El oficial de guardia a cargo de la línea de emergencia de la Unidad de Defensa Civil en Dugway, Utah, atendió la llamada de Bryce Hammond. Este no tuvo que dar muchas explicaciones para que le pusieran en comunicación con el domicilio del general Galen Copperfield. El general le escuchó con atención, pero no dijo gran cosa. Bryce quería saber si cabía la posibilidad, aunque fuera remota, de que la causa de las muertes de Snowfield fuera algún agente químico o biológico. Copperfield respondió que sí, pero no añadió nada más al comentario. Luego, advirtió a Bryce que estaban hablando por un teléfono no protegido e hizo referencias vagas, pero severas, al secreto informativo y las normas de seguridad. Cuando hubo escuchado lo fundamental de lo sucedido, salvo algunos detalles, el general interrumpió la narración de Bryce con cierta brusquedad y sugirió que ya le contaría el resto cuando se encontraran cara a cara.
—He oído lo suficiente para convencerme de que mi organización debe intervenir.
El general prometió enviar un laboratorio móvil y un equipo de investigadores a Snowfield, donde llegarían al amanecer o poco después.
Bryce estaba aún colgando el auricular cuando las luces parpadearon, bajaron de intensidad, parpadearon de nuevo… y se apagaron.
Buscó a tientas la linterna que había dejado sobre el escritorio, la encontró y la puso en funcionamiento.
A su regreso a la comisaría, un rato antes, habían localizado dos linternas de policía más, de bastante potencia. Gordy había guardado una y la doctora Paige, la otra. Ahora, ambas luces se encendieron simultáneamente, causando largas heridas brillantes en la oscuridad.
Habían establecido un plan de acción a seguir si las luces volvían a apagarse. Según lo previsto, todos se situaron en el centro de la sala, lejos de puertas y ventanas y apretados en un círculo, mirando hacia afuera y con las espaldas vueltas hacia el centro para quedar así menos vulnerables.
Nadie dijo una palabra. Todos escucharon con suma atención.
Lisa Paige se colocó a la izquierda de Bryce con sus débiles hombros hundidos y la cabeza gacha.
A la derecha de Bryce quedó Tal Whitman, con sus dientes al aire en un mudo gruñido mientras estudiaba las tinieblas más allá del haz de luz de la linterna, que las barría como una guadaña.
Tal y Bryce empuñaban sus revólveres.
Ellos dos y Lisa quedaron de cara a la parte posterior de la sala, mientras los otros cuatro vigilaban la parte de la fachada.
Bryce pasó el foco de su linterna sobre cada rincón y cada objeto, pues hasta el perfil en sombras de las cosas más habituales resultaba, de pronto, amenazador. Sin embargo, no apreció que nada se ocultara o se moviera entre el mobiliario.
Silencio.
En la pared de atrás, hacia el rincón de la derecha de la sala, había dos puertas. Una conducía al pasillo donde se abrían las tres celdas del depósito de detenidos. Anteriormente, habían escrutado aquella parte del edificio; las celdas, la sala de interrogatorios y los dos aseos que ocupaban la mitad de la planta baja estaban desiertos. La otra puerta conducía a la escalera que subía al piso del agente Henderson; esas habitaciones también estaban vacías. No obstante, Bryce llevó repetidas veces el rayo de luz hacia las puertas entreabiertas, que le hacían sentirse inquieto.
En la oscuridad, algo produjo un ruido sordo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Wargle.
—Venía de esa parte —dijo Gordy.
—No, de ésa —replicó Lisa Paige.
—¡Silencio! —exclamó Bryce con voz enérgica.
Bum… Bum Bum
Era el sonido de un golpe acolchado. Como el de una almohada al caer al suelo.
Bryce movió la linterna a un lado y a otro rápidamente.
Tal siguió el haz de luz con el revólver.
«¿Qué haremos si las luces siguen apagadas lo que resta de noche?, —se preguntó Bryce—. ¿Qué haremos cuando las pilas de las linternas se agoten? ¿Qué sucederá entonces?»
No había tenido miedo de la oscuridad desde que era un niño pequeño. Y ahora recordaba lo que entonces sentía.
Bum… bum… bum… bumbum.
El ruido sonó más potente, pero no más cercano.
¡Bum!
—¡Las ventanas! —exclamó Frank.
Bryce se volvió, dirigiendo hacia allí su linterna.
Tres brillantes rayos iluminaron a la vez las ventanas de la fachada, transformando los paneles de cristal en espejos que ocultaban cuanto pudiera haber tras ellos.
—Dirijan las luces al techo o al suelo —ordenó Bryce.
Un haz enfocó el techo; los otros dos, el suelo.
La iluminación indirecta dejó a la vista las ventanas sin volver los cristales en superficies plateadas reflectantes.
¡Bum!
Algo golpeó la ventana, hizo vibrar un cristal y rebotó, perdiéndose en la noche. Bryce creyó captar el movimiento de unas alas.
—¿Qué era eso?
—… pájaro…
—… ninguna especie de ave que conozca…
—… algo…
—… horrible…
Aquello volvió y golpeó el cristal con mayor determinación que la vez anterior: ¡Bum-bum-bum-bum!
Lisa lanzó un grito.
Frank Autry jadeó y Stu Wargle exclamó:
—¡Santo cielo!
Gordy emitió un sonido ahogado, inarticulado.
Al observar la ventana, Bryce se sintió como si hubiera atravesado el telón de la realidad y se encontrara en un lugar de pesadillas y alucinaciones.
Con las farolas apagadas, Skyline Road quedaba a oscuras, salvo el reflejo luminoso de la luna; a pesar de ello, el ser apostado junto a la ventana quedó vagamente iluminado.
Incluso bajo la escasa luz, la visión de aquel ser monstruoso y aleteante resultaba excesiva. Lo que Bryce vio al otro lado del cristal, lo que creyó ver en la multiplicidad caleidoscópica de luces, sombras y reflejos de la luna, era algo salido de un sueño febril. El ser tenía una envergadura de alas de un metro, aproximadamente, con cabeza de insecto: unas antenas cortas que vibraban incansablemente, unas mandíbulas pequeñas y sobresalientes que no cesaban de moverse y un cuerpo segmentado. Este cuerpo estaba suspendido de unas alas gris pálido y tenía el tamaño y la forma aproximados de dos balones de rugby, colocados uno junto al otro; su color también era gris pálido, del mismo tono que las alas —un gris mohoso, macilento—, y su aspecto era peludo y viscoso. Bryce creyó reconocer también unos ojos: unas lentes enormes, negras como la tinta, de múltiples facetas y saltonas, captaban la luz refractándola y reflejándola con un brillo oscuro y voraz.
Si realmente estaba viendo lo que creía, el ser de la ventana era una mariposa nocturna del tamaño de un águila. Y eso era una locura.
La criatura se lanzó contra las ventanas con renovada furia, batiendo sus alas con tal rapidez que se convirtieron en dos manchas borrosas. Se movió de cristal en cristal, rebotando repetidas veces hasta perderse en la noche y regresando de nuevo, tratando frenéticamente de penetrar en la comisaría por cualquier medio. Sin embargo, no tenía la fuerza suficiente para romper los cristales. Además, carecía de caparazón; todo su cuerpo era blando y, a pesar de su tamaño increíble y de su aspecto formidable, era incapaz de hacer añicos el panel de vidrio.
Bumbumbumbumbum.
De pronto, la criatura desapareció.
Y volvió la luz.
Era como una maldita obra de teatro, pensó Bryce.
Cuando comprendieron que la cosa de la ventana no iba a regresar, todo el grupo avanzó hacia la parte frontal de la sala, en tácito consenso. Pasaron la verja de la barandilla y cruzaron la zona destinada al público hasta las ventanas, asomándose en aturdido silencio.
Skyline Road estaba igual que antes.
La noche estaba vacía.
Nada se movía.
Bryce se sentó en la silla del escritorio de Paul Henderson. Los demás se apiñaron a su alrededor.
—¿Y bien? —dijo Bryce.
—¿Y bien? —repitió Tal.
Se miraron unos a otros con inquietud.
—¿Alguna idea? —preguntó el comisario.
Nadie contestó.
—¿Alguna teoría sobre qué puede ser eso?
—Era un ser repulsivo —murmuró Lisa con un escalofrío.
—Es cierto —le respondió la doctora Paige, posando una mano confortadora sobre el hombro de su hermana.
Bryce estaba impresionado ante la fortaleza emocional de la doctora, que parecía encajar perfectamente cada sobresalto que Snowfield le enviaba. De hecho, parecía estar soportando la situación mejor que sus propios hombres. Los ojos de Jenny eran los únicos que habían sostenido su mirada al cruzarse; la muchacha le había dirigido una mirada directa.
Estaba ante una mujer muy especial, pensó el comisario.
—Imposible —exclamó Frank Autry—. Eso es lo que era: un ser sencillamente imposible.
—¡Eh!, ¿qué diablos le sucede a todo el mundo? —intervino Wargle, torciendo su rostro carnoso—. Sólo era un pájaro. Eso es todo lo que había ahí fuera. Un maldito pájaro, nada más.
—¡Qué va! —replicó Frank.
—Un piojoso pájaro, eso es todo —insistió Wargle. Al comprobar que los demás no estaban de acuerdo, añadió—: La escasa luz y todas esas sombras os han producido una falsa impresión. No habéis visto lo que os imagináis.
—¿Y qué piensas tú que hemos visto? —quiso saber Tal.
Wargle enrojeció.
—¿Hemos visto lo mismo que tú, esa cosa que te niegas a aceptar? —le presionó Tal—. ¿Una mariposa? ¿Viste acaso una maldita mariposa nocturna condenadamente enorme, repulsiva e imposible?
Wargle se miró la punta de los zapatos.
—He visto un pájaro —insistió—. Nada más.
Bryce comprendió que Wargle estaba tan absolutamente falto de imaginación que no conseguía asimilar la posibilidad de lo imposible, ni siquiera habiéndolo presenciado con sus propios ojos.
—¿De dónde habrá salido? —se preguntó Bryce en voz alta.
Nadie tenía la menor idea.
—¿Qué buscaba? —insistió.
—Nos buscaba a nosotros —afirmó Lisa.
Todo el mundo pareció estar de acuerdo.
—Pero esa cosa de la ventana no fue lo que se llevó a Jake —dijo Frank—. Ese ser era débil, liviano. No podría arrastrar a un hombre como Jake.
—Entonces, ¿qué se lo llevó? —preguntó Gordy.
—Algo más grande —contestó Frank—. Algo muchísimo más fuerte y perverso.
Bryce decidió que, después de todo, había llegado el momento de contarles lo que había escuchado —y percibido— al teléfono, entre las llamadas al gobernador Retlock y al general Copperfield: la presencia silenciosa, los chillidos de desamparo de las gaviotas, el sonido de advertencia de la serpiente de cascabel y, lo peor de todo, los gritos de agonía y desesperación de hombres, mujeres y niños. Había previsto no mencionar el asunto hasta la mañana siguiente, hasta la llegada de la luz diurna y del equipo de refuerzo. Sin embargo, ahora pensaba que tal vez los demás podrían dar con algo importante que él había pasado por alto, alguna señal, alguna clave que pudiera ser de utilidad. Además, ahora que todos habían visto la cosa de la ventana, el incidente del teléfono ya no resultaba, en comparación, tan espantoso.
El resto del grupo escuchó a Bryce y la nueva información tuvo un efecto negativo sobre su estado de ánimo.
—¿Qué clase de degenerado grabaría los gritos de sus víctimas? —preguntó Gordy.
—Podría tratarse de otra cosa —intervino Tal Whitman, moviendo la cabeza—. Podría ser que…
—¿Sí…?
—Bueno, quizá prefiráis no oírlo.
—Ya que has empezado, termina —insistió Bryce.
—Bueno —dijo entonces el teniente—. ¿Y si no fuera una grabación lo que oíste? Me refiero a que sabemos que muchos vecinos de Snowfield han desaparecido. En realidad, por lo que hemos visto hasta ahora, son más los desaparecidos que los muertos. Entonces… ¿y si los que faltan están retenidos en alguna parte, como rehenes tal vez? Quizá los gritos venían de personas todavía vivas que estaban siendo torturadas y hasta asesinadas en ese mismo momento justo mientras estabas al teléfono, escuchando.
Al recordar aquellos gritos terribles, a Bryce se le heló la sangre.
—Tanto si era una grabación como si no —intervino Frank Autry— probablemente sea un error considerarlos rehenes.
—Sí —añadió la doctora Paige—. Si el señor Autry quiere decir con eso que debemos tener cuidado de no limitar nuestra imaginación a situaciones convencionales, estoy totalmente de acuerdo con él. Esto no parece uno de esos dramas con rehenes. En este pueblo está sucediendo algo condenadamente extraño, algo con lo que nadie se ha encontrado antes, de modo que no debemos hacer especulaciones sólo porque nos sintamos más cómodos con alguna explicación conocida o lógica. Además, si estamos tratando con terroristas, ¿dónde encaja la cosa que vimos en la ventana? Es imposible.
—Tiene razón —asintió Bryce pero no creo que Tal quisiera referirse a que esas personas estuvieran retenidas por motivos convencionales.
—No, no —corroboró Tal—. No tiene por qué tratarse de terroristas o secuestradores. Aun en el caso de que los vecinos sean rehenes, eso no significa necesariamente que estén retenidos por otras personas; incluso estoy dispuesto a tomar en cuenta la posibilidad de que estén retenidos por algo que no es humano. ¿Te parece que tengo una mentalidad lo bastante abierta? Quizá les tenga retenidos eso, esa cosa que ninguno de nosotros puede definir. Quizá les tenga en su poder para prolongar el placer que encuentra sorbiéndoles la vida. Tal vez sólo les utiliza para burlarse de nosotros con sus gritos, igual que se ha burlado de Bryce por teléfono. Diablos, si estamos tratando con algo extraordinario, radicalmente inhumano, sus razones para retener rehenes, si es que realmente los tiene en su poder, es probable que nos resulten incomprensibles.
—¡Señor, me parece estar escuchando a un puñado de lunáticos! —exclamó Wargle.
Nadie le hizo caso.
Habían pasado al otro lado del espejo, donde lo imposible era posible.. El enemigo era lo desconocido.
Lisa Paige carraspeó. Estaba pálida. Con voz apenas audible, musitó:
—Quizá esa cosa ha tejido una telaraña en algún rincón oscuro, en un sótano o una bodega, y tiene a todos los desaparecidos envueltos en ella, conservados dentro de capullos, vivos. Tal vez sólo los está guardando hasta que vuelva a estar hambrienta.
Sí, en efecto, no había absolutamente nada imposible, si hasta la teoría más improbable podía ser cierta, se dijo Bryce, entonces tal vez la chiquilla tuviera razón. Quizá existía de verdad alguna telaraña enorme vibrando suavemente en algún lugar oscuro, reteniendo a cien, doscientas o quizá más personas —hombres, mujeres y niños— envueltas en bocados individuales para alimentarse con ellas a conveniencia.
En algún lugar de Snowfield, podía haber un grupo de seres humanos con vida que había sido reducido al terrible equivalente de pastelillos envueltos en papel de aluminio a la espera únicamente de servir de alimento a un brutal horror llegado de otra dimensión, inimaginablemente perverso y de retorcida inteligencia.
No. Eso era ridículo.
Aunque, por otra parte, quizá…
¡Dios!
Bryce se puso en cuclillas ante la radio de onda corta y observó sus destrozadas entrañas. Los circuitos habían sido arrancados y varios componentes parecían haber sido aplastados a martillazos.
—Tuvieron que quitar la tapa para dejar el interior en ese estado —comentó Frank.
—Entonces, una vez la dejaron machacada —intervino Wargle—, ¿por qué se molestaron en volver a atornillar la tapa?
—¿Y para qué andarse con tantos remilgos? —se preguntó Frank—. Para dejar inutilizada la radio, bastaba con arrancar el cable de la corriente.
Lisa y Gordy se acercaron en el instante en que Bryce se alejaba de la radio.
—Si a alguien le apetece, hay comida y café preparados.
—Estoy famélico —dijo Wargle, relamiéndose.
—Todos debemos comer un poco, aunque no nos apetezca —indicó Bryce.
—Comisario —comentó Gordy—, Lisa y yo nos estábamos preguntando por los animales domésticos. Hemos pensado en ellos al oírle hablar de que escuchó sonidos de perros y gatos por el teléfono. ¿Qué ha sido de los animales, señor?
—No hemos visto ningún perro ni gato —añadió Lisa—. Ni hemos oído ladridos.
Recordando las calles silenciosas, Bryce frunció el ceño y respondió:
—Tiene razón, Gordy. Es extraño.
Jenny dice que había algunos perros muy grandes en el pueblo. Algunos pastores alemanes y un doberman, que ella sepa. Incluso un gran danés. ¿No cree que habrían hecho algo frente al agresor? ¿Y no piensa que alguno habría podido escapar? —preguntó Lisa.
—Muy bien —dijo rápidamente Gordy, anticipándose a la respuesta de Bryce—; de modo que eso es lo bastante grande como para dominar a un perro doméstico enfurecido. También sabemos que las balas no le detienen, lo cual significa que quizá nada pueda hacerlo. Parece grande y es muy fuerte pero, señor, el tamaño y la fuerza no sirven de mucho, habitualmente, cuando se trata de gatos. Los gatos son como centellas engrasadas. Haría falta algo endiabladamente escurridizo para capturar hasta el último gato del pueblo.
—Algo endiabladamente escurridizo y rápido —añadió Lisa.
—Sí —corroboró Bryce con incomodidad—. Muy rápido.
Jenny apenas había dado el primer bocado a un sandwich cuando el comisario tomó asiento en una silla junto al escritorio, sosteniendo el plato sobre los muslos.
—¿Le importa que le haga compañía?
—En absoluto.
—Tal Whitman me ha contado que es usted el terror de nuestra banda de motoristas local.
—Tal exagera.
—El teniente no sabe exagerar —respondió Bryce—. Le contaré algo de él. Hace dieciséis meses estuve fuera tres días asistiendo a una conferencia sobre mantenimiento del orden, en Chicago. Cuando volví, fue la primera persona que encontré. Le pregunté si había sucedido algo de especial mientras estaba fuera y me dijo que sólo los problemas de costumbre con conductores bebidos, peleas de bar, un par de robos, varios GEA…
—¿Qué es un GEA? —preguntó Jenny.
—Ah, es una llamada de «gato en el árbol».
—La policía no se dedicará a rescatar gatos, ¿verdad?
—¿Acaso cree que no tenemos corazón? —replicó él con fingida sorpresa.
—¿Dedicarse a rescatar GEAS? No me venga con ésas…
Bryce sonrió. Jenny se dijo que tenía una sonrisa maravillosa.
—Cada par de meses —explicó el comisario—, tenemos que acudir a alguna casa para rescatar realmente algún gato atrapado en la copa de un árbol, pero el término no se refiere únicamente a este tipo de incidentes. Utilizamos las siglas GEA para referirnos a cualquier llamada fastidiosa que nos desvía la atención de otros trabajos más importantes.
—¡Ah!
—Bien, como decía, cuando regresé de Chicago tras esa conferencia, Tal me dijo que habían sido tres días bastante normales. A continuación, casi como si acabara de recordarlo, me informó de un intento de asalto a mano armada en una tienda de comestibles. Cuando el hecho se produjo, Tal se encontraba precisamente en la tienda, vestido de paisano. Sin embargo, los policías debemos llevar armas incluso cuando no estamos de servicio, y el teniente portaba un revólver en una sobaquera. Tal me explicó que uno de los delincuentes iba armado y que se había visto obligado a matarle, pero que no debía preocuparme si el tiroteo había sido justificado o no. Según él, no había duda de la legitimidad de su acción. Cuando expresé mi preocupación por lo que habría podido sucederle a él, Tal respondió: «Bryce, fue un juego de niños». Más tarde, me enteré de que los asaltantes habían amenazado con matar a todo el mundo y Tal había conseguido abatir al tipo armado…, aunque no sin resultar herido también. El asaltante había atravesado de un balazo el brazo izquierdo de Tal y, apenas una fracción de segundo después, Tal le había matado. La herida del teniente no era grave, pero había sangrado mucho y debía de dolerle terriblemente. Yo no había visto el vendaje porque lo llevaba tapado con la manga de la camisa y no se había molestado en mencionar el asunto.
»Así pues, tenemos a Tal en esa tienda, sangrando a borbotones, cuando descubre que se ha quedado sin munición. El segundo asaltante, que se ha apoderado del arma del primero, está también sin munición y decide escapar. Tal le persigue y libran una batalla a golpes de un extremo a otro del pequeño establecimiento. El tipo es cinco centímetros más alto y diez kilos más pesado que el teniente y, además, no está herido.
»Sin embargo, ¿sabe qué me contó otro de los agentes que encontró a su llegada al lugar de los hechos? Según dijo, Tal estaba sentado sobre el mostrador, junto a la caja registradora, descamisado y dando unos sorbos a una taza de café de cortesía mientras un empleado de la tienda intentaba taponar la salida de sangre. Uno de los asaltantes estaba muerto y el otro seguía inconsciente, tendido en el suelo entre una masa pegajosa de pastelillos rellenos, tartas de coco y bombones. Parecía que habían volcado una estantería de pastas para el desayuno en mitad de la pelea. Un centenar de paquetes de galletitas para aperitivo estaban esparcidos por el suelo y Tal y su oponente los habían pisoteado mientras se sacudían. La mayoría de los envases se había abierto y uno de los pasillos entre estanterías estaba cubierto de resbaladizas migajas de galletas y pasteles, sobre las cuales habían quedado impresas las huellas vacilantes de las pisadas de los contendientes, de modo que uno podía seguir el desarrollo de la pelea estudiando el rastro dejado.
El comisario terminó el relato y observó a Jenny, expectante.
—¡Oh! Sí, el teniente le había dicho que había sido un arresto fácil, un juego de niños.
—Sí, un juego de niños —se rió el comisario.
Jenny contempló por unos instantes a Tal Whitman, que estaba en el otro extremo de la sala comiendo un bocadillo y charlando con el agente Brogan y con Lisa.
—De modo que ya ve —continuó el comisario—, si Tal me dice que es usted el azote de los Demonios del Cromado, sé muy bien que no está exagerando. No es su estilo hacerlo.
Jenny movió la cabeza, impresionada.
—Cuando le he contado a Tal mi encuentro con ese hombre a quien llama Gene Terr, ha reaccionado como si fuera la cosa más valiente que nadie ha hecho nunca. Comparada con ese «juego de niños» suyo, mi aventura debe de haberle parecido una discusión en el patio de un parvulario.
—No, no —respondió Hammond—. Tal no pretendía burlarse. Estoy seguro de que realmente considera que se comportó usted con auténtica valentía. Y yo pienso igual. Jeeter es una víbora, doctora. Y de una especie muy venenosa.
—Llámeme Jenny, por favor. Y tutéeme si quiere.
—Muy bien, Jenny, lo haré. Y tú llámame Bryce.
El comisario tenía los ojos más azules que la muchacha había visto en su vida. Aquellos ojos luminosos definían su sonrisa tanto como la curva de sus labios.
Mientras comían, charlaron de asuntos intrascendentes como si aquélla fuese una velada normal. Bryce poseía una habilidad increíble para hacer sentirse cómodo a cualquiera, no importaba en qué circunstancias. Llevaba consigo un aura de tranquilidad y Jenny agradeció aquel intervalo de calma.
Sin embargo, cuando hubieron dado cuenta de la cena, Bryce condujo de nuevo la conversación a la situación crítica en la que se hallaban.
—Tú conoces Snowfield mejor que yo. Tenemos que encontrar una base de operaciones adecuada para actuar. Este local es demasiado pequeño. Pronto tendré aquí diez hombres más. Y el equipo de Copperfield llegará por la mañana.
—¿Cuánta gente traerá?
—Una docena de personas, por lo menos. Quizá hasta veinte. Necesito una base desde la que puedan coordinarse todos los aspectos de la operación. Quizá tengamos que pasar aquí varios días, de modo que deberá haber sitio donde pueda dormir el turno libre de servicio, y necesitaremos utilizar una cafetería para dar de comer a todo el mundo.
—Quizá lo mejor sea utilizar uno de los albergues —sugirió Jenny.
—Tal vez. Pero no quiero a la gente durmiendo de dos en dos en un montón de habitaciones. Eso les haría demasiado vulnerables. Tenemos que montar un único dormitorio general.
—Entonces, la mejor opción es el Hilltop Inn. Está a una manzana de casas de aquí, al otro lado de la calle.
—¡Ah, sí, claro! Es el mayor hotel del pueblo, ¿verdad?
—Exacto. El Hilltop tiene un vestíbulo muy grande porque contiene también un bar.
—He entrado un par de veces a tomar una copa. Si cambiamos el mobiliario del vestíbulo, podría organizarse como área de trabajo para acomodar a todo el mundo.
—También tiene un gran restaurante dividido en dos salas. Una podría ser la cafetería que quieres. También podríamos bajar colchones de las habitaciones y utilizar la otra sala como dormitorio.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Bryce.
Dejó el plato de papel vacío sobre el escritorio y se puso en pie.
Jenny miró hacia las ventanas de la fachada. Pensó en la extraña criatura que había intentado penetrar por ellas y su mente revivió el sordo pero frenético bumbumbumbum.
— ¿Te refieres a… a echar un vistazo al hotel ahora?
—¿Por qué no?
—¿No sería más conveniente esperar a los refuerzos? —apuntó la doctora.
—Probablemente tardarán todavía un buen rato en llegar y no tiene sentido permanecer aquí sentados, mano sobre mano. Todos nos sentiremos mejor si hacemos algo constructivo; así nos quitaremos de la cabeza… las peores cosas que hemos visto.
Jenny no podía borrar de su recuerdo aquellos ojos negros de insecto, tan malévolos y voraces. Contempló las ventanas y la noche cerrada tras los cristales. El pueblo ya no le parecía familiar. Ahora le resultaba absolutamente extraño, un lugar hostil en el cual era una extraña mal recibida.
—No estamos más seguros aquí dentro de lo que lo estaríamos fuera —insistió suavemente Bryce.
Jenny asintió, recordando a los Oxley en su cuarto, encerrados tras una barricada. Y al tiempo que se incorporaba, murmuró:
—No estamos seguros en ninguna parte.