En el vestíbulo del Hilltop Inn, sobre un sofá color de orín colocado junto a la pared más alejada de los cuartos de aseo, Jennifer Paige estaba sentada al lado de su hermana pequeña, sosteniéndola entre sus brazos.
En cuclillas frente al sofá, Bryce apretaba entre las suyas la mano de Lisa pero, por mucho que la frotara, parecía incapaz de devolverle el calor a sus dedos helados.
Salvo los hombres de guardia, todos los demás se habían reunido detrás de Bryce, formando un semicírculo frente al sofá.
Lisa tenía un aspecto horrible. Sus ojos estaban hundidos, inquietos y temerosos. Sus facciones tenían la palidez de las baldosas blancas del aseo de señoras, sobre las cuales la habían encontrado, inconsciente.
—Stu Wargle está muerto —le volvió a asegurar Bryce.
—Quería que le… que le besara —repitió la muchacha, reafirmándose resueltamente en su extraño relato.
—Ahí dentro sólo estabas tú —dijo Bryce—. Sólo tú, Lisa.
—Wargle estaba ahí —insistió la pequeña.
—Hemos acudido corriendo cuando te hemos oído gritar. Te hemos encontrado sola…
—Estaba ahí —repitió Lisa.
—… te encontramos en el suelo, en un rincón, desmayada y fría.
—Wargle estaba ahí.
—El cuerpo está en el cuarto de servicio —explicó Bryce, apretándole la mano con suavidad—. Lo pusimos allí hace un rato. ¿Lo recuerdas?
—¿Está seguro de que todavía sigue allí? —preguntó la muchacha—. Tal vez será mejor que lo compruebe.
Bryce cruzó una mirada con Jenny y ésta asintió. Recordando que cualquier cosa era posible esa noche, Bryce se puso en pie y soltó la mano de Lisa. Después, se volvió hacia el cuarto donde habían guardado el cadáver.
—¿Tal?
—¿Sí?
—Ven conmigo.
Tal desenfundó su revólver. Bryce también sacó el suyo de la sobaquera y añadió:
—Los demás, quedaos a distancia.
Llevando a Tal a su lado, el comisario cruzó el vestíbulo hasta la puerta del cuarto y se detuvo frente a ella.
—Lisa no me parece del tipo de chicas capaces de inventar una historia tan fantástica —comentó Tal.
—A mí, tampoco.
Bryce recordó cómo había desaparecido de la comisaría el cadáver de Paul Henderson. Sin embargo, aquello había sido muy diferente, maldita sea.
El cuerpo de Paul había quedado desprotegido, accesible a cualquiera. En cambio, aquí nadie podía haberse apoderado del cadáver de Wargle —y mucho menos podía el muerto haberse levantado y echado a andar por propia iniciativa— sin ser visto por alguno de los tres agentes apostados en el vestíbulo. Y ninguno de ellos había advertido nada.
Bryce se colocó a la izquierda de la puerta e hizo un gesto a Tal para que se situara a la derecha.
Escucharon atentamente durante unos segundos. El hotel estaba en silencio y no se oía el menor ruido procedente del interior del cuarto.
Bryce se mantuvo apartado del hueco de la puerta todo lo posible, se inclinó hacia adelante al tiempo que alargaba el brazo hacia la puerta, asió el picaporte y lo hizo girar lentamente y en silencio hasta que la cerradura no dio más de sí. El comisario vaciló. Lanzó una mirada a Tal y éste le indicó que estaba preparado. Bryce respiró profundamente, empujó la puerta hacia dentro y saltó hacia atrás, apartándose del quicio de la misma.
No surgió nada de la habitación en sombras.
Tal avanzó cuidadosamente hasta el quicio de la puerta, introdujo una mano con la que tanteó la pared en busca del interruptor de la luz, y por fin lo encontró. Bryce estaba ahora en cuclillas, a la expectativa. En el mismo instante en que su compañero conectó la luz, se lanzó al interior del cuarto con el revólver en la mano, a punto para disparar.
Dos paneles gemelos situados en el techo emitieron su austera luz fluorescente que se reflejó en los bordes del fregadero de metal y en las latas y botellas de materiales para la limpieza.
El lienzo en el que habían envuelto el cadáver estaba en el suelo, junto al aparador donde habían colocado a Wargle.
El cuerpo había desaparecido.
Deke Coover era el agente de guardia en la puerta principal del hotel, pero no le fue de gran ayuda a Bryce. Se había pasado gran parte del turno de guardia vigilando Skyline Road, de espaldas al vestíbulo. Una persona podría haberse llevado el cuerpo de Wargle sin que Coover se enterara.
—Usted me dijo que vigilara la entrada, comisario —afirmó Deke—. A menos que se hubiera acompañado de una canción, Wargle podría haber salido de ahí dentro por sus propios medios y haberse paseado por el vestíbulo sin hacer ruido, incluso agitando una banderita en cada mano, y yo no me habría enterado.
Los dos agentes de guardia junto a los ascensores, cerca del cuarto de servicio, eran Kelly MacHeath y Donny Jessup. Eran dos de los hombres más jóvenes de Bryce con sus veintipocos años, pero ambos eran capaces, razonablemente experimentados y dignos de confianza.
MacHeath, un muchacho rubio y rollizo con un cuello de toro y poderosos hombros, movió la cabeza en gesto de negativa mientras decía:
—No ha entrado ni salido nadie del cuarto de servicio en toda la noche.
—Exacto, nadie —repitió Jessup, un hombre nervudo, de cabello rizado y ojos del color del té—. Le hubiéramos visto.
—La puerta está ahí mismo —indicó MacHeath.
—Y no nos hemos movido de aquí en toda la noche.
—Usted nos conoce bien, comisario —añadió MacHeath.
—Y sabe que no somos unos holgazanes —dijo Jessup.
—Cuando se supone que…
—… estamos de servicio —terminó la frase su compañero.
—¡Maldita sea!, el cuerpo de Wargle ha desaparecido. ¡Y no ha podido bajarse de ese aparador y salir por la pared! —exclamó el comisario.
—Tampoco ha podido bajarse y salir por esa puerta —insistió MacHeath.
—Wargle estaba muerto, comisario —intervino Jessup—. Yo no he llegado a ver el cuerpo con mis ojos pero, por lo que he oído, estaba más que muerto. Y los muertos se quedan quietos donde uno los deja.
—No necesariamente —replicó Bryce—. Al menos, no en este pueblo y esta noche.
Bryce penetró con Tal en el cuarto de servicio.
—No existe más salida que la puerta —comentó el comisario.
Los dos hombres recorrieron detenidamente la estancia, estudiándola.
El grifo dejó caer una gota de agua que golpeó el fondo del fregadero de metal con un leve ping.
—El conducto de la ventilación —sugirió Tal, señalando con el dedo una rejilla situada en una de las paredes, justo debajo del techo—. ¿Qué opinas de eso?
—¿Lo dices en serio?
—Será mejor echar una ojeada.
—No es lo bastante grande para permitir el paso de un hombre.
—¿Recuerdas el robo de la joyería Krybinsky?
—¿Cómo podría olvidarlo? Todavía no lo hemos resuelto, como se encarga de recordarme Alex Krybinsky cada vez que nos encontramos.
—Ese tipo entró en el sótano de la joyería por una ventana sin asegurar que casi era tan pequeña como esa rejilla.
Como todos los policías que investigan robos con escalo, Bryce sabía que un hombre de constitución normal necesita una abertura sorprendentemente pequeña para conseguir entrar en un edificio. Cualquier hueco del tamaño suficiente para introducir la cabeza basta para poder pasar todo el cuerpo. Los hombros son más anchos que la cabeza, por supuesto, pero pueden apretarse hacia adelante y contorsionarse hasta conseguir pasarlos; de igual modo, la anchura de las caderas resulta casi siempre lo bastante modificable como para poder colarse por donde lo han hecho los hombros. No obstante, Stu Wargle no había sido un hombre de constitución normal.
—La tripa de Stu se habría quedado atascada ahí como un tapón en una botella —afirmó Bryce.
Pese a todo, asió un taburete bajo que encontró en un rincón, se encaramó a él y efectuó un detenido examen de la rejilla y el conducto.
—La rejilla no está fijada con tornillos —indicó a Tal—. Se ajusta a la pared mediante un muelle, de modo que es posible que Wargle la volviera a colocar en su lugar desde el interior del conducto una vez se hubiera introducido en él, siempre que lo hiciera con los pies por delante.
El comisario quitó la rejilla de la pared, Tal le alcanzó una linterna.
Bryce dirigió el haz de luz al oscuro conducto de la ventilación y frunció el ceño. El estrecho pasadizo de metal sólo se extendía una corta distancia antes de formar un ángulo de noventa grados hacia arriba.
Bryce apagó la linterna, la devolvió a Tal y comentó:
—Imposible. Para haber pasado por ahí, Wargle habría tenido que ser menudo como Sammy Davis Jr., y flexible como el hombre de goma de un espectáculo de feria.
Frank Autry se acercó al escritorio situado en mitad del vestíbulo, convertido en centro de operaciones, tras el cual estaba sentado el comisario repasando los mensajes que habían llegado durante la noche.
—Hay una cosa que debe saber acerca de Wargle, señor.
—¿De qué se trata? —preguntó Bryce al tiempo que alzaba la vista.
—Verá… no me gusta tener que hablar mal de los muertos, pero…
—A ninguno de nosotros nos importaba mucho Stu —replicó llanamente el comisario—. Cualquier intento de honrar su recuerdo sería una hipocresía. Por tanto, si tiene algo que decir, será mejor que lo escupa, Frank.
—Habría hecho usted una buena carrera en el ejército, señor —comentó Frank con una sonrisa—. Anoche, mientras desmontábamos la emisora en la comisaría, Wargle hizo unos comentarios muy desagradables sobre la doctora Paige y su hermana.
—¿De tipo sexual?
—Exacto.
Frank le resumió la conversación que había tenido con Wargle.
—¡Señor! —exclamó Bryce, moviendo la cabeza.
—Lo que más me molestó fue lo que dijo de la chiquilla —añadió Frank Autry—. Wargle hablaba medio en serio cuando dijo que quizá se le insinuaría si surgía la oportunidad. No creo que hubiera llegado a violarla, pero era un tipo capaz de hacer un uso muy desagradable de su autoridad, de su insignia, para coaccionarla. Aunque tampoco creo que ella se dejara coaccionar; es demasiado resuelta. De todos modos, creo que Wargle tal vez lo habría intentado.
El comisario dio unos golpecitos sobre el escritorio con un lápiz, mirando al vacío con aire pensativo.
—En cualquier caso, Lisa no podía saberlo —continuó Frank.
—¿No es posible que oyera algo de la conversación?
—Imposible. No escuchó una sola palabra.
—Tal vez podía sospechar qué tipo de hombre era Wargle por el modo en que la miraba.
—Pero no podía estar segura —dijo Frank—. ¿Comprende usted dónde pretendo llegar?
—Sí.
—La mayoría de los jóvenes de su edad —continuó el agente—, si fueran a inventar una historia falsa, se contentarían con decir que les había perseguido un muerto. Generalmente, no adornarían el relato diciendo que el cadáver intentó propasarse.
—En efecto, las ideas de los chicos no suelen ser tan barrocas —asintió Bryce—. Sus mentiras suelen ser sencillas, no elaboradas.
—Exacto. Lo cierto es que Lisa dijo que Wargle estaba desnudo y que quiso besarla… Bien, a mi modo de ver, eso da verosimilitud a su historia. Ahora mismo, a todos nos gustaría convencernos de que alguien se introdujo en el cuarto de servicio y se llevó el cuerpo de Wargle. Y querríamos convencernos de que ese «alguien» colocó el cuerpo en el aseo de señoras, que Lisa lo vio, que fue presa del pánico y que se imaginó todo lo demás. Y también desearíamos creer que, cuando la muchacha se hubo desmayado, alguien sacó el cuerpo de allí de una manera increíblemente astuta. Sin embargo, esa explicación está llena de agujeros. Lo que ha sucedido es mucho más extraño que todas esas explicaciones.
Bryce dejó caer el lápiz y se recostó contra el respaldo.
—¡Mierda!, ¿cree usted en los fantasmas, Frank? ¿En los muertos vivientes?
—No. Existe una explicación real a todo esto —respondió Frank—. Algo más que una serie de galimatías supersticiosos.
—Estoy de acuerdo —asintió Bryce—. Pero Wargle tenía la cara…
—Lo sé. La vi.
—¿Cómo pudo recomponérsele? —No tengo idea.
—Y Lisa dijo que sus ojos…
—Sí, escuché lo que dijo.
—¿Has tenido en las manos alguna vez un cubo de Rubik? —preguntó Bryce tras un profundo suspiro.
—No, nunca —respondió Frank, parpadeando.
—Yo sí —continuó el comisario—. El condenado aparato casi me volvió loco al principio, pero luego le descubrí el truco y terminé por encontrar la solución. Todo el mundo lo considera un rompecabezas complicado pero, en comparación con este caso, el cubo de Rubik es un juego de niños.
—Hay otra diferencia —murmuró Frank.
—¿Cuál?
—Si no consiguen resolver el cubo de Rubik, el castigo no es la muerte.
Fletcher Kale, asesino de su esposa y su hijo, despertó antes del amanecer en su celda de la cárcel del condado, en Santa Mira. Permaneció inmóvil sobre el fino colchón de espuma con los ojos fijos en la ventana, por la que se podía ver una parcela rectangular del cielo nocturno con las primeras luces del alba.
Él no iba a pasar el resto de su vida en prisión. De ningún modo.
Le esperaba un destino magnífico. Eso era lo que nadie entendía. Todos veían al Fletcher Kale que existía ahora, pero no eran capaces de ver al que sería más adelante. Era un hombre destinado a tenerlo todo: más dinero del que podía contar, más poder del que podía imaginar, fama, respeto…
Kale sabía que era distinto de la gran mayoría de la humanidad y era ese conocimiento lo que le mantenía firme ante cualquier adversidad. La semilla de grandeza que llevaba dentro ya estaba brotando. Con el tiempo, les haría ver a todos lo equivocados que habían estado respecto a él.
Mientras permanecía acostado, contemplando la ventana cerrada con barrotes, Fletcher Kale continuó hablando consigo mismo. «La perspicacia es mi mayor don —se dijo—. Soy extraordinariamente perspicaz.»
Kale entendía que a los seres humanos, sin excepción, les movía el propio interés. No había nada de malo en ello. Estaba en la naturaleza de la especie. Así era como tenía que ser la humanidad. Sin embargo, la mayoría de la gente no podía soportar esa verdad desnuda y soñaba con conceptos denominados «elevados», como el amor, la amistad, el honor, la fidelidad, la sinceridad y la dignidad individual. La gente proclamaba su fe en todas esas cosas y más; sin embargo, en lo más hondo, todos sabían que eran estupideces. Simplemente, no podían admitirlo. Y así, se autolimitaban con un código de conducta hipócrita y autocomplaciente, con unos sentimientos nobles pero huecos, frustrando con ello sus verdaderos deseos y condenándose a sí mismos al fracaso y la infelicidad.
Estúpidos… ¡Señor, cuánto les odiaba!
Desde su particular punto de vista, Kale veía que la humanidad era, en realidad, la especie más violenta, peligrosa e implacable que existía sobre la faz de la Tierra. Y él se recreaba en ese conocimiento. Se sentía orgulloso de pertenecer a una raza como aquélla.
«Voy por delante de mi tiempo —se dijo Kale mientras se sentaba al borde del catre y posaba los pies desnudos en el frío suelo de la celda—. Soy el siguiente paso en la evolución. He evolucionado más allá de la necesidad de creer en la moralidad. Por eso me miran con tanta aversión. No es porque haya matado a Joanna y a Danny. Me odian porque soy mejor que ellos, porque estoy en más íntimo contacto con mi verdadera naturaleza humana.»
No le había quedado más remedio que matar a Joanna. Al fin y al cabo, se había negado a entregarle el dinero. Joanna había estado dispuesta a humillarle profesionalmente, a dejarle en la ruina económica y a echar a perder todo su futuro.
Había tenido que matarla, por interponerse en su camino.
Era una lástima lo de Danny. Kale lamentaba en cierto modo lo sucedido con él. Aunque no siempre. Sólo de vez en cuando. Era una pena; había sido preciso hacerlo, pero era una pena.
De todos modos, Danny siempre había sido un típico niño de mamá. En realidad, siempre se mostraba absolutamente distante con su padre y, para Kale, aquello era obra de Joanna. Probablemente, había sometido al chico a un lavado de cerebro, volviéndolo contra el padre. Al final, Danny ya no era su hijo en realidad. Se había convertido en un extraño.
Kale se tendió en el suelo boca abajo y empezó a hacer flexiones.
Uno-dos, uno-dos, uno-dos.
Tenía intención de mantenerse en forma para el momento en que se presentara la ocasión de escapar. Sabía perfectamente dónde ir cuando huyera. No hacia el oeste, no fuera del condado, no en dirección a Sacramento. Eso era lo que esperarían que hiciera.
Uno-dos, uno-dos.
Conocía un escondite perfecto. Estaba justo ahí, en el condado. No se les pasaría por la cabeza buscarle bajo sus mismas narices. Cuando transcurrieran un par de días sin encontrarle, llegarían a la conclusión de que se había largado de la zona y dejarían de buscarle activamente. Dejaría entonces que pasaran unas semanas hasta que nadie se acordara ya de él, y entonces saldría del escondite, pasaría por el pueblo y se encaminaría al oeste.
Uno-dos.
Pero antes subiría a las montañas. Allí estaba el escondite. Las montañas le ofrecerían las mejores posibilidades de eludir a la policía después de huir. Tenía un presentimiento: las montañas. Sí, se sentía atraído hacia las montañas.
El amanecer llegó a las montañas extendiéndose por el cielo como una brillante mancha que empapaba la oscuridad y la desteñía.
El bosque sobre Snowfield estaba silencioso. Muy silencioso.
En los matorrales, las hojas estaban perladas de gotas de rocío. El agradable aroma del rico humus se alzaba del mullido suelo del bosque.
El aire era frío, como si el último hálito de la noche cubriera todavía la tierra.
El zorro permaneció inmóvil sobre unas formaciones de roca caliza que se alzaban en una ladera abierta, justo por debajo de la linde del bosque. La brisa agitaba levemente su pelambre grisácea.
El aliento del animal formó una nubécula fosforescente en el aire vigorizante.
El zorro no era un cazador nocturno, pero llevaba al acecho desde una hora antes del alba. Hacía casi dos días que no comía.
No conseguía localizar ninguna presa. El bosque estaba sumido en un silencio anormal y vacío de cualquier olor a presa.
En todas sus temporadas de cazador, el zorro no había experimentado nunca un silencio tan absoluto como aquél. Los días más crudos del invierno estaban más llenos de vida que éste. Incluso en las ventiscas de enero, siempre encontraba algún rastro de sangre, algún olor a caza.
Ahora no captaba ninguno.
Ahora no había nada.
La muerte parecía haberse abatido sobre todas las criaturas de aquella parte del bosque…, salvo en un pequeño zorro hambriento. Pero allí no se apreciaba ni siquiera el olor de la muerte, ese hedor penetrante de los cuerpos muertos pudriéndose entre las matas.
No obstante, al fin, tras haber correteado entre las rocas de la excrecencia caliza teniendo cuidado de no introducir las patas en las grietas o canales que conducían a las cuevas existentes bajo los peñascos, el zorro había visto moverse algo en la ladera delante de él, algo que no había sido movido sólo por el viento. El animal se había quedado inmóvil sobre unas rocas bajas, vuelto ladera arriba y observando con atención el lindero en sombras de aquella zona del bosque.
Una ardilla. Dos ardillas. No, había bastantes más: cinco, diez, veinte. Estaban colocadas en fila, una junto a otra, en el límite de las sombras de los árboles.
Primero no había nada de caza. Ahora, aparecía en una abundancia igualmente extraña. El zorro olfateó el aire.
Aunque las ardillas sólo estaban a cinco o seis metros de distancia, no conseguía captar su olor.
Las ardillas le miraban directamente, pero no parecían asustadas.
El zorro ladeó la cabeza; la suspicacia refrenaba al hambre.
Las ardillas se movieron hacia la izquierda, todas al mismo tiempo, en un grupito apretado, y luego salieron de las sombras de los árboles, a terreno abierto, lejos de la protección del bosque, directamente hacia el zorro. Corrían atropelladamente, saltando unas sobre otras y apartándose en una frenética confusión de pieles marrones, un movimiento confuso sobre la hierba parda. Cuando se detuvieron, bruscamente y todas de golpe, estaban sólo a tres o cuatro metros del zorro, y ya no eran ardillas.
El zorro se crispó y emitió un siseo.
Las veinte pequeñas ardillas eran ahora cuatro grandes mapaches.
El zorro lanzó un sordo gruñido.
Sin hacerle caso, uno de los mapaches se levantó sobre las patas traseras y empezó a dar palmadas con las delanteras.
Al zorro se le erizó la piel del espinazo.
Olfateó el aire. No había ningún olor.
Bajó la cabeza y estudió detenidamente a los mapaches. Sus músculos se pusieron aún más tensos, no porque se dispusiera a atacar sino porque se disponía a huir.
Algo iba muy mal allí.
Los cuatro mapaches estaban ahora levantados, con las garras delanteras contra el pecho y sus blandos vientres a la vista.
Estaban contemplando al zorro.
Los mapaches no eran presas habituales de los zorros. Eran demasiado agresivos, tenían unos dientes demasiado afilados y unas zarpas demasiado rápidas. Sin embargo, aunque estaban a salvo del zorro, los mapaches no buscaban nunca la confrontación; jamás se exponían como estaban haciendo éstos.
El zorro tanteó el aire frío con la lengua.
Olfateó de nuevo y, por fin, captó un olor.
Echó las orejas hacia atrás, pegándolas al cráneo, y gruñó.
No era el olor de los mapaches. No era el olor de ninguna criatura del bosque que hubiera encontrado nunca. Era un olor desconocido, acre, desagradable. No muy intenso, pero repulsivo.
Aquel olor nauseabundo no venía de los mapaches que posaban delante del zorro. El animal no estaba muy seguro de dónde procedía. Presintiendo un grave peligro, el zorro trotó por el afloramiento calizo y se apartó de los mapaches, aunque era reacio a darles la espalda.
Sus patas se apoyaron en la dura superficie rocosa ayudándose de las garras, ladera abajo, y cruzó las losas aplanadas por el viento y la lluvia con la cola flotando tras él. Saltó una grieta de un palmo de anchura en la piedra…
… Y a medio salto fue capturado en el aire por algo oscuro, frío y pulsante.
La cosa surgió de la grieta con fuerza y velocidad brutales, asombrosas.
El grito de agonía del zorro fue breve y penetrante.
Inmediatamente después de ser atrapado, el zorro fue atraído al fondo de la grieta. Dos metros más abajo, en el fondo de la minúscula sima, había un pequeño agujero que conducía a las cuevas bajo el afloramiento calizo. El agujero era demasiado pequeño para que el zorro pasara por él; sin embargo, todavía debatiéndose, el animal fue absorbido de todos modos por él. Sus huesos se quebraron con un crujido mientras desaparecía.
No había quedado rastro.
Y todo en un abrir y cerrar de ojos. En la mitad de ese tiempo.
De hecho, el zorro había sido absorbido a las entrañas de la tierra antes de que el eco de su grito de agonía llegara rebotado de una montaña distante.
Los mapaches habían desaparecido.
Ahora, una oleada de ratones camperos llenaba las redondeadas losas de piedra caliza. Multitud de ellos. Un centenar, por lo menos.
Los ratones se acercaron al borde de la grieta.
Miraron hacia su interior.
Uno a uno, los ratones saltaron al vacío, cayeron al fondo y pasaron por la pequeña abertura natural que conducía a la caverna del subsuelo.
Pronto, todos los ratones también habían desaparecido.
Una vez más, el bosque sobre Snowfield estaba en completo silencio.