Poco después del amanecer, la emisora de onda corta y los dos generadores de electricidad llegaron al control de carretera que marcaba el perímetro de la zona en cuarentena. Las dos furgonetas que transportaban el material iban conducidas por miembros de la Patrulla de Caminos de California. Les franquearon el paso en el control y avanzaron hasta cerca de la mitad de los seis kilómetros que median hasta Skyline Road. Una vez allí, aparcaron los vehículos y los abandonaron.
Cuando los patrulleros estuvieron de vuelta en el control policial, los agentes del condado informaron por radio a la base de Santa Mira. De allí y a continuación se dio aviso a Bryce Hammond, instalado en el hotel Hilltop Inn, de que podía continuar el plan.
Tal Whitman, Frank Autry y dos hombres más tomaron un coche patrulla hasta aquel punto de Skyline Road y se hicieron cargo de las furgonetas abandonadas. De esta forma, se mantenían las normas de aislamiento de posibles factores de enfermedad.
La emisora de onda corta fue instalada en un rincón del vestíbulo del hotel. Se recibió un mensaje de la base de Santa Mira y enviaron la respuesta. Ahora, si sucedía algo con los teléfonos, no quedarían totalmente aislados.
Una hora más tarde, uno de los generadores había sido conectado a los cables de la línea que alimentaba las farolas de Skyline Road. El otro fue incorporado a las instalaciones eléctricas del hotel. Por la noche, si el suministro principal quedara misteriosamente cortado, los generadores se pondrían en funcionamiento automáticamente. La oscuridad duraría apenas un par de segundos.
Bryce confiaba en que ni siquiera su desconocido enemigo sería capaz de apoderarse de una víctima tan de prisa.
Jenny Paige inició la mañana con un baño apresurado y poco satisfactorio, seguido de un espléndido desayuno a base de huevos, jamón, tostadas y café.
Luego, acompañada de tres hombres fuertemente armados, recorrió la calle hasta su casa, donde recogió ropa limpia para ella y para Lisa. También se detuvo en la consulta, donde preparó un botiquín con estetoscopio, esfigmomanómetro, depresores linguales, apositos de algodón, gasa, tablillas, vendas, torniquetes, antisépticos, jeringas hipodérmicas desechables, analgésicos, antibióticos y otros instrumentos y equipo que necesitaría para montar una enfermería de emergencia en un rincón del vestíbulo del Hilltop Inn.
La casa estaba en silencio.
Los agentes no dejaban de mirar alrededor con aire nervioso, y de entrar en cada nueva habitación como si sospecharan la presencia de una guillotina suspendida sobre cada puerta.
Mientras Jenny terminaba de meter en bolsas el equipo médico, sonó el teléfono de la consulta. Todos se volvieron hacia el aparato.
Sabían que sólo funcionaban dos teléfonos en todo el pueblo, y que ambos estaban en el Hilltop Inn.
El teléfono volvió a sonar.
Jenny levantó el auricular. No dijo nada.
Silencio. Jenny esperó.
Un segundo después, escuchó los gritos lejanos de unas gaviotas. Un zumbido de abejas. Un maullido de gato. Un sollozo de niño. Otro niño, riéndose. El jadeo de un perro. El chaca-chaca-cha-cha de una serpiente de cascabel.
Bryce había escuchado ruidos similares por el teléfono la noche anterior, en la comisaría, justo antes de que la criatura apareciera tras los cristales. El comisario había dicho que los sonidos le habían parecido perfectamente naturales, de animales de verdad, normales y familiares. Sin embargo, le habían inquietado aunque no supiera explicar por qué.
Ahora Jenny sabía perfectamente qué había querido decir Bryce.
Trinos de pájaros.
Ranas croando.
El ronroneo de un gato.
El ronroneo se transformó en un siseo. El siseo, en un bufido gatuno de furia. El bufido, en un breve pero terrible grito de dolor.
Y entonces oyó una voz:
«Voy a hundir mi espadón en tu apetitosa hermanita.»
Jenny reconoció la voz de Wargle. El muerto.
«¿Me oyes, doctora?»
Ella no dijo nada.
«Y no me importa en absoluto por qué lado se lo meto», añadió la voz con una risilla.
Jenny colgó de un golpe.
—Hum… no había nadie al otro lado —murmuró, resuelta a no contar lo que acababa de escuchar. Ya estaban demasiado nerviosos.
Al salir de la consulta de Jenny, pasaron por la farmacia Tayton, Vail Lañe, donde la doctora recogió otros medicamentos: más analgésicos, un amplio lote de antibióticos, coagulantes, anticoagulantes y todo lo que se le ocurrió que podría necesitar.
Cuando ya estaban terminando en la farmacia, sonó el teléfono.
Jenny era la más próxima al aparato. No quería contestar, pero no logró resistirse.
Y allí estaba aquello otra vez.
Jenny aguardó un momento. Luego dijo:
—¿Hola?
La voz de Wargle respondió:
«Voy a usar tanto a tu hermanita que no podrá andar en una semana.»
Jenny colgó.
—No había nadie —dijo a los agentes.
No estaba segura de que la creyeran. Los tres hombres le miraban fijamente las manos temblorosas.
Bryce estaba sentado en el escritorio central, hablando por teléfono con la comisaría de Santa Mira.
No se había encontrado ningún dato acerca de Timothy Flyte. No estaba buscado por ningún policía en los Estados Unidos o en Canadá. El FBI no le conocía. El nombre escrito en el espejo del baño que habían encontrado en el Candleglow Inn seguía siendo un misterio.
La policía de San Francisco, en cambio, había conseguido aportar antecedentes sobre el desaparecido matrimonio Ordnay, en cuya habitación habían descubierto el nombre. Harold Ordnay y su esposa eran propietarios de dos librerías en San Francisco. Una era una tienda al por menor como tantas. La otra era un comercio de libros raros y antiguos. Al parecer, este último era, con mucho, el más rentable. Los Ordnay eran conocidos y respetados en los círculos de coleccionistas. Según su familia, la pareja había acudido a Snowfield a pasar un fin de semana de cuatro días para celebrar su treinta y un aniversario. Los familiares no habían oído hablar de Timothy Flyte. Cuando la policía consiguió el permiso para inspeccionar la agenda personal de los Ordnay, no encontraron en la lista a nadie apellidado Flyte.
La policía todavía no había podido localizar a ninguno de los empleados de las librerías; sin embargo, esperaban hacerlo cuando las dos tiendas abrieran, a las diez de la mañana. Cabía la esperanza de que Flyte tuviera alguna relación comercial con los Ordnay y que los empleados le conocieran.
—Téngame al corriente —dijo Bryce al oficial de guardia del turno de mañana en Santa Mira—. ¿Cómo están las cosas por ahí?
—Un auténtico pandemónium.
—Se pondrán aún peor.
Cuando Bryce colgó, Jenny regresaba de su safari en busca de medicamentos y equipo sanitario.
—¿Dónde está Lisa?
—Con el grupo de la cocina —respondió Bryce.
—¿Se encuentra bien?
—Claro. Están con ella tres hombres grandes, fuertes y bien armados, ¿recuerdas? ¿Sucede algo?
—Te lo contaré más tarde.
Bryce asignó otras tareas a los tres agentes que habían escoltado a Jenny, y luego ayudó a la doctora a montar la enfermería en un rincón del vestíbulo.
—Probablemente es un esfuerzo baldío —comentó ella.
—¿Porqué?
—Hasta ahora no ha habido heridos. Sólo muertos.
—Bueno, eso podría cambiar.
—Yo creo que esa cosa sólo ataca con intención de matar. No se queda a medias tintas.
—Tal vez, pero con tantos hombres con las armas en la mano y los nervios tan exaltados, no me sorprendería que alguien hiriera accidentalmente a otro o que se atravesaran de un disparo su propio pie.
Mientras colocaba unos frascos en un cajón de la mesa, Jenny le explicó al comisario:
—Cuando estábamos en mi consulta, sonó el teléfono. Y volvió a hacerlo en la farmacia. Era Wargle.
Jenny le contó a Bryce lo sucedido.
—¿Estás segura de que era él?
—Recuerdo perfectamente su voz. Una voz desagradable.
—Pero, Jenny, ese hombre estaba…
—Lo sé, lo sé. Tenía el rostro comido y el cráneo vacío y el cuerpo sin una sola gota de sangre, lo sé. Y me estoy volviendo loca tratando de entenderlo.
—¿Alguien puede estar suplantando su personalidad?
—Si es así, hace que el mejor imitador parezca un aficionado.
—Su voz sonaba como si…
Bryce se interrumpió a media frase; tanto él como Jenny se volvieron de inmediato cuando Lisa apareció corriendo en el umbral. La pequeña les hizo un gesto.
—¡Venid, de prisa! Está sucediendo algo muy raro en la cocina.
Antes de que Bryce pudiera detenerla, Lisa echó a correr por donde había venido.
Varios hombres empezaron a ir tras ella al tiempo que sacaban sus armas, pero Bryce les ordenó detenerse.
—Quédense aquí. Continúen con sus cosas.
Jenny ya había echado a correr tras su hermana.
Bryce se apresuró a entrar en el comedor, alcanzó a Jenny, la sobrepasó, sacó el revólver y siguió a Lisa tras las puertas batientes de la cocina del hotel.
Los tres agentes asignados a la preparación de la comida y la vigilancia de la cocina —Gordy Brogan, Henry Wong y Max Dunbar—habían dejado los abrelatas y utensilios de cocina para empuñar sus revólveres reglamentarios, pero no sabían a qué apuntar. Los tres miraron a Bryce con aire desconcertado y confundido.
Demos vueltas a la zarzamora,
a la zarzamora, a la zarzamora.
En el aire sonaba una canción infantil. Era una voz de niño, clara, frágil y dulce.
Demos vueltas a la zarzamora
de buena mañana.
—El fregadero —musitó Lisa, señalando en aquella dirección.
Aturdido, Bryce se acercó al más próximo de los tres fregaderos dobles. Jenny avanzó pegada a él.
La canción había cambiado, aunque la voz era la misma:
El viejecito con el bastón
toca que toca en mi tambor
La voz infantil salía del desagüe del fregadero, como si el niño estuviera atrapado en las entrañas de las cañerías.
… el viejecito con el bastón.
Durante unos segundos, Bryce escuchó fascinado. Estaba sin habla.
Se volvió hacia Jenny. Ella le devolvió la misma mirada asombrada que Bryce había visto en el rostro de sus hombres en el instante de abrir las puertas batientes de la cocina.
—Ha empezado de repente —dijo Lisa, levantando la voz por encima de la tonada.
—¿Cuándo? —preguntó Bryce.
—Hace un par de minutos —dijo Gordy Brogan.
—Yo estaba junto al fregadero —añadió Max Dunbar, un hombre corpulento, velludo y de aspecto rudo con unos ojos castaños, cálidos y llenos de timidez—. Cuando empezó la canción… ¡Dios mío, debo de haber dado un salto de un metro!
La canción volvió a cambiar. La voz dulce fue reemplazada por un tono de piedad empalagoso, casi burlón:
El niño Jesús me ama
y yo le rezo cada mañana
—Esto no me gusta —dijo Henry Wong—. ¿Cómo es posible?
Los niños pequeños a él nos acercamos
y bajo su manto nos cobijamos.
En la canción no había nada abiertamente amenazador; sin embargo, igual que los ruidos que Bryce y Jenny habían oído por el teléfono, la tierna voz infantil que surgía de un lugar tan imposible resultaba inquietante. Tétrica.
Sí, Jesús me ama.
Sí, Jesús me ama.
Sí, Jesús…
El canto cesó bruscamente.
—¡Gracias a Dios! —dijo Max Dunbar con un estremecimiento de alivio, como si la melodiosa tonada hubiera sido insoportable al oído, desafinada y chirriante—. ¡Esa voz me estaba taladrando hasta la médula!
Cuando hubieron transcurrido unos segundos de silencio, Bryce empezó a inclinarse sobre el fregadero, a asomarse…
…Y Jenny dijo que quizá no debería…
…Y algo salió, en un estallido, de aquel agujero oscuro y redondo.
Todos lanzaron un grito, y Lisa un agudo chillido. Bryce se echó hacia atrás trastabillando, lleno de miedo y sorpresa. Maldiciéndose a sí mismo por no haber tenido más cuidado, alzó el revólver apuntando hacia la cosa que salía por el desagüe.
Pero sólo era agua.
Un chorro a presión de un agua excepcionalmente sucia, grasienta, se alzó casi hasta el techo y salpicó en todas direcciones. Fue una rociada corta, apenas un par de segundos, pero les alcanzó a todos.
Algunas gotas del líquido asqueroso salpicaron el rostro de Bryce. En la camisa aparecieron manchas oscuras. El agua apestaba.
Era exactamente lo que uno esperaría que surgiera de un conducto de aguas muertas si alguien soplara en dirección contraria: un agua marrón oscura, hilos de un cieno viscoso, fragmentos de sobras de los desayunos después de pasar por el triturador de basuras.
Gordy encontró un rollo de toallas de papel y todos se frotaron la cara con ellas e intentaron limpiar las manchas de sus ropas.
Aún estaban limpiándose, casi esperando a ver si el cántico se iniciaba otra vez, cuando Tal Whitman abrió la puerta de un empujón.
—Bryce, acabamos de recibir una llamada. El general Copperfield y su equipo han llegado al control de carreteras y les han franqueado el paso hace un par de minutos.