Avanzaron por Skyline Road, pasando sucesivamente por tramos en sombra, zonas bañadas por la luz amarillenta de las farolas de sodio, trechos de total oscuridad y otros iluminados por la claridad fosforescente de la luna. A su izquierda, colocados a intervalos regulares, crecía una fila de grandes árboles junto al bordillo de la acera. A la derecha, dejaron atrás una tienda de objetos de regalo, una cafetería y la tienda de artículos de esquí de los Santini. Jenny y Lisa se detuvieron delante de cada establecimiento y se asomaron a los escaparates en busca de algún rastro de vida, sin encontrar ninguno.
También pasaron ante varias viviendas cuya entrada daba directamente a la acera. Jenny subió la escalera de cada una de ellas y llamó al timbre. Nadie respondió, ni siquiera en las casas donde se observaba luz detrás de las ventanas. Por un momento, pensó en tantear algunas de esas puertas y, si estaban abiertas, entrar en las casas. Sin embargo, resolvió no hacerlo pues sospechaba, igual que Lisa, que sus ocupantes —caso de encontrar alguno— estarían en el mismo estado horripilante que Hilda Beck y Paul Henderson. Necesitaba encontrar gente con vida, supervivientes, testigos. Ya no podía averiguar nada más de los cadáveres.
—¿Hay alguna central nuclear por aquí? —preguntó Lisa.
—No. ¿Por qué?
—¿Alguna base militar importante?
—No.
—Pensaba que quizá la radiación…
—La radiación no mata con esta rapidez.
—¿Y una descarga realmente fuerte de radiación?
—No dejaría con ese aspecto a las víctimas.
—¿No?
—Tendrían quemaduras, ampollas y lesiones.
Llegaron al salón de belleza Lovely Lady, donde Jenny siempre acudía a cortarse el cabello. El local estaba desierto, como era lógico al ser domingo. Jenny se preguntó qué habría sido de Madge y Dani, las esteticistas propietarias del salón. Las dos muchachas le caían muy bien y Jenny rogó a Dios que hubieran pasado fuera todo el día, visitando a sus novios en Mount Larson.
—¿Algún veneno? —preguntó Lisa mientras se alejaban del salón de belleza.
—¿Cómo podría haberse envenenado todo el pueblo al mismo tiempo?
—Con algún alimento en mal estado…
—Bien, podría ser… si todo el mundo hubiese acudido a la fiesta campestre del pueblo y hubiese comido la misma ensalada de patata contaminada o el mismo lomo de cerdo infectado. Pero no fue así. En el pueblo sólo se celebra un picnic público anual, y es el 4 de julio.
—¿Algún tóxico en los depósitos de agua?
—No, a menos que, por casualidad, todo el mundo estuviera tomando un vaso de agua del grifo precisamente en el mismo instante, de modo que nadie tuviera ocasión de advertir a los demás.
—Lo cual es prácticamente imposible.
—Además, no se parece en absoluto a ninguna reacción a sustancias tóxicas que conozca.
La panadería de Liebermann. Era un edificio blanco, impoluto, con un toldo a rayas blancas y azules. Durante la temporada de esquí, los turistas hacían cola de hasta media manzana de casas durante todo el día, siete días a la semana, únicamente para comprar los grandes pasteles hojaldrados de canela, los bollos, las galletas bañadas en chocolate, los pastelillos de almendra con dulces corazones de chocolate a la naranja y otras delicias que Jakob y Aida Liebermann preparaban con inmenso orgullo y deliciosa maestría. Los Liebermann disfrutaban tanto con su trabajo que incluso habían elegido vivir cerca de él, en un piso sobre la panadería (Jenny no observó ninguna luz encendida en la planta superior) y, aunque no sacaban tantos beneficios durante el período de abril a octubre como en el resto del año, seguían trabajando de lunes a sábado durante la temporada baja. La gente acudía en coche de todos los pueblos de montaña vecinos —Mount Larson, Shady Roost y Pineville— para comprar cajas y bolsas llenas de golosinas de los Liebermann.
Jenny se inclinó hacia la gran cristalera y Lisa apoyó la frente en el frío cristal. De la parte de atrás del edificio, donde se encontraban los hornos, surgía, por la puerta abierta una potente luz, que dejaba a la vista un extremo del mostrador e iluminaba indirectamente el resto del lugar. A la izquierda había un par de mesas de café, cada una con un par de sillas. Las bandejas, esmaltadas de blanco y cubiertas con un cristal protector, estaban vacías.
Jenny rogó que Jakob y Aida hubieran escapado al destino que parecía haberse abatido sobre el resto de Snowfield. Eran las personas más amables y agradables que había conocido nunca. Gente como los Liebermann hacían de Snowfield un buen lugar para vivir, un refugio del áspero mundo donde la violencia y la desconsideración por los demás era moneda tan común.
Lisa se retiró del escaparate de la panadería y continuó sus preguntas.
—¿Y algún humo tóxico? Un escape de productos químicos. Algo que haya formado una nube de gas letal.
—Aquí, no —respondió Jenny—. En estas montañas no existen depósitos de residuos tóxicos. Tampoco hay fábricas. Nada por el estilo.
—A veces sucede que un tren descarrila y se rompe una cisterna llena de productos químicos…
—La línea de ferrocarril más próxima está a treinta kilómetros.
Lisa frunció el ceño, pensativa, y empezó a alejarse de la panadería.
—Espera. Quiero echar una ojeada ahí dentro —dijo Jenny, encaminándose a la puerta delantera de la tienda.
—¿Por qué? Ahí tampoco hay nadie.
—No podemos estar seguras. —Intentó abrir la puerta pero no pudo—. Hay luz en la habitación de atrás, la cocina. Podrían estar ahí, preparando las cosas para el pan de mañana sin la menor idea de lo que ha sucedido al resto del pueblo. Esta puerta está cerrada. Vamos por atrás.
Un estrecho callejón cubierto, cerrado por una sólida verja de madera, separaba la panadería de los Liebermann y el salón de belleza Lovely Lady. La verja estaba asegurada con un sencillo pasador que cedió en seguida bajo los torpes dedos de Jenny, abriéndose con un chirrido y un gemido de sus goznes desengrasados. El túnel entre los dos edificios estaba amenazadoramente oscuro; la única luz que se apreciaba quedaba al otro extremo, como una mortecina mancha grisácea en forma de arco donde terminaba el pasadizo.
—Esto no me gusta —dijo Lisa.
—No es nada, cariño. Sígueme y no te alejes. Si te desorientas, tantea las paredes con la mano.
Aunque Jenny no quería aumentar el miedo de su hermana poniendo de manifiesto sus propias dudas, el lóbrego pasadizo también le producía un escalofrío. A cada paso, el túnel parecía estrecharse más y más, rodeándola y sofocándola.
Se habían adentrado en el corredor una cuarta parte de su longitud cuando Jenny fue asaltada por la extraña sensación de que Lisa y ella no estaban solas. Un instante después, percibió que algo se movía en el fondo de aquella oscuridad, bajo el techo del túnel, a tres o cuatro metros por encima de ellas. No sabía explicar cómo había percibido aquella presencia. Sólo escuchó el ruido de sus pasos y los de Lisa, repitiéndose con el eco; en todo caso, no hubiera podido ver gran cosa. De pronto, notó una presencia hostil y, mientras intentaba escrutar el techo del túnel, negro como un tizón, tuvo la certeza de que la oscuridad estaba… cambiando.
La oscuridad parecía desplazarse, moverse… Sí, se movía allá arriba, entre las vigas.
Jenny se dijo que eran imaginaciones suyas pero, cuando llegó a la mitad del túnel, sus instintos más primarios le gritaron que saliera en seguida, que echara a correr. Se suponía que los médicos no cedían al pánico; la ecuanimidad y la frialdad eran parte de su preparación. Apretó el paso, pero sólo un poco, no mucho, sin dejarse llevar por el pánico; al cabo de unas zancadas, apresuró la marcha un poco más, y más, hasta que se descubrió corriendo a pesar de ella misma.
Al otro lado del pasadizo fue a salir a un callejón. Allí apenas había luz, pero no estaba tan oscuro como el túnel.
Lisa apareció por la boca de éste a la carrera, resbaló en un charco en el asfalto y estuvo a punto de caer al suelo. Jenny lo evitó sujetándola a tiempo.
Juntas, retrocedieron por el callejón con la mirada vuelta hacia la abertura del pasadizo, negra y atemorizadora. Jenny alzó el revólver que había tomado de la comisaría.
—¿Lo has notado? —preguntó Lisa, sin aliento.
—Sí, había algo bajo el techo. Probablemente eran sólo unos pájaros o, como mucho, algún murciélago.
—No —replicó Lisa, meneando la cabeza—. No era bajo el techo. Estaba agazapado junto a la pared.
Continuaron mirando hacia la boca del túnel.
—Yo he visto algo entre las vigas —afirmó Jenny.
—No —insistió su hermana, sacudiendo la cabeza enérgicamente.
—¿Qué has visto tú?
—Estaba junto a la pared. A la izquierda. Aproximadamente en el centro del túnel. Casi he tropezado con ello.
—¿De qué se trataba?
—No… No lo sé con seguridad. En realidad, no he llegado a verlo.
—¿Has oído algo?
—No —repitió Lisa con la mirada fija en el tenebroso pasadizo.
—¿Has notado algún olor?
—No, pero… la oscuridad estaba… Bueno, en un lugar concreto de ahí dentro, la oscuridad era… diferente. He notado que algo se movía… o daba la impresión de moverse… de cambiar de forma y de lugar…
—Eso mismo es lo que he creído ver yo… pero arriba, entre las vigas del techo.
Esperaron unos instantes, pero no surgió nada del pasadizo.
Poco a poco, los latidos del corazón de Jenny pasaron de un galope tendido a un trote apresurado. Bajó el arma.
Su respiración recobró la normalidad. El silencio nocturno volvió a extenderse como una densa capa de aceite.
Jenny empezó a dudar de la experiencia, sospechando que Lisa y ella habían sido, sencillamente, presa de la histeria. La explicación no le gustaba en absoluto, pues no se ajustaba a la imagen que tenía de sí misma, pero era lo bastante sincera como para afrontar la desagradable realidad de que, aunque sólo fuera por esta vez, se había dejado llevar por el pánico.
—Sólo estamos un poco asustadas —dijo a Lisa—. Si hubiera alguien o algo peligroso ahí dentro, ya habría salido a por nosotras hace rato, ¿no te parece?
—Quizá.
—¡Ah!, ¿sabes qué ha podido ser?
—¿Qué? —preguntó Lisa.
Se levantó de nuevo un viento frío que pasó con un leve susurro por el callejón.
—Puede que fueran unos gatos —dijo Jenny. Unos cuantos gatos. Les encanta merodear por esos pasadizos cubiertos.
—No creo que fuera ningún gato.
—Podría ser. Un par de gatos subidos a una viga y un par más en el suelo, junto a la pared, donde tú creíste ver alguna cosa.
—Parecía mayor que un gato. Mucho más grande que un gato —comentó Lisa con voz nerviosa.
—Está bien, quizá no fueran gatos. Lo más probable es que no fuera nada en absoluto. Estamos muy excitadas y tenemos los nervios a flor de piel. —Lanzó un suspiro y añadió—: Vayamos a ver si la puerta trasera de la panadería está abierta. Esto es lo que habíamos venido a comprobar, ¿recuerdas?
Se dirigieron hacia la puerta posterior de la panadería de los Liebermann, sin dejar de lanzar miradas a su espalda, hacia la entrada del pasadizo.
La puerta de servicio de la panadería estaba abierta y en el interior había luz y calor. Jenny y Lisa penetraron en una sala larga y estrecha que servía de almacén.
La puerta interior del almacén daba paso al enorme obrador, del cual salía un agradable aroma a canela, harina, nueces y extracto de naranja. Jenny inspiró profundamente. Las apetitosas fragancias que llenaban la estancia eran tan hogareñas y tan naturales, recordaban con tal intensidad otros momentos y lugares reconfortantes y llenos de tranquilidad, que la muchacha notó evaporarse una parte de su tensión.
El obrador estaba equipado con un doble fregadero, una cámara frigorífica, varios hornos, diversos armarios de almacenaje de gran tamaño y esmaltados en blanco, y gran número de otros utensilios. El centro de la sala estaba ocupado por un mostrador largo y ancho que constituía la principal zona de trabajo; uno de sus extremos tenía una plancha de reluciente acero inoxidable y el otro, un taco de carnicero. Sobre la superficie de acero inoxidable y en el extremo de la mesa más próximo a la puerta del almacén por la que habían entrado las muchachas había una pila de cazos, moldes de pasteles y bandejas de hornear galletas, cacerolas, sartenes y demás instrumentos de pastelería, todos ellos limpios y brillantes. Todo el obrador estaba reluciente.
—Aquí no hay nadie —dijo Lisa.
—Eso parece —asintió Jenny, algo más animada, al tiempo que se adentraba unos pasos en la estancia.
Si la familia Santini había escapado, y si Jakob y Aida estaban ilesos, quizá, después de todo, la mayoría de los vecinos no estaban muertos como creían. Quizá…
¡Dios Santo!
Al otro lado del montón de utensilios de cocina, en medio del taco de carnicero de la mesa, había un gran disco de masa de pastel. Un rodillo de amasar de madera descansaba sobre la mesa y, agarradas a sus extremos, había dos manos. Dos manos humanas, cortadas de cuajo.
Lisa retrocedió contra uno de los armarios y chocó con él con tal fuerza que las bandejas de su interior resonaron con estrépito.
—¿Qué diablos está sucediendo? ¿Qué diablos…?
Atraída por una fascinación morbosa y por la urgente necesidad de comprender qué estaba pasando, Jenny se acercó a la mesa y contempló las manos seccionadas, estudiándolas por igual con repugnancia e incredulidad… y con un terror tan cortante como una hoja de afeitar. Las manos no estaban amoratadas ni hinchadas; tenían el color casi normal de la carne, aunque con un ligero tono gris pálido. Unas gotas de sangre —las primeras que había visto hasta el momento— caían viscosas de las muñecas brutalmente desgarradas y formaban regueros y gotas brillantes sobre una fina capa de harina en polvo. Eran unas manos fuertes; más exactamente, lo habían sido. Unos dedos gruesos y cortos. Unos nudillos pronunciados. Sin duda, unas manos de hombre, con un vello canosa y rizado en el revés. Las manos de Jakob Liebermann.
—¡Jenny!
Jenny alzó la mirada, sobresaltada.
Lisa tenía el brazo extendido hacia adelante, señalando el otro extremo del obrador.
Más allá del taco de carnicero, empotrados en la pared opuesta de la estancia, había tres hornos. Uno de ellos era enorme, con un par de puertas de acero inoxidable macizo, de aspecto muy sólido. Los otros dos eran más pequeños, aunque mayores que los modelos convencionales utilizados en la mayoría de los hogares. Cada uno de estos dos últimos tenía una puerta y, en su centro, un panel de cristal que permitía ver su interior. Ninguno de los hornos estaba en funcionamiento en aquel instante, lo cual era una bendición pues, de haber estado encendidos los pequeños, el obrador se habría llenado de un hedor vomitivo.
En cada uno de los hornos pequeños había una cabeza cortada.
¡Jesús!
Unos rostros espantosos, espectrales, contemplaban la estancia con la nariz apretada contra la parte interior del cristal.
Aida Liebermann. Los dos ojos abiertos. La boca también abierta, como si tuviera las mandíbulas desencajadas.
Jakob Liebermann. Las canas salpicadas de sangre. Un ojo medio cerrado y una mirada de horror en el otro. Los labios, apretados en una mueca de dolor.
Por un instante, Jenny no pudo aceptar que las cabezas fueran reales. Era demasiado. No podía reaccionar. Recordó esas máscaras tan costosas y realistas que asoman tras las tapas transparentes de sus cajas en las tiendas de artículos para disfraces; surgieron en su mente las imágenes de esas espeluznantes chucherías que venden en las tiendas de artículos de broma —esas cabezas de cera con pelo de nailon y ojos de cristal, esos objetos absurdos que a los chicos les parecen a veces tan graciosos (y que seguramente lo son)—. Y le vino a la cabeza también, incoherentemente, el estribillo de un anuncio de masa para pasteles de la televisión: «¡Nada habla de amor como lo que sale del horno!».
El corazón le latía descontroladamente.
Se sentía enfebrecida, mareada.
Las manos seccionadas sobre el taco de carnicero seguían agarradas al rodillo de amasar. Jenny casi esperaba que, de pronto, empezaran a arrastrarse sobre la mesa como dos cangrejos.
¿Dónde estarían los cuerpos decapitados de los Liebermann? ¿Encerrados en el horno grande, tras las puertas de acero sin cristales? ¿Rígidos y helados en la cámara frigorífica?
Un sabor amargo le subió a la garganta, pero logró contenerlo.
El revólver del 45 parecía ahora una defensa inútil frente a aquel enemigo desconocido e increíblemente violento.
Una vez más, Jenny tuvo la sensación de que la observaban y el retumbar de sus latidos dejó de parecerse al de un tambor para convertirse en el de unos timbales.
—¡Vamonos de aquí! —exclamó, volviéndose hacia Lisa.
Ésta se encaminó hacia la puerta del almacén.
—¡Por ahí, no! —gritó de inmediato Jenny.
Lisa dio media vuelta, parpadeando confusa.
—¡Por el callejón, no! —dijo Jenny—. Y por el túnel, menos.
—No, Dios mío —asintió Lisa.
Atravesaron el obrador a toda prisa y penetraron en la zona destinada a tienda. Dejaron atrás las bandejas vacías, las mesillas de café y las sillas.
Jenny tuvo algunas dificultades con el pestillo de la puerta delantera. Estaba atrancado. Pensó que, después de todo, tendrían que salir por el callejón. Entonces advirtió que estaba tratando de correr el pasador al revés. Cuando lo hizo girar en la dirección inversa, el pasador se retiró con un clac y Jenny se apresuró a abrir la puerta.
Las dos salieron corriendo al frío aire de la noche.
Lisa cruzó la acera hasta un gran pino. Parecía necesitar apoyarse en algo.
Jenny llegó junto a su hermana y lanzó una temerosa mirada a su espalda, hacia la panadería. No le habría sorprendido ver dos cuerpos decapitados avanzando hacia ellas con las peores intenciones. Sin embargo, detrás de las muchachas no se movía nada, salvo el borde festoneado del toldo a rayas blancas y azules, que se agitaba bajo la inconstante brisa nocturna.
La noche seguía en silencio.
La luna estaba un poco más alta en el firmamento tras el rato que habían permanecido en el túnel.
Transcurrieron unos instantes hasta que Lisa murmuró:
—Radiación, enfermedad, veneno, gas tóxico… Chica, desde luego nos equivocábamos de pista. Estas cosas tan extrañas sólo puede hacerlas una persona. Un enfermo, ¿no crees? Todo esto debe ser obra de algún psicópata asesino.
Jenny movió la cabeza en gesto de negativa.
—Un hombre solo no puede haber hecho todo esto. Para acabar con un pueblo de casi quinientos habitantes se necesitaría todo un ejército de asesinos psicópatas.
—Entonces, ha sido eso —insistió Lisa con un escalofrío.
Jenny miró con aire nervioso hacia ambos extremos de la calle desierta. Parecía una imprudencia, incluso una temeridad, quedarse allí, al descubierto; sin embargo, no se le ocurría ningún lugar donde pudieran estar más seguras.
—Los psicópatas no forman clubes ni planifican asesinatos en masa como si fueran miembros de los Rotarios haciendo proyectos para un baile de beneficencia. Casi siempre, esos tipos actúan solos.
Pasando la mirada de una sombra a la siguiente, como si esperara que una de ellas fuera material y tuviera intenciones malévolas, Lisa comentó:
—¿Qué me dices de esa comuna de Charles Manson en los años sesenta? Esa gente que mató a una actriz de cine… ¿cómo se llamaba?
—Sharon Tate.
—Esa. ¿No podría tratarse de un grupo de chalados por el estilo?
—En el seno de la familia Manson había, como mucho, media docena de personas. Además, ésa fue una variante muy poco frecuente de la misma tipología del lobo solitario habitual entre psicópatas peligrosos. En cualquier caso, media docena de individuos no podría haber hecho todo esto en Snowfield. Serían necesarios cincuenta, cien, tal vez más, y es imposible que tal cantidad de psicópatas actuara conjuntamente.
Hubo unos instantes de silencio. Luego, Jenny añadió:
—Además, hay otro detalle que no encaja: ¿Por qué encontramos tan poca sangre en la cocina?
—Había un poco.
—Apenas unas gotas sobre la mesa. Y debería haber sangre por todas partes.
Lisa se frotó enérgicamente los brazos con las manos para entrar en calor. Su rostro tenía un tono céreo bajo la luz amarillenta de la farola más próxima. Parecía mucho mayor de sus catorce años. El terror le había hecho madurar.
—Tampoco había señales de lucha —dijo la muchacha.
—Es cierto —asintió Jenny, frunciendo el ceño.
—Me he dado cuenta en seguida —añadió Lisa—. Resulta extraño. No parecen haberse resistido. Nada por el suelo, nada roto… El rodillo de amasar podría haber sido un buen arma, ¿no? En cambio, no lo usaron. Tampoco había nada fuera de lugar.
—Es como si no hubieran tratado de defenderse. Como si… hubieran puesto voluntariamente la cabeza en el taco de cortar.
—Pero ¿por qué harían una cosa así?
¿Por qué harían una cosa así?
Jenny volvió la mirada Skyline Road arriba hacia su casa, a menos de tres calles de distancia, y luego miró en dirección contraria, hacia la taberna Ye Olde Towne, el bazar Big Nickle, la heladería de Patterson y la pizzería Mario's.
Hay silencios y silencios. No hay dos exactamente iguales. Está el silencio de la muerte que se encuentra en las tumbas, en los cementerios solitarios y en la cámara refrigerada de un depósito de cadáveres urbano o, a veces, en las salas de hospital; es un silencio perfecto, no una simple quietud, sino un vacío. Como médico que había tratado a algunos enfermos terminales, Jenny conocía aquel silencio tétrico y peculiar.
El mismo que ahora percibía. Aquel silencio de Snowfield era el de la muerte.
No había querido reconocerlo. Por eso todavía no había gritado «hola» una sola vez en aquellas fúnebres calles. Había tenido miedo de que nadie respondiera.
Y, ahora, tampoco gritó por miedo a que alguien le contestara. Alguien, o algo. Alguien o algo peligroso.
Finalmente, no tuvo más remedio que aceptar los hechos. Snowfield estaba indiscutiblemente muerto. Ya no era un pueblo; era un cementerio, un elaborado conjunto de tumbas de granito, madera, grava y ladrillo con ventanas geminadas y balcones, un camposanto diseñado a imagen de un idílico pueblecito alpino.
El viento arreció de nuevo, silbando bajo los aleros de los edificios. Sonaba a eternidad.