CAPÍTULO 10
Hermanas y policías

Jenny y Lisa salieron de casa de los Oxley por donde habían entrado: por la ventana.

La noche era cada vez más fría. El viento soplaba de nuevo.

Regresaron a la casa de Jenny, en lo alto de Skyline Road, y se pusieron unas chaquetas para protegerse del frío.

Después, tomaron de nuevo carretera abajo hasta la comisaría. En la acera, junto al bordillo y frente al depósito de detenidos, había un banco de madera y las dos hermanas se sentaron en él a esperar que llegara la ayuda de Santa Mira.

—¿Cuánto tardarán en llegar? —preguntó Lisa.

—Santa Mira está a casi cincuenta kilómetros y las carreteras están llenas de curvas. Además, habrán tenido que adoptar algunas precauciones extraordinarias. —Jenny consultó el reloj y añadió—: Supongo que estarán aquí dentro de otros cuarenta y cinco minutos. Una hora como mucho.

—¡Señor!

—No es tanto, cariño.

La pequeña se levantó el cuello forrado de su chaqueta tejana.

—Jenny, cuando sonó el teléfono en la casa de los Oxley y descolgaste…

—¿Sí?

—¿Quién llamaba?

—Nadie.

—¿Qué escuchaste?

—Nada —mintió Jenny.

—Por la expresión que pusiste, me pareció que alguien te amenazaba o algo así.

—Bueno, me sobresalté mucho, lo reconozco. Cuando sonó el timbre, creí que el teléfono volvía a funcionar pero, cuando lo descolgué, advertí que seguía sin línea. Me sentí… desconcertada, eso es todo.

—Y, entonces, oíste la señal de marcar.

—Exacto.

Jenny se dijo que, probablemente, Lisa no la creía. Debía pensar que intentaba protegerla de algo. Y, en efecto, lo estaba haciendo. ¿Cómo podía explicar la sensación de que al otro lado del auricular no había algo maléfico? ¿Quién o qué estaba al teléfono? ¿Por qué le había permitido llamar, finalmente?

Un pedazo de papel pasó volando por la calle. Era lo único que se movía.

Un leve jirón de nube cubrió brevemente una porción de luna.

Transcurrieron unos instantes y, por fin, Lisa murmuró:

—Jenny, en el caso de que esta noche me suceda algo… —No va a sucederte nada, cariño.

—Pero, en el caso de que así fuera —insistió Lisa—, quiero que sepas que… bueno… que estoy realmente… orgullosa de ti.

Jenny pasó un brazo por los hombros de su hermana y la apretó contra sí.

—Lamento que no hayamos pasado demasiado tiempo juntas a lo largo de estos años, hermanita.

—Ibas por casa siempre que podías —dijo Lisa—. Sé que no te era fácil. Debo de haber leído una decena de libros sobre lo que debe pasar una persona para llegar a médico. Siempre he sabido que tenías una pesada carga sobre los hombros, y muchos asuntos de qué preocuparte.

Sorprendida, Jenny respondió:

—Pero aun así, podría haberos visitado con más frecuencia.

En ocasiones, no había vuelto a casa porque no era capaz de soportar la mirada acusatoria en los tristes ojos de su madre, una acusación que resultaba aún más insoportable e intensa porque nunca era expresada abiertamente en palabras: «Tú mataste a tu padre, Jenny; le partiste el corazón y eso lo mató».

—Y mamá siempre estaba muy orgullosa de ti —añadió Lisa.

La frase no sólo sorprendió a Jenny, sino que la emocionó.

—Mamá siempre le hablaba a todo el mundo de su hija, la doctora —sonrió Lisa, recordándolo—. Creo que, a veces, sus amigas llegaban a amenazarla con expulsarla del club de bridge si decía una sola palabra más sobre tus becas y tus buenas notas.

—¿Lo dices en serio? —parpadeó Jenny.

—Claro que sí.

—Entonces, ¿mamá no…?

—Mamá no, ¿qué?

—Bueno… ¿no dijo nunca nada… sobre papá? Murió hace doce años.

—Eso ya lo sé. Murió cuando yo tenía dos años y medio —dijo Lisa frunciendo el ceño—. Pero ¿de qué estás hablando?

—¿Quieres decir que no oíste nunca a mamá echarme la culpa?

—¿La culpa de qué?

Antes de que Jenny pudiera responder, la fúnebre tranquilidad de Snowfield cesó de pronto. Todas las luces se apagaron.

Tres coches patrulla salieron de Santa Mira y se encaminaron hacia las colinas envueltas en las sombras, en dirección a las empinadas laderas de las Sierras, bañadas por la claridad de la luna. Camino de Snowfield, sus luces de emergencia rojas destellaban en la noche.

Tal Whitman conducía el coche que encabezaba la veloz comitiva y a su lado viajaba el comisario Hammond. Gordy Brogan estaba en el asiento posterior con otro agente, Jake Johnson.

Gordy estaba asustado.

Sabía que su miedo no era visible y daba las gracias por ello. De hecho, daba la impresión de no saber qué era el miedo. Era un chico alto, de huesos largos y músculos fuertes. Tenía las manos grandes y poderosas de un jugador profesional de baloncesto y parecía capaz de poner a dormir de un golpe a cualquiera que le molestara. Sabía que su rostro era bastante atractivo porque las mujeres se lo habían dicho. Pero también tenía unas facciones duras, sombrías. Sus labios eran finos y daban a su boca un aire de crueldad. Jake Johnson lo había descrito muy bien: «Gordy, cuando te enfadas, tienes el aspecto de un hombre que se desayunara con pollos vivos».

Sin embargo, pese a esa apariencia de ferocidad, Gordy Brogan estaba asustado. No era la perspectiva de una enfermedad o un envenenamiento lo que causaba miedo a Gordy. El comisario había dicho que existían indicios de que los vecinos de Snowfield habían sido muertos no por gérmenes o sustancias tóxicas, sino por otras personas. A Gordy le asustaba la posibilidad de tener que utilizar su arma por primera vez desde que se hiciera agente, dieciocho meses atrás. Le asustaba verse obligado a dispararle a alguien, fuera para salvar su propia vida, la de otro agente o la de una víctima.

No creía que fuese capaz de hacerlo.

Cinco meses atrás, había descubierto una peligrosa debilidad en él al acudir a una llamada de emergencia en la tienda de deportes Donner. Un antiguo empleado descontento, un tipo corpulento llamado Leo Sipes, había vuelto por la tienda dos semanas después de ser despedido, había dado una paliza al dueño y le había roto un brazo al empleado contratado para sustituirle. Cuando Gordy llegó al escenario del delito, Leo Sipes —enorme, corto de entendederas y borracho— estaba utilizando un hacha de leñador para romper y hacer añicos toda la mercancía. Gordy no consiguió convencerle de que se entregara. Cuando Sipes se lanzó sobre él blandiendo el hacha, Gordy había sacado el revólver. Y, a continuación, había descubierto que era incapaz de usarlo. El dedo del disparador se le había vuelto tan rígido y frágil como el hielo. Había tenido que apartar el arma y correr el riesgo de una confrontación física con Sipes. Sin saber cómo, Gordy había conseguido finalmente quitarle el hacha de la mano.

Ahora, cinco meses después, sentado en el asiento trasero del coche patrulla y escuchando conversar a Jake Johnson y el comisario Hammond, a Gordy se le hizo un nudo en el estómago al pensar en lo que podía hacerle a un hombre una bala de punta hueca de calibre 45. Literalmente, arrancarle la cabeza. Un disparo así podía convertir el hombro de cualquiera en unos jirones de carne y unas esquirlas de hueso. Podía abrirle un agujero en el pecho a un hombre, destrozando el corazón y cuanto encontrara a su paso. Podía arrancar una pierna de un impacto en la rodilla, o convertir un rostro en una masa sanguinolenta. Y Gordy Brogan, por Dios bendito, era incapaz de hacerle una cosa así a nadie.

Ésa era su terrible debilidad. Sabía que había gente que diría que esta incapacidad para disparar a otro ser humano no era una debilidad, sino un signo de superioridad moral. De todos modos, también sabía que no siempre era así. Había ocasiones en que disparar era un acto moralmente aceptable. Un agente de la ley hacía juramento de proteger a los ciudadanos. En un policía, la incapacidad para disparar (cuando tal acción estaba claramente justificada) no era sólo una debilidad sino también una locura; quizá, incluso, un pecado.

Durante los cinco meses anteriores, desde el desalentador episodio de la tienda de deportes, Gordy había tenido suerte. Sólo había recibido contadas llamadas referidas a sospechosos violentos y, afortunadamente, había conseguido reducirlos utilizando los puños, la porra o las amenazas, o bien efectuando disparos al aire. Una vez, cuando había parecido inevitable abrir fuego, el otro agente, Frank Autry, había disparado primero y había abatido al pistolero antes de que Gordy se viera enfrentado a la imposible acción de apretar el gatillo.

Sin embargo, ahora, algo de inimaginable violencia había surgido en Snowfield. Y Gordy sabía demasiado bien que, con frecuencia, a la violencia sólo se le puede hacer frente con violencia.

El revólver que llevaba a la cintura parecía pesar una tonelada.

Se preguntó si se acercaba el momento en que su debilidad quedaría de manifiesto. Se interrogó sobre si moriría aquella noche o si, por su debilidad, causaría la muerte de otro.

Rogó fervientemente poder superar aquella sensación. Sin duda, era posible que un hombre fuera pacífico por naturaleza y, al mismo tiempo, poseyera el valor necesario para salvarse a sí mismo, a los suyos y a sus amigos.

Con los rojos destellos de las luces de emergencia sobre las capotas, los tres coches patrulla blancos y verdes siguieron la carretera serpenteante hacia las montañas cubiertas por el velo de la noche, ascendiendo hacia los picos donde el claro de luna creaba la ilusión de que la primera nevada de la temporada había caído ya.

Gordy Brogan tenía miedo.

Las farolas de las calles y todas las demás luces se apagaron, dejando el pueblo sumido en la oscuridad.

Jenny y Lisa saltaron del banco de madera.

—¿Qué ha sucedido?

—¡Chist! —susurró Jenny—. ¡Escucha!

Sin embargo, sólo se oía el silencio.

El viento había dejado de soplar, como si le hubiera sobresaltado el repentino apagón de las luces del pueblo. Los árboles quedaron con las ramas inmóviles como viejas ropas colgadas en un armario.

Gracias a Dios que hay luna, se dijo Jenny.

Con el corazón desbocado, Jenny se dio la vuelta y estudió los edificios que tenía detrás: el depósito de detenidos, una cafetería, las tiendas, las casas… Todas las puertas estaban tan envueltas en sombras que resultaba difícil decir cuáles estaban abiertas y cuáles no, o si todas ellas estaban abriéndose en aquel preciso instante, muy lentamente, para dejar salir a los espantosos e hinchados muertos, reanimados por algún arte demoníaco.

¡Basta!, se exigió Jenny. Los muertos no vuelven a la vida.

Su mirada se detuvo en la verja frente al pasadizo cubierto entre la comisaría y la tienda de objetos de regalo contigua. Era exactamente igual que el túnel tétrico y angosto junto a la panadería de los Liebermann.

¿Habría también algo oculto en aquel pasadizo? ¿Y no estaría eso arrastrándose inexorablemente hasta la proximidad de la verja, aprovechando la ausencia de luz, dispuesto a salir a la acera en sombras?

De nuevo, aquel miedo primitivo.

Aquella sensación de maldad.

Aquel terror supersticioso.

—Vamos —dijo a Lisa.

—¿Adónde?

—Al medio de la calle. Ahí no puede acercarse nada…

—… sin que lo veamos venir —terminó la frase Lisa, comprendiendo a qué se refería.

Se apartaron del banco de madera hasta quedar en el centro de la calzada iluminada por la luna.

—¿Cuánto tardará en llegar el comisario? —preguntó Lisa.

—Todavía, quince o veinte minutos más, por lo menos.

Todas las luces del pueblo se encendieron a la vez. Un brillante torrente de luz eléctrica sacudió sus ojos sorprendidos.

A continuación, se hizo de nuevo la oscuridad.

Jenny levantó el revólver, sin saber dónde apuntar. Tenía la voz sofocada por el miedo, la boca seca de temor. Un potente y súbito sonido, un aullido impío, recorrió las calles de Snowfield.

Jenny y Lisa lanzaron al unísono un grito de sobresalto y se volvieron, tropezando la una con la otra e intentando ver algo bajo las sombras apenas teñidas por la luna.

Volvió el silencio.

Y hubo un nuevo aullido.

Y silencio.

—¿Qué es? —preguntó Lisa. —¡El cuartelillo de bomberos!

Lo escucharon de nuevo: una breve ráfaga de la aguda sirena instalada en la acera este de Saint Moritz Way, donde estaba ubicado el cuartelillo de los Bomberos Voluntarios de Snowfield.

¡Dong!

Jenny volvió a dar un respingo y se volvió.

¡Dongl ¡Dongl

—Una campana de iglesia —dijo Lisa.

—La iglesia católica, en Vail Lañe.

La campana tañó una vez más, con un sonido grave, doliente y poderoso que resonó en las oscuras ventanas de las casas en sombras de Skyline Road y de otras ventanas invisibles, también en sombras, de las demás calles del pueblo sin vida.

—Para que suene una campana, alguien tiene que tirar de la cuerda —continuó Lisa—. Y para disparar una sirena, alguien debe pulsar un botón. Por tanto, aquí tiene que haber alguien, además de nosotras.

Jenny no dijo nada.

La sirena volvió a sonar, aulló y quedó en silencio, y la campana de la iglesia empezó a tañir de nuevo, y la campana y la sirena sonaron al mismo tiempo, una y otra vez, como si anunciaran la llegada de alguien muy importante.

En las montañas, a poco más de un kilómetro del desvío de Snowfield, el paisaje sólo presentaba dos colores, el negro y el plateado de la luna. Los árboles espectrales no eran en absoluto verdes; sólo eran formas tétricas, apenas sombras con perfiles blanquecinos de hojas y agujas borrosas, indefinidas.

En contraste, los cambios de rasante de la carretera quedaban ensangrentados por las luces que destellaban en las capotas de los tres Ford, cuyas portezuelas delanteras llevaban dibujado el distintivo del Departamento de Policía del condado de Santa Mira.

El agente Frank Autry conducía el segundo coche patrulla y su compañero, Stu Wargle, iba arrellanado en el asiento de al lado.

Frank Autry era flaco, fibroso, con el cabello perfectamente cortado. Sus facciones eran angulosas y económicas, como si Dios no hubiera estado de buen humor para cosas superfluas el día que había creado el código genético de Frank: unos ojos castaños bajo unas cejas finamente cinceladas, una nariz recta, patricia, una boca ni demasiado avara ni excesivamente generosa, unas orejas casi sin lóbulos, aplastadas contra el cráneo. Llevaba un bigote cuidadosamente recortado.

Lucía el uniforme tal y como indicaba el manual que debía hacerse, hasta el último detalle: botas negras relucientes como espejos, pantalones marrones con la raya perfectamente marcada, cartuchera y funda de cuero elásticas y brillantes a base de lanolina, y camisa marrón limpia y planchada.

—No es justo, maldita sea —dijo Stu Wargle.

—Los oficiales al mando no tienen que ser siempre justos; sólo deben tomar decisiones acertadas —replicó Frank.

—¿Qué oficial al mando? —preguntó Wargle, con voz quejumbrosa.

—El comisario Hammond, ¿no?

—Yo no le considero el oficial al mando.

—Pues ése es el cargo de Hammond —respondió Frank.

—El muy cerdo, sólo tiene ganas de joderme —masculló Wargle.

Frank no replicó.

Antes de formar parte de las fuerzas policiales del condado, Frank Autry había hecho carrera en el Ejército. A los cuarenta y cuatro años, después de un cuarto de siglo de servicios distinguidos, se había dado de baja y regresado a Santa Mira, la ciudad donde nació y creció. Había intentado abrir un pequeño negocio de algún tipo para complementar su pensión y mantenerse ocupado, pero no había conseguido encontrar nada que le interesara. Poco a poco, se había dado cuenta de que, al menos para él, no merecía la pena ningún empleo que no tuviera un uniforme, una cadena de mando, un elemento de riesgo físico y un sentido de servicio público. Tres años atrás, a los cuarenta y seis, había entrado a trabajar en el Departamento de Policía y, pese a haber perdido con ello el empleo de comandante, que era el que había alcanzado en el Ejército, no había vuelto a sentirse mal desde entonces.

Es decir, se había sentido bastante feliz menos en las ocasiones —generalmente, una semana al mes— en que tenía por compañero de patrulla a Stu Wargle. Stu era insoportable y Frank sólo toleraba su presencia como ejercicio de autodisciplina.

Wargle era un patán desaliñado. Muchas veces, su cabello necesitaba un buen lavado. Cuando se afeitaba, siempre se olvidaba un par de pelos. Siempre llevaba el uniforme arrugado y sus botas nunca brillaban. Tenía demasiada barriga, demasiados michelines y demasiadas posaderas.

Wargle era, además, un tipo sumamente aburrido. No tenía el menor sentido del humor. No leía ni conocía nada, pero tenía sólidas opiniones sobre cualquier tema social o político.

Wargle era también un guarro. A sus cuarenta y cinco años, seguía hurgándose la nariz en público, eructaba y soltaba ventosidades sin el menor rubor.

Arrellanado aún contra la portezuela del coche, Wargle masculló:

—Se suponía que terminaba el turno a las diez. ¡A las diez en punto, maldita sea! No es justo que Hammond me obligue a venir para toda esa mierda de Snowfield. ¡Y yo que tenía un plan seguro!

Frank no mordió el anzuelo. No le preguntó a Wargle con quién se había citado. Se limitó a seguir conduciendo y a mantener los ojos fijos en la carretera, esperando que su compañero no le contara quién era aquel «plan».

—Es una camarera del restaurante de Spanky —le informó Wargle, de todos modos—. Quizá la conozcas. Una rubia que se llama Beatrice. Se hace llamar Bea.

—Casi nunca entro en ese local —respondió Frank.

—Bueno, esa chica no está nada mal. Tiene un par de tetas impresionantes. Le sobran unos kilos, ¿sabes?, pero ella piensa que es mucho más fea de lo que es en realidad. Poca seguridad en sí misma, ¿comprendes? Así que, si uno sabe enredarla, si uno sabe sacar provecho de sus dudas sobre sí misma y le dice que la quiere de todos modos, aunque esté un poco más rolliza de la cuenta… bueno, ella es capaz de hacer cualquier cosa que uno quiera. Cualquier cosa.

El patán soltó una risotada, como si acabara de decir algo tremendamente gracioso.

Frank deseó estrellar el puño contra aquel rostro, pero se contuvo.

Wargle odiaba a las mujeres. Hablaba de ellas como si se refiriera a una especie inferior. La idea de un hombre compartiendo felizmente su vida y sus pensamientos más profundos con una mujer, la idea de que una mujer pudiera ser amada, querida, admirada, respetada, valorada por su inteligencia, su capacidad de análisis o su sentido del humor… todo ello eran conceptos absolutamente extraños para Stu Wargle.

Frank Autry, por el contrario, llevaba veintiséis años casado con su encantadora Ruth, a quien adoraba. Aunque sabía que era un pensamiento egoísta, Frank rogaba a Dios en ocasiones para que le permitiera morir primero, de modo que no tuviese que soportar la vida sin Ruth.

—Ese condenado Hammond quiere fastidiarme. No hace más que buscarme las cosquillas.

—¿Respecto a qué?

—Respecto a todo. No le gusta cómo llevo el uniforme. No le gusta cómo redacto los informes. Me ha dicho que debo mejorar mi actitud. ¡Santo cielo, mi actitud! Me quiere joder, pero no lo permitiré. Seguiré trabajando cinco años más para alcanzar así los treinta de servicio y la pensión. Ese cerdo no va a dejarme sin pensión.

Hacía casi dos años, los votantes de la ciudad de Santa Mira habían aprobado una iniciativa legislativa que disolvía la policía metropolitana, dejando la vigilancia de la ley en manos del Departamento de Policía del condado, a cargo del comisario. Sin embargo, ninguna cláusula de la iniciativa exigía a los agentes de la fuerza extinta la pérdida del puesto de trabajo o de la pensión debido a la transferencia de funciones. Por ello, Bryce Hammond recibió en herencia a Stu Wargle.

Ante ellos apareció el desvío de Snowfield.

Frank echó un vistazo por el retrovisor y observó que el tercer coche patrulla se detenía, separándose de la comitiva motorizada. Según lo previsto, el coche quedó cruzado en la calzada, bloqueando el paso.

El coche del comisario Hammond continuó hacia Snowfield, seguido por el de Frank.

—¿Por qué diablos tuvimos que traer agua? —preguntó Wargle.

Los tres bidones de veinte litros ocupaban el piso de la parte trasera del coche.

—Es posible que el agua de Snowfield esté contaminada.

—¿Y toda esa comida que cargamos en el portaequipajes?

—Tampoco podemos fiarnos de la comida del pueblo —respondió Frank.

—No creo que estén todos muertos.

—El comisario no pudo conectar con Paul Henderson en la comisaría.

—¿Y qué? Paul Henderson es un inútil.

—Esa doctora que llamó dijo que Henderson está muerto, igual que…

—¡Jesús!, esa mujer debe de estar borracha o mal de la cabeza. De todos modos, ¿quién diablos iría a consultar a una médica? Probablemente aprobó las asignaturas acostándose con los profesores…

—¿Qué estás diciendo?

—Ninguna mujer tiene lo que hay que tener para sacar un título de medicina.

—Wargle, nunca dejas de sorprenderme.

—¿Qué narices te sucede? —quiso saber Wargle.

—Nada. Olvídalo.

—Te lo repito —dijo Wargle, soltando un eructo—. No me creo que estén todos muertos.

Otro problema con Stu Wargle era que no tenía la menor imaginación.

—¡Vaya mierda! —rezongó de nuevo—. Con el plan que tenía para esta noche…

Frank Autry, por el contrario, tenía una imaginación desbordante. Quizá en exceso. Mientras seguía la ascensión hasta las montañas y dejaba atrás una señal donde podía leerse SNOWFIELD — 5 KMS, su imaginación producía un zumbido como una máquina bien engrasada. Frank tuvo la perturbadora sensación —¿premonición?, ¿intuición?— de que estaban conduciendo directamente a la boca del Infierno.

La sirena de los bomberos aulló.

La campana de la iglesia sonó cada vez más de prisa.

Un estrépito cacofónico y ensordecedor se extendió por todo el pueblo.

—¡Jenny! —gritó Lisa.

—¡Mantén los ojos muy abiertos! ¡Atenta a cualquier movimiento!

La calle era un conjunto de diez mil sombras; había demasiados rincones oscuros que vigilar.

La sirena aulló, la campana sonó y las luces empezaron a lanzar destellos otra vez. Las luces de las casas, de las tiendas, de las farolas, se encendieron y apagaron, se encendieron y apagaron a tal velocidad que creaban un efecto estroboscópico. Skyline Road aparecía y desaparecía, parpadeando; los edificios parecían saltar hacia la calle, retirarse después, y volver a saltar hacia adelante; las sombras bailaban con movimientos convulsivos.

Jenny dio una vuelta completa en torno a sí misma, apuntando con el revólver delante de ella.

Si algo se acercaba al amparo de la luz estroboscópica, sería incapaz de verlo.

¿Y si, cuando el comisario llegara, encontraba dos cabezas degolladas en medio de la calle?, se preguntó Jenny. La suya y la de Lisa.

La campana de la iglesia sonaba más fuerte que nunca y sus tañidos eran continuos, alocados.

La sirena aumentó de potencia, lanzando un aullido que hacía crujir los huesos y rechinar los dientes. Parecía un milagro que los cristales de las ventanas no saltaran hechos pedazos.

Lisa se cubría los oídos con las manos.

A Jenny le temblaba el revólver en las suyas. No conseguía sostenerlo con firmeza.

Entonces, tan bruscamente como se había iniciado, el pandemónium cesó. La sirena calló. La campana de la iglesia se detuvo. Las luces permanecieron encendidas.

Jenny observó la calle con atención, esperando que sucediera algo más, algo peor.

Pero no pasó nada.

De nuevo, el pueblo estaba tranquilo como un cementerio.

Una ráfaga de viento se levantó de la nada y agitó los árboles, que se mecieron como si respondieran a una música etérea que los oídos humanos no podían captar. Lisa pareció despertar de un trance y murmuró:

—Era casi como si… como si quisieran asustarnos… y burlarse al mismo tiempo.

—Burlarse —repitió Jenny—. Sí, eso parecía, exactamente.

—Estaban jugando con nosotras.

—Como el gato y el ratón —añadió Jenny en un susurro.

Continuaron en medio de la calle silenciosa, sin atreverse a volver al banco frente al depósito de detenidos, no fuera a ser que sus movimientos dispararan de nuevo la sirena y la campana.

De pronto, escucharon un sordo murmullo. Por un instante, a Jenny se le hizo un nudo en el estómago. Alzó el arma una vez más aunque no podía ver nada contra lo que disparar. Después, reconoció el sonido: dos motores de automóvil subiendo laboriosamente las pronunciadas cuestas de la carretera.

Se volvió y miró calle abajo. El gruñido de los motores aumentó. Un coche apareció tras la última curva, en la parte baja del pueblo. Hubo un destello de luces sobre el vehículo. Un coche patrulla. A continuación, otro.

—Gracias a Dios —suspiró Lisa.

Jenny condujo rápidamente a su hermana hacia la acera de adoquines frente a la comisaría.

Los dos coches patrulla blancos y verdes subieron lentamente la calle desierta y se acercaron al bordillo frente al banco de madera. Los dos motores se apagaron al mismo tiempo. El silencio de muerte de Snowfield se adueñó de la noche una vez más.

Un joven negro bastante bien parecido, con el uniforme de policía, saltó del primer coche dejando abierta la portezuela. Observó a Jenny y Lisa pero no habló en seguida. Su atención estaba centrada en el silencio sobrenatural de la calle desierta.

Un segundo hombre bajó de la parte delantera del mismo vehículo. Tenía el cabello rubio, rebelde. Sus párpados eran tan abultados que el hombre parecía a punto de caer dormido. Iba vestido de paisano —pantalones grises, una camisa azul celeste y una chaqueta de fibra azul oscura—, pero llevaba una insignia en la chaqueta.

Cuatro hombres más bajaron de los vehículos. Los seis recién llegados permanecieron un largo instante callados, recorriendo con la mirada las casas y tiendas, sin rastro de actividad.

En aquella especie de burbuja donde el tiempo parecía haberse detenido, Jenny tuvo una terrible premonición que se resistió a aceptar. Tuvo la certeza, la percepción, el conocimiento, de que no todos ellos saldrían de aquel lugar con vida.