Jake Johnson había desaparecido.
Antes de que Tal pudiera localizar la linterna intacta, la que se le había caído a Frank Autry, las luces del supermercado parpadearon y volvieron a brillar con normalidad. El apagón no había durado más de quince o veinte segundos.
Pero Jake no estaba.
Le buscaron. No estaba en los pasillos, ni en la zona de carnicería, ni en el almacén, ni en la oficina, ni en el aseo de empleados.
Salieron de la tienda —ahora sólo eran siete— y siguieron a Bryce avanzando con extrema cautela, con la esperanza de encontrar a Jake fuera, en la calle. Sin embargo, tampoco estaba allí.
El silencio de Snowfield era un mudo grito de burla.
Tal Whitman pensó que la noche parecía ahora infinitamente más oscura que minutos antes. Era una enorme boca en la que habían entrado sin advertirlo. Y aquella noche profunda y vigilante estaba hambrienta.
—¿Dónde puede haber ido? —preguntó Gordy con aspecto casi salvaje, como sucedía siempre que fruncía el ceño, aunque esta vez sólo estaba, en realidad, atemorizado.
—No ha ido a ninguna parte —replicó Stu Wargle—. Se lo han llevado.
—¿Por qué no ha pedido ayuda?
—No ha tenido ocasión.
—¿Cree que está vivo… o muerto? —preguntó la menor de las hermanas Paige.
—Encanto, yo no tendría muchas esperanzas —respondió Wargle frotándose la perilla—. Apuesto hasta el último dólar a que encontraremos a Jake en alguna parte, tieso como un palo, hinchado y amoratado como los demás.
La chiquilla frunció el ceño y se apretó con fuerza a su hermana.
—¡Eh!, no demos por muerto a Jake tan de prisa —intervino Bryce.
—Estoy de acuerdo —añadió Tal—. Es cierto que hay muchos muertos en el pueblo, pero me parece que la mayoría de los vecinos no están muertos, sino desaparecidos.
—Están todos más muertos que niños bombardeados con napalm, ¿no es cierto, Frank? —insistió Wargle, que no dejaba pasar la menor oportunidad para pinchar a Autry con referencias a sus años de guerra en Vietnam—. Sólo que aún no los hemos encontrado.
Frank no mordió el anzuelo. Era demasiado listo y se controlaba lo suficiente para no hacerlo.
—Lo que no entiendo —se limitó a decir— es por qué eso no se nos llevó a todos cuando tuvo ocasión. ¿Por qué se limitó a derribar a Tal?
—Estaba manipulando la linterna —respondió el teniente—. Y esa cosa no quería que lo hiciera.
—Sí —continuó Frank—, pero ¿por qué fue Jake el único del grupo que se llevó y por qué huyó luego tan rápidamente?
—Está burlándose de nosotros —dijo la doctora Paige. La luz de la farola hizo destellar en sus ojos una llamarada verde—. Es como lo que decía de la campana de la iglesia y la sirena de los bomberos. Parece estar jugando al gato y al ratón.
—Pero ¿por qué? —preguntó Gordy con exasperación—. ¿Qué busca esa cosa con todo esto? ¿Qué quiere?
—Un momento —pidió Bryce—. ¿Cómo es que todo el mundo ha empezado a hablar de repente de «eso», de «esa cosa»? La última vez que he realizado una encuesta informal, creo que el consenso general era que únicamente un grupo de psicópatas asesinos podría haber hecho algo así. Un grupo de maníacos. Personas.
Se miraron unos a otros con inquietud. Nadie tenía ganas de decir lo que le rondaba en la cabeza. Ahora eran concebibles cosas antes impensables. Eran cosas que la gente razonable no podía poner fácilmente en palabras.
Llegó una racha de viento salida de las tinieblas y los dóciles árboles se inclinaron en gesto de reverencia.
Las farolas parpadearon.
Todos dieron un brinco, alarmados por la inconstancia de la iluminación. Tal se llevó la mano a la empuñadura del revólver, que tardaba en su funda. Sin embargo, todas las luces siguieron encendidas.
Escucharon con atención el silencio del «pueblo cementerio». El único sonido era el susurro de los árboles agitados por el viento, que era como el último largo jadeo antes de la muerte, un prolongado aliento agónico.
«Jake está muerto —pensó Tal para sí—. Por una vez, Wargle tiene razón. Jake está muerto y quizá el resto de nosotros también, sólo que todavía no lo sabemos.»
Bryce se volvió hacia Frank Autry y le preguntó:
—Frank, ¿por qué ha dicho «eso» en lugar de «ellos» o cualquier otra cosa?
Frank volvió la mirada a Tal en busca de ayuda, pero el teniente no estaba seguro de por qué él mismo había dicho «eso». Frank carraspeó. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra y observó a Bryce. Luego, se encogió de hombros.
—Bien, comisario, supongo que he dicho «eso» porque… en fin… porque un soldado, un adversario humano, habría acabado con nosotros en el supermercado cuando tuvo la oportunidad. Podía haber terminado con todos nosotros en un instante, bajo la oscuridad.
—Entonces, ¿qué cree? ¿…Que ese adversario no es humano?
—Quizá podría ser algún tipo de… de animal.
—¿Un animal? ¿Es eso realmente lo que piensa?
—No, comisario.
Frank parecía cada vez más incómodo.
—Entonces, ¿qué? —insistió Bryce.
—Diablos, no sé qué pensar —replicó Frank con voz de frustración—. Yo tengo entrenamiento militar, como ya sabe. Y a los militares no les gusta meterse a ciegas en ninguna situación. Los militares planifican su estrategia meticulosamente. Pero sobre todo, una estrategia acertada y sólida depende para su planificación de una serie de datos y experiencias fiables: ¿Qué han hecho otros en circunstancias parecidas? ¿Qué ha sucedido en batallas comparables de otras guerras? ¿Qué soluciones triunfaron y cuáles fracasaron? En cambio, esta vez no existen batallas comparables, ni experiencias en las que basarse. Este asunto es tan extraño que no puedo dejar de concebir al enemigo como «una cosa» neutra y sin rostro.
Bryce se volvió hacia la doctora Paige y repitió la pregunta:
—¿Qué me dice usted? ¿Por qué ha utilizado la palabra «eso»?
—No estoy segura. Tal vez porque escuché usarla al agente Autry.
—Pero fue usted quien propuso la teoría de una variedad mutante de rabia que podía crear una jauría de locos homicidas. ¿Acaso la descarta ahora?
—No —respondió ella, frunciendo el ceño—. De momento no podemos descartar nada. De todos modos, comisario, en ningún momento pretendí dar a entender que era la única teoría posible.
—¿Tiene alguna otra?
—No.
—¿Qué me dices tú? —dijo Bryce volviéndose hacia Tal.
El teniente parecía tan incómodo como lo había estado Frank momentos antes.
—Bueno, supongo que he empleado la palabra «eso» porque ya no puedo seguir aceptando la teoría de los maníacos homicidas.
Los párpados caídos de Bryce se alzaron más de lo habitual.
—¡Ah! ¿Por qué no?
—Por lo que ha sucedido en el hotel —respondió Tal—. Cuando bajamos al vestíbulo y encontramos la mano sobre la rinconera, sosteniendo el lápiz de ojos que estábamos buscando…, bueno… eso no parecía propio de la actuación de un desquiciado homicida. Todos hemos sido policías el tiempo suficiente para haber afrontado algunos casos de personas desequilibradas. ¿Alguien se ha encontrado alguna vez con un tipo de esos que tuviera sentido del humor? ¿Aunque fuera un humor retorcido y desagradable? No, siempre son personas sin humor. Han perdido la capacidad de reírse de nada y ésa es, en parte, probablemente la razón de que estén desquiciadas. Por eso, cuando vi esa mano en la mesilla del vestíbulo, me pareció ilógico. Estoy de acuerdo con Frank: a partir de ahora, voy a pensar en nuestro enemigo como en un «eso» sin rostro.
—¿Por qué no está dispuesto ninguno de ustedes a aceptar lo que siente? —intervino Lisa Paige en voz baja. Tenía catorce años, era una adolescente camino de convertirse en una muchacha encantadora, pero todavía les contempló uno por uno abiertamente, con la inconsciencia de una niña—. De algún modo, en lo más hondo de cada uno, todos sabemos que no han sido personas las que han hecho todo esto. Se trata de algo realmente horrible… ¡Señor, sólo hay que notarlo…! Algo extraño y desagradable. Sea lo que sea, todos lo hemos notado. Y todos le tenemos miedo. Por eso todos nos esforzamos en no reconocer que existe y está aquí.
Sólo Bryce mantuvo la mirada de la muchacha, estudiándola pensativo. Los demás apartaron los ojos de Lisa. Y prefirieron no mirarse tampoco entre ellos.
«No queremos asomarnos a nuestro fuero interno —pensó Tal—, y eso es precisamente lo que nos está diciendo que hagamos esa chiquilla. No queremos mirar en nosotros mismos y descubrir una serie de supersticiones primitivas. Nosotros somos adultos civilizados, razonablemente instruidos, y se supone que los adultos no creen en el hombre del saco.»
—Lisa tiene razón —respondió Bryce—. El único modo en que vamos a resolver esto…, el único modo, quizá, de evitar convertirnos nosotros también en víctimas, será mantener abiertas nuestras mentes y dar rienda suelta a la imaginación.
—Estoy de acuerdo —intervino la doctora Paige.
—Pero entonces, ¿qué se supone que debemos pensar? —quiso saber Gordy Brogan, moviendo la cabeza en gesto de negativa—. ¿Cualquier cosa? Me refiero a si no hay límites. ¿Se supone que debemos empezar a preocuparnos de fantasmas, espectros, hombres lobo y… vampiros? Seguro que habrá cosas que podamos descartar.
—Naturalmente —asintió Bryce con tono paciente—. Nadie dice que nos estemos enfrentando a fantasmas o a licántropos, pero tenemos que entender que estamos tratando con lo desconocido. Eso es: con lo desconocido.
—No lo acepto —protestó Stu Wargle con aire hosco—. ¡Lo desconocido…! ¡Una mierda! Cuando todo esto haya acabado, descubriremos que ha sido obra de algún pervertido, de algún cerdo apestoso nada distinto a cualquiera de los cerdos apestosos con los que hemos tratado en otras ocasiones.
—Wargle, esa manera de pensar es precisamente lo que nos puede hacer pasar por alto algún rastro importante. Y también lo que nos puede llevar a todos a la muerte —sentenció Frank.
—Espera y verás —replicó Wargle—. Descubrirás que tenía razón.
Escupió en la acera, enganchó los pulgares en el cinto e intentó dar la impresión de que era el único del grupo con la cabeza en su sitio.
Tal Whitman vio algo más tras la pose de macho de Wargle: vio terror.
Aunque era el hombre menos sensible que Tal había conocido en su vida, Stu no había dejado de percibir la respuesta primitiva de la que había hablado Lisa Paige. Lo reconociera o no, era evidente que sentía el mismo escalofrío que helaba hasta los huesos a todos los presentes.
Frank Autry también advirtió que la actitud imperturbable de Wargle era una postura. En un tono de admiración exagerada, falsa, comentó:
—Stu, tu excelente ejemplo nos da fuerzas. Nos inspira. ¡Qué haríamos sin ti!
—Sin mí —replicó Wargle con acritud—, tú te colarías en seguida por el agujero del retrete, Frank.
Con fingido desmayo, Frank paseó la mirada por Tal, Gordy y Bryce.
—¡Vaya humos tiene ese hombre!
—Desde luego, pero no le des la culpa a Stu. En su caso —dijo Tal—, esos humos sólo son el resultado de los frenéticos esfuerzos de la naturaleza para llenar un vacío: el de su cabeza.
Era una pequeña broma, pero la risa que provocó fue grande. Si bien a Stu le gustaba utilizar el aguijón, le desagradaba ser víctima de él; a pesar de todo, consiguió esbozar una sonrisa.
Tal se dio cuenta de que no se estaban riendo tanto del chiste como de la Muerte, riéndose ante su rostro esquelético.
Pero cuando la risa se desvaneció, la noche seguía oscura.
El pueblo seguía en un silencio sobrenatural.
Jake Johnson seguía desaparecido.
Y «eso» seguía allí.
La doctora Paige se volvió a Bryce Hammond.
—¿Está dispuesto a investigar la casa de los Oxley?
Bryce hizo un gesto de negativa con la cabeza.
—Ahora mismo, no. Me parece que no es aconsejable seguir haciendo más pesquisas hasta que tengamos refuerzos. Si puedo evitarlo, no quiero perder otro hombre.
Tal vio pasar por los ojos de Bryce una sombra de angustia al mencionar a Jake.
«Bryce, amigo mío —pensó—, siempre te cargas en exceso la responsabilidad cuando algo sale mal, igual que siempre te apresuras demasiado a compartir los honores por unos éxitos que han sido enteramente tuyos.»
—Volvamos a la comisaría —añadió Bryce—. Tenemos que planificar con cuidado nuestros movimientos, y hay unas llamadas que debo hacer.
Regresaron por la misma ruta que habían seguido al venir. Stu Wargle, dispuesto todavía a demostrar su valentía, insistió en ocupar la retaguardia en esta ocasión y avanzó contoneándose detrás del grupo.
Cuando llegaron a Skyline Road, sonó una campana de iglesia, provocando un sobresalto. La campana tañó otra vez, lentamente, otra vez, lentamente, otra vez…
Tal notó reverberar en sus dientes el sonido metálico.
Todos se habían detenido en la esquina a escuchar las campanadas y miraban al oeste, hacia el otro extremo de Vail Lañe. Apenas a una bocacalle de distancia, un campanario de ladrillo se alzaba sobre los demás edificios; tenía una pequeña luz en cada esquina del tejado de pizarra, muy puntiagudo.
—Es la iglesia católica —les informó la doctora Paige, levantando la voz para hacerse oír en el estruendo—. Todas las aldeas de los alrededores pertenecen a esta parroquia. Nuestra Señora de las Montañas.
El tañido de una campana de iglesia puede ser una música armoniosa, pero no había nada alegre en el tañido de ésta, se dijo Tal.
—¿Quién la hace sonar? —se preguntó Gordy en voz alta.
—Quizá no la mueve nadie —respondió Frank—. Tal vez está conectada a algún artilugio cronometrador. La campana sonó una vez más en la torre iluminada, esparciendo su tañido metálico con una nota diáfana.
—¿Suena habitualmente a esta hora de la noche del domingo? —preguntó Bryce a la doctora Paige.
—No —respondió ésta.
—Entonces, no funciona automáticamente.
A una calle de distancia, allá arriba, la campana se movió y sonó una vez más.
—¿Quién tira de la cuerda, pues? —preguntó Gordy Brogan.
Una imagen macabra asaltó la mente de Tal Whitman: Jake Johnson, amoratado, abotargado y frío como una piedra, en la cámara del campanero al pie de la torre de la iglesia con la cuerda enrollada en sus manos sin sangre, muerto pero diabólicamente animado. Muerto pero tirando de la cuerda de todos modos, tirando y tirando, con su rostro vuelto hacia arriba y la ancha sonrisa melancólica de un cadáver, con los ojos saltones fijos en la campana que se balanceaba y tañía bajo el tejado puntiagudo.
Se estremeció.
—Quizá deberíamos ir hasta la iglesia y ver quién anda ahí —propuso Frank.
—No —replicó Bryce al instante—. Eso es lo que pretende que hagamos. Esa cosa quiere que entremos a investigar. Quiere tenernos dentro de la iglesia y entonces apagar las luces y…
Tal advirtió que también Bryce utilizaba ahora la expresión «esa cosa».
—Sí —le apoyó Lisa Paige—. Está por aquí en este mismo instante, esperándonos.
Ni siquiera Stu Wargle estaba dispuesto a animarles a visitar la iglesia, de momento.
Bajo el alero del tejado la campana, visible ahora, se meció reflejando un haz de luz metálica, se balanceó, brilló y siguió moviéndose y parpadeando como si, al tiempo que liberaba su monótono sonido, estuviera lanzando un mensaje en morse con poder hipnótico: Tenéis sueño… cada vez más sueño… Os estáis durmiendo, durmiendo… estáis profundamente dormidos, en trance… estáis bajo mi poder… vendréis a la iglesia… vendréis ahora, venid, venid, venid a la iglesia y veréis la maravillosa sorpresa que os aguarda aquí… venid venid…
Bryce se sacudió como si despertara de un sueño.
—Si «eso» quiere que vayamos a la iglesia —dijo—, es una buena razón para no ir. No seguiremos explorando hasta que sea de día.
El grupo dio media vuelta en Vail Lane y se encaminó al norte por Skyline Road hacia la comisaría, más allá del restaurante Mountainview.
Apenas habían recorrido diez metros cuando la campana dejó de sonar. Una vez más, el lúgubre silencio cayó sobre el pueblo como un fluido viscoso, cubriéndolo todo.
Cuando llegaron a la comisaría, descubrieron que el cuerpo de Paul Henderson había desaparecido. Parecía como si el agente se hubiera levantado y echado a andar, sencillamente. Como Lázaro.