CAPÍTULO 12
Campo de batalla

Jake Johnson aguardó junto a Frank, Gordy y Stu Wargle al final de la manzana de edificios, en un tramo de acera brillantemente iluminado frente al supermercado Gilmartin's.

Observó a Bryce Hammond saliendo del hotel Candleglow Inn y rogó a Dios que el comisario apretara el paso. No le gustaba estar bajo aquella luz. ¡Qué diablos!, era como encontrarse en medio del escenario. Jake se sentía vulnerable.

Era cierto que minutos antes, mientras investigaban algunos de los edificios de la calle, habían tenido que cruzar zonas en sombras donde la oscuridad había parecido latir y moverse como una criatura viviente, y Jake había mirado entonces aquel tramo de acera brillantemente iluminada con esperanza, impaciente por alcanzarlo. Jake había temido aquella oscuridad tanto como ahora temía la luz.

Se pasó una mano por su tupido cabello cano, con gesto nervioso. La otra mano reposaba en la empuñadura del revólver, enfundado.

Jake Johnson no sólo tenía fe en la cautela, sino que la adoraba. La precaución era su dios. «Más vale prevenir que curar; más vale pájaro en mano que ciento volando; en boca cerrada no entran moscas.» Tenía un millón de refranes parecidos que, para él, eran hitos que señalaban la única ruta segura; más allá de ellos quedaba un frío vacío de riesgo, azar y caos.

Jake no se había casado. El matrimonio significaba la adopción de muchas responsabilidades nuevas. Significaba poner en riesgo las emociones, el dinero y todo el futuro de uno.

En lo relativo a las finanzas, también había llevado una vida cauta, frugal. Había ahorrado una suma bastante sustanciosa que tenía invertida en una amplia variedad de actividades.

A sus cincuenta y ocho años, Jake llevaba trabajando en el departamento de Policía del condado de Santa Mira más de treinta y siete. Hacía mucho que podría haberse retirado a disfrutar de su pensión, pero le preocupaba mucho la inflación y por ello había continuado en activo, engordando su pensión y ahorrando más y más dinero.

Su empleo de agente de la ley era, tal vez, la única decisión imprudente que Jake Johnson había tomado en su vida. Nunca había querido ser policía. ¡No, por Dios! Sin embargo, su padre, Big Ralph Johnson, había sido comisario del condado durante los años cuarenta y cincuenta, y había puesto sus expectativas en que el hijo continuara sus pasos. Big Ralph nunca aceptaba un no por respuesta y Jake seguía convencido de que su padre le habría desheredado si no hubiera ingresado en el cuerpo de Policía. No era que la familia tuviese una gran fortuna, desde luego, pero había una casa muy bonita y unas cuentas bancadas respetables. Y detrás del garaje de la casa, enterrados a un metro de profundidad, había varios tarros de vidrio de buen tamaño llenos de apretados fajos de billetes de veinte, cincuenta y cien dólares que Big Ralph había conseguido aceptando sobornos y que tenía reservados por si llegaban malos tiempos. Así pues, Jake se había hecho policía como su padre, quien finalmente había muerto a la edad de ochenta y dos años, cuando Jake tenía cincuenta y uno. Para entonces, Jake ya estaba condenado a ser un policía el resto de su vida laboral porque era lo único que sabía hacer.

Era un policía precavido. Por ejemplo, evitaba intervenir en las peleas y conflictos domésticos porque, en ocasiones, algún agente había muerto al tratar de interponerse entre parejas furiosas; en aquel tipo de confrontaciones, las pasiones se exacerbaban en exceso. Sólo había que ver a aquel agente inmobiliario, Fletcher Kale. Un año atrás, Jake había adquirido una parcela de terreno de montaña a través de Kale y el tipo le había parecido de lo más normal. Ahora, Kale había matado a su esposa y a su hijo. Si un policía hubiera aparecido en la escena, Kale le habría matado también. Por eso, cuando la central alertaba a Jake de que se estaba produciendo un atraco, él solía mentir sobre su situación y decía encontrarse tan alejado del lugar del delito que siempre había otra patrulla más próxima. Más tarde, aparecía en la escena del hecho, cuando la acción ya había terminado.

Sin embargo no era un cobarde. En más de una ocasión se había encontrado en plena línea de fuego y, en tales circunstancias, se había portado como un tigre, como un león, como un oso furioso. Simplemente, Jake era un hombre prudente.

Había algunos aspectos del trabajo policial que realmente le gustaban. La dirección del tráfico era agradable y el papeleo burocrático le encantaba. El único placer que le causaba efectuar un arresto era el hecho de tener que rellenar después los numerosos formularios que le mantenían anclado durante un par de horas en la central, a salvo de los peligros de la calle.

Por desgracia, esta vez el truco del papeleo le había salido mal. Precisamente estaba en la central rellenando formularios cuando se había recibido la llamada de la doctora Paige. Si hubiera estado en la calle, conduciendo su coche patrulla, habría podido evitar la misión.

Fuera como fuese, allí estaba ahora, inmóvil bajo una luz potente y ofreciendo un blanco perfecto. Maldita sea.

Para empeorar las cosas era evidente que algo tremendamente violento había recorrido el interior del supermercado Gilmartin's. Dos de las cinco grandes cristaleras de la fachada del establecimiento habían sido rotas desde dentro y los fragmentos de cristal cubrían toda la acera. Latas de carne para perros y otros productos habían atravesado los escaparates y aparecían ahora esparcidas por el pavimento. Jake tenía miedo de que el comisario se dispusiera a hacerles entrar en el supermercado para ver qué había sucedido, y temió que allí dentro todavía hubiera algo peligroso esperándoles.

El comisario, Tal Whitman y las dos mujeres llegaron por fin ante el supermercado y Frank Autry les enseñó el recipiente de plástico que contenía la muestra de agua. El comisario informó que había encontrado otro charco enorme en Brookhart's y todos estuvieron de acuerdo en que quizá tuviera algún significado. Tal Whitman explicó al otro grupo lo del mensaje del espejo —¡y lo de la mano seccionada, Dios santo!— en el hotel. Nadie supo tampoco cómo interpretarlo.

El comisario Hammond se volvió hacia la fachada destrozada del establecimiento y dijo lo que Jake temía oír:

—Echemos una ojeada.

Jake no quiso ser el primero en cruzar las puertas. Ni tampoco de los últimos. Se las arregló para colarse en el centro de la comitiva.

La tienda estaba totalmente revuelta. Varios expositores metálicos habían sido volcados junto a las tres cajas registradoras. Caramelos, gomas de mascar, cuchillas de afeitar, libros de bolsillo y otros productos cubrían el suelo. Cajas de cereales estaban reventadas y vacías, con el reluciente cartón semienterrado bajo pequeñas dunas de copos de avena y maíz. Numerosas botellas de vinagre rotas emitían un penetrante olor. Tarros de mermelada, pepinillos en vinagre, mostaza, mayonesa y otras salsas, rotos en el suelo, formaban una masa viscosa.

Al llegar al principio del último pasillo de estanterías, Bryce Hammond se volvió hacia la doctora Paige.

—¿Solía estar abierta la tienda los domingos por la tarde?

—No —respondió Jenny—, pero creo que a veces empleaban esas horas para reponer los artículos de las estanterías. Lo hacían en ocasiones, no siempre.

—Echemos un vistazo a la parte de atrás —indicó el comisario—. Quizá encontremos algo interesante.

«Eso es lo que temo», se dijo Jake.

Avanzaron por el último pasillo detrás de Bryce Hammond, saltando o rodeando un montón de bolsas de azúcar y de harina de dos kilos, algunas de las cuales se habían abierto.

En la parte posterior del supermercado se alineaban los frigoríficos con las carnes, los quesos, los huevos y los productos lácteos. Detrás de los frigoríficos, que llegaban hasta la cintura del comisario, quedaba la zona de servicio del establecimiento, limpia a conciencia y reluciente, donde se cortaba, pesaba y envolvía para la venta la carne y los embutidos.

Jake paseó su nerviosa mirada por las mesas de porcelana y los tacos de carnicero, suspirando de alivio al comprobar que no había nada en ninguno de ellos. No le habría sorprendido ver el cuerpo del encargado del establecimiento limpiamente convertido en filetes, costillas y carne para asado.

—Inspeccionemos el almacén —indicó Bryce Hammond.

«No lo hagamos», pensó Jake.

—Quizá si… —empezó a decir Hammond.

Todas las luces se apagaron.

Las únicas cristaleras estaban en la fachada del supermercado, pero incluso allí reinaba la oscuridad; las farolas de la calle también estaban apagadas. Dentro, la oscuridad era completa, cegadora.

Varias voces hablaron al unísono.

—¡Las linternas!

—¡Jenny! —¡Las linternas!

A continuación, sucedieron muchas cosas vertiginosamente.

Tal Whitman encendió una linterna y el haz de luz barrió el suelo como una cuchilla. En ese mismo instante, algo le golpeó por detrás; algo invisible que se había aproximado a él con increíble rapidez y sigilo al amparo de las sombras. Whitman fue lanzado hacia adelante y tropezó contra Stu Wargle.

Autry llevaba la otra linterna de mango largo sujeta al cinto mediante una presilla y se apresuró a sacarla. Sin embargo, antes de que pudiera encenderla, Wargle y Tal Whitman cayeron sobre él y los tres rodaron por el suelo.

En la caída, la linterna saltó de las manos de Tal. Bryce Hammond, brevemente iluminado por el descontrolado haz de luz, trató de asirla al vuelo, pero falló.

La linterna cayó al suelo y rodó por él dando forma a sombras extravagantes y movedizas con cada vuelta, sin llegar a iluminar nada.

Y algo frío tocó la nuca de Jake. Algo frío y ligeramente húmedo… pero indudablemente vivo.

Dio un salto al percibir el contacto, tratando de apartarse y volverse.

Algo le rodeó por el cuello con la rapidez de un látigo.

Jake jadeó, luchando por respirar.

Antes de que pudiera levantar las manos para resistirse a su agresor, se encontró con los brazos inmovilizados.

Estaba siendo levantado del suelo como si fuera un niño.

Intentó gritar pero una mano helada le tapó la boca. Por lo menos Jake pensó que era una mano, aunque el tacto era el de una anguila, frío y húmedo.

Además apestaba. No mucho. No emitía vaharadas de hedor, pero el olor era tan diferente a cualquier cosa que Jake pudiera reconocer, tan penetrante e inclasificable, que incluso en pequeñas dosis resultaba casi insoportable.

Una oleada de terror y repulsión recorrió todo su ser y Jake notó que estaba en presencia de algo inimaginablemente extraño e incuestionablemente maléfico.

La linterna todavía rodaba por el suelo. Apenas había transcurrido un par de segundos desde que Tal la había dejado caer, aunque a Jake le parecía que había pasado mucho más tiempo. Ahora, la linterna dio una última vuelta y fue a chocar contra la base del frigorífico de productos lácteos; el cristal se rompió en incontables pedazos y se vieron privados incluso de aquella escasa luz errática. Con ella, se apagó también la esperanza.

Jake se agitó, saltó, se retorció y se revolvió en un baile epiléptico presa del pánico, en un fandango espasmódico tratando de escapar. A pesar de todo, no consiguió liberar ni siquiera una mano. Su invisible adversario se limitó a apretar más su abrazo.

Jake escuchó a los demás llamarse unos a otros; sus voces sonaban muy lejanas.