, haciéndole verdadero daño, haciéndole gritar. Lo hizo así porque quería que escucháramos sus gritos. La muerte de Harker fue, en cierto modo, lo que antes decía usted del T-139: un elemento desmoralizador. Esa cosa no se ha llevado al sargento Harker a ninguna parte. Ha acabado con él, general. Ha acabado con él. No arriesgue la vida de más hombres buscando un cadáver.
Copperfield permaneció unos instantes en silencio. Después, murmuró:
—Pero esa voz que oímos… Era Jake Johnson. Su hombre, comisario.
—No —respondió Bryce—. No creo que fuera realmente Jake. Tenía su voz, pero ahora empiezo a sospechar que estamos ante algo que imita las voces terriblemente bien.
—¿Imita? —repitió Copperfield.
Jenny miró a Bryce.
—Esos sonidos de animales por el teléfono…
—Sí. Los perros, gatos, pájaros y serpientes de cascabel, ese niño llorando… Era casi una actuación. Como si estuviera fanfarroneando: «¡Eh, mirad lo que puedo hacer! ¡Mirad lo listo que soy!». La voz de Jake Johnson sólo ha sido un personaje más de su repertorio.
—¿Adonde pretenden llegar? —quiso saber Copperfield—. ¿Están hablando de algo sobrenatural?
—No. Esto es real.
—Entonces, ¿qué es? Déle un nombre —exigió el general.
—¡No puedo, maldita sea! —replicó Bryce—. Quizá se trata de una mutación natural o incluso de algo salido de algún laboratorio de ingeniería genética. ¿Sabe usted algo al respecto, general? Quizá el ejército ha formado toda una condenada división de genetistas dedicada a crear máquinas de guerra biológicas, monstruos hechos por el hombre con el objetivo de matar y aterrorizar, criaturas compuestas a base de ADN de media docena de especies. Algo así como sacar parte de la estructura genética del cocodrilo, la cobra, la avispa, quizá incluso el oso pardo, y luego insertarle los genes de la inteligencia humana para acabarlo de redondear. Se pone todo esto en un tubo de ensayo, se incuba, se alimenta… ¿Qué saldría? ¿Qué aspecto tendría una criatura así? ¿Suena lo que digo a los desvarios de un loco? ¿A un Frankenstein con un toque moderno? ¿Habrán llegado hasta ese punto en las investigaciones con el ADN recombinante? Tal vez ni siquiera debería de haber descartado lo sobrenatural. Lo que intento decirle general, es que podríamos estar ante cualquier cosa. Por eso no puedo darle un nombre. Deje volar la imaginación, general. Por muy espantoso que sea lo que imagina, no estamos en condiciones de descartarlo. Estamos tratando con lo desconocido, y lo desconocido abarca todas nuestras pesadillas.
Copperfield le miró y observó de nuevo el traje y el casco del sargento Harker que colgaban del gancho para la carne. Por último, se volvió hacia Pascalli y Fodor.
—No buscaremos en el callejón. Probablemente el comisario tiene razón. El sargento Harker está perdido y no podemos hacer nada por él.
Por cuarta vez desde la llegada de Copperfield al pueblo, Bryce le preguntó:
—¿Aún sigue pensando que esto parece un simple incidente de guerra química o bacteriológica?
—Quizá podrían estar implicados agentes químicos o bacteriológicos, en efecto —dijo Copperfield—. Como usted ha subrayado, no podemos descartar nada. Sin embargo, no estamos ante un caso sencillo. En esto le doy la razón, comisario. Lamento haber sugerido que todos ustedes sólo estaban alucinando…
—Disculpas aceptadas —le cortó Bryce.
—¿Alguna teoría? —preguntó Jenny.
—Bien —dijo Copperfield—, quiero empezar la primera autopsia y los tests patológicos inmediatamente. Quizá no encontremos una enfermedad o un gas nervioso, pero todavía podemos encontrar algo que nos dé una clave.
—Será mejor que lo haga de prisa, general —comentó Tal—. Porque tengo el presentimiento de que se está agotando el tiempo.