CAPÍTULO 23
El equipo para las emergencias

Snowfield parecía recién aseado y tranquilo bajo la luz cristalina de la mañana. Una leve brisa mecía los árboles y no había una sola nube en el cielo.

Cuando salió del hotel en compañía de Bryce, Frank, la doctora Paige y algunos de los demás, Tal Whitman alzó la vista al sol y le vino a la memoria un recuerdo de su infancia en Harlem. Entonces siempre compraba caramelos en el quiosco de Boaz, que estaba en el otro extremo del bloque de casas donde tenía su piso la tía Becky. Sus dulces favoritos eran los de limón. Tenían el color amarillo más bonito que jamás había visto. Y ahora, esta mañana, Tal vio que el sol presentaba exactamente aquel mismo tono dorado, suspendido en el cielo como un enorme caramelo de limón. Y le vinieron a la memoria, con una intensidad sorprendente, las imágenes, sonidos y sabores del quiosco de Boaz.

Lisa avanzó al lado del teniente y todo el grupo se detuvo junto al bordillo de la acera, mirando calle abajo y aguardando la llegada de la unidad especial contra la guerra química y bacteriológica.

Al pie de la colina no había el menor movimiento. Seguía reinando un opresivo silencio. Evidentemente, el equipo de Copperfield estaba a cierta distancia.

Mientras esperaba bajo el sol de limón, Tal se preguntó si el quiosco de Boaz aún seguiría en pie. Lo más probable era que fuese otra tienda vacía como tantas, sucia y destruida. O tal vez aún seguía vendiendo revistas, tabaco y dulces como tapadera del comercio con la droga.

Con el paso de los años, Tal Whitman se había dado cuenta progresivamente de que todas las cosas tenían una tendencia a la decadencia. Un barrio bonito se convertía, sin saberse cómo, en una zona vieja; las zonas viejas pasaban a ser, con el tiempo, barrios pobres y, finalmente, se convertían en núcleos marginales. El orden daba paso al caos. Era una realidad que en estos tiempos podía apreciarse por todas partes. Más homicidios este año que el pasado. Más y más consumo de drogas, índices crecientes de robos, asaltos y violaciones… Lo que salvaba a Tal de sentirse pesimista respecto al futuro de la humanidad era su ferviente convicción de que las buenas personas —la gente como Bryce, Frank y la doctora Paige; la gente como su tía Becky— podía hacer frente a aquella marea de degeneración y tal vez incluso ganarle terreno de vez en cuando.

Pero su fe en el poder de las buenas personas y de las personas responsables estaba sufriendo una dura prueba aquí, en Snowfield. Este mal parecía invencible.

—¡Atentos! —dijo Gordy Brogan—. Oigo unos motores.

—Pensaba que no iban a llegar hasta el mediodía —comentó Tal a Bryce—. Traen tres horas de adelanto.

—El mediodía era el plazo máximo de llegada —respondió Bryce—. Copperfield quería llegar antes, si era posible. A juzgar por la conversación que tuve con él, es un organizador concienzudo, el tipo de hombre que suele conseguir de su gente exactamente lo que quiere.

—Igual que tú, ¿no? —comentó Tal.

Bryce le miró fijamente con sus ojos cálidos, adormilados.

—¿Yo? ¡Qué va! Si soy un gatito…

—Las panteras también lo son —sonrió el teniente.

—¡Ahí vienen!

Un vehículo de gran tamaño asomó al pie de Skyline Road y el ruido de su potente motor se hizo más audible.

La Unidad de Defensa Civil ABQ estaba compuesta por tres grandes vehículos. Jenny los observó mientras ascendían trabajosamente la calle larga y empinada hacia el Hilltop Inn.

Encabezando la procesión iba una casa rodante blanca, reluciente; un pesado monstruo de doce metros que parecía ligeramente modificado. No tenía puertas ni ventanas en los lados. La única entrada visible era por detrás. El parabrisas panorámico y curvo de la cabina estaba teñido muy oscuro, no se podía ver el interior y parecía hecho de un cristal mucho más grueso que el utilizado en las casas remolque normales. No llevaba identificación alguna en la carrocería: ningún nombre de proyecto o indicación de que fuera propiedad del ejército. La matrícula era la del estado de California. Evidentemente, el anonimato durante el traslado era una de las normas de Copperfield.

Detrás del primer vehículo venía un segundo, parecido al anterior. Cerraba la marcha un camión sin marcas que arrastraba un remolque de diez metros, de color gris. Incluso el camión tenía las ventanillas de cristal blindado y oscuro.

No muy seguro de que el conductor del primer vehículo hubiera visto al grupo situado ante el hotel, Bryce se adelantó unos pasos y agitó el brazo por encima de la cabeza.

El peso de las casas rodantes y del camión era, obviamente, muy considerable. Los motores rugieron y ascendieron penosamente a menos de quince kilómetros por hora, luego a menos de diez, avanzando centímetro a centímetro, gimiendo y rechinando. Cuando al fin alcanzaron el Hilltop Inn, continuaron adelante, giraron a la derecha al llegar a la esquina y se adentraron en la calle transversal que flanqueaba el hotel.

Jenny, Bryce y los demás doblaron la esquina en el momento en que la caravana motorizada se detenía. Todas las calles transversales de Snowfield se extendían por la amplia ladera de la montaña, de modo que la mayoría de ellas eran llanas. Era mucho más fácil aparcar y asegurar los tres vehículos allí que en la inclinada pendiente de Skyline Road.

Jenny se quedó junto al bordillo, contemplando la puerta trasera del primer vehículo, esperando a que saliera alguien.

Los tres motores sobrecalentados fueron apagados uno tras otro y el silencio dejó caer de nuevo su peso.

Jenny estaba más animada que en ningún otro instante desde su llegada a Snowfield. Ya estaban allí los especialistas. Como muchos norteamericanos, Jenny tenía una enorme fe en los especialistas, en la tecnología y en la ciencia. En realidad, Jenny tenía probablemente más fe que la mayoría, pues ella misma era una especialista, una mujer de ciencia. Ahora, pronto entenderían qué había matado a Hilda Beck y a los Liebermann y a los demás. Los especialistas estaban allí. Por fin, llegaba la carga de la caballería.

La puerta trasera del camión fue la primera en abrirse, y de ella saltaron unos hombres. Iban vestidos para actuar en una atmósfera contaminada con agentes biológicos. Llevaban unos trajes de vinilo herméticos, de color blanco, del estilo de los utilizados por la NASA, con grandes escafandras transparentes dotadas de voluminosas viseras. Cada hombre llevaba a la espalda su carga de aire, así como un sistema de purificación y reciclado de líquidos.

Curiosamente, al principio Jenny no pensó que los hombres parecieran astronautas. Tenían el aspecto de seguidores de alguna extraña religión, resplandecientes con sus vestimentas ceremoniales…

Media docena de ágiles hombres habían saltado del camión. Aún seguían saliendo más cuando Jenny advirtió que iban fuertemente armados. Se desplegaron a ambos lados de la caravana y tomaron posiciones entre los vehículos y el grupo de Bryce, dando la espalda a sus transportes. Aquellos hombres no eran científicos. Eran tropas de apoyo. Los nombres de los militares estaban grabados en los cascos, justo en la visera: SGTO. HARKER, SOL. FODOR, SOL. PASCALLI, TTE. UNDERHILL. Los hombres montaron las armas y apuntaron hacia el cielo, asegurando un perímetro de tal manera que impidiese cualquier interferencia.

Sorprendida y confusa, Jenny se encontró contemplando la boca del cañón de un fusil.

Bryce dio un paso hacia los soldados, al tiempo que decía:

—¿Qué diablos significa todo esto?

El sargento Harker, el más próximo a Bryce, mantuvo su arma hacia el cielo y disparó una breve ráfaga de advertencia.

Bryce se detuvo en el acto.

Tal y Frank se llevaron la mano al revólver automáticamente.

—¡No! —gritó Bryce—. ¡Nada de tiroteos, por el amor de Dios! ¡Estamos todos en el mismo bando!

Uno de los soldados habló. El teniente Underhill. Su voz surgió débilmente de un pequeño altavoz de quince centímetros cuadrados que llevaba adherido al pecho.

—Permanezcan alejados de los vehículos, por favor. Nuestro primer deber es preservar la integridad de los laboratorios, y lo haremos a cualquier precio.

—Maldita sea —protestó Bryce—, no les vamos a causar ningún problema. He sido yo quien les ha llamado.

—Quédese donde está —insistió Underhill.

Por fin se abrió la compuerta trasera del primer vehículo. Los cuatro individuos que salieron llevaban también trajes herméticos, pero no eran soldados. Se movian sin prisas e iban desarmados. Uno de ellos era una mujer; Jenny alcanzó a captar una breve imagen de un rostro femenino, oriental, increíblemente encantador. Los nombres de los cascos no iban precedidos por la abreviatura del rango: BETTENBY, VALDEZ, NIVEN, YAMAGUCHI. Aquéllos eran los físicos y científicos civiles que, en caso de extrema emergencia de guerra química o biológica, abandonarían sus vidas privadas en Los Angeles, San Francisco, Seattle y otras ciudades de la costa oeste, para ponerse a disposición del general Copperfield. Según Bryce, había uno de tales equipos en el oeste, otro en la costa este y un tercero en los estados sureños y del Golfo.

Del segundo remolque bajaron seis hombres. GOLDSTEIN, ROBERTS, COPPERFIELD, HOUK. Los dos últimos llevaban trajes sin marcas y sus nombres no aparecían en las viseras. El grupo recorrió la zona acotada por los soldados, siempre detrás de éstos, y se unieron a Bettenby, Valdez, Niven y Yamaguchi.

Los diez llevaron a cabo una breve conferencia entre ellos, mediante radios acopladas a los trajes. Jenny pudo ver cómo se movían sus labios tras las escafandras de plexiglás, pero los altavoces de sus pechos no trasmitieron una sola palabra, lo cual significaba que los recién llegados estaban en situación de desarrollar conversaciones tanto públicas como privadas.

Pero ¿por qué?, se preguntó Jenny. No tenían por qué ocultarles nada. ¿O sí?

El general Copperfield, el más alto de los diez, se separó del grupo reunido ante la parte trasera del primer vehículo, dio unos pasos hacia la acera y se acercó a Bryce.

Antes de que el general tomara la iniciativa, Bryce le espetó:

—General, exijo saber por qué nos están apuntando sus hombres.

—Lo siento —dijo Copperfield. Se volvió hacia los soldados inmóviles y les ordenó—: Está bien, soldados, no hay riesgo. Descansen.

Debido a las bombonas de aire que portaban, los soldados no podían adoptar con comodidad la posición clásica de descanso. Pese a ello, moviéndose con la fluida armonía de un equipo altamente preparado, los soldados se colgaron del hombro sus fusiles ametralladores, separaron los pies dejando entre ambos treinta centímetros, exactamente, pusieron los brazos a los costados y permanecieron inmóviles, mirando al frente.

Bryce había estado en lo cierto al decir a Tal que Copperfield parecía un tipo estricto en el trabajo. A los ojos de Jenny, era evidente que no había problemas de disciplina en la unidad del general.

Cuando se volvió otra vez hacia Bryce, Copperfield le dedicó una sonrisa desde el otro lado de la escafandra y comentó:

—¿Está mejor así?

—Mucho mejor —asintió Bryce—, pero sigo exigiendo una explicación.

—Es el POE —respondió Copperfield—. El Procedimiento Operativo Estándar. Forma parte del despliegue normal. No tenemos nada contra usted ni contra su gente, comisario. Porque usted es el comisario Hammond, ¿verdad? Le recuerdo de la conferencia del año pasado en Chicago.

—Sí, señor, soy Hammond. Pero no me ha ofrecido usted una explicación convincente, todavía. Ese POE no me basta.

—No es preciso que levante la voz, comisario. —Con una mano enguantada, Copperfield dio unos golpecitos en la caja que llevaba al pecho—. Este aparato no es sólo un altavoz. También va equipado con un micrófono extraordinariamente sensible. Verá, Hammond, si nuestro grupo acude a un lugar donde puede haber una contaminación biológica o química de carácter grave, hemos de tener en cuenta la posibilidad de que nos acose una multitud enferma o agonizante. Nosotros, sencillamente, no estamos equipados para efectuar curaciones o tan siquiera para aliviar dolores. Somos un equipo de investigación. Sólo nos ocupamos de la patología, no del tratamiento. Nuestro trabajo es descubrir todo lo que podamos sobre la naturaleza del agente contaminante para que puedan acudir detrás de nosotros los equipos médicos adecuados a dar tratamiento a los supervivientes. Pero esas personas enfermas y desesperadas podrían no comprender que no estamos en condición de tratarles y podrían atacar los laboratorios móviles llevados por la furia y la frustración.

—Y el miedo —añadió Tal Whitman.

—Exacto —asintió el general, sin comprender la ironía—. Nuestras simulaciones de tensión psicológica indican que es una posibilidad muy a tener en cuenta.

—Y si esa gente enferma y moribunda intentara perturbar su trabajo —intervino Jenny—, ¿la matarían?

Copperfield se volvió hacia ella. El sol brilló en su escafandra transformándola en un espejo y, por un instante, Jenny no pudo verle el rostro. Después, el general se movió ligeramente y su cabeza se hizo visible de nuevo, aunque no lo suficiente para permitirle a Jenny comprobar qué aspecto tenía. Era un rostro fuera de contexto, enmarcado en la parte transparente del casco.

—¿La doctora Paige, supongo? —preguntó el general.

—Sí.

—Bien, doctora, si algún terrorista o agente de un gobierno extranjero cometiera una agresión de carácter biológico contra una comunidad norteamericana, sería mi deber y el de mis hombres aislar ese microbio, identificarlo y sugerir medidas para contenerlo. Se trata de una seria responsabilidad. Si permitiera que alguien, aunque fuera una víctima doliente, nos lo impidiera, el peligro de difusión de esa posible peste aumentaría espectacularmente.

—Así pues —repitió Jenny, presionándole—, si las víctimas enfermas intentaran perturbar su trabajo, las mataría.

—Sí —respondió él, sin variar el tono de voz—. Incluso gente honrada y cabal se ve obligada a veces a escoger el mal menor.

Jenny volvió la vista hacia Snowfield, que parecía una tumba bajo el sol matinal igual que en mitad de la noche cerrada. El general Copperfield tenía razón. Cualquier cosa que pudiera hacer para proteger a su equipo sería sólo un mal menor. El mal mayor era lo que había sucedido —lo que todavía estaba sucediendo— en aquel pueblo.

Jenny no estaba muy segura de por qué se había mostrado tan quisquillosa con el general.

Quizá era porque le había concebido a él y a su equipo como la caballería, llegada justo a tiempo para salvarles. Había imaginado que todos los problemas quedarían resueltos y todas las ambigüedades se aclararían instantáneamente con la llegada de Copperfield. Al darse cuenta de que las cosas no iban a ser así, al levantar los soldados armas de verdad contra ella, su sueño se había desvanecido rápidamente. De manera irracional, había culpado de ello a Copperfield.

Era una reacción impropia de ella. Sus nervios debían de estar mucho más afectados de lo que había creído.

Bryce empezó a presentar a sus hombres al general, pero Copperfield le interrumpió.

—No pretendo ser descortés, comisario, pero no tenemos tiempo para presentaciones. Si acaso más tarde. Ahora mismo lo que quiero es ponerme en acción. Quiero ver todas esas cosas de que me habló anoche por teléfono, y quiero empezar una autopsia.

«Quiere evitarse las presentaciones porque no tiene objeto ser amable con gente que está condenada —pensó Jenny—. Si presentamos síntomas en las próximas horas, si resulta ser alguna enfermedad mental y nos volvemos locos e intentamos asaltar los laboratorios móviles, será más fácil para él ordenar que disparen contra nosotros si no nos conoce apenas.»

«¡Basta!», se dijo a sí misma, furiosa.

Después, miró a Lisa y pensó: «Dios santo, hermanita, si yo estoy así de alterada, ¿en qué estado debes encontrarte tú? Y, sin embargo, has mostrado el mismo tesón y el mismo coraje que cualquiera. Qué magnífica hermana tengo».

—Antes de que se lo enseñemos —dijo Bryce a Copperfield—, tenemos que hablarle de la cosa que vimos anoche y de lo que sucedió con…

—No, no —replicó Copperfield en tono impaciente—. Quiero ir paso a paso, viendo las cosas en el mismo orden que ustedes las descubrieron. Tenemos mucho tiempo para que me digan lo que sucedió anoche. Pongámonos en marcha.

—Verá general, para nosotros empieza a ser evidente que no puede ser una enfermedad lo que ha barrido este pueblo —protestó Bryce.

—Mi gente ha acudido aquí para investigar posibles relaciones con un episodio de guerra biológica, y eso es lo primero que haremos —replicó Copperfield—. Después, podemos investigar otras posibilidades. Es el POE, comisario.

Bryce envió a sus hombres de vuelta al Hilltop Inn, ordenando a Tal y Frank que se quedaran con él.

Jenny tomó de la mano a Lisa y las dos se encaminaron también hacia el hotel, pero Copperfield la llamó.

—¡Doctora! Espere un momento. Quiero que nos acompañe. Usted fue la primera médico en llegar al lugar. Si el estado de los cadáveres ha cambiado, usted es la mejor para notarlo.

Jenny se volvió hacia Lisa.

—¿Quieres venir?

—¿A la panadería otra vez? No, gracias —se estremeció la muchacha.

Al recordar la tétrica voz tierna e infantil que había surgido del desagüe del fregadero, Jenny le advirtió:

—No entres en la cocina. Y si tienes que ir al baño, pide a alguien que te acompañe.

—Jenny, si todos son hombres!

—No importa. Pídeselo a Gordy. El se puede quedar a la entrada del excusado, vuelto de espaldas.

—¡Jesús, qué embarazoso sería!

—¿Acaso prefieres entrar sola en esos aseos otra vez?

El rostro de Lisa empalideció en un instante.

—De ninguna manera —musitó.

—Bien. Mantente cerca de los demás. Y repito: cerca. No sólo en la misma estancia que los demás, sino en la misma parte de la sala que ellos, ¿me lo prometes?

—Prometido.

Jenny recordó las dos llamadas telefónicas de Wargle durante la recogida de material sanitario. Pensó en las abiertas amenazas que la voz había hecho. Aunque fueran las amenazas de un muerto y no debieran haber tenido el menor sentido, Jenny estaba asustada.

—Y tú, ten cuidado también —dijo Lisa.

Jenny besó en la mejilla a la pequeña.

—Ahora, date prisa y alcanza a Gordy antes de que doble la esquina.

Lisa echó a correr, mientras llamaba al agente: —¡Gordy, espera!

El joven y corpulento policía se detuvo en la esquina de la calle y volvió la cabeza.

Mientras veía correr a Lisa por la acera de empedrado, Jenny notó el corazón latiéndole aceleradamente. ¿Y si cuando regrese ha desaparecido?, se preguntó. ¿Y si no vuelvo a verla con vida?