El hotel era una fortaleza.
Bryce estaba satisfecho con los preparativos que habían realizado.
Por fin, tras dos horas de ardua tarea, tomó asiento ante una mesa de la cafetería y dio unos sorbos a un café descafeinado servido en unas tazas de cerámica blanca en la que había esmaltado el anagrama azul del establecimiento.
A la una y media de la madrugada, con la colaboración de los diez agentes que habían llegado de Santa Mira, ya lo tenían casi todo dispuesto. Una de las dos salas del restaurante había sido convertida en dormitorio; en el suelo se alineaba una veintena de colchones, suficientes para acomodar a todos los componentes de uno de los turnos de guardia, incluso cuando llegara el equipo del general Copperfield. En la otra mitad del restaurante, en uno de los rincones, se habían colocado dos aparadores con bandejas para servirse uno mismo, ante los cuales podrían formarse las colas a la hora de la comida. La cocina estaba limpia y en orden. El espacioso vestíbulo había sido convertido en un enorme centro de operaciones con escritorios, mesas improvisadas, máquinas de escribir, archivadores, tableros de notas y un gran plano de Snowfield.
Además, se había realizado una minuciosa inspección de seguridad en el hotel y se habían adoptado las medidas necesarias para prevenir una irrupción del enemigo. Las dos entradas traseras —una en la cocina y la otra cruzando el vestíbulo— fueron cerradas con candado y aseguradas, además, con grandes planchas de madera encajadas bajo los barrotes y clavadas a los marcos de las puertas. Bryce había ordenado aquella precaución extraordinaria para no tener que malgastar hombres vigilando tales entradas. La puerta a la escalera de incendios fue sellada de manera similar; nada podría entrar en los pisos altos del hotel y saltar sobre los agentes por sorpresa. Ahora, sólo un par de pequeños ascensores conectaban el vestíbulo con los tres pisos superiores y, frente a las puertas, estaban apostados dos guardias. Otro de ellos vigilaba la entrada principal. Un grupo de cuatro hombres había comprobado que todas las habitaciones de los pisos superiores estuvieran vacías. Otro grupito se había asegurado de que todas las ventanas de la planta baja estuvieran cerradas con pasador; la mayoría de ellas estaban, además, atrancadas. No obstante, pese a todo, las ventanas seguían siendo los puntos débiles de aquella improvisada fortificación.
Bryce pensó que, por lo menos, si algo trataba de introducirse a través de una ventana, el sonido de los cristales al romperse les serviría de advertencia.
Durante las últimas horas, el grupo había prestado atención a muchos otros detalles. El cuerpo mutilado de Stu Wargle había quedado guardado provisionalmente en un cuarto de servicio anexo al vestíbulo. Bryce había establecido una lista de actividades y había estructurado unos turnos de guardia de doce horas para los tres días siguientes, por si la crisis se prolongaba hasta entonces. Finalmente, había decidido que no quedaba nada más por hacer hasta el amanecer.
Ahora, sentado a solas en una de las mesas redondas del comedor con la taza de café en las manos, intentó encontrar un sentido a los acontecimientos de aquella noche. Sin embargo, su mente no dejaba de darle vueltas a un pensamiento aterrador: La criatura le había sorbido a Wargle el cerebro y toda la sangre del cuerpo. Hasta la última gota. Intentó apartar de su cabeza la nauseabunda y deprimente visión del rostro destrozado del agente; se puso en pie, fue a por más café y volvió a la mesa.
El hotel estaba muy silencioso.
En otra mesa, tres de los agentes de guardia —Miguel Hernández, Sam Potter y Henry Wong— jugaban a cartas, pero sin apenas hablar. Cuando hacían algún comentario, era siempre en un susurro.
El hotel seguía silencioso.
El hotel era una fortaleza. Sí, maldita sea: una fortaleza.
Pero ¿resultaría segura?
Lisa escogió un colchón en un rincón del dormitorio, donde poder apoyar la espalda contra una pared lisa.
Jenny extendió una de las dos mantas apiladas al pie del colchón y cubrió con ella a su hermana.
—¿Quieres la otra?
—No —respondió Lisa—. Con ésta bastará. De todas maneras, me parece raro esto de acostarme vestida.
—Las cosas volverán a la normalidad muy pronto —intentó confortarla Jenny.
Sin embargo, en el mismo instante de pronunciar esas palabras se dio cuenta de que las decía sin ninguna base. —¿Vas a acostarte ya? —preguntó Lisa. —Todavía no.
—Ojalá lo hicieras. Me gustaría que te acostaras aquí, en el colchón de al lado.
—No estás sola, cariño —aseguró Jenny, acariciando el cabello de su hermana.
Algunos agentes, entre ellos Tal Whitman, Gordy Brogan y Frank Autry, se habían tendido en otros colchones. También había en la estancia tres policías fuertemente armados que montarían guardia el resto de la noche.
—No apagarán más las luces, ¿verdad? —preguntó Lisa.
—No, no podemos arriesgarnos a quedar a oscuras.
—Bien. A mí ya me parecen lo bastante mortecinas. ¿Te quedarás conmigo hasta que me duerma? —le pidió Lisa, que ahora parecía mucho menor de sus catorce años.
—Claro que sí.
—¿Te gustaría charlar?
—Sí, pero lo haremos en voz baja para no molestar a nadie. Jenny se tendió junto a su hermana con la cabeza apoyada en una mano.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó.
—No importa —respondió Lisa—. De cualquier cosa…, excepto de esta noche.
—Bueno, yo quería preguntarte algo —murmuró Jenny—. No es sobre esta noche, pero es acerca de algo que has dicho hace un rato. (iRecuerdas cuando estábamos sentadas en el banco frente al depósito de detenidos, esperando al comisario? ¿Recuerdas que estábamos hablando de mamá y tú decías que ella… solía hablar de mí con orgullo?
—¡Su hija, la doctora! —exclamó Lisa con una mueca burlona—. Oh, sí, estaba tan orgullosa de ti…
Igual que la vez anterior, la frase conmovió a Jenny.
—¿Y mamá nunca me echó la culpa de la apoplejía de papá?
—¿Por qué iba a hacerlo? —frunció el ceño Lisa.
—Bueno… porque supongo que yo le causé a papá un buen dolor en el corazón durante una época. Dolor de corazón y muchas preocupaciones.
—¿Tú? —exclamó Lisa, atónita.
—Y cuando el médico de papá no pudo controlarle la hipertensión y tuvo el ataque…
—Según mamá, lo único que has hecho mal en tu vida fue cuando decidiste teñir al gato de negro para la noche de Halloween y manchaste de pintura todo el mobiliario del porche.
—Ya se me había olvidado esa escena —se rió Jenny, sorprendida—. Sólo debía de tener ocho años, entonces.
Se sonrieron mutuamente y, en ese instante, se sintieron más hermanas que nunca. Luego, Lisa comentó:
—¿Por qué pensabas que mamá te culparía de la muerte de papá? Falleció de muerte natural. Una apoplejía, ¿no? ¿Cómo podría haber sido culpa tuya?
Jenny titubeó mientras su memoria retrocedía trece años, hasta el principio de aquella obsesión. El hecho de que su madre no le hubiera atribuido nunca la culpa de la muerte de su padre le producía un sentimiento de profunda liberación. Era la primera vez, desde que cumpliera diecinueve años, que se sentía libre.
—¿Jenny?
—¿Sí?
—¿Estás llorando?
—No, estoy bien —respondió la doctora, luchando por contener las lágrimas—. Si mamá no me culpó nunca de lo sucedido, supongo que me equivoqué considerándome a mí misma responsable. Ahora me siento feliz, cariño. Me siento muy contenta de lo que me has contado.
—Pero ¿qué creías que habías hecho? Si vamos a ser buenas hermanas, no debemos tener secretos. Cuéntamelo, Jenny.
—Es una larga historia, hermanita. Algún día te la explicaré, pero no ahora. Ahora quiero que me cuentes cosas de ti.
Charlaron de asuntos triviales durante unos minutos y a Lisa empezaron a pesarle los párpados cada vez más.
Jenny recordó los ojos amables de Bryce Hammond, con sus párpados extrañamente caídos.
Y recordó también los ojos de Jakob y Aida Liebermann, mirando fijamente desde sus cabezas cortadas.
Y los ojos del agente Wargle. Los ojos ausentes. Las cuencas vacías, chamuscadas, en aquel cráneo vacío.
Intentó apartar de sus pensamientos aquellas imágenes horripilantes, aquella repulsiva mirada de la mortífera criatura. Sin embargo, su mente continuó evocando una y otra vez la escena de espantosa violencia que había vivido un rato antes.
Jenny deseó que alguien le hiciera compañía y le hablara hasta conciliar el sueño, igual que ella estaba haciendo con Lisa. Iba a ser una noche de tensión.
En el cuarto de servicio anexo al vestíbulo y situado junto a la caja de los ascensores, la luz estaba apagada. La estancia no tenía ventanas.
Un leve olor a productos de limpieza llenaba el lugar. Abrillantador de muebles, cera para los suelos, limpiasuelos con aroma a pino y otros suministros estaban almacenados en estantes a lo largo de una de las paredes.
En el rincón de la derecha, al fondo del cuarto, había un gran fregadero de metal. Sobre él, un grifo mal ajustado dejaba caer una gota tras otra a intervalos de diez o doce segundos. Cada gota de agua producía un sordo y hueco ping al golpear el fregadero.
En el centro de la habitación, envuelto en la más absoluta oscuridad como todo lo demás, descansaba el cuerpo sin rostro de Stu Wargle sobre una mesa, cubierto con un lienzo.
Todo estaba en silencio.
Salvo el monótono ping del agua.
Una expectación sofocante impregnaba el aire.
Frank Autry se acurrucó bajo la manta con los ojos cerrados y pensó en Ruth. Su Ruth. Alta, esbelta y de dulces facciones. Ruthie, con su voz tranquila pero firme, con su risa cantarina que tanta gente encontraba contagiosa. Ruth, con la que llevaba casado veintiséis años. Ruth era la única mujer a la que había amado en su vida; todavía la amaba.
El agente había hablado con ella por teléfono unos instantes, justo antes de acostarse. Frank no había podido contarle gran cosa de lo que estaba sucediendo; le había dicho que se había decretado el estado de sitio en Snowfield, que la noticia debía mantenerse en secreto el mayor tiempo posible y que, a juzgar por cómo pintaban las cosas, no volvería a casa esa noche. Ruthie no le había presionado para que se explicara con más detalle. A lo largo de los años de servicio de Frank, Ruth había sido siempre una buena esposa de policía. Y continuaba siéndolo.
Pensar en Ruth era el principal mecanismo de defensa psicológico de Frank. En momentos de tensión, en instantes de dolor, miedo y depresión, sólo tenía que pensar en Ruth, que concentrarse en ella, y el mundo lleno de conflictos desaparecía. El agente Autry había pasado la mayor parte de su vida dedicado a un trabajo de alto riesgo, a una ocupación que rara vez le permitía olvidar que la muerte era una íntima parte de la vida. Una mujer como Ruth era, para él, una medicina indispensable. Una vacuna contra el desánimo.
Gordy Brogan tenía miedo de cerrar los ojos de nuevo. Cada vez que lo había hecho, le habían atormentado las visiones ensangrentadas que surgían de sus propias tinieblas interiores. Ahora, cubierto con la manta, mantenía sus ojos abiertos, fijos en la espalda de Frank Autry.
Redactó mentalmente una carta de dimisión a Bryce Hammond, aunque estaba dispuesto a no mecanografiarla y presentarla hasta que aquel asunto de Snowfield quedara resuelto. No quería abandonar a sus compañeros en mitad de la batalla; le parecía una actitud incorrecta. En realidad, podía resultarles de alguna ayuda teniendo en cuenta que no parecía haber muchas probabilidades de tener que disparar contra ninguna persona. Sin embargo, cuando la misión hubiera concluido, en cuanto estuvieran de regreso en Santa Mira, Gordy escribiría la carta y la entregaría en mano al comisario.
Ahora no le quedaba la menor duda: el trabajo de policía no era para él, ni lo había sido nunca.
Todavía era joven y tenía tiempo para cambiar de ocupación. Se había metido a policía, en parte, por rebeldía contra sus padres, pues era lo último que éstos habían deseado. En su casa habían observado su asombrosa facilidad para tratar a los animales, su habilidad para ganarse la confianza y la amistad de cualquier criatura de cuatro patas en un abrir y cerrar de ojos, y todos habían tenido la esperanza de que se convertiría en veterinario. Gordy siempre se había sentido asfixiado por el absorbente afecto de sus padres y, cuando éstos le empezaron a orientar hacia la carrera de veterinario, el muchacho había reaccionado contra tal posibilidad. Ahora, Gordy se daba cuenta de que tenían razón y que únicamente habían deseado lo mejor para él. En realidad, en lo más profundo de su corazón, siempre había sabido que sus padres tenían razón. Su vocación era curar, no mantener el orden.
También le había atraído en principio el uniforme y la placa, porque ser policía le había parecido una buena manera de reafirmar su masculinidad. A pesar de su tamaño y su formidable musculatura, a pesar de su acusado interés por las mujeres, siempre había creído que los demás le consideraban un andrógino. De muchacho no se había interesado nunca por los deportes, tema que obsesionaba a todos sus coetáneos varones. Y los interminables comentarios sobre los coches de carreras le habían aburrido siempre soberanamente. Los asuntos que le interesaban eran muy otros y, a juicio de algunos, parecían demasiado finos. Le gustaba pintar, aunque no tenía un talento excepcional para ello. Tocaba la trompa, le fascinaba la naturaleza y era un ávido observador de aves. Su aborrecimiento de la violencia no era cosa que hubiese adquirido de adulto; ya de niño, evitaba las confrontaciones. Su pacifismo, aunado a sus reticencias a frecuentar la compañía de las chicas, le había hecho aparecer —al menos ante sí mismo— como una persona de poca hombría. Sin embargo ahora, por fin, Gordy se daba cuenta de que no necesitaba demostrarle nada a nadie.
Ingresaría en la Facultad y se haría veterinario. Se sentiría satisfecho. Y sus padres también. Su vida volvería a avanzar por el cauce adecuado.
Cerró los ojos, suspiró y deseó que le invadiera el sueño. Sin embargo, en la oscuridad surgieron las imágenes espantosas de un montón de cabezas de perro y de gato cortadas, las imágenes desgarradoras de sus cuerpos desmembrados y torturados.
Abrió los ojos con un jadeo.
¿Qué había sido de los animales domésticos de Snowfield?
El cuarto de servicio, junto al vestíbulo.
Sin ventanas. Sin luces.
El monótono ping del agua goteando en el fregadero metálico se había detenido.
Pero ahora no había silencio. Algo se movió en la oscuridad y emitió un sonido sordo, húmedo, sigiloso mientras se arrastraba por la sala, negra como el hollín.
Jenny todavía no tenía ganas de acostarse. Acudió a la cafetería, se sirvió una taza de café y fue a hacer compañía al comisario, sentado en una mesa del fondo.
—¿Lisa duerme? —preguntó Bryce.
—Como un tronco.
—¿Qué tal te sientes? Todo esto debe de ser muy duro para ti. Todos tus vecinos, amigos…
—Me resulta difícil sentir el dolor que debiera —respondió ella—. Estoy como aturdida. Si hubiera reaccionado a cada muerte que me afecta, no habría dejado de llorar a lágrima viva desde que llegué. Por eso parece como si mis emociones permanecieran insensibles.
—Es una respuesta normal, saludable. Así estamos reaccionando todos para afrontar la situación.
Los dos tomaron un sorbo de café y charlaron un poco. Al cabo de un rato, el comisario preguntó a Jenny si estaba casada.
—No, ¿y tú?
—Lo estuve.
—¿Divorciado?
—Mi mujer murió.
—Oh, sí, por supuesto. Leí la noticia. Lo siento. Fue hace un año, ¿verdad? Un accidente de tráfico, ¿no?
—Un camión que se dio a la fuga.
Jenny estaba mirando a Bryce a los ojos y le pareció que se nublaban y perdían un poco de su color azul.
—¿Cómo está tu hijo? —preguntó la doctora.
—Continúa en coma. No creo que salga nunca de ese estado.
—Lo siento, Bryce. De veras.
El comisario cruzó los brazos delante de la taza y miró su interior.
—Con Timmy en ese estado, realmente será una bendición cuando por fin nos abandone. Durante un tiempo, lo sucedido me dejó insensible. No podía sentir nada; no sólo en el aspecto emocional, sino también en el físico. Una vez me corté el dedo mientras mondaba una naranja y estuve sangrando por toda la maldita cocina e incluso comí algunos gajos ensangrentados antes de darme cuenta de lo que sucedía. Y ni siquiera entonces noté dolor alguno. Últimamente, he empezado a experimentar cierta comprensión, cierta aceptación. —Bryce alzó la vista y encontró los ojos de Jenny—. Sucede una cosa bastante extraña: desde que he llegado a Snowfield, el velo gris ha desaparecido.
—¿El velo gris?
—Desde hace mucho tiempo, todo lo veía sin color. Todo estaba bajo una capa gris. Esta noche, en cambio… es todo lo opuesto. Esta noche ha habido tanta agitación, tanta tensión, tanto miedo, que todo me ha parecido extraordinariamente vivido.
Tras escucharle, Jenny habló de su madre, del impacto —sorprendente por su intensidad— que le había causado su muerte pese a los doce años de alejamiento prácticamente total, que deberían haber amortiguado el efecto del hecho.
Una vez más, a Jenny le impresionó la capacidad de Bryce Hammond para hacerla sentirse cómoda. Parecía que se conocían desde hacía años.
Incluso se descubrió a sí misma contándole los errores que había cometido cuando tenía dieciocho y diecinueve años, hablándole de su comportamiento infantil, obstinado y terco, que tanto dolor había causado a sus padres. Hacia el final de su primer año en la Universidad, Jenny había conocido a un hombre que la había cautivado. Su nombre era Campbell Hudson —ella le llamaba Cam— y era un estudiante graduado que le llevaba cinco años de edad. Su encanto, su actitud atenta y su apasionado acoso habían hecho perder la cabeza a la muchacha. Hasta entonces, Jenny había llevado una vida muy recogida; nunca se había atado a un novio fijo ni, en realidad, había tenido muchas citas. Era pues, un objetivo fácil. Tras enamorarse de Cam, pasó a ser no sólo su amante, sino también su apasionada alumna y discípula, casi su devota esclava.
—No te imagino sometiéndote a nadie —comentó Bryce.
—Entonces era muy joven.
—Siempre tienes una excusa aceptable.
Jenny se había ido a vivir con Cam sin tomar las suficientes medidas de seguridad para ocultar el pecado a sus padres, pues pecado era la palabra que éstos utilizarían para definir la situación de su hija. Más adelante, Jenny decidió —o, más bien, dejó que Cam decidiera por ella— que debía abandonar la Universidad y ponerse a trabajar de camarera para ayudar al chico a pagar los gastos hasta que hubiera terminado la licenciatura y el doctorado.
Una vez atrapada en el mundo egoísta de Cam Hudson, Jenny vio que éste se mostraba cada vez menos atento y menos encantador. Descubrió que Cam tenía un carácter violento. Poco después, mientras todavía estaba con Cam, murió el padre de la muchacha y Jenny, en el funeral, creyó notar que su madre le culpaba de su muerte prematura. Al mes justo del día en que fue enterrado su padre, Jenny supo que estaba embarazada. Ya lo estaba cuando se había celebrado el funeral. Cam se puso furioso e insistió en un aborto rápido. Jenny le pidió un día para pensárselo, pero él se salió de sus casillas. No estaba dispuesto a esperar ni siquiera esas veinticuatro horas y le dio tal paliza que la muchacha perdió el niño. Tras esto, todo terminó entre los dos. Jenny se hizo adulta de golpe, aunque esa brusca transformación llegaba demasiado tarde para satisfacer a su padre.
—Desde entonces —contó Jenny al comisario—, he pasado la vida trabajando duro, quizá demasiado, para demostrarle a mi madre que lo lamentaba mucho y que, en el fondo, era merecedora de su amor. He trabajado en fines de semana, he rechazado innumerables invitaciones a fiestas, apenas he hecho vacaciones en los últimos doce años… y todo para ser mejor. Nunca fui por casa con la frecuencia debida. No me sentía capaz de presentarme ante mi madre, pues podía ver en sus ojos una mirada acusatoria. Y ahora, esta noche, he sabido por Lisa algo sorprendente…
—Que tu madre nunca te echó la culpa —terminó la frase Bryce, poniendo nuevamente de relieve la asombrosa sensibilidad y agudeza de percepción que la muchacha ya había podido apreciar antes.
—Sí —asintió Jenny—. Jamás me responsabilizó de lo sucedido.
—Es probable —continuó Bryce— que incluso estuviera muy orgullosa de ti.
—Aciertas otra vez. Mamá jamás me culpó de la muerte de papá. Era yo la que me metí eso en la cabeza. La mirada acusatoria que creía ver en sus ojos sólo era un reflejo de mis propios sentimientos de culpa. —Jenny emitió una risa ronca y amarga, sacudiendo la cabeza—. Resultaría divertido si no fuera un asunto tan triste.
Jenny apreció en los ojos de Bryce Hammond la simpatía y la comprensión que había estado buscando desde el funeral de su padre.
—Somos muy parecidos en algunos aspectos —comentó Bryce—. Creo que los dos tenemos complejo de mártir.
—Ya no —respondió ella—. La vida es demasiado corta. Lo sucedido esta noche me lo ha recordado. A partir de ahora pienso dedicarme a vivir, a vivir de verdad… si Snowfield me lo permite.
—Saldremos de ésta —afirmó él.
—Ojalá pudiera estar tan segura.
—¿Sabes?, tener algo que hacer más adelante puede ayudarnos a conseguirlo. ¿Qué te parece si me das a mí algo que esperar del futuro?
—¿Eh?
—Una cita. —Bryce se inclinó hacia adelante. El cabello, tupido y de color de arena, le caía sobre los ojos—. El restaurante Gervasio's, en Santa Mira. Minestrone. Scampi con mantequilla de ajo. Un buen asado de ternera o un bisté, con guarnición de pasta. Hacen unos fideos al pesio maravillosos. Y tienen buen vino.
—Me encantaría probarlo —dijo Jenny, sonriente.
—He olvidado mencionar el pan de ajo.
—Oh, me encanta el pan de ajo.
—Y de postre, zabaglione.
—Tendrán que sacarnos a rastras —comentó ella.
—Nos ocuparemos de que nos lleven a casa en carretilla.
Continuaron charlando un par de minutos más para aligerar la tensión y, por fin, los dos se sintieron a punto para intentar conciliar el sueño.
Ping.
En el oscuro cuarto de servicio donde estaba guardado el cuerpo de Stu Wargle, el agua goteaba de nuevo en el fregadero.
Ping.
Algo continuó moviéndose sigilosamente en la oscuridad, dando vueltas y vueltas a la mesa con un ruido húmedo, aceitoso, como de algo escurriéndose en el fango.
Pero aquél no era el único sonido de la estancia; había muchos otros sonidos, todos ellos apagados y roncos. El jadeo de un perro fatigado. El bufido de un gato furioso. La risa serena, plateada y fantasmal de un niño pequeño. Luego, el gemido de dolor de una mujer. Un murmullo. Un suspiro. El trino de una golondrina, perfectamente claro pero apenas susurrado, como para no atraer la atención de los hombres apostados de guardia en el vestíbulo. Y el sonido de advertencia de una serpiente de cascabel. Y el zumbido de unos abejorros junto con el sonido siniestro, muy agudo, del vuelo de las avispas. Y el gruñido de otro perro.
Los ruidos cesaron con la misma brusquedad con que se habían iniciado.
Volvió el silencio.
Ping.
La quietud se mantuvo tal vez un minuto, rota únicamente por las gotas de agua que caían a intervalos regulares.
Ping.
En la estancia a oscuras se produjo un roce de telas. El sudario que cubría el cuerpo de Wargle. El lienzo había resbalado del cadáver y había caído al suelo.
De nuevo, el ruido de algo escurridizo.
Y el sonido de una madera seca astillándose. Un sonido quebradizo, amortiguado pero violento. Un ruido brusco y seco, como el de un hueso al quebrarse.
De nuevo, silencio.
Ping.
Silencio.
Ping. Ping. Ping.
Mientras aguardaba el sueño, Tal Whitman pensaba en el miedo. Aquélla era la palabra clave, la emoción fundamental que había forjado su carácter. Miedo. Toda su vida había sido una larga y enérgica negación del miedo, una refutación de su misma existencia. Tal se negaba a sentirse afectado, humillado o impulsado por el miedo. No estaba dispuesto a reconocer que nada le asustaba. Desde muy temprana edad, la dura experiencia le había enseñado que el mero hecho de aceptar la existencia del miedo podía dejarle expuesto a su voraz apetito.
Tal había nacido y crecido en Harlem, donde el miedo reinaba por todas partes: miedo a las bandas callejeras, a los drogadictos, a la violencia desatada, a las privaciones económicas, a verse excluido de la posibilidad de prosperar en la vida. En aquel barrio, en aquellas calles grises, el miedo acechaba para devorarle a uno en el mismo instante en que daba la menor señal de reconocerlo.
Durante su infancia, el pequeño no había estado a salvo ni siquiera en el piso que habitaba con su madre, un hermano y tres hermanas. El padre de Tal era un sociópata que solía pegar a su mujer y que sólo aparecía por la casa un par de veces al mes, por el mero placer de dar una paliza a la mujer, sin ninguna razón, y aterrorizar a los niños. Naturalmente, su madre no había sido mucho mejor que el padre. Era una mujer que bebía demasiado vino, tomaba demasiadas drogas y trataba a los hijos casi tan mal como el padre.
Cuando Tal tenía nueve años, una de las raras noches en que el padre estaba en casa, se declaró un incendio en el edificio. Tal fue el único superviviente de la familia. La madre y el padre murieron en la cama, intoxicados por el humo mientras dormían. Oliver, el hermano de Tal, y sus hermanas —Heddy, Louisa y Francesca, que todavía era un bebé — murieron también y ahora, transcurridos tantos años, al teniente le costaba a veces creer que hubieran existido realmente.
Tras el incendio, el pequeño fue a vivir con la tía Rebecca, la hermana de su madre, que también vivía en Harlem. Becky no bebía, ni consumía drogas. No tenía hijos propios pero trabajaba y asistía a una escuela nocturna. Creía en la autosuficiencia y tenía grandes esperanzas. Muchas veces, la tía Becky explicaba a Tal que no debía temerle a nada salvo al Propio Miedo, y que el Propio Miedo era como el hombre del saco: una sombra a quien no merecía la pena temer.
—Dios te ha concedido salud, Talbert, y un buen cerebro. Si te desvías del buen camino, será culpa tuya y de nadie más.
Con el amor, la disciplina y la guía de la tía Becky, el pequeño Talbert había llegado a considerarse prácticamente invencible. No le asustaba nada en la vida, y tampoco le tenía miedo a la muerte.
Ésa fue la razón de que años después, tras sobrevivir al tiroteo de la tienda de comestibles de Santa Mira, hubiera sido capaz de decirle a Bryce Hammond que el episodio había sido un sencillo juego de niños.
Ahora, por primera vez en muchos, muchísimos años, se sentía atenazado por el miedo.
Pensó en Stu Wargle y el nudo de su estómago se hizo más tenso, contrayéndole las entrañas.
La extraña criatura le había devorado los ojos.
El Propio Miedo.
Pero este hombre del saco era real.
Faltando medio año para su treinta y un aniversario, Tal Whitman estaba descubriendo que todavía podía sentir miedo por mucho que insistiera en negarlo. Su intrepidez le había acompañado largo tiempo pero, en contraposición a todo cuanto había creído hasta entonces, se daba cuenta de que había ocasiones en que sentir miedo era también una demostración de inteligencia.
Poco antes del alba, Lisa despertó de una pesadilla que no pudo recordar.
Vio que Jenny y los demás estaban durmiendo y se volvió hacia las ventanas. Fuera, Skyline Road aparecía engañosamente pacífica con la proximidad del fin de la noche.
Le entraron ganas de orinar. Se levantó y avanzó en silencio entre dos hileras de colchones. A la entrada de la sala habilitada como dormitorio, sonrió al agente de guardia y éste le guiñó un ojo en respuesta.
En el comedor había otro hombre leyendo una revista.
Ya en el vestíbulo, dos hombres más estaban apostados junto a la puerta del ascensor. Las dos hojas de la puerta de entrada al hotel, de madera de roble pulimentada, cada una de las cuales tenía un óvalo de cristal en su centro, permanecían cerradas; pese a ello, un tercer agente permanecía de guardia junto a la puerta. Empuñaba un fusil y observaba el exterior por uno de los óvalos, vigilando por si algo se acercaba al edificio.
Un cuarto hombre se hallaba en el vestíbulo. Lisa había hablado con él antes de acostarse: era un agente llamado Fred Turpner, un hombre calvo y de rostro encarnado. Turpner estaba sentado ante el escritorio más grande, al cuidado del teléfono. Debía de haber sonado con frecuencia durante la noche, pues la muchacha advirtió un par de hojas de papel oficial llenas de mensajes. Mientras Lisa pasaba cerca del escritorio, el aparato volvió a sonar. Fred alzó una mano para saludar a la muchacha y después descolgó el auricular.
Lisa fue directamente a los aseos, situados en un rincón del vestíbulo. Sobre dos puertas idénticas, podía leerse:
CONEJITAS / CERVATILLOS
La broma no guardaba coherencia con el resto del Hilltop Inn.
Lisa abrió la puerta con el rótulo de CONEJITAS. Los aseos se había considerado lugar seguro porque no tenían ventanas y sólo se podía acceder a ellos desde el vestíbulo, donde siempre había vigilantes. El aseo de señoras era limpio y espacioso, con cuatro lavabos y otros tantos retretes. El suelo y las paredes estaban cubiertos de azulejos de cerámica blanca con un marco de losetas azul marino en el suelo y en la parte superior de las paredes.
Lisa utilizó el primer excusado y, a continuación, el lavabo más próximo a la puerta. Cuando terminó de secarse las manos y alzó la mirada al espejo que tenía delante, le vio. Vio a Wargle, al muerto.
Estaba detrás de ella, a unos tres metros, en mitad de la estancia. Sonriendo.
Lisa se volvió en redondo, convencida de que era algún tipo de defecto del espejo, algún truco óptico. Seguro que aquella visión no estaría allí cuando se diera media vuelta.
Pero sí estaba. Desnudo. Con una sonrisa obscena en los labios.
El rostro de Wargle había recuperado la carne: sus fuertes mandíbulas, la boca de labios gruesos y aspecto grasiento, la nariz de cerdo, los ojillos vivarachos. La carne volvía a estar intacta, por arte de magia.
Era imposible.
Antes de que Lisa pudiera reaccionar, Wargle se situó entre ella y la puerta. Sus pies desnudos hicieron un ruido llano, como un chapoteo, sobre el suelo enlosado.
Alguien golpeaba la puerta.
Wargle no parecía oírlo.
Golpeaba y golpeaba y golpeaba…
¿Por qué no se decidían a abrir la puerta y entrar?
Wargle extendió los brazos e hizo gestos a Lisa con las manos para que se acercara. Seguía sonriendo.
A Lisa le había caído mal Stu Wargle desde el mismo instante de conocerlo. Le había pillado mirándola cuando creía que ella no se daba cuenta, y la expresión que Lisa había visto en sus ojos había resultado perturbadora.
—Ven aquí, encanto —dijo Wargle.
Lisa miró hacia la puerta y comprendió que nadie la golpeaba. Sólo estaba escuchando el frenético latir de su propio corazón.
Wargle se pasó la lengua por los labios con gesto obsceno.
De pronto, Lisa soltó un jadeo que la sorprendió a ella misma. Había quedado paralizada hasta tal punto por la vuelta del reino de los muertos de aquella figura amenazadora que hasta se le había olvidado respirar.
—Ven aquí, golfilla.
Lisa intentó gritar. No pudo.
Wargle se tocó con ademán pornográfico.
—Apuesto a que te gustaría probar esto, ¿no? —dijo sonriendo, con los labios humedecidos por una lengua que no dejaba de agitar vorazmente.
Una vez más, Lisa intentó gritar. Una vez más, no pudo. Apenas era capaz de aspirar el aire que con tanta urgencia necesitaban sus pulmones.
No puede ser real, se dijo a sí misma.
Si cerraba los ojos unos segundos, si los apretaba con fuerza y contaba hasta diez, cuando volviera a abrirlos seguro que el espectro habría desaparecido.
—Golfilla…
Era una ilusión. Quizá era parte de un sueño. Quizá su ida al baño formaba parte también, en realidad, de la misma pesadilla.
Pero Lisa no puso a prueba su teoría. No cerró los ojos ni contó hasta diez. No se atrevió.
Wargle dio un paso hacia ella, sin dejar de gesticular.
«No es real. Es una ilusión.»
Otro paso.
«No es real. Es una ilusión.»
—Ven aquí, encanto, déjame acariciar esas tetitas.
«No es real, es una ilusión, no es real, es una…»
—Te va a encantar, monada. Lisa retrocedió, apartándose de él.
—Tienes un cuerpecito precioso, encanto. Realmente precioso.
El espectro continuó su avance.
Ahora, la luz quedaba detrás de él… y la sombra de su cuerpo cubrió a la muchacha.
Los fantasmas no producían sombras.
Pese a las risas y a su sonrisa imperturbable, la voz de Wargle se hacía cada vez más áspera, más desagradable.
—Estúpida putilla. Te voy a dejar bien, realmente bien. Mucho mejor que cualquiera de esos estudiantinos te ha dejado nunca. Cuando haya terminado contigo, no vas a poder caminar derecha en una semana, encanto.
Su sombra cubrió por entero a la muchacha.
El corazón le latía a Lisa con tal fuerza que parecía a punto de saltar de su pecho. La pequeña retrocedió más y más… pero pronto topó con la pared. Estaba en una esquina del cuarto de aseo.
Buscó algo que pudiera servirle de arma, algo que pudiera arrojarle, por lo menos. No encontró nada.
Cada respiración le costaba más esfuerzo que la anterior. Se sentía mareada y débil.
«No es real. Es una ilusión.»
Pero no pudo seguir engañándose por más tiempo. No podía seguir creyendo que se trataba de un sueño.
Wargle se detuvo a la distancia de un brazo de la muchacha y la contempló con expresión de voracidad. Primero, se meció de un lado a otro; después, se balanceó adelante y atrás sobre las almohadillas de sus pies desnudos, como si se sintiera transportado por alguna música interior, lúgubre e inconexa.
El espectro cerró sus ojos odiosos, moviéndose en un estado de aparente somnolencia.
Transcurrió un segundo.
«¿Qué hace ahora?»
Dos segundos, tres, seis, diez.
Sus ojos continuaron cerrados.
Lisa se sintió arrastrada a un torbellino de histeria.
Tal vez podría aprovechar que el espectro tenía los ojos cerrados para escabullirse… ¡No, Dios santo! Estaba demasiado próximo. Para escapar, tendría que rozarle. ¡Señor! ¿Rozar a aquel muerto viviente? Jamás! Si le tocaba, tal vez despertaría de su trance o lo que fuera y la agarraría, y sus manos estarían frías, mortalmente frías. No podría reunir el valor necesario para tocarlo. Imposible.
Entonces, la chiquilla advirtió que estaba sucediendo algo extraño tras los párpados de Wargle. Era un movimiento agitado, anormal. En unos instantes, los párpados habían dejado de adecuarse a la curvatura de los globos oculares.
El espectro abrió los ojos.
Y no tenía ojos.
Bajo los párpados sólo había dos cuencas negras, vacías.
Por fin, Lisa lanzó un grito. Sin embargo, el chillido que salió de su boca estaba fuera del alcance de un oído humano. El aliento salió de ella a la velocidad de un tren expreso y Lisa notó que su garganta trabajaba entre convulsiones, pero no surgió de sus labios sonido alguno que pudiera traer ayuda.
Sus ojos.
Aquellos ojos vacíos.
Lisa tuvo la certeza de que aquellas cuencas huecas todavía podían verla, que la absorbían con su vacío.
La sonrisa no se había borrado del rostro de Wargle.
—Gatita… —susurraron sus labios.
Lisa lanzó de nuevo su mudo grito.
—Gatita. Bésame, gatita…
De algún modo, aquellas cuencas rodeadas de hueso, oscuras como la medianoche, conservaban un aire de malévola consciencia.
—Bésame.
«¡No!»
«Que me muera —rogó Lisa—. ¡Dios mío, por favor, haz que muera ahora mismo!»
—Quiero chuparte esa lengua jugosa —murmuró Wargle con voz imperiosa, estallando luego en una risotada.
Alargó la mano hacia la muchacha.
Ella se apretó contra la firme pared del fondo.
Wargle le tocó el rostro.
Ella le esquivó e intentó apartarse.
Las puntas de sus dedos se deslizaron un instante por la mejilla de Lisa.
La mano era helada y resbaladiza.
Lisa escuchó un gemido seco, espectral y débil, un «uh-uh-uh-uhhhhh» sobrecogedor, y comprendió que estaba oyendo su propia voz.
Notó un olor extraño, acre. ¿Era el aliento de Wargle? ¿El aliento viciado de un muerto, expelido de unos pulmones descompuestos? ¿Respiraban los muertos vivientes? El hedor era leve, pero insoportable. Lisa sintió náuseas.
El espectro bajó el rostro hacia ella.
La muchacha contempló sus ojos huecos y la negrura que parecía agitarse en su fondo. Era como estar viendo por dos aberturas las cámaras más profundas del Infierno.
La mano del muerto se apretó en torno al cuello de Lisa.
—Dame… —le ordenó.
Lisa tuvo que aspirar su repulsivo aliento.
—… un besito.
Lisa exhaló un nuevo grito.
Esta vez, el grito no fue silencioso. En esta ocasión, emitió un chillido que pareció a punto de romper los espejos del aseo y resquebrajar las losetas de cerámica.
Mientras el rostro muerto y sin ojos de Wargle descendía sobre ella lenta, lentísimamente, y mientras escuchaba el eco de su propio grito resonar en las paredes, el torbellino de histeria en el que había estado dando vueltas se convirtió, ahora, en un torbellino de oscuridad que la arrastró hacia el olvido.