Las autoridades del condado, con cuartel en Santa Mira, todavía no estaban enteradas de la crisis de Snowfield. Tenían sus propios problemas.
El teniente Talbert Whitman entró en la sala de interrogatorios en el preciso momento que el comisario Bryce Hammond ponía en marcha el magnetófono y empezaba a informar de sus derechos al sospechoso. Tal cerró la puerta sin hacer ruido. Para no interrumpir el trabajo que estaba iniciando su colega, prefirió no tomar asiento a la mesa junto a la cual estaban los otros tres hombres y se acercó a la gran ventana, la única de la habitación.
El Departamento de Policía del condado de Santa Mira ocupaba un edificio de estilo español erigido a finales de los años treinta. Las puertas eran sólidas y sonaban macizas cuando alguien las cerraba y las paredes eran lo bastante gruesas como para dejar unos antepechos de medio metro en las ventanas, como el que escogió Tal Whitman para instalarse.
Al otro lado del cristal estaba Santa Mira, la capital del condado, con una población de dieciocho mil habitantes. Por las mañanas, cuando el sol se alzaba por fin sobre las Sierras y borraba con su calor las sombras de las montañas, Tal se descubría a veces contemplando admirado y complacido las suaves colinas cubiertas de bosques en las que se levantaba Santa Mira, pues era una ciudad excepcionalmente limpia y fragante que había asentado sus raíces de hormigón y de acero con notable respeto por la belleza natural en que había nacido. Ahora, había caído la noche. Miles de luces parpadeaban en las redondeadas colinas al pie de las montañas y parecía como si las estrellas hubieran caído sobre ellas.
Nacido en Harlem, entre la pobreza y la ignorancia, negro como una marcada sombra invernal, Tal Whitman había ido a parar a sus treinta años, a un rincón inesperado. Inesperado, pero encantador.
Sin embargo, a este lado del cristal, la escena no era tan especial. La sala de interrogatorios recordaba a otras muchas parecidas de recintos policiales y comisarías de todo el país. Un suelo barato de baldosas de linóleo. Archivadores abollados. Una mesa de conferencias redonda con cinco sillas. Paredes de color verde oficial. Lámparas fluorescentes desnudas.
En la mesa de conferencias, en el centro de la estancia, el ocupante de la silla de los sospechosos era un agente inmobiliario de veintiséis años, alto y bien parecido, llamado Fletcher Kale. El hombre parecía a punto de estallar de justa indignación.
—Escuche, comisario —decía Kale—, ¿no podríamos dejar ya toda esa basura? No es preciso que me lea otra vez mis derechos, por el amor de Dios. ¿No hemos pasado ya por esto una decena de veces en los últimos tres días?
Bob Robine, el abogado de Kale, se apresuró a dar unas palmaditas en la espalda a su cliente para que se callara. Robine era un tipo regordete, de cara redonda, con una sonrisa dulce pero con la mirada dura de un jefe de mesa en un casino.
—Fletch —dijo Robine—, el comisario Hammond sabe que te ha retenido como sospechoso casi todo el tiempo que permite la ley, y sabe que yo también lo sé. Te explicaré qué va a hacer ahora: va a resolver este asunto en un sentido o en otro durante la próxima hora.
Kale parpadeó, asintió y cambió de táctica. Se derrumbó en su asiento como si le abrumara un gran peso. Cuando habló, había un ligero temblor en su voz.
—Lamento haber perdido la cabeza por un momento, comisario. No debería haberle gritado así, pero es tan difícil… es tan duro para mí… —Su rostro parecía hundido y el temblor de su voz se hizo más pronunciado—. ¡Por el amor de Dios, he perdido a mi familia! Mi mujer… mi hijo… los dos han muerto.
—Lamento que piense que le he tratado injustamente, señor Kale —respondió Bryce Hammond—. Sólo intento hacer las cosas lo mejor posible. A veces, acierto. Quizá en esta ocasión me equivoco.
Fletcher Kale decidió, aparentemente, que al fin y al cabo no estaba en tan mala situación y que podía permitirse una actitud magnánima. Se secó las lágrimas, se incorporó más en la silla y murmuró:
—Sí, bien… Creo que entiendo su posición, comisario.
Kale estaba subestimando a Bryce Hammond.
Bob Robine conocía al comisario mejor que su cliente. Frunció el ceño, miró a Tal y luego clavó sus ojos en Bryce.
Por lo que Tal Whitman había podido comprobar, la mayoría de la gente que trataba con el comisario le subestimaba, como acababa de sucederle a Fletcher Kale. Era fácil hacerlo, pues Bryce tenía un aspecto nada imponente. Había cumplido los treinta y nueve, pero parecía mucho más joven. El cabello rubio pajizo, muy espeso, le caía sobre la frente dándole un aspecto desaliñado y juvenil. Tenía una nariz respingona salpicada de pecas hasta los pómulos. Sus ojos azules, claros y despiertos, estaban cubiertos por unos párpados grandes que les daban un aire aburrido, soñoliento, incluso un poco estúpido. Su voz también inducía a confusión. Era suave, melodiosa, amable. Además, muchas veces hablaba pausadamente y siempre lo hacía con medida ponderación; algunas personas creían ver en este cuidadoso modo de hablar cierta dificultad para formar sus pensamientos. Nada más lejos de la realidad. Bryce Hammond era muy consciente de cómo le veían los demás y, cuando podía aprovecharse de ello, reforzaba estas ideas erróneas con unos modales obsequiosos, una sonrisa casi lerda y un hablar todavía más arrastrado que le hacía parecer el típico policía palurdo.
Sólo un detalle impedía que Tal disfrutara plenamente de la confrontación: sabía que la investigación sobre Kale había afectado a Bryce Hammond profundamente, en un aspecto personal. El comisario estaba condolido hasta lo más hondo de su corazón por las muertes sin sentido de Joanna y Danny Kale, pues, curiosamente, este caso le recordaba otros acontecimientos de su propia vida. Igual que Fletcher Kale, el comisario había perdido a su esposa y un hijo, aunque las circunstancias de esa pérdida eran considerablemente distintas de las de Kale.
Un año atrás, Ellen Hammond había muerto instantáneamente en un accidente de tráfico. Timmy, su hijo de siete años, viajaba en el asiento de al lado, junto a su madre, y había sufrido lesiones muy graves que le mantenían en coma desde el suceso, hacía doce meses.
Los médicos no concedían a Timmy muchas posibilidades de recobrar la conciencia.
Bryce había estado a punto de derrumbarse tras la tragedia y sólo últimamente Tal Whitman había empezado a notar que su amigo y superior se apartaba progresivamente del abismo de la desesperación.
El caso Kale había reabierto las heridas de Bryce Hammond, pero el comisario no había permitido que los sentimientos ofuscaran su cerebro; su estado emocional no le había llevado a pasar por alto ningún detalle. Tal Whitman había notado el momento exacto, el último jueves por la noche, en que Bryce había empezado a sospechar que Fletcher Kale era culpable de dos asesinatos premeditados: de pronto, una expresión fría e implacable había cubierto los ojos de abultados párpados del comisario.
Ahora, mientras manoseaba un bloc de notas amarillento como si sólo tuviera la mitad de la cabeza en el interrogatorio, el comisario declaró:
—Más que volver a responder a todas esas preguntas que ya ha escuchado una decena de veces, señor Kale, ¿me permite que resuma lo que nos ha contado hasta el momento? Si el resumen le parece acertado, podremos continuar con esas nuevas preguntas que deseo hacerle.
—Muy bien. Repasémoslo todo y salgamos de aquí de una vez —asintió Kale.
—Vamos allá, pues. Según su declaración, señor Kale, su esposa, Joanna, se sentía atrapada por el matrimonio y la maternidad y se consideraba demasiado joven para aceptar tantas responsabilidades. Pensaba que había cometido un terrible error y que se vería obligada a pagarlo el resto de su vida. Entonces, buscó algún estímulo, alguna evasión, y empezó a drogarse. ¿Diría usted que he resumido fielmente su descripción del estado mental de su esposa?
—Sí —respondió Kale—, Con toda exactitud.
—Bien —continuó Bryce—. Así pues, su mujer empezó a fumar hierba. Al poco tiempo, estaba drogada casi continuamente. Durante dos años y medio, vivió con una adicta a la marihuana, siempre esperando lograr que cambiara. Entonces, hace una semana, su mujer se volvió loca, rompió un montón de platos, tiró la comida por el suelo de la cocina y usted las pasó de mil diablos para conseguir calmarla. Fue entonces cuando descubrió que su esposa había empezado recientemente a utilizar la sustancia PCP, que popularmente se denomina «polvo de ángel». Usted quedó conmocionado. Conocía que algunas personas sufren accesos de violencia psicópata bajo los efectos del PCP, de modo que la obligó a mostrarle dónde guardaba sus reservas y las destruyó. A continuación, advirtió a su mujer que si volvía a tomar drogas teniendo cerca a Danny, le daría una paliza de muerte.
Kale carraspeó y continuó el relato del comisario.
—Ella, sin embargo, se burló de mí. Dijo que era incapaz de pegar a una mujer y que dejara de hacerme el macho. Me dijo, «¡Diablos, Fletch, si te diera una patada en los huevos, me darías las gracias por haber dado un poco de color al día!».
—¿Y entonces fue cuando usted se derrumbó y se echó a llorar? —preguntó Bryce.
—Yo sólo… Bueno, me di cuenta de que no tenía la menor influencia sobre ella.
Tal Whitman contempló desde el antepecho de la ventana cómo aparecía en el rostro de Kale una mueca de profundo dolor… o una imitación bastante aceptable. Aquel cerdo era un buen actor.
—Y, cuando ella le vio llorando —continuó Bryce—, de algún modo se sintió conmovida y recuperó la cordura.
—Exacto —asintió Kale—. Supongo que… que le afectó ver a un tipo grande como un toro sollozando como un bebé. Ella también se echó a llorar y me prometió no volver a tomar PCP. Hablamos del pasado, de lo que habíamos esperado de nuestro matrimonio… Nos dijimos muchas cosas que quizá deberíamos haber hablado antes y nos sentimos más cerca el uno del otro que en los dos años que llevábamos casados. Al menos, yo me sentí más cerca, y pensaba que ella también. Me juró que iba a empezar a reducir el consumo de hierba.
Bryce Hammond, todavía manoseando el bloc de notas, prosiguió su resumen:
—Entonces, el jueves pasado, volvió usted pronto del trabajo y encontró a su hijito, Danny, muerto en el dormitorio principal. Escuchó algo a su espalda. Era Joanna, que empuñaba un hacha de carnicero, el arma que había utilizado para matar a Danny.
—Estaba drogada —dijo Kale—. PCP. Me di cuenta en seguida. Aquella ferocidad en sus ojos, aquel aspecto animal…
—Ella le gritó una serie de incoherencias sobre serpientes que vivían dentro de la cabeza de la gente, sobre personas controladas por serpientes perversas. Usted se apartó de ella dando un círculo a su alrededor, y ella le siguió. Usted no intentó quitarle el hacha…
—Creí que me mataría si lo intentaba y probé a calmarla con palabras.
—Así pues, usted siguió retrocediendo hasta que pudo alcanzar la mesilla de noche donde guardaba una automática del 38.
—Le advertí que soltara el hacha. Se lo advertí.
—Pero ella, al contrario, se lanzó contra usted con el hacha levantada. Entonces, usted le disparó. Un solo tiro. En el pecho.
Kale estaba ahora inclinado hacia adelante con el rostro entre las manos.
El comisario dejó el bolígrafo, juntó las manos sobre el estómago y entrecruzó los dedos.
—Bien, señor Kale, espero que pueda aguantarme un poco más. Sólo unas preguntas finales y, luego, todos podremos salir de aquí y continuar nuestras vidas.
Kale apartó las manos del rostro. Tal Whitman no dudaba que, para Kale, la frase «continuar nuestras vidas» sólo podía significar que, por fin, le iban a soltar.
—Estoy bien, comisario. Adelante.
Bob Robine, el abogado, no abrió la boca.
Repantingado en su asiento, todavía con su aspecto de debilidad tanto física como de carácter, Bryce Hammond murmuró:
—Mientras le reteníamos aquí como sospechoso, señor Kale, nos hemos topado con algunas preguntas que necesitamos aclarar para poder dar por concluido este terrible asunto. Verá, algunas de esas preguntas pueden parecerle absolutamente triviales, casi una pérdida de tiempo para usted y para nosotros. Son, en efecto, minucias. Lo reconozco. La razón de que le haga pasar por este nuevo trago es… Bien, la razón es que deseo ser reelegido el año próximo, señor Kale. Si mis contrincantes electorales me pillaran en algún tecnicismo, aunque sólo fuera una tontería sin importancia, lo proclamarían a bombo y platillo hasta convertirlo en un escándalo. Dirían que estoy durmiendo, o que soy un vago…
Bryce dirigió una sonrisa a Kale. Una sonrisa auténtica.
Tal Whitman no podía creer lo que veía.
—Lo comprendo, comisario —asintió Kale.
Desde el antepecho de la ventana, Tal se puso en tensión y se inclinó hacia adelante.
Bryce Hammond añadió entonces:
—Lo primero que quiero saber es… Lo que no entiendo es por qué disparó contra su esposa y luego llenó de ropa sucia la lavadora y la puso en marcha antes de llamarnos para informar de lo sucedido.