Manos seccionadas. Cabezas cortadas.
Jenny no podía quitarse de la mente aquellas imágenes horrendas mientras avanzaba apresurada por la acera junto a Lisa.
Dos calles al este de Skyline Road, en Vail Lañe, la noche era tan silenciosa y pacíficamente amenazadora como en todo el pueblo de Snowfield. Aquí, los árboles eran más grandes que en la calle principal y ocultaban casi por completo la luz de la luna. Las farolas también estaban más espaciadas y los pequeños charcos de luz amarillenta quedaban separados por siniestros mares de oscuridad.
Jenny cruzó una verja y recorrió un sendero de ladrillos que conducía a una casa de estilo campestre inglés de un solo piso que se levantaba en medio de un gran jardín. Tras las cristaleras emplomadas con paneles en forma de rombo, se apreciaba una luz cálida.
Tom y Karen Oxley habitaban la casa, que parecía engañosamente pequeña cuando, en realidad, tenía siete habitaciones y dos cuartos de baño. Tom llevaba la contabilidad de la mayoría de albergues y moteles de la ciudad. Karen se encargaba de una encantadora cafetería durante la temporada alta. Los dos eran radioaficionados y poseían una emisora de onda corta, que era la razón de que Jenny hubiera acudido a la casa.
—Si alguien saboteó la radio de la comisaría —dijo Lisa—, ¿qué te hace pensar que no habrá hecho lo mismo con ésta?
—Quizá no sabía que existía. Merece la pena echar un vistazo.
Llamó al timbre y, al comprobar que nadie respondía, empujó la puerta. Estaba cerrada.
Dieron un rodeo hasta la parte posterior de la casa, de donde salía una luz color coñac por las ventanas. Jenny observó con cautela el patio de atrás, cuyos árboles impedían el paso del resplandor de la luna. Sus pasos resonaron, huecos, sobre el suelo de madera del porche trasero. Empujó la puerta de la cocina y comprobó que también estaba cerrada.
Las cortinas de la ventana más próxima estaban descorridas. Jenny observó el interior y sólo vio una cocina normal: mostradores verdes, paredes de color crema, armarios de roble, electrodomésticos relucientes. Ninguna señal de violencia.
En la fachada del porche se abrían también otras ventanas batientes y una de ellas pertenecía a un cuarto de trabajo. Jenny sabía cuál era y avanzó hasta ella. La luz estaba encendida pero la cortina estaba corrida. Dio unos golpecitos en el cristal pero no obtuvo respuesta. Intentó abrir la ventana, pero estaba asegurada con un pestillo. Agarró el revólver por el cañón y rompió uno de los cristales en forma de rombo cerca del listón central de la ventana. El sonido del cristal al quebrarse provocó un estruendo escalofriante. Aunque aquello era una emergencia, Jenny se sintió una ladrona. Coló la mano por el cristal roto, descorrió el pestillo, abrió las dos hojas de la ventana y penetró en la casa saltando el alféizar. Se peleó con la cortina y luego la apartó a un lado para que Lisa pudiera entrar con más facilidad.
En el pequeño cuarto de trabajo había dos cuerpos. Tom y Karen Oxley.
Karen estaba tendida de costado en el suelo, con las piernas encogidas hacia el vientre, los hombros hundidos hacia adelante y los brazos cruzados sobre los pechos. Una posición fetal. Estaba amoratada e hinchada. Los ojos, casi salidos de sus órbitas, tenían una expresión de terror. La boca estaba abierta, paralizada para siempre en un grito.
—Lo peor de todo son sus rostros —musitó Lisa.
—No entiendo por qué los músculos faciales no se relajan después de la muerte. No comprendo cómo pueden seguir así de tensos.
—¿Qué fue lo que vieron? —se preguntó Lisa.
Tom Oxley estaba sentado delante de su emisora de onda corta. Se encontraba caído sobre la radio, con la cabeza vuelta a un lado. Estaba cubierto de morados y horrorosamente hinchado, igual que Karen. Su mano derecha permanecía agarrotada en torno a un micrófono de mesa, como si hubiera muerto negándose a soltarlo. Sin embargo, era evidente que no había conseguido lanzar una llamada de ayuda. Si hubiera logrado enviar un mensaje fuera de Snowfield, la policía habría llegado ya al pueblo.
La radio no funcionaba.
Jenny ya se lo había imaginado desde el instante en que había visto los cuerpos.
Sin embargo, ni el estado de la radio ni el de los cuerpos era tan interesante como la presencia de la barricada. La puerta del pequeño cuarto estaba cerrada, probablemente con llave. Karen y Tom habían arrastrado un pesado armario delante de ella. También habían colocado un par de sillones contra el armario y, finalmente, habían añadido un mueble de televisión contra los sillones.
—Estaban dispuestos a impedir que algo entrara —comentó Lisa.
—Pero lo hizo de todos modos.
—¿Cómo?
Las dos se volvieron hacia la ventana por la que habían entrado.
—Estaba cerrada por dentro —dijo Jenny.
El cuarto sólo tenía otra ventana.
Acudieron hasta ella y abrieron la cortina.
El pestillo estaba perfectamente cerrado desde el interior.
Jenny escrutó la noche hasta percibir que algo, oculto entre las sombras, la contemplaba a su vez, observándola con detenimiento mientras permanecía perfectamente a la vista ante la ventana iluminada. Se apresuró a correr la cortina.
—Una habitación cerrada —murmuró Lisa.
Jenny dio media vuelta lentamente y estudió el cuarto de trabajo. Había una pequeña abertura de un conducto de calefacción, cubierta con una placa de metal llena de pequeñas ranuras, y quizá una rendija de un centímetro bajo la puerta atrancada, pero no había modo de que nadie hubiera podido acceder a la estancia.
—Según todos los indicios, sólo una epidemia de virus o un gas tóxico o algún tipo de radiación ha podido penetrar aquí y matarles.
—Pero no fue nada de eso lo que mató a los Liebermann.
—Tienes razón —reconoció Jenny—. Además, nadie montaría una barricada para aislarse de las radiaciones, los gases o los gérmenes.
¿Cuántos habitantes de Snowfield se habrían encerrado, creyendo encontrar con ello un refugio defendible, para sufrir de todos modos la misma muerte repentina y misteriosa que quienes no habían tenido tiempo de huir? ¿Y qué podía ser aquello que parecía capaz de entrar en las habitaciones cerradas sin abrir puertas o ventanas? ¿Qué era lo que había atravesado la barricada sin moverla?
La casa de los Oxley estaba tan silenciosa como la superficie de la luna.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Lisa, finalmente.
—Creo que quizá deberemos arriesgarnos a extender el posible contagio. Saldremos del pueblo en el coche hasta encontrar la cabina telefónica más próxima, llamaremos al comisario de Santa Mira, le explicaremos la situación y dejaremos que decida cómo hacerle frente. Después, volveremos aquí a esperar. Así, no tendremos contacto directamente con nadie y podrán esterilizar la cabina si lo consideran necesario.
—No me gusta la idea de volver al pueblo después de haber salido de él —replicó Lisa, presa del nerviosismo.
—A mí tampoco, pero tenemos que portarnos con responsabilidad. Vamos —insistió Jenny al tiempo que se encaminaba hacia la ventana abierta por la que habían entrado.
Entonces, sonó el teléfono.
Sobresaltada, Jenny se volvió hacia el estridente sonido.
El teléfono estaba en la misma mesa que la radio.
Sonó de nuevo.
Jenny levantó el auricular.
—¿Hola?
Nadie respondió.
—¿Hola?
Un silencio helado.
La mano se crispó en torno al auricular.
Al otro lado de la línea, alguien escuchaba atentamente, en absoluto silencio, esperando que ella hablara. Jenny no estaba dispuesta a darle esa satisfacción. Se limitó a apretar el auricular contra su oído y a intentar escuchar algo, cualquier cosa, aunque sólo fuera el más leve flujo y reflujo de la respiración del desconocido, como el rumor del mar. Pero al otro lado de la línea, seguía sin producirse el menor sonido. No obstante, Jenny seguía notando la presencia que había percibido al descolgar los teléfonos del hogar de los Santini y de la comisaría.
Inmóvil en el cuarto cerrado con la barricada, en aquella casa silenciosa donde la muerte había penetrado con imposible impunidad, Jenny Paige sintió que se apoderaba de ella una extraña transformación. Jenny era una mujer instruida, guiada por la razón y la lógica, en absoluto supersticiosa. Hasta aquel momento, había intentado resolver el misterio de Snowfield utilizando las vías de la razón y la lógica pero, por primera vez en su vida, no le habían servido absolutamente de nada. Ahora, en lo más profundo de su mente, algo… cambió, como si se abriera una tapa de acero enormemente pesada en un oscuro rincón de su subconsciente. Y aquel rincón, en los más antiguos aposentos de la mente, contenía un hervidero de sensaciones y percepciones primitivas, un supersticioso temor reverencial que era nuevo para ella. Casi al nivel de la memoria racial almacenada en los genes, Jenny percibió que algo estaba sucediendo en Snowfield. Aquel conocimiento estaba dentro de ella y, no obstante, era tan extraño, tan radicalmente ilógico, que se resistió a aceptarlo y luchó por reprimir el terror supersticioso que hervía en su interior.
Agarrada al auricular del teléfono, escuchó la silenciosa presencia del otro lado y discutió consigo misma.
«No es un hombre; es una cosa.»
«Tonterías.»
«No es humano, pero tiene conciencia.»
«Estás histérica.»
«Es abominablemente maléfico; es el mal puro y destilado.»
«¡Basta, basta, basta!»
Deseó colgar inmediatamente el teléfono, pero no pudo hacerlo. La cosa al otro extremo de la línea la tenía hipnotizada.
—¿Qué sucede? ¿Algo va mal? —preguntó Lisa, acercándose.
Temblorosa, bañada en sudor, sintiéndose como si el mero hecho de escuchar aquella presencia vil la contaminara, Jenny se disponía a arrancar de sus oídos el aparato cuando, de pronto, escuchó un susurro, un chasquido… y, a continuación, el tono de marcar.
Desconcertada, fue incapaz de reaccionar durante unos segundos.
Luego, con un gemido, marcó el cero en el dial.
Escuchó un zumbido en la línea. Era un sonido maravilloso, dulce, reconfortante.
—Buenas noches.
—Telefonista, ésta es una llamada de emergencia —dijo Jenny—. Tengo que hablar con la comisaría de Santa Mira.