Cuando llegó la medianoche a California, eran las ocho de la mañana del lunes en Londres.
El día era deprimente. Nubes grises cubrían la ciudad y, desde antes del amanecer, caía una llovizna suave y persistente. Los árboles, empapados, se alzaban desnudos y las calles emitían un oscuro reflejo. Los transeúntes de las aceras parecían llevar paraguas negros.
En el hotel Churchill, en Portman Square, la lluvia repicaba en los cristales y caía en lágrimas que distorsionaban la visión desde el comedor. De vez en cuando, el brillante destello de un relámpago traspasaba las cristaleras perladas de gotas y, por unos instantes, éstas depositaban una sombra en los manteles blancos, impolutos.
En una de las mesas junto a las ventanas se encontraba Burt Sandler, un neoyorquino en viaje de negocios, preguntándose cómo diablos haría para justificar el importe de la factura del desayuno en su cuenta de gastos. Su invitado había empezado pidiendo una botella de buen cava francés, que no era precisamente barato. Con el cava, el hombre había pedido caviar —¡cava y caviar para desayunar!— y fruta fresca de dos clases. Y era evidente que el tipo todavía no había terminado de pedir.
Al otro lado de la mesa, el doctor Timothy Flyte, objeto del asombro de Sandler, estudió la carta con deleite infantil.
—Y quisiera un par de croissants —dijo al camarero.
—Sí, señor —respondió éste.
—¿Están crujientes?
—Sí, señor. Mucho.
—Espléndido. Y huevos —continuó Flyte—. Dos sabrosos huevos, naturalmente; poco hechos, con tostadas y mantequilla.
—¿Tostadas? —preguntó el camarero—. ¿Además de los croissants, señor?
—Sí, sí —dijo Flyte, jugueteando con el cuello, ligeramente gastado, de su camisa blanca—. Y una loncha de jamón con los huevos.
El camarero parpadeó y asintió. Flyte levantó por fin los ojos de la carta y miró a Burt Sandler.
—¿Qué es un desayuno sin una loncha de jamón, no le parece?
—Yo también soy un amante de los huevos con jamón —asintió Burt Sandler con una sonrisa forzada.
—Muy inteligente por su parte —replicó Flyte con voz complacida.
Las gafas de fina montura metálica se le habían deslizado por la nariz y ahora colgaban sobre la punta de ésta, chata y enrojecida. Con uno de sus dedos largos y delicados volvió a colocarlas en su sitio.
Sandler advirtió que el puente de la montura estaba roto y vuelto a soldar. La reparación era tan chapucera que Sandler sospechó que Flyte había efectuado la soldadura por sus propios medios para ahorrar dinero.
—¿Tiene unas buenas salchichas de cerdo? —preguntó Flyte al camarero—. Sea sincero conmigo. Pienso devolverlas inmediatamente si no son de la más alta calidad.
—Tenemos unas salchichas excelentes —le aseguró el camarero—. Yo también soy aficionado a ellas.
—Traiga salchichas, entonces.
—¿En lugar del jamón, señor?
—No, no, no. Además del jamón —respondió Flyte, como si la pregunta del camarero no sólo fuera curiosa, sino un signo de estupidez.
Flyte tenía cincuenta y ocho años pero parecía diez años más viejo. Su cabello crespo y cano formaba ligeros rizos en la parte superior de su cabeza y sobresalía en torno a sus grandes orejas como si estuviera erizado de electricidad estática. Tenía el cuello larguirucho y lleno de arrugas, los hombros estrechos y un cuerpo en el que destacaban más los huesos y cartílagos que la musculatura. Su aspecto permitía dudar de que fuera capaz de comer todo lo que había pedido.
—Traiga patatas —continuó Flyte.
—Muy bien, señor —dijo el camarero, tomando nota en una hoja de su bloc, en la que apenas quedaba ya espacio para escribir.
—¿Tienen pasteles? —quiso saber Flyte.
El camarero, un modelo de paciencia y buen trato a la vista de las circunstancias, no hizo la menor alusión a la asombrosa glotonería de Flyte pero se volvió hacia Burt Sandler como diciéndole: «¿Tiene su abuelo alguna enfermedad senil incurable, o es, a su edad, un corredor de maratón que necesita grandes cantidades de calorías?»
Sandler se limitó a sonreír. Mirando de nuevo a Flyte, el camarero respondió:
—Sí, señor, tenemos pasteles de varias clases. Hay un delicioso…
—Traiga un surtido —le interrumpió Flyte—. Al final del desayuno, naturalmente.
—Déjelo de mi cuenta, señor.
—Bien, muy bien. ¡Excelente! —exclamó Flyte, radiante.
Por último, casi a regañadientes, cerró la carta.
Sandler estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio. Mientras el profesor Flyte enderezaba el clavel del día anterior que llevaba en la solapa de su traje azul, algo lustroso, Sandler pidió un zumo de naranja, huevos, jamón y una tostada. Cuando terminó de pedir, Flyte se inclinó hacia adelante en su silla, con aire conspirador.
—¿Tomará usted un poco de cava, señor Sandler?
—Creo que tomaré un par de copas —respondió Sandler, con la esperanza de que el líquido burbujeante liberara su mente y le ayudara a formular una explicación creíble para aquel despilfarro, una explicación que convenciera incluso a los meticulosos empleados de la sección de contabilidad, que estudiarían aquella factura con microscopio electrónico.
Flyte se volvió al camarero.
—Entonces, quizá será mejor que traiga dos botellas.
Sandler, que estaba tomando un sorbo de agua helada, estuvo a punto de atragantarse.
El camarero se alejó y Flyte echó una ojeada por la ventana veteada por la lluvia.
—Un tiempo de perros. ¿El otoño también es así en Nueva York?
—Tenemos bastantes días de lluvia, pero el otoño puede ser realmente magnífico en Nueva York.
—Aquí también —respondió Flyte—, aunque imagino que tenemos muchos más días así que ustedes. La fama de lugar húmedo que tiene Londres no es del todo inmerecida.
El profesor insistió en charlar de trivialidades hasta que les sirvieron el cava y el caviar, como si temiera que, una vez tratado el asunto que les había llevado allí, Sandler se apresuraría a cancelar el resto del desayuno.
Mientras, Sandler pensó para sí que estaba ante un auténtico personaje sacado de Dickens. Cuando hubieron brindado a la salud de ambos, tras dar un sorbo a su copa, Flyte dijo por fin:
—Así que ha venido de Nueva York para verme, ¿no es eso?
Sus ojos expresaban contento y curiosidad.
—En realidad, para ver a varios escritores —respondió Sandler—. Hago el viaje una vez al año para sondear los libros que se están escribiendo. Los autores británicos son populares en Estados Unidos. Sobre todo, los que se dedican a la novela de acción.
—¿MacLean, Follett, Forsythe, Bagley y esa gente?
—Sí. Algunos de ellos son muy populares.
El caviar era soberbio. A instancias del profesor, Sandler probó un poco con cebolla picada. Flyte untó un pedazo de tostada con una cucharadita de huevas y lo engulló sin más aditamentos.
—Pero no sólo busco novela de acción. Voy tras libros muy diversos. De autores desconocidos, incluso. Y en ocasiones sugiero proyectos, incluso, cuando tengo un tema para un autor en concreto.
—Al parecer, tiene usted algo en mente para mí.
—En primer lugar, permítame decirle que leí El antiguo enemigo cuando se publicó, y que lo encontré fascinante.
—Sí, hubo algunas personas a quienes les pareció fascinante —replicó Flyte—, pero la mayoría se enfureció al leerlo.
—He sabido que el libro le creó algunos problemas.
—Eso fue prácticamente lo único que me dio.
—¿Por ejemplo?
—Hace quince años perdí mi cargo en la Universidad. Tenía entonces cuarenta y tres, justo la edad en que la mayoría de académicos consiguen la seguridad en el empleo.
—¿Perdió su cargo por culpa de El antiguo enemigo?
—Bueno, no lo dijeron tan descaradamente —respondió Flyte, llevándose a la boca una buena porción de caviar—. Eso les habría hecho parecer demasiado intolerantes. Los administradores de la facultad, el jefe del departamento y la mayoría de mis distinguidos colegas prefirieron atacarme indirectamente. Mi querido señor Sandler, la competencia entre políticos locos por el poder y las maquiavélicas puñaladas por la espalda de los ejecutivillos de una gran empresa no son nada, en cuanto a crueldad y rencor, si se comparan con la conducta de los miembros del claustro académico que, de pronto, ven una oportunidad para ascender en el escalafón universitario a expensas de un colega. Propagaron rumores sin fundamento, rumores escandalosos sobre mis preferencias sexuales, sugerencias de confraternización íntima con las alumnas. Y ya puestos, con los alumnos. Ninguna de estas calumnias fue mencionada nunca abiertamente en un foro donde yo pudiera refutarlas. Sólo eran rumores susurrados a mis espaldas. Pura ponzoña. Luego, de forma más abierta, realizaron educadas sugerencias hablando de incompetencia, exceso de trabajo, fatiga mental. Me dejaron en el ostracismo y no lo pude soportar. Dieciocho meses después de la publicación de El antiguo enemigo, me marché. Y ninguna otra Universidad me quiso, excusándose en mi reputación deshonrosa. Naturalmente, la auténtica razón era que mis teorías resultaban demasiado atrevidas para los gustos académicos. Fui acusado de intentar ganar una fortuna complaciendo el gusto del hombre corriente por la pseudociencia y el sensacionalismo, de poner en venta mi credibilidad.
Flyte hizo una pausa para beber un sorbo de cava y lo paladeó. Sandler estaba realmente asombrado de lo que Flyte le había contado.
—¡Pero eso es ultrajante! Su libro era un tratado para eruditos. En ningún momento estuvo dirigido a las listas de ventas. El hombre de la calle habría tenido enormes dificultades para leer El antiguo enemigo. Hacer una fortuna con ese tipo de obra es prácticamente imposible.
—Hecho que pueden certificar mis declaraciones de derechos de autor —asintió Flyte mientras terminaba de comerse el caviar.
—Usted era un arqueólogo respetado —dijo Sandler.
—Bueno, en realidad nunca lo fui demasiado… —replicó Flyte, medio disculpándose—. Aunque, desde luego, no fui nunca una oveja negra de la profesión, como tan a menudo se ha sugerido después. Si la conducta de mis colegas le parece increíble, señor Sandler, es porque no comprende la naturaleza del animal. Me refiero al animal científico. Los académicos están educados para creer que todo conocimiento nuevo llega a base de pequeños pasos, de granitos de arena apilados uno sobre otro. Y, de hecho, es así como se consigue gran parte del conocimiento. Por lo tanto, los científicos no están nunca bien dispuestos hacia esos visionarios que elaboran nuevos análisis con los cuales transforman completamente, de la noche a la mañana, todo un campo de la ciencia. Copérnico fue ridiculizado por sus contemporáneos por creer que los planetas daban vueltas al sol. Naturalmente, ha resultado que Copérnico tenía razón. En la historia de la ciencia hay incontables ejemplos parecidos. —Flyte se sonrojó y tomó un nuevo trago de cava—. No es que pretenda compararme con Copérnico ni con cualquier otro de esos grandes hombres; sólo intento explicar por qué mis colegas estaban condicionados para volverse contra mí. Debería haberlo presentido.
El camarero se acercó para retirar el plato del caviar y sirvió el zumo de naranja de Sandler y la fruta fresca de Flyte. Cuando los dos comensales quedaron solos de nuevo, Sandler preguntó:
—¿Sigue convencido de que su teoría tenía validez?
—¡Absolutamente! —respondió Flyte—. Es todo cierto o, al menos, existen unas posibilidades casi totales de que lo sea. La historia está llena de misteriosas desapariciones en masa a las cuales historiadores y arqueólogos no encuentran explicación lógica.
Los ojos fríos y húmedos del profesor se hicieron intensos y escrutadores bajo sus despeinadas cejas canosas. Se inclinó hacia adelante sobre la mesa, clavando en Burt Sandler una mirada hipnótica.
—El diez de diciembre de mil novecientos treinta y nueve —dijo Flyte—, cerca de las colinas de Nanking, un ejército de tres mil soldados chinos, camino del frente para combatir a los japoneses, desapareció sin dejar rastro antes de llegar a la línea de vanguardia. No se encontró un solo cuerpo, una tumba, un testigo de lo sucedido. Los historiadores militares japoneses no han encontrado nunca una mención de que alguna unidad hubiera combatido con esa concreta fuerza china. En los campos por los que cruzaron los soldados desaparecidos ningún campesino escuchó disparos u otras señales de confrontación. Un ejército evaporado en el aire. Y en mil setecientos once, durante la guerra de Sucesión española, cuatro mil soldados iniciaron una expedición a los Pirineos. Hasta el último hombre desapareció en territorio propio, en una zona que conocían bien, antes de establecer el primer campamento nocturno.
Flyte seguía tan entusiasmado por el tema como diecisiete años atrás, cuando había escrito el libro. Se había olvidado por entero de la fruta y el cava y contemplaba a Sandler como si le desafiara a poner en duda su escandalosa teoría.
—A mayor escala —continuó el profesor—, piense en las ciudades mayas de Copan, Piedras Negras, Palenque, Menché, Seibal y varias más que fueron abandonadas de la noche a la mañana. En el año seiscientos diez de nuestra era, aproximadamente, decenas y hasta miles de mayas dejaron sus casas en un plazo de una semana, de un solo día, quizá. Parece que algunos huyeron hacia el norte y fundaron otras ciudades, pero existen datos de que innumerables miles desaparecieron sin dejar rastro. Y todo ello en un lapso de tiempo increíblemente breve. No se preocuparon de recoger muchos de sus objetos de alfarería, herramientas, utensilios de cocina… Mis eruditos colegas dicen que la tierra en torno a esas ciudades mayas se hizo poco fértil, lo cual provocó la migración de ese pueblo hacia el norte, donde la tierra fuese más productiva. Sin embargo, si ese gran éxodo fue planificado, ¿por qué abandonaron tantas pertenencias? ¿Por qué se dejaron el preciado grano de maíz para la siembra? ¿Por qué no regresó nunca un solo superviviente para saquear los tesoros abandonados en esas ciudades? —Flyte golpeó ligeramente la mesa con el puño—. ¡Es ilógico! Los emigrantes no emprenden un viaje largo y arduo sin preparación, sin llevar con ellos todos los instrumentos que puedan serles de utilidad. Además, en algunas de las casas de Piedras Negras y Seibal, existen evidencias de que algunas familias partieron después de preparar elaborados platos… pero antes de comerlos. Esto parece indicar, sin duda, que la partida fue repentina. Ninguna de las teorías actuales responde adecuadamente a esas preguntas… salvo la mía, por extraña, rocambolesca e imposible que parezca.
—Aterradora, lo es —añadió Sandler.
—Exacto —asintió Flyte.
El profesor se arrellanó en su silla, sin aliento. Advirtió que tenía vacía la copa, la llenó, la vació de nuevo de un trago y se relamió.
El camarero se acercó a llenarles las copas.
Flyte devoró ávidamente la fruta, como si temiera que el camarero fuese a llevarse las fresas de invernadero antes de poderlas probar.
Sandler sintió lástima por el pobre hombre que tenía delante. Era evidente que había pasado mucho tiempo desde que el profesor comiera por última vez un menú caro en una atmósfera elegante.
—Me acusaron de intentar explicar todas las desapariciones misteriosas de la historia, desde los mayas al juez Crater y Amelia Earhart, todo en una misma teoría. Es una absoluta falacia. Yo nunca mencioné al juez o a esa infortunada aviadora. A mí sólo me interesan las desapariciones inexplicables en masa de seres humanos y animales, de las cuales ha habido literalmente cientos a lo largo de la historia.
El camarero trajo croissants.
Fuera, un relámpago surcó velozmente el cielo plomizo y puso su afilado pie en el suelo en otra parte de la ciudad; su fulgurante descenso estuvo acompañado de un terrible estruendo y un rugido que resonó por todo el firmamento.
—Si después de la publicación de su libro se hubiera producido una nueva desaparición en masa inexplicable —dijo Sandler—, esa teoría suya adquiriría una considerable credibilidad…
—¡Ah! —le interrumpió Flyte, dando unos enérgicos golpes en la mesa con la yema de un dedo—, ¡pero es que ha habido varias de esas desapariciones!
—Si fuera cierto, seguro que habría aparecido la noticia en grandes titulares…
—Yo conozco dos casos, y puede que haya más —insistió Flyte—. Uno de ellos hace referencia a la desaparición de grandes masas de formas de vida inferiores; concretamente, peces. La noticia apareció en los periódicos, pero no despertó un gran interés. Lo único que preocupa a los periódicos es la política, los asesinatos, el sexo y las cabras de dos cabezas. Hay que leer las revistas científicas para saber qué está sucediendo realmente. Así me enteré de que, hace ocho años, los biólogos marinos notaron una espectacular disminución en las poblaciones de peces de cierta región del Pacífico. En concreto, el número de ejemplares de determinadas especies se había reducido a la mitad. En ciertos círculos científicos hubo pánico al principio, temiendo que las temperaturas oceánicas estuvieran experimentando un cambio repentino que fuera a dejar las aguas despobladas de todas las especies salvo las más resistentes. Sin embargo, posteriores observaciones demostraron que no era así. Poco a poco, la vida marina de la zona, que se extendía cientos de kilómetros cuadrados, recuperó su anterior abundancia. Nadie supo explicar qué había sucedido con los millones y millones de criaturas que se habían esfumado.
—La contaminación —sugirió Sandler, alternando los sorbos de zumo de naranja con los de cava.
—No, no, no —respondió Flyte mientras untaba de mermelada uno de los croissants—. No, señor. Para causar una devastación tal en una zona tan enorme del océano, habría tenido que producirse el caso más grave de contaminación de las aguas de toda la historia. Un accidente de esa proporción no habría pasado inadvertido. Además, no hubo ningún accidente, ningún derrame de petróleo. De hecho, ningún derrame de crudo podría haber causado una catástrofe así; la región afectada y el volumen de agua eran demasiado grandes. Y los peces muertos no aparecieron en las costas, arrastrados por el mar. Sencillamente, se esfumaron sin dejar rastro.
Burt Sandler estaba excitado. Podía oler el dinero. Tenía presentimientos respecto a algunos libros, y ninguno de estos presentimientos le había fallado nunca. Bueno, excepto tal vez aquella dieta de la actriz de cine que, justo una semana antes de la fecha de la publicación, había muerto de desnutrición después de subsistir seis meses con poco más que pomelo, papaya, pasas y zanahorias. En esta ocasión, estaba ante un best-seller fijo: dos o trescientos mil ejemplares en tapas duras, tal vez incluso más; dos millones en edición de bolsillo. Si lograba convencer a Flyte de hacer más popular y poner al día el árido material académico de El antiguo enemigo, el profesor podría pagarse su propio cava durante muchos años.
—Dijo que tenía conocimiento de dos desapariciones en masa desde la publicación de su obra —insistió Sandler, animándole a seguir.
—La otra se produjo en África en mil novecientos ochenta. Entre dos y cuatro mil miembros de una tribu primitiva, hombres, mujeres y niños, desaparecieron en una zona relativamente remota del África central. Los poblados fueron encontrados vacíos; habían abandonado todas sus pertenencias, incluidas grandes cantidades de comida. Parecían haberse dispersado apresuradamente por la jungla. Las únicas señales de violencia eran algunas piezas de alfarería rotas. Es cierto que, en esa parte del mundo, las desapariciones en masa son desalentadoramente más frecuentes que en otras épocas, debido principalmente a la violencia política. Los mercenarios cubanos, armados con material soviético, han contribuido a la liquidación de tribus enteras que no estaban dispuestas a poner su identidad étnica por detrás de los objetivos revolucionarios. Sin embargo, cuando una población es arrasada por motivos políticos, siempre se producen saqueos e incendios y se entierra a los muertos en fosas comunes. En este caso no hubo pillaje ni fuego y tampoco se encontró ningún cuerpo. Unas semanas más tarde, los guardas forestales de la zona informaron de una inexplicable disminución de la vida animal. Nadie relacionó el asunto con la desaparición de la gente de esos poblados; ambos fenómenos fueron considerados asuntos distintos.
—Pero usted sabe que no era así.
—Bien, lo sospecho —le corrigió Flyte, poniendo mermelada de fresa en una última punta de croissant.
—La mayoría de esas desapariciones parece producirse en zonas remotas —apuntó Sandler—. Eso hace difíciles las comprobaciones.
—Sí, también me echaron eso en cara. En realidad, es probable que la mayoría de incidentes se produzca en el mar, pues las aguas cubren la mayor parte de la superficie del planeta. El mar puede ser tan lejano como la luna, y gran parte de lo que tiene lugar bajo las olas nos pasa inadvertido. Sin embargo, no debe olvidar esos dos ejércitos que he mencionado antes, el chino y el español. Estos sucesos sucedieron dentro del contexto de la civilización moderna. Y si decenas de miles de mayas cayeron víctimas de ese antiguo enemigo cuya existencia he apuntado, estaríamos ante un caso en el que fueron atacadas con espantosa audacia ciudades enteras, centros de civilización.
—¿Piensa usted que podría suceder ahora, hoy…?
—Indudablemente.
—¿En un lugar como Nueva York o incluso aquí, en Londres?
—¡Por supuesto! Podría suceder virtualmente en cualquier lugar que posea el asentamiento geológico que he perfilado en mi libro.
Los dos tomaron un sorbo del líquido burbujeante, pensativos.
La lluvia tamborileaba en los cristales con más fuerza que antes.
Sandler no estaba seguro de creer en las teorías que Flyte había propagado en El antiguo enemigo. Sabía que podían sentar las bases para un libro de éxito espectacular escrito en clave popular, pero eso no significaba que tuviera que creer en ellas. No lo deseaba. Aceptar que pudieran ser ciertas era como abrirle las puertas al infierno.
Miró a Flyte, que estaba enderezando de nuevo su marchito clavel, y murmuró:
—Me produce escalofríos pensarlo.
—Así debe ser —respondió Flyte, asintiendo—. Así debe ser. Llegó el camarero con los huevos, el jamón, las salchichas y la tostada.