CAPÍTULO 5
Tres balas

Una única lámpara fluorescente brillaba en la penumbra del depósito municipal, pero tenía el brazo flexible doblado con firmeza para enfocar la luz sobre el escritorio y apenas permitía distinguir nada más de la gran sala. Sobre el escritorio había una revista abierta, justo bajo el círculo de luz, blanca y potente. El resto de la estancia quedaba a oscuras, salvo por la pálida luminosidad que se filtraba por las ventanas procedente de las farolas de la calle.

Jenny abrió la puerta y entró, seguida muy de cerca por Lisa.

—¿Hola? ¿Paul? ¿Está aquí?

Localizó el interruptor, dio las luces del techo… y retrocedió instintivamente al observar lo que había en el suelo ante ella.

Paul Henderson. Su carne, oscura, amoratada. Hinchado. Muerto.

—¡Oh, Jesús! —exclamó Lisa, volviéndose rápidamente de espaldas.

Caminó tambaleándose hasta la puerta abierta, se apoyó en el marco y aspiró entre escalofríos el vigorizante aire nocturno.

Jenny dominó con considerables esfuerzos el temor primigenio que empezaba a surgir dentro de ella y corrió junto a Lisa. Posó una mano en el débil hombro de su hermana y le preguntó si se encontraba bien.

—¿Vas a devolver?

Lisa pareció esforzarse por contener las arcadas hasta que, por fin, movió la cabeza en gesto de negativa.

—No, no voy a vomitar. Ya estoy mejor. Salgamos de aquí.

—Dentro de un momento —respondió Jenny—. Antes quiero echar un vistazo al cuerpo.

—¡Es imposible que quieras hacer eso!

—Tienes razón. No quiero, pero quizá así pueda hacerme una ligera idea de a qué nos enfrentamos. Tú puedes esperar aquí, en la entrada.

Lisa suspiró, resignada.

Jenny se acercó al cadáver tendido en el suelo y se arrodilló junto a él.

Paul Henderson presentaba el mismo estado que Hilda Beck. Cada centímetro cuadrado de su piel estaba amoratado. El cuerpo estaba hinchado: la cara, abotargada y distorsionada; el cuello, casi tan grueso como la cabeza; los dedos parecían una ristra de salchichas y tenía el abdomen distendido. Sin embargo, Jenny tampoco pudo apreciar en él ni siquiera el más leve hedor a descomposición.

Los ojos, vidriosos, sobresalían de su rostro embotado y cárdeno. Aquellos ojos, junto con la boca abierta y crispada, reflejaban una emoción inconfundible: el miedo. Igual que Hilda, Paul Henderson parecía haber muerto de repente… presa de un terror profundo y estremecedor.

Jenny no había tenido mucho trato con el muerto. Le conocía, naturalmente, pues en un pueblo tan pequeño como Snowfield todo el mundo se conocía. Parecía un muchacho bastante agradable y un buen agente de policía. Jenny se sintió abrumada por lo que le había sucedido al pobre Paul. Mientras contemplaba sus facciones contraídas, notó en el estómago un nudo, un dolor sordo y tenso, y hubo de apartar la vista para contener las náuseas.

El policía no tenía su arma en la cartuchera sino en el suelo, cerca del cuerpo. Un revólver de calibre 45.

Jenny contempló el arma, meditando sobre qué significaba aquello. Quizá había caído de su funda al rodar por el suelo su propietario. Era posible, pero Jenny lo dudaba. La conclusión más evidente era que Henderson había sacado el revólver para defenderse de un agresor.

Si así habían sucedido las cosas, el hombre no había sido víctima de ningún veneno ni enfermedad.

Jenny se volvió y observó a Lisa, que seguía de pie junto a la puerta, apoyada en el quicio y contemplando Skyline Road.

Se puso en pie, dio la espalda al cadáver y se agachó junto al revólver durante unos largos segundos, estudiándolo y tratando de decidir si lo tocaba o no. Ahora no le preocupaba tanto la posibilidad de un contagio como en los momentos inmediatos al hallazgo del cuerpo de Hilda Beck. Aquello cada vez tenía menos el aspecto de alguna peste extraña. Además, si alguna enfermedad exótica acechaba realmente Snowfield, debía de tener una virulencia terrible, y Jenny, casi con toda seguridad, ya debía de estar contagiada. No tenía nada que perder si levantaba el revólver y lo estudiaba con más detenimiento. Lo que más le preocupaba era no borrar con ello alguna huella dactilar delatora u otras pruebas importantes.

No obstante, aun en el caso de que Henderson hubiera sido asesinado, no parecía probable que su agresor hubiera utilizado el arma de la propia víctima, dejando las oportunas marcas en ella. Además, no parecía que nadie hubiera disparado contra Paul; muy al contrario, si había habido algún disparo, probablemente había sido él mismo quien había tirado del gatillo.

Levantó el revólver y lo examinó. El cilindro tenía capacidad para seis balas, pero tres de las cámaras estaban vacías. El acre olor a pólvora quemada le indicó que el arma había sido disparada recientemente; en algún momento de aquel día, quizá hacía menos de una hora.

Con el 45 en la mano, se incorporó y recorrió de un extremo a otro la sala de recepción, examinando el suelo de baldosas azules. Sus ojos captaron un destello metálico, otro y un tercero; tres casquillos vacíos.

Ninguno de los disparos había sido hecho hacia abajo, contra el suelo. Las baldosas azules, perfectamente enceradas, estaban intactas.

Jenny pasó la puerta batiente de la barandilla de separación y penetró en la zona que los policías de las series de televisión siempre llaman «la nevera». Recorrió un pasillo entre escritorios colocados frente a frente, archivadores por parejas y mesas de trabajo. Jenny se detuvo y dejó que sus ojos recorrieran lentamente las paredes verde pálido y el techo de ladrillo antisonoro blanco en busca de algún agujero de bala. No encontró ninguno.

Aquello le sorprendió. Si el revólver no había sido disparado contra el suelo ni contra las ventanas de la fachada —y no había sido así, pues no vio cristales rotos— tenía que haberlo sido con el cañón apuntando a la sala, a la altura de la cadera o más arriba. Entonces, ¿dónde estaban las balas? No vio muebles dañados, maderas astilladas, chapas metálicas abolladas o plásticos agrietados, aunque sabía que una bala de aquel calibre producía considerables daños en el punto de impacto.

Si las balas disparadas no estaban en la sala, sólo podían encontrarse en otro lugar: en el hombre o los hombres a los que Paul Henderson apuntaba.

Pero si el agente había herido a un asaltante —o a dos, o a tres— con tres disparos de un revólver de policía de calibre 45, tres disparos tan perfectamente puestos en el cuerpo del agresor que las balas le habían quedado dentro, sin atravesarle, debería haber manchas de sangre por todas partes y, en cambio, no había una sola gota en toda la comisaría.

Desconcertada, Jenny volvió al escritorio donde la lámpara fluorescente iluminaba un ejemplar abierto del Time. En una placa de metal ponía SARGENTO PAUL J. HENDERSON. Allí debía de estar sentado, pasando una tarde aparentemente aburrida, cuando de pronto había sucedido… lo que había sucedido.

Segura ya de lo que oiría, Jenny descolgó el teléfono del escritorio de Henderson. No había línea. Sólo el zumbido electrónico, como de alas de insecto, de la línea abierta.

Igual que antes, cuando había intentado usar el teléfono de la cocina de los Santini, tuvo la sensación de que no era la única que escuchaba.

Colgó el auricular. Con demasiada brusquedad. Con demasiada fuerza.

Le temblaban las manos.

En la pared posterior de la sala había dos tablones con notas y boletines, una fotocopiadora, un armero cerrado, una radio policial (una pequeña central para radiopatrullas) y un teletipo. Jenny no sabía cómo funcionaba este último. De todos modos, estaba mudo y parecía desconectado. Tampoco consiguió poner en marcha la radio. Aunque el interruptor de encendido estaba en la posición correcta, la lámpara piloto no se iluminaba. El micrófono siguió sin funcionar. Quienquiera que hubiera matado al policía, había inutilizado también el teletipo y la radio.

Cuando volvió a la zona de recepción, a la entrada de la comisaría, Jenny advirtió que Lisa no estaba en la entrada y, por un instante, el corazón le dio un vuelco. Luego, vio a la muchacha en cuclillas junto al cuerpo de Paul Henderson, observándolo atentamente.

Lisa alzó la mirada cuando Jenny volvió a cruzar la puerta batiente. Señalando el cadáver, terriblemente hinchado, la pequeña dijo:

—No sabía que la piel pudiera estirarse así sin cuartearse.

Su actitud de curiosidad científica, de distanciamiento, de estudiada indiferencia ante el horror de la escena, era transparente como el cristal. Sus ojos sobresaltados la traicionaban. Aparentando que la presencia del cadáver no le afectaba, Lisa se apartó del cuerpo y se incorporó.

—¿Por qué no te has quedado en la puerta, querida?

—Estaba disgustada conmigo misma por haber sido tan cobarde.

—Escucha, hermanita, ya te he dicho que…

—Me refiero a que tengo miedo de que nos vaya a suceder algo, algo malo. Aquí mismo, en Snowfield, esta noche, en cualquier momento. Algo realmente horrible. Sin embargo, no me avergüenzo de este miedo porque es de sentido común tenerlo después de lo que hemos visto. En cambio, hasta hace un momento, me daba miedo incluso mirar el cadáver, y ésa ya es una actitud decididamente infantil.

Cuando Lisa efectuó una pausa, Jenny no hizo comentarios. La pequeña aún quería añadir algo más y necesitaba sacarlo de su mente.

—Ese hombre está muerto. No puede hacerme daño. No hay ninguna razón para tenerle miedo. Está mal dejarse llevar por los temores irracionales. Es una muestra de debilidad y una estupidez. Las personas deben hacer frente a ese tipo de miedos —insistió Lisa—. Hacerles frente es el único modo de vencerlos. Tengo razón, ¿verdad? Por eso he decidido acercarme a esto —y ladeó la cabeza señalando el cadáver tendido a sus pies.

Qué angustia había en sus ojos, se dijo Jenny.

No era únicamente la situación en Snowfield lo que abrumaba a su hermana. Todavía tenía muy cercano el recuerdo de la tarde clara y cálida del mes de julio en que había encontrado a su madre muerta de una apoplejía. De pronto, debido a todo esto, todo lo demás revivía en la mente de Lisa, volvía a su recuerdo con toda crudeza.

—Ahora estoy bien —dijo Lisa—. Todavía tengo miedo de lo que nos pueda suceder, pero ya no tengo miedo de él. —Dirigió una nueva mirada al cadáver para demostrar su afirmación; luego, levantó los ojos y miró fijamente a Jenny—. ¿Lo ves? Ahora puedes contar conmigo. No voy a fallarte de nuevo.

Por primera vez, Jenny se dio cuenta de que constituía un modelo de conducta para su hermana. Con sus ojos, su rostro, su voz y sus manos, Lisa ponía de manifiesto en mil y un sutiles detalles un respeto y una admiración por Jenny muy superiores a cuanto ésta había podido imaginar. Sin expresarlo con palabras, la muchacha estaba diciendo algo que conmovió profundamente a Jenny: «Te quiero; pero, más aún que eso, me gustas; estoy orgullosa de ti; creo que eres fabulosa y si tienes paciencia conmigo, te haré sentir orgullosa y feliz de tener una hermana pequeña como yo».

Fue toda una sorpresa para Jenny darse cuenta de que ocupaba una posición tan elevada en el panteón personal de Lisa. Dada la diferencia de edad y el hecho de que apenas había parado en casa de sus padres desde que Lisa tenía dos años, Jenny había creído ser prácticamente una desconocida para la muchacha. Ahora se sentía a la vez halagada y abrumada por aquella nueva perspectiva en sus relaciones.

—Sé que puedo contar contigo —aseguró a Lisa—. Siempre he pensado que podría.

Lisa sonrió, cohibida.

Jenny la abrazó.

Por un instante, Lisa se agarró a ella impetuosamente. Cuando se separaron, la pequeña murmuró:

—Así pues… ¿has encontrado alguna pista sobre qué ha sucedido aquí?

—Nada que tenga sentido.

—El teléfono no funciona, ¿verdad?

—No.

—Entonces, están cortados en todo el pueblo.

—Probablemente.

Se dirigieron a la puerta y salieron al exterior. Tras echar un vistazo a la calle silenciosa desde la acera de empedrado, Lisa hizo un comentario:

—Todo el mundo está muerto.

—No podemos estar seguras.

—Todo el mundo — insistió la pequeña con voz débil, sombría—. El pueblo entero. Hasta el último vecino. Se nota en el ambiente.

—Los Santini no han muerto, sino desaparecido —le recordó Jenny.

Una luna casi llena había aparecido sobre las montañas mientras ella y Lisa permanecían en la comisaría. En los rincones más oscuros, donde no alcanzaba la luz de las farolas y los escaparates, el claro de luna dibujaba el perfil de las formas envueltas en sombras. Sin embargo, la luz plateada del astro nocturno no permitía identificar nada. Al contrario, caía como un velo, iluminando más unos objetos que otros, proporcionando sólo vagos indicios de su forma real y, como todos los velos, haciendo de algún modo que todo cuanto quedaba bajo él pareciera más misterioso y oscuro que si hubiera estado en total oscuridad.

—Un cementerio —continuó Lisa—. El pueblo entero es un cementerio. ¿Por qué no nos metemos ahora mismo en el coche y vamos a buscar ayuda?

—Sabes que no podemos. Si alguna enfermedad…

—No es ninguna enfermedad.

—No podemos estar absolutamente seguras de eso.

—Yo sí. Estoy segura. Además, tú misma has dicho que casi lo habías descartado también.

—Sin embargo, mientras exista la menor posibilidad, por remota que sea, tenemos que considerarnos en cuarentena.

Lisa pareció advertir por primera vez la presencia del revólver.

—¿Era del policía?

—Sí.

—¿Está cargado?

—Disparó tres veces, pero aún quedan tres balas en el tambor.

—¿Contra qué disparó?

—Ojalá lo supiera.

—¿Piensas quedártelo? —preguntó Lisa con un escalofrío.

Jenny contempló el arma que empuñaba con su mano derecha y asintió.

—Creo que debo hacerlo.

—Sí… Aunque a él no le sirvió de mucho, ¿verdad?