CAPÍTULO 14
Contención

Bryce estaba sentado ante el escritorio que había pertenecido a Paul Henderson. Había apartado a un lado el ejemplar abierto del Time que, al parecer, Paul estaba leyendo cuando los acontecimientos se habían precipitado sobre Snowfield. Ahora, sobre el escritorio había una hoja de papel amarillo garabateada con la económica escritura de Bryce.

En torno a él, los otros seis se afanaban en llevar a cabo las tareas que les habían asignado. En la comisaría reinaba una atmósfera de tiempo de guerra. La resuelta determinación de sobrevivir había provocado que surgiera entre ellos un frágil, aunque creciente, sentido de camaradería. Incluso había un cauto optimismo, basado quizá en la observación de que todavía estaban vivos mientras tantos otros habían muerto.

Bryce repasó rápidamente la lista que había redactado, tratando de averiguar si se había dejado algo. Por fin, acercó el teléfono. Al descolgar, obtuvo el tono de marcar inmediatamente y se sintió aliviado por ello, pensando en las dificultades que había tenido Jennifer Paige en este aspecto.

Titubeó antes de efectuar la primera llamada. La comprensión de la inmensa importancia de aquel momento caía como una pesada carga sobre sus hombros. El salvaje exterminio de toda la población de Snowfield no se parecía a nada sucedido con anterioridad. En cuestión de horas llegarían al condado de Santa Mira centenares de periodistas de todas partes del mundo. Las principales cadenas de televisión empezarían a interrumpir sus emisiones habituales con boletines y conexiones durante el tiempo que durara la crisis. La cobertura de los medios de comunicación sería intensa. Hasta que el mundo supiera si había tenido que ver en los hechos algún tipo de germen mutado, cientos de millones de personas aguardarían sin aliento y se preguntarían si en Snowfield se había dado a conocer su propia sentencia de muerte. E, incluso si se descartaba la presencia de una enfermedad, la atención del mundo no se desviaría de Snowfield hasta que el misterio hubiera sido explicado. Las presiones para encontrar una solución serían insoportables.

A nivel personal, la vida de Bryce cambiaría también para siempre. Estaba al mando de las fuerzas policiales y, por tanto, saldría su nombre en todas las informaciones. La perspectiva le consternaba, pues no era el tipo de comisario a quien gustara destacar. Prefería mantenerse en segundo plano.

Pero ahora no podía limitarse a abandonar Snowfield.

Marcó el teléfono de emergencia de su despacho en Santa Mira, saltándose a la telefonista. El sargento de guardia era Charlie Mercer, un buen hombre con el que se podía contar para que hiciera exactamente lo que se le ordenaba.

Charlie respondió antes de que terminara el segundo zumbido.

—Despacho del comisario —dijo con su voz llana, nasal.

—Charlie, soy Bryce Hammond.

—Sí, señor. Nos estábamos preguntando qué sucedía ahí arriba.

Bryce le hizo un breve resumen de la situación en Snowfield.

—¡Santo Dios! —exclamó Charlie—. ¿Jake también está muerto?

—No lo sabemos con seguridad. Esperemos que no. Ahora escuche, Charlie, tenemos un montón de cosas que hacer durante las próximas dos horas y sería más fácil para nosotros si pudiéramos guardar el secreto hasta que hayamos establecido nuestra base aquí y hayamos cerrado los accesos. Contención, Charlie, ésa es la clave. Snowfield debe quedar cerrado herméticamente, y será mucho más fácil conseguirlo si podemos actuar antes de que empiecen a asomar los periodistas por las montañas. Sé que puedo contar con usted para mantener las bocas cerradas, pero hay algunos agentes que…

—No se preocupe —dijo Charlie—. Podemos retener la información ese par de horas.

—Muy bien. En primer lugar, quiero doce hombres más. Dos, al control de carreteras del desvío a Snowfield. Los otros diez, aquí conmigo. Si puede, escoja hombres solteros, sin familia.

—¿Realmente están tan feas las cosas?

—Lo están. Y es mejor que sea gente sin parientes en Snowfield. Algo más: tendrán que traer comida y agua para un par de días. No quiero que consuman nada de Snowfield hasta que sepamos con seguridad que los productos del pueblo no están contaminados.

—De acuerdo.

—Cada hombre debe traer su arma corta, un fusil antidisturbios y gases lacrimógenos.

—Anotado.

—Esto le dejará con pocos efectivos, y la cosa se pondrá peor cuando empiecen a llegar los medios de comunicación. Tendrá que llamar a los agentes auxiliares para dirigir el tráfico y controlar a la gente. Otra cosa, Charlie, usted conoce bastante bien esta parte del condado, ¿verdad?

—He nacido y crecido en Pineville.

—Eso me parecía. He estado estudiando el mapa y, por lo que he observado, sólo hay dos rutas que conduzcan a Snowfield. Primero está la carretera, que ya tenemos bloqueada. —Bryce hizo girar la silla y observó el enorme mapa enmarcado en la pared—. Después hay un viejo camino cortafuegos que conduce hasta poco antes de la cresta de la montaña, por el otro lado. Donde termina el camino, parece empezar un sendero conocido y transitado. Desde ese punto sólo se puede avanzar a pie pero, por lo que parece en el mapa, va a salir justo en la parte alta de la pista de esquí más larga de esta cara de la montaña, encima de Snowfield.

—Sí —respondió Charlie—. He recorrido de excursión ese paraje. Su nombre oficial es sendero de montaña de Old Mount Greentree, aunque la gente de aquí lo llamamos la carretera del Linimento.

—Tendremos que situar un par de hombres al pie del camino cortafuegos y echar atrás a cualquiera que intente llegar por ahí.

—Tendría que ser un reportero de lo más intrépido para intentarlo.

—No podemos correr riesgos. ¿Conoce alguna ruta más que no aparezca en el mapa?

—No —respondió Charlie—. Salvo por esos dos caminos, no se puede llegar a Snowfield más que a campo traviesa, abriéndose paso cada condenado palmo de terreno. Esa zona es de matorral tupido; en absoluto es un lugar adecuado para excursionistas de fin de semana. ¡Ni hablar! Ni siquiera un montañero avezado intentaría llegar a campo traviesa. Sería una absoluta estupidez.

—Muy bien. Otra cosa que necesito es un número de teléfono de los archivos. ¿Recuerda aquel seminario sobre mantenimiento del orden al que asistí en Chicago hace unos… dieciséis meses? Uno de los participantes era un militar. Copperfield, creo que se llamaba. General Copperfield.

—Claro —dijo Charlie—. De la división de Guerra Química y Bacteriológica del cuerpo de Sanidad del Ejército.

—Eso es.

—Creo que la oficina de Copperfield se llama Unidad de Defensa Civil. Aguarde. —Charlie estuvo lejos del teléfono menos de un minuto. Volvió con el número y se lo cantó a Bryce—. Está en Dugway, Utah. ¡Jesús!, ¿cree usted que eso del pueblo es algo que podría hacer venir corriendo a esa gente? Parece alarmante.

—Lo es de verdad —asintió Bryce—. Un par de cosas más. Quiero que ponga un nombre en el teletipo. Timothy Flyte. —Bryce lo deletreó—. Sin descripción. Sin dirección conocida. Investigue si está reclamado en alguna parte. Compruébelo con el FBI, también. Después, descubra lo que pueda del señor Harold Ordnay y esposa, de San Francisco. —Leyó a Charlie la dirección que habían encontrado en el registro de huéspedes del hotel Candleglow Inn—. Una última cosa. Cuando esos doce hombres salgan para aquí, hágales traer unas bolsas de plástico para cadáveres del depósito municipal.

—¿Cuántas?

—Para empezar, unas… doscientas. —¿Eh…? ¿Dos… doscientas?

—Quizá necesitemos muchas más antes de que todo esto termine. Tal vez tengamos que pedirlas prestadas a otros condados. Será mejor que lo compruebe. Mucha gente parece haber desaparecido únicamente, pero aún podrían aparecer sus cuerpos. Había unas quinientas personas viviendo aquí. Es posible que necesitemos esa cantidad de bolsas.

Y quizá más de quinientas, pensó Bryce. Porque tal vez necesitarían unas cuantas para ellos mismos.

Aunque Charlie había prestado atención cuando Bryce le decía que todo el pueblo había sido aniquilado, y aunque sin duda había creído sus palabras, era evidente que no había comprendido del todo, emocionalmente, las terribles dimensiones del desastre hasta que había oído la solicitud de doscientas bolsas para conservar cuerpos.

Una imagen de todos aquellos cadáveres, sellados en plástico opaco y apilados unos sobre otros en las calles de Snowfield… eso era lo que finalmente le había sacudido.

—¡Santa Madre de Dios! —musitó Charlie Mercer.

Mientras Bryce estaba al teléfono hablando con Charlie, Frank y Stu empezaron a desmontar la voluminosa emisora de radio policial colocada junto a la pared del fondo de la sala. Bryce les había dicho que averiguaran qué le sucedía al aparato, pues no había señales visibles de daños.

La placa frontal estaba sujeta mediante diez tornillos apretados con fuerza. Frank los fue aflojando uno a uno.

Como de costumbre, Stu no fue de gran ayuda y se pasó todo el rato mirando a la doctora Paige, que estaba en el otro extremo de la sala trabajando en otro asunto con Tal Whitman.

—Desde luego, está para comérsela —murmuró Stu, lanzando una mirada codiciosa a la doctora al tiempo que se hurgaba la nariz.

Frank no dijo nada.

Stu contempló lo que se había sacado de la nariz, inspeccionándolo como si fuera una perla descubierta en una ostra. Después, volvió a mirar a la doctora.

—Mira cómo llena los tejanos. ¡Señor, me encantaría hundir mi palo ahí!

Frank miró fijamente los tres tornillos que ya había extraído de la placa y contó hasta diez, venciendo el deseo de arrojar uno de ellos a la dura mollera de Stu.

—Espero que no seas tan estúpido como para dar el menor paso hacia ella.

—¿Por qué no? Es una tía buena como he visto pocas.

—Inténtalo y el comisario te enseñará lo que es bueno.

—No me asusta.

—Me asombras, Stu. ¿Cómo puedes pensar en el sexo en estos momentos? ¿No se te ha ocurrido pensar que todos podríamos morir aquí esta noche, quizá dentro de un minuto?

—Más a mi favor para darle un buen repaso si tengo ocasión —replicó Stu Wargle—. ¡Mierda!, si estamos viviendo de prestado, ¿a quién le importa? Quién quiere morir fláccido, ¿no? Incluso la otra no está mal.

—La otra, ¿qué?

—La chica, la pequeña —dijo Stu.

—Sólo tiene catorce años.

—¡Qué maravilla!

—Es una niña, Wargle.

—Ya es lo bastante mayor.

—Eres repugnante.

—¿No te gustaría tener sus firmes muslitos alrededor de la cintura, Frank?

El destornillador se salió de la muesca del tornillo y resbaló por la placa metálica con un penetrante chirrido.

Con una voz apenas audible pero que, a pesar de todo, dejó helada la sonrisa de Wargle, Frank masculló:

—Si alguna vez me entero de que has puesto uno solo de tus asquerosos dedos en esa chica o en cualquier otra niña de su edad, en algún sitio y en alguna ocasión, no sólo voy a presentar cargos contra ti, Wargle, sino que iré a por ti. Sé cómo cargarme a un hombre, te lo advierto. En Vietnam no fui ningún chupatintas. Estuve en los campos. Y todavía sé manejarme. Y sé cómo tratarte, ¿me oyes? ¿Me crees?

Por un instante, Wargle fue incapaz de hablar. Se limitó a contemplar a Frank a los ojos.

Hasta ellos llegaban las conversaciones desde otros puntos de la sala, pero las palabras resultaban irreconocibles. Con todo, era evidente que nadie se había dado cuenta de lo que sucedía junto a la radio.

Por fin, Wargle parpadeó, se humedeció los labios, se miró las puntas de los zapatos y alzó de nuevo los ojos al tiempo que ponía una sonrisa entre temerosa y desilusionada.

—¿Me crees? —insistió Frank.

—Claro, claro. Pero te juro que no lo decía en serio. Sólo estaba dándole a la lengua. Comentarios de oficina, ya sabes. Seguro que entiendes que no lo decía en serio. Por el amor de Dios, ¿acaso crees que soy un pervertido de esos? Vamos a olvidarlo Frank, ¿de acuerdo?

Frank siguió mirándole unos instantes más. Luego, dijo:

—Terminemos de desmontar esa radio.

Tal Whitman abrió el gran armero metálico.

—Cielo santo, es un buen arsenal —dijo Jenny Paige.

El teniente le pasó las armas y ella las alineó sobre una mesa próxima. El armero parecía contener una cantidad excesiva de armas de fuego para un pueblo como Snowfield. Dos fusiles de alta potencia con miras telescópicas. Dos subfusiles semiautomáticos. Dos rifles no mortales para disturbios, que eran armas especialmente modificadas que sólo disparaban perdigones blandos de plástico. Dos pistolas de bengalas. Dos rifles para lanzar granadas de gases. Y tres armas cortas, dos de calibre 38 y una gran Smith & Wasson 357 Magnum.

Mientras el teniente apilaba cajas de munición en la mesa, Jenny inspeccionó detenidamente la Magnum.

—Un auténtico monstruo, ¿verdad?

—Sí. Se puede detener en seco a un toro con eso.

—Parece que Paul lo tenía todo en perfecto estado.

—Maneja usted las armas como si las conociera bien —dijo Tal, colocando más munición en la mesa.

—Nunca me han gustado las armas, ni pensaba que llegara a tener ninguna —comentó ella—. Sin embargo, cuando llevaba tres meses viviendo aquí, empezamos a tener problemas con una pandilla de motoristas que decidió establecer una especie de retiro de verano en un paraje junto a la carretera de Mount Larson.

—Los Demonios del Cromado.

—Exacto —asintió Jenny—. Unos tipos de aspecto desagradable. —Es una descripción muy suave.

—Un par de veces, mientras atendía unas llamadas nocturnas a domicilio en Mount Larson y Pineville, me encontré con una escolta motorizada que no había pedido. Se colocaron a ambos lados del coche, demasiado cerca para las normas de seguridad, y me sonrieron por las ventanillas, me gritaron, me hicieron gestos, muecas y otras tonterías. En realidad, no intentaron nada, pero la sensación fue realmente…

—… ¿de amenaza?

—Usted lo ha dicho. Así pues, compré una pistola, aprendí a dispararla y me saqué una licencia para llevarla.

El teniente empezó a abrir las cajas de munición.

—¿Ha tenido ocasión de usarla alguna vez?

—Bueno —dijo ella—, nunca he tenido que dispararle a nadie, gracias a Dios. Pero una vez tuve que enseñarla. Acababa de anochecer, iba camino de Mount Larson y los Demonios me escoltaron de nuevo. Pero esta vez fue distinto. Cuatro de ellos me cerraron y luego empezaron a reducir la velocidad, obligándome a hacerlo también. Finalmente, me forzaron a detenerme por completo en mitad de la carretera.

—Le debió de dar un buen vuelco el corazón.

—¡Desde luego que sí! Uno de los Demonios se apeó de su moto. Era grande, quizá uno noventa, con el cabello largo y rizado y con barba. Llevaba una cinta en la frente y un pendiente de oro. Tenía el aspecto de un pirata.

—¿Llevaba tatuado un ojo amarillo y rojo en la palma de cada mano?

—¡Sí! Bueno, al menos en la palma que puso contra el cristal del coche cuando miró al interior.

El teniente se apoyó en la mesa donde habían colocado las armas.

—Se llama Gene Terr —informó a Jenny—. Es el líder de los Demonios del Cromado. Ha estado dos o tres veces encerrado pero nunca por nada serio ni por mucho tiempo. Cuando parece que Jeeter, su apodo, está metido en algún lío importante, alguno de los suyos se responsabiliza de todas las acusaciones. Tiene un poder increíble sobre sus seguidores. Hacen lo que él quiere; es casi como si le adoraran. Incluso cuando están en la cárcel, Jeeter se ocupa de ellos haciéndoles llegar dinero y drogas, con lo cual se asegura su fidelidad. Sabe que no podemos tocarle y por eso siempre trata de sacarnos de nuestras casillas mostrándose educado y cooperador y simulando ser un ciudadano respetable. Para él, esa actuación resulta de lo más divertida. Pero volvamos a lo que usted estaba contando; ¿así que Jeeter se acercó al coche y se asomó a los cristales, observándola?

—Sí. Quería que saliera, pero me negué. Entonces dijo que, por lo menos, debería bajar el cristal de la ventanilla para que no tuviéramos que gritar para oírnos. Respondí que no me importaba gritar un poco. El amenazó con romper el cristal si no lo bajaba. Yo sabía que, de hacerlo, Jeeter metería la mano y quitaría el seguro de la portezuela, de modo que consideré preferible apearme del coche por mi propia voluntad. En cuanto abrí y bajé, él intentó abalanzarse sobre mí. Yo respondí apretando la boca del cañón contra su vientre. El arma estaba amartillada, a punto para el disparo, y Jeeter lo advirtió al instante.

—¡Vaya!, me gustaría haber visto su cara —comentó el teniente Whitman con una sonrisa.

—Yo tenía un miedo de muerte —continuó Jenny, recordando la escena—. Me refiero a que estaba asustada de su presencia, por supuesto, pero también me daba miedo la idea de tener que apretar el gatillo. Ni siquiera estaba segura de poder hacerlo. Con todo, me daba cuenta de que no podía permitir que Jeeter viera la menor vacilación en mi actitud.

—Si la hubiera visto, Jeeter se la habría comido viva.

—Es lo que pensé. Por eso me mostré muy fría, llena de firmeza. Le dije que era médica, que iba camino de visitar a un paciente muy enfermo y que no permitiría que me detuvieran. Mantuve la voz baja. Los otros tres hombres seguían montados en sus motos y, desde la distancia a que se hallaban, no podían ver el arma ni escuchar claramente la conversación. Ese Jeeter parecía un tipo dispuesto a morir antes que permitir que alguien le viera obedecer las órdenes de una mujer, de modo que yo no quería ponerle en evidencia y arriesgarme con ello a que intentara alguna tontería.

—Desde luego, supo usted calarle en seguida —comentó el teniente, moviendo la cabeza.

—Después le recordé que algún día él podía necesitar un médico también. ¿Qué sucedería si por casualidad se caía de esa moto suya y quedaba tendido en medio de la carretera gravemente herido, y era yo el médico que aparecía… después de que él me hubiera hecho daño o me hubiera dado suficientes razones para tratarle mal? Le conté que los médicos pueden hacer cosas para complicar una herida, para asegurarse de que el paciente tenga una recuperación larga y dolorosa. Le pedí que pensara en ello.

Whitman la miró, boquiabierto. Jenny continuó:

—No sé si fue eso lo que le inquietó o si sólo fue la pistola, pero le vi titubear y, a continuación, empezó una gran parodia destinada a sus compinches. Les dijo que yo era una amiga de un amigo, y que me había conocido cierta vez, hacía años, pero que no me había reconocido al principio. También les ordenó que me trataran con toda la cortesía de que fueran capaces los Demonios. Nadie debía molestarme bajo ninguna circunstancia. Después, montó de nuevo en su Harley y se marchó, escoltado por los otros tres.

—¿Y usted continuó su camino a Mount Larson?

—¿Qué iba a hacer, si no? Todavía tenía que atender a mi paciente.

—Increíble.

—De todos modos, he de reconocer que estuve sudando y temblando hasta que llegué al pueblo.

—¿Y desde entonces no la ha molestado ningún motorista?

—No. De hecho, cuando pasan junto a mí alguna vez por esta zona, se limitan a sonreír y saludarme con la mano.

Whitman se echó a reír.

—Así pues —añadió Jenny—, ahí tiene la respuesta a su pregunta: Sé manejar un arma, en efecto, pero espero no tener que disparar nunca contra nadie.

La doctora contempló la Magnum 357 que tenía en la mano, frunció el ceño, abrió una caja de munición y empezó a cargar el arma.

El teniente sacó un par de balas de otra caja y cargó un fusil. Ambos permanecieron unos momentos en silencio. Luego, Whitman dijo:

—¿Realmente habría hecho usted lo que le dijo a Jeeter?

—¿El qué? ¿Dispararle?

—No. Me refiero a que si la hubiera lastimado, tal vez violado, y luego hubiera tenido usted ocasión de tratarle como paciente… ¿habría usted…?

Jenny terminó de cargar la Magnum, cerró el tambor con un chasquido y dejó el arma sobre la mesa.

—Bueno, estaría tentada de hacerlo. Sin embargo, por otra parte, tengo un respeto enorme por el juramento hipocrático, de modo que… Bien…, supongo que esto significa que me dejo llevar por el corazón, pero le daría a Jeeter la mejor atención médica que pudiera.

—Sabía que diría eso.

—Hablo mucho, pero por dentro soy un pedazo de pan.

—Seguro —replicó él—. La manera cómo se enfrentó a ese Jeeter es la más valiente que he visto nunca, pero si él la hubiera maltratado y usted se hubiera aprovechado más tarde de su condición de médico para arreglar cuentas con él… Bueno, eso ya habría sido distinto.

Jenny alzó la vista del revólver del 38 que acababa de tomar del Muestrario que llenaba la mesa y sus ojos miraron fijamente a los del negro teniente, claros e inquisitivos.

—Doctora Paige, usted tiene, como decimos nosotros, «lo que hay que tener». Si quiere, puede tutearme y llamarme Tal. Casi todo el mundo lo hace. Es la abreviatura de Talbert.

—Está bien, Tal. Y tú puedes llamarme Jenny.

—Hum… No estoy seguro de eso.

—¿Por qué no?

—Porque usted es médica y todo eso. Mi tía Becky, que fue quien me educó, siempre les tuvo un gran respeto a los médicos. Me suena raro llamar a una doctora por su… por su nombre de pila.

—Los médicos también somos personas, ¿sabes? Y teniendo en cuenta que aquí todos estamos en una especie de olla a presión…

—Eso no importa —la cortó Tal, moviendo la cabeza en gesto de negativa.

—Si te molesta, llámame como lo hace la mayoría de mis pacientes.

—¿Cómo?

—Simplemente, doc. Y tutéame.

—¿Doc? —El teniente se lo pensó unos segundos y una sonrisa cubrió luego su rostro lentamente—. Doc. Me hace pensar en uno de esos viejos bobalicones y pendencieros que solía interpretar Barry Fitzgerald en las películas de los años treinta y cuarenta.

—Lo siento, pero no soy nada pendenciera.

—Tienes razón. Y tampoco eres una vieja bobalicona.

Jenny se rió en silencio.

—Me gusta —continuó Whitman—. Doc. Sí. Y cuando te imagino clavándole el revólver en el vientre a ese Jeeter, lo encuentro perfecto.

Cargaron dos armas mas.

—Oye, Tal, ¿por qué tantas armas en la comisaría de un pueblo tan pequeño como Snowfield?

—Si se quiere contar con fondos estatales y federales para el presupuesto destinado al mantenimiento del orden en el condado, se debe cumplir una serie de requisitos de todo tipo que resulta ridícula. Una de las condiciones es que cada comisaría de estas características tenga este arsenal mínimo. Y ahora… bueno… quizá deberíamos alegrarnos de contar con todo este armamento.

—Aunque de momento no hemos visto a nadie contra quien disparar.

Sospecho que pronto lo encontraremos —dijo Tal—. Y te diré una cosa.

—¿Qué?

El rostro agraciado, oscuro y cuadrado del teniente podía mostrarse inquietamente hosco.

—No creo que debas preocuparte de si tienes que disparar contra otras personas. Por alguna razón, me parece que no es de las personas de lo que debemos preocuparnos.

Bryce marcó el número privado de la residencia del gobernador en Sacramento, que no aparecía en la guía telefónica. Habló con una sirvienta que insistió en que el gobernador no podía ponerse al teléfono, ni siquiera para atender una llamada de vida o muerte de un viejo amigo. La sirvienta quería que Bryce dejara el mensaje. A continuación, habló con el jefe de personal de la casa, que también le indicó que dejara el mensaje. Por fin, después de una larga espera, pudo hablar con Gary Poe, principal colaborador y consejero político del gobernador, Jack Retlock.

—Bryce —le dijo Gary—, Jack no puede ponerse al teléfono ahora mismo. Está ofreciendo una cena muy importante en el comedor. El ministro japonés de Comercio y el cónsul general en San Francisco.

—Gary…

—Estamos tratando por todos los medios que esa nueva fábrica de componentes electrónicos americano-japonesa se instale en California. Tenemos miedo de que termine yéndose a Texas, a Arizona o, tal vez, incluso a Nueva York. ¡Santo cielo, Nueva York!

—Gary…

—¿Por qué iban a tomar en consideración Nueva York, con todos los problemas sindicales y los impuestos que existen allí? A veces me parece que…

—¡Cállate, Gary!

—¿Eh?

Bryce nunca cortaba así a nadie. Incluso Gary Poe, que era capaz de hablar más alto y más de prisa que un charlatán de feria, enmudeció al instante.

—Gary, esto es una emergencia. Consigue que se ponga Jack. En tono dolido, Poe respondió: —Bryce, estoy autorizado para…

—Escucha, Gary, tengo muchas cosas que hacer durante las próximas dos horas. Esto es, si vivo el tiempo suficiente para ello. No puedo perder un cuarto de hora explicándote todo el asunto y luego otro cuarto de hora repitiéndoselo a Jack. Atiende: estoy en Snowfield y parece que todos los habitantes han muerto, Gary.

—¿Qué?

—Quinientas personas.

—Si es una broma, Bryce…

—Quinientos muertos. Y eso no es todo. Ahora, ¿querrás llamar a Jack, por el amor de Dios?

—Pero, Bryce, quinientos…

—¡Llama a Jack, maldita sea!

Gary Poe titubeó. Luego, murmuró:

—Amigo mío, será mejor que todo eso sean tonterías…

Soltó el teléfono y fue a buscar al gobernador.

Bryce había conocido a Jack Retlock diecisiete años antes. Al ingresar en la policía de Los Ángeles, había sido asignado a Jack para el año de prácticas. Para entonces, Jack era un veterano con siete años en el cuerpo, un agente curado de espantos. De hecho, Jack le había parecido tan astuto y tan conocedor de las calles que Bryce había desesperado de llegar a ser siquiera la mitad de bueno en aquel trabajo. No obstante, en un año, mejoró mucho. Jack y Bryce juraron permanecer juntos, ser compañeros. Sin embargo, dieciocho meses más tarde, harto de un sistema legal que soltaba constantemente a los delincuentes que tanto trabajo le costaba llevar a la cárcel, Jack presentó la dimisión como policía y entró en la política. En sus años de agente había recibido un puñado de menciones al valor. Se valió de esa imagen de héroe para conseguir un escaño en el consistorio municipal de Los Ángeles y luego se presentó a alcalde, obteniendo una victoria aplastante. De allí, había saltado al sillón de gobernador. Era una carrera mucho más impresionante que el vacilante camino recorrido por Bryce hasta su puesto de comisario de Santa Mira, pero Jack siempre había sido el más agresivo y ambicioso de los dos.

—¿Doody? ¿Eres tú? —preguntó Jack cuando se puso al teléfono. Doody era un viejo mote que Jack empleaba con Bryce pues siempre decía que el cabello rubio pajizo, las pecas, el rostro saludable y los ojos de marioneta de éste le daban el aspecto de un antiguo personaje infantil, Howdy Doody.

—Sí, soy yo, Jack.

—Gary está divagando sobre no sé qué tonterías…

—Lo que te ha dicho es cierto —respondió Bryce, informando a Jack de todo lo sucedido en Snowfield.

Después de escuchar su relato, el gobernador exhaló un profundo suspiro y murmuró:

—Me gustaría saber que te gusta la bebida, Doody.

—Esto no es cosa de unas copas de más, Jack. Escucha, lo primero que quiero que hagas es…

—¿Llamar a la Guardia Nacional?

—¡No! —exclamó Bryce—. Eso es precisamente lo que deseo evitar mientras sea posible.

—Si no utilizo la Guardia y cualquier otro medio a mi disposición y luego resulta que era la primera decisión que debería haber tomado, me crecerá hierba en el culo y tendré un rebaño de vacas hambrientas a mi alrededor.

—Jack, cuento contigo para tomar las decisiones más convenientes, no las decisiones políticas más convenientes. Hasta que sepamos más de la situación, no queremos hordas de la Guardia Nacional pululando por aquí. Esa gente es fantástica para ayudar en inundaciones, huelgas de correos y cosas así, pero no son militares a dedicación completa. Son vendedores de calzado, abogados, carpinteros y maestros de escuela. Este asunto requiere un grupo policial reducido, eficiente y firmemente controlado, y la única gente así son los policías de verdad, los policías con dedicación exclusiva.

—¿Y si tus hombres no pueden hacerse cargo?

—Entonces seré el primero en llamar a la Guardia Nacional.

—Está bien —dijo por fin Retlock—. Nada de Guardia, por ahora.

Bryce suspiró. Luego, añadió:

—Y también quiero mantener lejos de aquí al departamento de sanidad estatal.

—Sé razonable, Doody. ¿Cómo podría hacer eso? Si existe alguna posibilidad de que una enfermedad contagiosa haya acabado con los vecinos de Snowfield, o de que algún tipo de contaminación ambiental…

—Escucha, Jack. Sanidad hace un excelente trabajo en lo que se refiere a seguir y controlar estadísticas sobre brotes de pestes, envenenamientos masivos de alimentos o contaminaciones de masas de agua pero, fundamentalmente, son burócratas; se mueven despacio. Y en este asunto no podemos permitirnos ir despacio. Tengo la extraña sensación de que estamos consumiendo estrictamente un tiempo prestado. En cualquier momento podría desencadenarse todo el infierno; de hecho, me sorprendería que no fuera así. Además, el departamento de Sanidad no posee el equipo para afrontar la situación y carece de un plan de acción para hacer frente a la muerte de un pueblo entero. En cambio, hay alguien que sí está preparado, Jack. La división de Guerra Química y Bacteriológica del cuerpo de Sanidad del Ejército tiene un programa relativamente nuevo que denominan Unidad de Defensa Civil.

—¿La división de Guerra Química? —repitió Retlock. Ahora se apreciaba cierta tensión en su voz—. ¿Quieres decir que el asunto puede interesar a esa gente?

—Sí.

—¡Señor! No pensarás que tiene algo que ver con gases nerviosos o con armas bacteriológicas…

—Probablemente, no —respondió Bryce pensando en las cabezas cortadas de los Liebermann, en la inquietante sensación que le había atenazado en el interior del túnel, en la imposible rapidez con que se había desvanecido Jake Johnson—. De todos modos, no tengo los suficientes datos para descartar esa posibilidad, o cualquier otra.

Un deje de cólera cristalizó a continuación en la voz del gobernador:

—¡Si los malditos militares han tenido un descuido con alguno de sus condenados virus del apocalipsis…!

—Calma, Jack. Quizá no es ningún accidente. Tal vez es obra de unos terroristas que se han hecho con una muestra de algún agente de ese tipo. O tal vez son los rusos que quieren hacer una pequeña comprobación de nuestro sistema de análisis y defensa contra este tipo de agresiones. Precisamente, el cuerpo de Sanidad del Ejército ordenó a su división de Guerra Química y Bacteriológica la creación de esa oficina del general Copperfield para hacer frente a situaciones como ésta.

—¿Quién es Copperfield?

—El general Galen Copperfield. Es el jefe al mando de la Unidad de Defensa Civil. Nuestra situación es exactamente la ideal para que solicitemos su intervención. En cuestión de horas, Copperfield puede instalar en Snowfield un equipo de científicos perfectamente preparado. Biólogos, virólogos, bacteriólogos, patólogos con formación en las técnicas más modernas de la medicina forense, al menos un inmunólogo o bioquímico, un neurólogo e incluso un neuropsiquiatra, todos de primera categoría. El departamento de Copperfield ha construido sofisticados laboratorios de campo móviles. Los tienen guardados en diversos puntos del país, de modo que debe de haber alguno relativamente cerca. No llames todavía a la gente de Sanidad del Estado, Jack. No tienen un equipo del calibre que puede proporcionarnos Copperfield ni un laboratorio móvil de diagnóstico con todos los adelantos como el de Copperfield. Yo quiero llamar al general; de hecho, ahora voy a llamarlo, pero antes he preferido tener tu aprobación y tu garantía de que los burócratas del Estado no empezarán a husmear por aquí, entorpeciendo el trabajo.

Tras una breve vacilación, Jack Retlock respondió:

—Doody, ¿en qué hemos dejado que se convierta el mundo si es necesario que exista siquiera un departamento como el de Copperfield?

—¿Mantendrás al margen a los de Sanidad?

—Sí. ¿Qué más necesitas?

Bryce repasó la lista que tenía ante sí.

—Puedes pedir a la compañía telefónica que desconecte los circuitos de acceso a Snowfield. Cuando el mundo descubra lo que está sucediendo aquí, todos los teléfonos del pueblo empezarán a sonar y no habrá modo de mantener las comunicaciones esenciales. Si pudieran canalizar todas las llamadas desde Snowfield a través de un puñado de telefonistas especiales y filtrar así todo lo que no sea importante y…

—Me ocuparé de ello —afirmó Jack.

—Naturalmente, en cualquier momento podemos quedarnos sin teléfono. La doctora Paige tuvo problemas para poder llamar la primera vez que lo intentó, de modo que necesitaremos aparatos de onda corta. La emisora de la comisaría del pueblo parece haber sido saboteada.

—Puedo conseguirte una unidad móvil de onda corta, un vehículo con su propio generador de gasolina. La oficina de Prevención de Terremotos tiene un par. ¿Algo más?

—Hablando de generadores, sería estupendo no tener que depender del alumbrado público. Hemos comprobado que nuestro enemigo aquí puede manipularlo a voluntad. ¿Podrías conseguir un par de generadores grandes?

—Se puede hacer. ¿Qué más?

—Si se me ocurre algo, no dudaré en pedirlo.

—Bryce, permite que te diga que, como amigo, lamento muchísimo verte metido en este trance. En cambio, como gobernador, me alegro muchísimo de que eso, lo que diablos sea, haya sucedido en tu jurisdicción. Por ahí hay algunos estúpidos integrales que ya lo habrían jodido todo si el asunto hubiera caído en sus manos. A estas alturas, si hubiera sido una enfermedad, ya la habrían extendido por medio Estado. Estoy seguro de que prestarás un gran servicio ahí arriba.

—Gracias, Jack.

Ambos permanecieron en silencio un instante. Por fin, Jack Retlock murmuró:

—¿Doody?

—¿Sí, Jack?

—Cuídate.

—Lo haré, Jack —respondió Bryce—. Bien, tengo que hablar con Copperfield. Te llamaré más tarde.

—Hazlo, por favor. Llámame más tarde. ¡No se te ocurra desvanecerte, amigo mío! —se despidió el gobernador.

Bryce colgó el teléfono y echó una mirada a su alrededor. En la sala de la comisaría, Stu Wargle y Frank estaban sacando la placa frontal de la emisora. Tal y la doctora Paige estaban cargando armas. Gordy Brogan y la pequeña Lisa Paige, el más corpulento y la más menuda de los componentes del grupo, preparaban café y comida en una de las mesas.

«Incluso en medio del desastre —pensó Bryce—, incluso en plena desolación y muerte, hemos de tomar nuestro café y nuestra cena. La vida continúa.»

Descolgó el auricular para marcar el número de Copperfield en Dugway, Utah.

No escuchó el tono de marcar.

Pulsó varias veces la tecla de la horquilla.

—Hola —dijo.

Nada.

Bryce notó a alguien o algo escuchando. Pudo percibir la presencia, exactamente como la había descrito la doctora Paige.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

En realidad no esperaba respuesta, pero le llegó una. No era una voz, sino un sonido peculiar, aunque reconocible: el chillido de unas aves, quizá gaviotas; sí, gaviotas marinas chillando a gran altura sobre una costa barrida por el viento.

El sonido cambió. Se convirtió en un prolongado chasquido. Un cascabel. Como un sonajero lleno de alubias. El sonido de advertencia de una serpiente de cascabel. Sí, no cabía duda. El inconfundible sonido de una serpiente de cascabel.

Y entonces, el sonido cambió otra vez. Un zumbido electrónico. No, electrónico no: Abejas. Abejas zumbando, formando un enjambre.

Y ahora el chillido de las gaviotas de nuevo.

Y el trino de otro pájaro, una vibrante voz musical.

Y jadeos. Como un perro fatigado.

Y gruñidos, pero no de perro. De algo más grande.

Y el siseo y los bufidos de unos gatos peleándose.

Aunque no había nada especialmente amenazador en los sonidos en sí —salvo, quizá, el de la serpiente de cascabel y los gruñidos—, Bryce notó un escalofrío al escucharlos.

Los ruidos de animales cesaron.

Bryce esperó, escuchó y preguntó al fin:

—¿Quién está ahí?

No hubo respuesta.

—¿Qué quiere?

Otro sonido llegó por el cable y atravesó a Bryce como si fuera una daga de hielo. Gritos. Hombres, mujeres y niños. Y no sólo unos pocos. Decenas. Más incluso. No eran gritos fingidos, no expresaban un terror simulado. Eran los gritos desnudos, desgarradores, de los condenados: unos lamentos de dolor, de miedo, de desesperación, que partían el alma.

Bryce se sintió mareado.

El corazón se le disparó.

Le pareció estar en línea abierta con las entrañas del Infierno.

¿Eran aquéllos los gritos de los muertos de Snowfield, recogidos en una cinta magnetofónica? ¿Quién los había grabado? ¿Por qué? ¿O quizá no estaban grabados y los escuchaba en directo?

Un grito final. Una niña. Una niña muy pequeña. Al principio, era un grito de terror que luego se transformó en aullido de dolor, de inimaginable sufrimiento, como si la estuvieran desgarrando. Su vocecilla se alzó más y más y…

Silencio.

El silencio era aún peor que los gritos porque la presencia innominable seguía aún al otro lado de la línea y Bryce podía percibirla ahora con más intensidad. El comisario estaba sobrecogido por la conciencia de una maldad pura e inexorable.

Estaba allí.

Con gesto rápido, colgó el teléfono.

Estaba temblando. No había estado en peligro alguno…, pero estaba temblando.

Miró a su alrededor. Los demás seguían ocupados en las tareas que les había encomendado. Al parecer, nadie había advertido que su última llamada telefónica había sido muy distinta de la anterior.

Un reguero de sudor le bajó por el espinazo desde la nuca.

En algún momento, tendría que informar a los demás de lo que había sucedido. Pero no ahora. Porque ahora mismo no podía confiar en su voz. Seguramente, advertirían su nervioso temblor y sabrían que aquella extraña experiencia le había afectado profundamente.

Hasta que llegaran refuerzos, hasta que hubiera establecido una base más sólida en Snowfield, hasta que todos estuvieran menos atemorizados, no era aconsejable dejar que los demás le vieran temblar de miedo. Al fin y al cabo, todos dejaban en sus manos la dirección del asunto y no tenía intención de decepcionarles.

Exhaló un suspiro profundo, purificador.

Levantó de nuevo el auricular y escuchó de inmediato la señal de marcar.

Con inmenso alivio, llamó a la Unidad de Defensa Civil en Dugway, Utah.

A Lisa le gustaba Gordy Brogan.

Al principio le había parecido hosco y amenazador. Era un tipo enorme, con unas manazas tan grandes que le recordaban a uno el monstruo de Frankestein. En realidad, tenía un rostro bastante bien parecido, pero cuando fruncía el ceño —aunque no fuera de enfado, aunque sólo estuviera preocupado por algo o meditabundo—, sus cejas se juntaban dándole un aire de ferocidad y sus ojos negros, negrísimos, se hacían más oscuros aún de lo habitual y el hombretón parecía un espectro.

En cambio, sonreír le transformaba. Esto era lo más sorprendente. Cuando Gordy sonreía, uno sabía inmediatamente que estaba delante del auténtico Gordy. Te dabas cuenta de que el otro —el que creías ver cuando fruncía el ceño o cuando su rostro estaba relajado— era una pura invención de la imaginación. Su sonrisa ancha y cálida resaltaba la bondad que brillaba en sus ojos y la dulzura de su amplia frente.

Cuando uno le conocía, Gordy era como un gran cachorro que siempre caía bien. Era uno de esos escasos adultos capaces de hablar con un niño sin sentirse ridículo y sin mostrarse condescendiente o protector. En ese aspecto, era todavía mejor que Jenny. Y era capaz de reír incluso en las presentes circunstancias.

Mientras terminaba de colocar la cena en la mesa —carne fría, pan, queso, fruta fresca, bollos— y calentaba el café, Lisa dijo:

—Usted no tiene aspecto de polizonte.

—¡Oh! —respondió Gordy—. ¿Y qué aspecto se supone que debe tener un polizonte?

—¿He dicho algo inconveniente? ¿Es «polizonte» una palabra ofensiva?

—En algunos sitios, sí. En las cárceles, por ejemplo.

A Lisa le sorprendió que el hombretón aún fuera capaz de reírse después de todo lo que había sucedido esa noche.

—En serio —insistió Lisa—, ¿cómo prefiere un agente del orden que le llamen? ¿Policía?

—Tanto da. Llámame agente, policía, polizonte…, lo que más te guste. Lo importante es que no te parezco adecuado para ese papel.

—No, no. Eres perfecto —respondió Lisa—. Sobre todo cuando pones esa mirada… Pero no pareces un polizonte.

—¿Qué te parezco, entonces?

—Déjame pensar. —Lisa se interesó al momento por el juego, pues desviaba su mente de la pesadilla que les envolvía—. Tal vez pareces… un joven predicador.

—¿Yo?

—Bueno, en un púlpito estarías fantástico, lanzando sermones de fuego y azufre. Puedo verte sentado en el confesionario, con una sonrisa de ánimo en el rostro, escuchando los problemas de la gente.

—Yo, un predicador… —repitió Gordy, visiblemente sorprendido—. Con esa imaginación, deberías ser escritora cuando seas mayor.

—Creo que seré médico como Jenny. Una doctora puede hacer mucho bien. —Hizo una pausa—. ¿Sabes por qué no pareces un polizonte? Porque no puedo imaginarte usando esto —señaló el revólver—. No puedo imaginarte disparándole a alguien. Aunque se lo merezca.

Lisa se sorprendió ante la expresión que cubrió el rostro de Gordy Brogan. Estaba visiblemente emocionado.

Antes de que la pequeña pudiera preguntar qué sucedía, las luces parpadearon.

Alzó la vista.

Las luces parpadearon una vez. Y otra más.

Volvió la mirada a las cristaleras de la fachada. Fuera, las farolas parpadeaban también.

«No, por favor —se dijo—. Otra vez no, Dios mío. No nos arrojes a las tinieblas, por favor. ¡Por favor!»

Las luces se apagaron.