—¿Ropa sucia? —preguntó Kale—. ¿De qué me habla?
Bryce apreció que Kale quedaba conmocionado por la pregunta y que sólo simulaba no entender de qué le hablaba.
—¿Adonde se supone que nos conduce esto, comisario? —intervino el abogado Robine.
Bryce mantuvo entrecerrados sus gruesos párpados y continuó hablando pausadamente, sin alzar la voz.
—Mira, Bob, sólo estoy tratando de llegar al fondo de las cosas para que todos podamos marcharnos. Te juro que no me gusta trabajar en domingo y éste ya lo tengo fastidiado del todo. Tengo varias preguntas que hacer y el señor Kale no tiene obligación de responder a ninguna, pero voy a hacerlas de todos modos para así poder marcharme a casa y tomar una cerveza con los pies en alto.
Robine lanzó un suspiro y miró a Kale.
—No responda a menos que yo se lo recomiende.
Kale asintió, con gesto ahora preocupado.
—Adelante —añadió el abogado, lanzando una mirada ceñuda al comisario.
—El jueves pasado —dijo Bryce—, cuando llegamos a la casa del señor Kale después de que nos llamara para informar de las muertes, advertí que una pernera de sus pantalones y el borde inferior de su suéter parecían ligeramente húmedos. Resultaba casi imperceptible, pero tuve la sensación de que el señor Kale había lavado todo lo que llevaba puesto y que no había dejado la ropa en la secadora el tiempo suficiente. Así pues, eché un vistazo al cuarto de la lavadora y encontré una cosa muy interesante. En el armario junto a la lavadora, donde la señora Kale guardaba todos sus jabones, detergentes y suavizantes, había dos huellas digitales ensangrentadas en un paquete de jabón en polvo. Una era borrosa, pero la otra era muy nítida. En el laboratorio dicen que pertenece al señor Kale.
—¿De quién es la sangre del paquete? —preguntó Robine inmediatamente.
—Tanto la señora Kale como Danny tenían el tipo O. El señor Kale, también. Eso lo hace un poco más difícil…
—¿De quién es la sangre del paquete de jabón? —repitió el abogado.
—Es de tipo O.
—¡Entonces, puede ser sangre de mi propio cliente! Podría haber manchado la caja en algún momento anterior, quizá después de cortarse mientras arreglaba el jardín hace unos días.
Bryce movió la cabeza en señal de negativa.
—Como ya sabe, Bob, este asunto de los grupos sanguíneos se ha vuelto muy sofisticado últimamente. ¡Caramba!, pueden descomponer una muestra en tantas combinaciones de enzimas y proteínas que la sangre de cada persona es casi tan identificable como sus huellas dactilares. Por eso, en el laboratorio han podido decirnos sin la menor duda que la sangre del paquete de jabón, la sangre que había en la mano del señor Kale cuando dejó esas dos huellas, pertenecía al pequeño Danny.
Los ojos grises de Fletcher Kale permanecieron inmóviles e inexpresivos, pero su rostro palideció ligeramente. —Puedo explicar eso —dijo.
—¡Un momento! —intervino Robine—. Explíquemelo a mí primero… en privado.
El abogado condujo a su cliente al rincón de la sala más alejado de la mesa.
Bryce se estiró en su asiento. Se sentía triste, abatido. Estaba así desde el jueves, desde que encontrara el cuerpecillo roto, patético, de Danny Kale.
Había pensado que sentiría un placer considerable viendo retorcerse a Kale en su asiento, pero ahora no lo encontraba divertido.
Robine y Kale volvieron junto a la mesa.
—Comisario, me temo que mi cliente hizo una tontería.
Kale intentó mostrar el adecuado abatimiento.
—Hizo algo que podría ser malinterpretado… como lo ha malinterpretado usted. El señor Kale estaba asustado, confundido y lleno de desesperación. No podía pensar con claridad. Estoy seguro de que cualquier jurado le comprendería. Verá, cuando encontró el cuerpo del pequeño, lo levantó y…
—No es eso lo que nos ha dicho hasta ahora.
Kale miró directamente a los ojos a Bryce y balbució:
—Cuando vi a Danny tendido en el suelo… no pude creer que estuviera muerto de verdad. Lo levanté… pensando que debía llevarle corriendo a un hospital… Luego, después de dispararle a Joanna… me miré y vi que estaba cubierto de… de sangre de Danny. Yo había matado a mi esposa, pero… pero de repente comprendí que podía parecer como si también hubiera matado a mi hijo.
—Su esposa todavía tenía el hacha en las manos —dijo Bryce—. Y ella también estaba cubierta de sangre de Danny. Además, usted podía haber imaginado que el forense encontraría restos de PCP en la sangre de su esposa.
—Ahora me doy cuenta —respondió Kale, sacando un pañuelo del bolsillo y secándose las lágrimas—. Pero en ese momento, tuve miedo de que me acusaran de algo que no había hecho.
La palabra «psicópata» no era exacta para describir a Fletcher Kale, se dijo Bryce. No estaba loco. Tampoco era un sociópata, exactamente. No había una palabra para definirle con propiedad. Sin embargo, cualquier buen policía reconocería en un tipo como Kale la capacidad potencial para la actividad criminal y, tal vez, incluso el talento para la violencia desatada. Hay un tipo de hombre que tiene una gran vitalidad y al que gusta estar siempre en acción, un hombre que tiene más encanto superficial del debido, cuyas ropas son más caras de lo que puede permitirse, que no tiene un solo libro (como sucedía con Kale), que no parece tener opiniones formadas sobre política, economía, arte o cualquier otro tema de algún interés, que no es religioso salvo cuando el infortunio cae sobre él o cuando desea impresionar a alguien con su piedad (como Kale, que no pertenecía a ninguna iglesia, leía ahora la Biblia en su celda cuatro horas al día, por lo menos), que tiene una complexión atlética pero que parece huir de cualquier cosa que huela a salud como el ejercicio físico, que pasa el tiempo libre en bares y coctelerías, que miente a su esposa por puro hábito (como hacía Kale, según todos los informes), que es impulsivo, de poco fiar y que siempre llega tarde a las citas (como Kale), cuyos objetivos son demasiado vagos o claramente irreales («¿Fletcher Kale? Es un soñador…»), que suele quedarse en números rojos en la cuenta bancaria y miente acerca del dinero, que es rápido en pedir y lento en devolver, que exagera, que está seguro de llegar a rico algún día pero no tiene ningún plan concreto para conseguir esa riqueza, que nunca vacila ni piensa en el año que viene, que sólo se preocupa de sí mismo, y únicamente cuando ya es demasiado tarde. Existe un tipo de hombre así, y Fletcher Kale era un magnífico ejemplar del animal en cuestión.
Bryce había conocido a otros como él. Sus miradas siempre eran inexpresivas; no había forma de hurgar en ellas. Sus rostros expresaban la emoción más adecuada a cada momento, aunque cada expresión resultaba demasiado adecuada. Cuando expresaban preocupación por alguien que no fuera ellos mismos, se podía detectar una nítida aura de insinceridad. No había en ellos rastro de remordimiento, de moralidad, de amor o de comprensión. A menudo, esos hombres llevaban una existencia de aceptable destrucción, arruinando y amargando a quienes les amaban, desgarrando las vidas de los amigos que creían en ellos y les querían, traicionando su confianza, pero sin llegar nunca a cruzar del todo la línea que marcaba la conducta manifiestamente delictiva. Con todo, de vez en cuando, alguno de aquellos hombres iba demasiado lejos. Y como solía ser alguien que nunca hacía las cosas a medias, siempre terminaba por ir, de verdad, demasiado lejos.
El cuerpecito ensangrentado y desgarrado de Danny Kale, tirado en el suelo como un guiñapo.
La nube gris que envolvía la mente de Bryce se hizo más densa, hasta que pareció un humo frío y aceitoso. Se volvió a Kale y le dijo:
—Nos ha dicho usted que su esposa había estado fumando grandes dosis de marihuana durante los últimos dos años y medio.
—Exacto.
—Por indicación mía, el forense ha buscado ciertas cosas que, habitualmente, no le habrían interesado. Como el estado de los pulmones de Joanna. Su mujer no probaba el tabaco, y tampoco la marihuana. Tiene los pulmones limpios.
—Yo he dicho que fumaba hierba, no tabaco —replicó Kale.
—Tanto el humo de la marihuana como el del tabaco dañan los pulmones —explicó Bryce—. En el caso de Joanna, no había resto alguno que la delatara como fumadora.
—Pero yo…
—Silencio —recomendó Bob Robine a su cliente. Apuntó con un dedo índice largo y huesudo a Bryce, lo agitó delante de él y dijo—: Lo importante es si había o no PCP en la sangre de la mujer.
—Lo había —informó el comisario—. Estaba en la sangre, pero no lo fumó. Joanna tomó el PCP por vía oral. Todavía tenía una buena dosis en el estómago.
Robine parpadeó de sorpresa pero se recuperó rápidamente.
—Está bien, la ingirió. ¿Qué importa eso ahora?
—En realidad —continuó Bryce—, tenía más en el estómago que en la sangre.
Kale intentó mostrar curiosidad, preocupación e inocencia… todo al mismo tiempo; incluso sus elásticas facciones estaban tensas con aquella expresión.
Bob Robine frunció el ceño y añadió:
—Bien, tenía más droga en el estómago que en la sangre. ¿Y qué?
—El polvo de ángel se absorbe perfectamente. Ingerido por vía oral, no permanece mucho tiempo en el estómago. Pues bien, aunque Joanna había tomado suficiente droga para que se le fundieran los plomos, no tuvo tiempo para que le hiciera efecto. Verá, la mujer tomó el PCP con helado. Este formó una capa en el estómago y retardó la absorción de la droga. Durante la autopsia, el forense encontró helado de chocolate parcialmente digerido. Así pues, no hubo tiempo para que la droga produjera alucinaciones a Joanna o la llevara a un estado de furia asesina. —Bryce hizo una pausa y respiró profundamente—. También encontramos helado de chocolate en el estómago de Danny, pero sin rastros de PCP. Cuando el señor Kale nos contó que el jueves había vuelto pronto a su casa del trabajo, no nos mencionó que hubiera llevado una golosina de media tarde para la familia. Un litro de helado de chocolate.
Fletcher Kale mostraba ahora un rostro inexpresivo. Al fin, parecía haber agotado todo su repertorio de expresiones humanas.
—Encontramos un recipiente de helado medio vacío en el frigorífico de los Kale —prosiguió Bryce—. Helado de chocolate. Creo que usted, señor Kale, sirvió esa tarde una copa de helado para cada uno.
y creo que intoxicó la copa de su esposa con PCP sin que le vieran, para luego poder decir que era presa de un frenesí provocado por la droga. Lo que usted no se imaginaba era que el forense le descubriría.
—¡Espere un momento, maldita sea! —gritó Robine.
—Luego, mientras lavaba las ropas ensangrentadas —continuó explicando Bryce a Kale—, limpió las copas de helado y las guardó porque su coartada era que había llegado del trabajo y había encontrado al pequeño Danny ya muerto y a su madre completamente desquiciada por la droga.
—Eso son sólo suposiciones —insistió el abogado Robine—. ¿No ha olvidado el móvil? ¿Por qué, en nombre del Cielo, iba a hacer mi cliente una cosa tan horrible?
Con sus ojos fijos en los de Kale, el comisario masculló:
—Por Inversiones High Country.
El rostro de Kale permaneció impasible, pero sus ojos parpadearon.
—¿Inversiones High Country? —repitió Robine—. ¿Qué es eso?
—¿Compró usted helado antes de volver a su casa el jueves pasado? —preguntó el comisario, mirando fijamente a Kale.
—No —respondió éste secamente.
—El gerente del supermercado de Calder Street dice que sí.
Los músculos de las mandíbulas de Kale quedaron marcados mientras el hombre apretaba los dientes con furia.
—¿Qué es eso de Inversiones High Country?
Bryce disparó otra pregunta a Kale:
—¿Conoce a un hombre llamado Gene Terr?
Kale se limitó a mirarle.
—A veces la gente le llama Jeeter.
—¿Quién es? —quiso saber Robine.
—El jefe de los Cromados del Diablo —explicó el comisario, sin apartar la mirada de Kale—. Es un tipo de motoristas. Jeeter trafica con droga. En realidad, nunca hemos conseguido cogerle; sólo hemos logrado encerrar a algunos de sus hombres. Presionamos a Jeeter sobre este asunto y nos puso en contacto con alguien que reconoció haber suministrado hierba con regularidad al señor Kale. No a la señora Kale. Ella jamás le compró.
—¿Quién lo dice? —inquirió Robine—. ¿Ese asocial de las motos? ¿Esa basura? ¿Un traficante de drogas? ¡No es un testigo válido!
—Según nuestro informante, el martes pasado, el señor Kale no sólo compró hierba. Se llevó también polvo de ángel. El hombre que vendió las sustancias atestiguará a cambio de inmunidad.
Con astucia y rapidez casi animales, Kale se levantó de un salto, agarró la silla vacía que tenía a su lado, la arrojó contra Bryce Hammond por encima de la mesa y echó a correr hacia la puerta de la sala de interrogatorios.
Cuando la silla salió despedida de las manos de Kale e inició su vuelo, el comisario ya había reaccionado y no tuvo dificultad para esquivarla. Cuando la silla se estrelló en el suelo detrás de él, Bryce ya estaba rodeando la mesa.
Kale abrió la puerta y se lanzó a la carrera por el pasillo.
Bryce iba cuatro pasos detrás de él.
Tal Whitman había saltado del antepecho de la ventana como si le hubiera arrancado de ella una carga explosiva y corría un paso detrás de Bryce, gritando.
Al salir al pasillo, Bryce vio a Fletcher Kale dirigiéndose a una puerta de salida amarilla situada a unos diez metros y salió en persecución de aquel canalla.
Kale apretó la palanca de seguridad y abrió la puerta metálica.
Bryce le alcanzó una fracción de segundo más tarde, mientras Kale daba el primer paso en el asfalto del aparcamiento.
Al notar la proximidad de Bryce, Kale se volvió con agilidad felina y lanzó un potente puñetazo.
Bryce esquivó el golpe, disparó su propio puño y acertó en el grueso vientre de Kale. A continuación, repitió el golpe, descargándolo esta vez en el cuello de su oponente.
Kale retrocedió tambaleándose y se llevó las manos al cuello, tosiendo y jadeando.
Bryce avanzó sobre él.
Pero Kale no estaba en tan malas condiciones como simulaba. Cuando Bryce estuvo cerca, saltó hacia adelante y le agarró como un oso.
—Cerdo —masculló Kale, soltando salivazos.
Tenía sus ojos grises muy abiertos y los labios dejaban los dientes al descubierto en una mueca de ferocidad. Ofrecía un aspecto lobuno.
Bryce tenía inmovilizados los brazos y, aunque era un hombre fuerte, no logró romper el férreo apretón al que le sometía Kale. Su cabeza golpeó con fuerza contra el suelo y creyó que iba a perder el conocimiento.
Kale le lanzó un nuevo puñetazo, sin consecuencias. Luego, se desembarazó del comisario y retrocedió trastabillando.
Sorprendido de que Kale hubiera desperdiciado su ventaja y luchando por vencer la oscuridad que nublaba sus ojos, Bryce se incorporó a gatas. Agitó la cabeza… y entonces entendió qué se proponía su contrincante.
Un revólver.
Estaba en el asfalto, a unos metros de él, despidiendo un oscuro brillo bajo la luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio. Bryce se llevó la mano a la cartuchera. La funda estaba vacía. El revólver era el suyo. Al parecer, había saltado de la funda y había resbalado por el suelo cuando Kale le había derribado.
Y el asesino tenía la mano cerrada en torno al arma.
Tal Whitman saltó a escena y descargó su porra, golpeando a Kale en la parte posterior del cuello. El hombretón se derrumbó encima de la pistola, inconsciente.
Tal se agachó, dio la vuelta al cuerpo de Kale y le buscó el pulso.
Bryce se aproximó a ellos, frotándose la parte posterior del cráneo.
—¿Está bien, Tal?
—Sí. Volverá en sí dentro de unos minutos.
Recogió el revólver de Hammond y se puso en pie.
Bryce recuperó el arma y la guardó mientras decía:
—Te debo una.
—No es nada. ¿Qué tal la cabeza?
—Ojalá fuera dueño de una fábrica de aspirinas. —No esperaba que Kale intentara huir.
—Yo tampoco —respondió Bryce—. Los hombres de su clase, cuando las cosas se ponen cada vez peor, suelen mostrarse más fríos, más tranquilos y cuidadosos que antes.
—Bueno, supongo que éste ha visto cerrarse las puertas y…
Bob Robine apareció en el umbral de la puerta abierta y les contempló, sacudiendo la cabeza con aire de consternación.
Unos minutos más tarde, Bryce estaba de nuevo en su escritorio, rellenando los formularios donde se acusaba a Fletcher Kale de dos homicidios, cuando Bob Robine llamó a la puerta del despacho.
—Bien, abogado, ¿qué tal su cliente?
—Está bien. Pero ya no es cliente mío.
—¡Ah! ¿Ha sido decisión de él, o de usted?
—Mía. No puedo aceptar un cliente que me miente en todo. No me gusta que me tomen el pelo.
—Entonces, ¿Kale quiere llamar a otro abogado esta noche?
—No. Cuando le lleven ante el juez, pedirá un defensor de oficio.
—Será lo primero que haga por la mañana.
—No pierde el tiempo, ¿verdad?
—Con este pájaro, no —asintió Bryce.
—Muy bien —añadió Robine—. Esa es una manzana muy podrida, Hammond. Yo he sido un católico no practicante durante más de quince años, ¿sabe? Hace mucho que decidí que no había ángeles, demonios, milagros y cosas de esas. Pensaba que era demasiado culto para creer que el Mal, con mayúscula, recorre el mundo esparciendo perversidad. Sin embargo, ahí, en esa celda, Kale se ha vuelto de repente hacia mí y ha dicho: «No me atraparán. No me destruirán. Nadie puede hacerlo. Saldré de ésta». Cuando le he advertido que no fuera excesivamente optimista, ha añadido: «No tengo miedo de los tipos como tú. Además, no he cometido ningún asesinato; sencillamente, me he deshecho de una basura que ya apestaba en mi vida».
—¡Jesús! —exclamó Bryce.
Los dos permanecieron en silencio. Por fin, el abogado exhaló un suspiro.
—¿Qué era eso de Inversiones High Country? ¿De qué forma constituía el móvil?
Antes de que Bryce pudiera explicarlo, Tal Whitman entró apresuradamente en el despacho.
—¿Tienes un momento, Bryce? —dijo. Miró a Robine y añadió—: ¡Hum!, será mejor en privado.
—Desde luego —se apresuró a decir Robine.
Tal cerró la puerta cuando el abogado hubo salido.
—Bryce, ¿conoces a la doctora Jennifer Paige?
—Sí. Abrió una consulta en Snowfield hace algún tiempo.
—Exacto. Pero ¿qué tipo de persona dirías que es?
—No la he visto nunca. He oído decir que es buena doctora, y la gente de las aldeas de montaña está satisfecha de no tener que conducir hasta Santa Mira para acudir al médico.
—Yo tampoco la conozco. Sólo me preguntaba si no habrás oído algún rumor… respecto a que beba. Me refiero al alcohol…
—No, nadie me ha dicho nada de eso. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Ha llamado hace un par de minutos. Dice que ha habido un desastre en Snowfield.
—¿Un desastre? ¿A qué se refiere?
—Bueno, dice que no lo sabe.
Bryce parpadeó.
—¿Te ha parecido histérica?
—Asustada, sí. Pero no histérica. No quiere dar muchos detalles a nadie que no sea a ti. Está al aparato ahora mismo. Bryce descolgó el teléfono.
—Una cosa más —añadió Tal con la frente surcada de arrugas por la preocupación.
—¿Sí?
—Dice que ahí arriba están todos muertos. Todos los vecinos de Snowfield. Dice que ella y su hermana son las únicas que están con vida.