Tal, Gordy, Frank y Lisa estaban sentados en los sillones rojos de imitación de cuero en un rincón del vestíbulo del Hilltop Inn. El hotel permanecía cerrado desde el término de la temporada de esquí y habían tenido que quitar los lienzos polvorientos que cubrían los muebles antes de derrumbarse en los asientos, abrumados por la escena que acababan de vivir. La mesilla de café, de forma ovalada, seguía cubierta con el paño para el polvo; los cuatro contemplaron el objeto oculto a la vista, incapaces de mirarse entre ellos.
En el otro extremo de la estancia, Bryce y Jenny estaban inclinados sobre el cuerpo de Stu Wargle, que yacía en un aparador largo y de poca altura colocado contra la pared. Ninguno de los ocupantes de los sillones tenía ánimos para mirar en aquella dirección.
Sin levantar la vista de la mesilla de café, Tal comentó:
—He disparado contra esa criatura y le he dado. Estoy seguro de haberle acertado.
—Todos le hemos visto encajar el disparo —asintió Frank.
—Entonces, ¿cómo es que el balazo no la destrozó? —quiso saber Tal—. Debería estar más que muerta después de un impacto así. Debería haber quedado hecha pedazos, maldita sea.
—Las armas no van a salvarnos —musitó Lisa.
Gordy, con voz distante y obsesionada, proclamó:
—Ha podido ser cualquiera de nosotros. Esa cosa pudo haberme agarrado a mí. Yo estaba justo detrás de Stu. Si él se hubiera agachado o apartado de su camino…
—No —replicó Lisa—, no. Buscaba al agente Wargle y no a otro. Sólo al agente Wargle.
—¿A qué te refieres? —inquirió Tal.
Lisa parecía haber trasladado a su piel la palidez de sus huesos.
—El agente Wargle —explicó— se negó a admitir que había visto esa cosa cuando quería entrar por la ventana de la comisaría. Wargle insistió en que sólo era un pájaro.
—¿Y?
—Y por eso ha venido a por él. Concretamente. Para darle una lección. Pero, sobre todo, para dárnosla a los demás.
—Es imposible que oyera lo que dijo Stu.
—Lo hizo. Le oyó.
—Pero es imposible que le entendiera.
—Le entendió.
—Creo que le atribuyes demasiada inteligencia —insistió Tal—. Era grande, es cierto, y diferente a cualquier cosa que hayamos visto antes, pero no dejaba de ser un insecto. Una gigantesca mariposa nocturna, ¿verdad?
Lisa no respondió.
—Esa cosa no es omnisciente —añadió Tal, tratando sobre todo de convencerse a sí mismo—. No puedo aceptar que todo lo vea, que todo lo escuche, que todo lo sepa.
La chiquilla continuó mirando en silencio la oculta mesilla de café.
Jenny examinó la repulsiva herida de Wargle reprimiendo las náuseas. Las luces del vestíbulo no eran suficientes, de modo que utilizó una linterna para inspeccionar los bordes de la herida y echar un vistazo al cráneo. El centro del rostro destrozado del cadáver estaba mondo hasta el hueso; todo el resto de piel, carne y cartílago había desaparecido. Incluso el propio hueso parecía estar disuelto parcialmente en algunos lugares, corroído, como salpicado por un ácido. No tenía ojos. En cambio, alrededor de la herida la carne seguía normal; una carne firme e intacta cubría los laterales de su rostro desde el extremo de las mandíbulas hasta el hueso del pómulo y la piel no presentaba la menor marca desde el punto central de la barbilla hacia abajo y desde el entrecejo hacia arriba. Era como si un artista de la tortura hubiera diseñado un marco de piel sana para destacar la horrenda exhibición de huesos que se exponía en el centro del rostro.
Jenny ya había visto bastante y apagó la linterna. Un rato antes, habían cubierto el cuerpo con el lienzo que tapaba uno de los sillones. Ahora, Jenny terminó de cubrir la cabeza del muerto y se sintió aliviada de apartar de la vista aquella sonrisa esquelética.
—¿Y bien? —preguntó Bryce.
—No hay marcas —respondió ella.
—Una criatura como ésa debería tener dientes, ¿no?
—Sé que tenía boca. Una especie de pequeño pico quitinoso. Vi sus mandíbulas en acción cuando se lanzó contra las ventanas de la comisaría.
—Sí, yo también me fijé.
—Una boca así dejaría marcas en la carne. Cortes, señales de mordeduras, rastros de desgarros y puntos a medio masticar…
—Pero no hay nada.
—No —repitió Jenny—. La carne no parece haber sido desgarrada, sino más bien… disuelta. En los bordes de la herida, la carne que queda está incluso como cauterizada, como chamuscada.
—¿Crees que… que ese insecto… segrega algún ácido?
Jenny asintió.
—¿Y que disolvió la cara de Stu Wargle
—Y absorbió la carne licuada —añadió ella.
—¡Oh Dios mío!
—Sí.
Bryce estaba pálido como una máscara mortuoria y las pecas parecían, por contraste, arder y brillar en su rostro.
—Eso explica por qué causó tanto daño en apenas unos segundos.
Jenny intentó no pensar en aquel rostro de huesos asomando entre la carne, como unas facciones monstruosas puestas al descubierto bajo una máscara de normalidad.
—Creo que le ha chupado la sangre —continuó Jenny—. Hasta la última gota.
—¿Qué?
—¿Estaba acaso el cuerpo en un charco de sangre?
—No.
—Tampoco tenía ninguna mancha en el uniforme.
—Me he dado cuenta de eso.
—Debería haber sangre. Tendría que haberla derramado como una fuente. Las cuencas de los ojos deberían estar llenas de ella, pero no he encontrado ni rastro.
Bryce se pasó una mano por las mejillas. Lo hizo con tal fuerza que incluso le subió un poco de color a la piel.
—Échale un vistazo al cuello —dijo ella—. Mírale la yugular.
Bryce no se movió un centímetro hacia el cadáver.
—Y mírale la parte interior de los brazos y el revés de las manos. No se aprecia ninguna vena.
—¿Los vasos sanguíneos colapsados?
—Sí. Creo que esa cosa le sorbió toda la sangre.
Bryce hizo una profunda inspiración. Luego murmuró:
—Yo le he matado. Soy el responsable. Como tú dijiste, deberíamos haber aguardado a los refuerzos antes de dejar la comisaría.
—No, no. Tú tenías razón; no estábamos más seguros allí que en la calle.
—Pero murió en la calle.
—Los refuerzos no habrían cambiado las cosas. Tal como esa maldita criatura cayó del cielo… ni siquiera todo un ejército habría podido detenerla, diablos. Era demasiado rápida y apareció demasiado por sorpresa.
Una expresión triste, desolada, se había adueñado de los ojos de Bryce. El comisario se sentía abrumado por su responsabilidad e insistió en considerarse culpable de la muerte de su agente.
—Hay algo aún peor —continuó su informe Jenny, a regañadientes.
—No puede ser —dijo Bryce.
—Su cerebro…
Bryce aguardó a que siguiera. Luego, preguntó:
—¿Qué? ¿Qué sucede con su cerebro?
—No está.
—¿No está?
—El cráneo está vacío. Completamente vacío.
—¿Cómo puedes saberlo sin abrirlo…?
Jenny le interrumpió, alargando la linterna hacia él.
—Toma esto e ilumina las cuencas de sus ojos.
Bryce tampoco hizo el menor movimiento para poner en práctica la sugerencia. Ahora, sus ojos no estaban entornados sino muy abiertos, con expresión de sorpresa.
Jenny advirtió que sus manos no podían seguir sosteniendo la linterna, pues le temblaban violentamente.
Bryce también se dio cuenta. Tomó la linterna de las manos de la doctora y la dejó en el aparador, junto al cadáver cubierto con el sudario. Luego tomó las manos de Jenny y las asió entre las suyas, grandes y correosas, calentándolas.
—Detrás de los tabiques oculares no hay nada, nada en absoluto —añadió ella—. El vacío más completo hasta los huesos del cráneo.
Bryce le acarició las manos para calmarla.
—Sólo una cavidad húmeda, exprimida —continuó Jenny. Mientras hablaba, su voz se alzó para luego quebrarse—: Le devoró la cara, ojos incluidos, probablemente en el tiempo que se tarda en parpadear. ¡Por el amor de Dios! Se le comió la boca y le arrancó la lengua de cuajo y le limpió los dientes de encías y luego le disolvió el paladar, ¡Jesús!, y le sorbió el cerebro y le extrajo toda la sangre del cuerpo también; probablemente lo hizo chupando y…
—Calma, calma —le aconsejó Bryce.
Sin embargo, las palabras continuaron saliendo de su boca como eslabones de una cadena que la atara a un albatros:
—… y consumió todo eso en no más de diez o doce segundos. ¡Es imposible, maldita sea, es sencillamente imposible! ¡Esa cosa devoró kilos y kilos de tejidos y órganos…! Los devoró, ¿comprendes?, en apenas esos segundos…
Jenny se quedó de pie, inmóvil, con sus manos aprisionadas entre las de él.
Bryce la condujo a un sofá todavía cubierto con un lienzo polvoriento. Se sentaron uno junto al otro.
Ninguno de los demás miraba en ese instante hacia allí.
Jenny se alegró de ello, pues no deseaba que Lisa la viera en aquel estado. Bryce le pasó una mano por los hombros y le habló con voz suave, reconfortante. Poco a poco, Jenny se calmó. No se sentía menos perturbada ni menos aterrorizada. Sólo más calmada.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Bryce.
—Como dice mi hermana, lamento haberte decepcionado.
—Vamos, vamos, ¿estás de broma? Yo ni siquiera he sido capaz de sujetar la linterna y observar esos ojos como me has pedido. Has sido tú quien ha tenido el valor de examinar el cuerpo.
—Bueno, gracias por darme ánimos. Desde luego, sabes calmar muy bien los ataques de nervios.
—¿Yo? No he hecho nada.
—Tienes una manera muy reconfortante de hacer las cosas.
Los dos quedaron callados, pensando en cosas sobre las cuales no querían pensar. Por fin, Bryce murmuró:
—Ese insecto…
Jenny aguardó.
Él continuó:
—¿De dónde habrá salido?
—Del infierno…
—¿Alguna otra sugerencia?
—¿De la era mesozoica? —dijo Jenny medio en broma, encogiéndose de hombros.
—¿Cuándo fue eso?
—En la era de los dinosaurios.
Los ojos azules de Bryce emitieron un destello de interés.
—¿Existían criaturas como ésa entonces?
—No lo sé —reconoció ella.
—Casi me la puedo imaginar volando en los pantanos prehistóricos.
—Sí. Cazando pequeñas presas y molestando a un Tyrannosaurus rex casi como nos molestan en verano nuestros insectos habituales.
—Pero, si es de la era mesozoica, ¿dónde ha estado escondida durante los últimos cien millones de años? —se preguntó Bryce, en alta voz.
De nuevo, unos segundos de silencio.
—¿Podría…, podría ese insecto proceder de algún laboratorio de genética? —reflexionó Jenny—. ¿De algún experimento con ADN recombinante?
—¿Tan lejos han llegado que pueden producir una especie totalmente nueva? Yo sólo conozco lo que leo en los periódicos, pero pensaba que estaban a años de distancia de ese tipo de cosas. Todavía están trabajando con bacterias.
—Probablemente tienes razón —asintió ella—, pero…
—Sí, no hay nada imposible puesto que esa horrible mariposa está aquí.
Tras un nuevo silencio, Jenny susurró:
—¿Y qué será lo otro que vuela o se arrastra por ahí fuera?
—¿Estás pensando en lo que le sucedió a Jake Johnson?
—Exacto. No fue esa criatura la que se lo llevó; por mortífera que sea, es imposible que pudiera matarle en silencio y llevarse su cuerpo. Entonces, ¿qué fue? —Jenny suspiró—. ¿Sabes?, al principio no intenté abandonar el pueblo porque tuve miedo de expandir con ello una epidemia. Ahora, tampoco lo intentaría porque no conseguiríamos salir con vida. Nos lo impedirían.
—No, no. Estoy seguro de que podremos sacaros de aquí —replicó Bryce—. Si podemos demostrar que este asunto no está relacionado con ningún tipo de enfermedad, si la gente del general Copperfield logra descartarlo, tú y Lisa podéis dar por seguro que os sacaremos de aquí sanas y salvas.
—No —repuso ella moviendo la cabeza—. Ahí fuera hay algo, Bryce; algo más astuto y muchísimo más poderoso que ese insecto. Y no quiere dejarnos marchar. Quiere jugar con nosotros antes de matarnos. No nos dejará escapar, de modo que será mejor ir a buscarlo y encontrar el modo de enfrentarnos a él antes de que se canse del juego.
En las dos salas del gran restaurante del Hilltop Inn, las sillas estaban colocadas al revés, encima de las mesas y cubiertas con manteles de plástico verde. Bryce y los demás quitaron los plásticos de la primera sala, bajaron las sillas de encima de las mesas y empezaron a preparar el comedor para utilizarlo como cafetería.
El mobiliario de la segunda sala hubo de ser retirado para dejar sitio a los colchones que más tarde bajarían de las habitaciones.
Apenas habían empezado a vaciar aquella zona del restaurante cuando escucharon el lejano pero inconfundible sonido de unos motores de automóvil.
Bryce se acercó a los ventanales y volvió la vista calle abajo, hacia el pie de Skyline Road. Tres coches patrulla de la policía del condado subían por ella, lanzando destellos con sus luces rojas.
—Ya están aquí —informó Bryce a los demás.
Hasta aquel momento había considerado que los refuerzos serían un complemento poderoso y reconfortante de su diezmado contingente. Ahora, se daba cuenta de que diez hombres más apenas significaban ninguna diferencia.
Jenny Paige había estado en lo cierto al decir que, probablemente, Stu Wargle tampoco habría salvado la vida de haber aguardado a los refuerzos antes de salir de la comisaría.
Todas las luces del Hilltop Inn y de la calle principal parpadearon. Perdieron potencia. Se apagaron. Pero volvieron a encenderse tras apenas un segundo de oscuridad.
Eran las 23.15 de la noche del domingo, en la cuenta atrás hacia la hora de las brujas.