La casa de granito y secoya de los Santini tenía un diseño más moderno que la de Jenny, formando ángulos suaves y esquinas redondeadas. Se alzaba del suelo rocoso ciñéndose a los contornos de la pendiente, contra un fondo de soberbios pinos; casi parecía una formación natural del terreno. Las luces estaban encendidas en un par de estancias de la planta inferior.
La puerta delantera estaba entornada. En el interior se oía música clásica.
Jenny llamó al timbre y retrocedió unos pasos hasta el lugar donde esperaba Lisa. En su opinión, las dos debían mantenerse a cierta distancia de los Santini, pues era posible que estuvieran contagiadas por el mero hecho de haber estado junto al cuerpo de la señora Beck.
—No podría encontrar unos vecinos mejores —le contó a Lisa, esperando que se disolviera el duro y frío nudo que sentía en el estómago—. Son gente estupenda.
Nadie respondió a la llamada.
Jenny se adelantó, pulsó de nuevo el timbre y volvió al lado de Lisa.
—Tienen una tienda de artículos de esquí y otra de objetos de regalo en el pueblo.
La música crecía, descendía y volvía a crecer. Beethoven.
—Quizá no hay nadie en la casa —apuntó Lisa.
—Tiene que haber alguien. La música, las luces…
Bajo el alero del porche se levantó de pronto un potente torbellino, y el aire, como el filo de un hacha, cortó las melodías de Beethoven transformando por unos instantes su dulce música en un sonido irritante y discordante.
Jenny abrió de par en par la puerta de la casa. A la izquierda del vestíbulo, en el estudio, había una lámpara encendida. Una luminosidad lechosa surgía de la estancia, cuyas puertas se hallaban abiertas, y se dispersaba en el vestíbulo de suelo de madera de roble hasta el umbral del salón en sombras.
—¿Angie? ¿Vince? —llamó Jenny.
No recibió respuesta.
Sólo la música de Beethoven. El viento amainó y la distorsionada melodía recuperó toda su armonía al volver la calma. Era la Tercera Sinfonía, la Heroica.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
La sinfonía llegó a su conmovedor final y, cuando murió la última nota, no empezó a sonar ninguna otra pieza. Aparentemente, el tocadiscos se había desconectado.
—¿Hola?
Nada.
Detrás de Jenny, la noche estaba callada; delante de ella, la casa también estaba ahora en silencio.
—¿No piensas entrar? —preguntó Lisa con voz nerviosa.
—¿Qué sucede? —replicó Jenny, volviéndose hacia su hermana.
—Aquí hay algo extraño —añadió Lisa, mordiéndose el labio—. Tú también lo notas, ¿verdad?
Jenny titubeó. Luego, a regañadientes, asintió.
—Sí, yo también lo noto.
—Es como si… como si estuviéramos solas aquí, tú y yo… y, al mismo tiempo, hubiera algo más.
En efecto, Jenny tenía la extraña sensación de que estaban siendo observadas. Se volvió y estudió el césped y los arbustos, que habían sido tragados por las sombras casi por completo. Luego, observó una a una las ventanas que se abrían a la fachada principal. Había luz en el estudio, pero las demás ventanas estaban cerradas, a oscuras y con los cristales como espejos. Detrás de cualquiera de ellos podía haber alguien espiándolas sin ser visto.
—Vámonos, por favor —suplicó Lisa—. Llamemos a la policía o algo parecido. ¡Vámonos ahora mismo, por favor!
Jenny hizo un gesto de negativa con la cabeza.
—Estamos sobreexcitadas y nuestra imaginación está jugándonos una mala pasada. En cualquier caso, tengo el deber de echar un vistazo ahí dentro por si hay alguien herido o enfermo: Angie, Vince, quizá alguno de los niños…
—¡No!
Lisa agarró del brazo a Jenny, reteniéndola.
—Soy médica y estoy obligada a prestar ayuda.
—Pero si te has contagiado con algún germen de la señora Beck, ahora podrías infectar a los Santini. Tú misma lo has dicho.
—Sí, pero quizá ya estén muriendo de lo mismo que mató a Hilda. ¿Y si fuera así? Puede que necesiten atención médica.
—No creo que eso sea una enfermedad —murmuró Lisa en tono sombrío, como un eco de los pensamientos de la propia Jenny—. Es otra cosa peor.
—¿Qué podría ser peor?
—No lo sé, pero… puedo notarlo. Es algo mucho peor.
El viento se levantó de nuevo y los arbustos susurraron a lo largo del porche.
—Está bien —dijo Jenny—. Espérame aquí mientras voy a echar un vistazo…
—No —se apresuró a decir Lisa—. Si estás dispuesta a entrar, voy contigo.
Penetraron juntas en la casa.
Jenny se detuvo en el vestíbulo y dirigió la mirada hacia las puertas abiertas de su izquierda.
—¿Vince?
Dos lámparas bañaban de una cálida luz dorada todos los rincones del estudio de Vince Santini. La estancia estaba vacía.
—¿Angie? ¿Vince? ¿Hay alguien en casa?
Ningún sonido perturbaba aquel silencio sobrenatural, aunque la propia oscuridad parecía de algún modo alerta, vigilante, como si fuera un inmenso animal al acecho.
A la derecha de Jenny, la sala de estar quedaba envuelta en unas sombras densas como un tupido paño de lana negra. Al otro lado de la estancia, una luz mortecina se colaba por los bordes y por el resquicio inferior de la puerta de doble hoja que cerraba la entrada al comedor, pero esa leve luminosidad no bastaba para disipar la penumbra que reinaba en la estancia.
Jenny localizó un interruptor en la pared y encendió una lámpara, iluminando así la sala de estar, también desocupada.
—¿Lo ves? —dijo Lisa—. No hay nadie en casa.
—Echemos un vistazo al comedor.
Atravesaron el salón, amueblado con unos cómodos sofás de color beige y unos elegantes sillones de orejas de estilo reina Ana, tapizados en color verde esmeralda. El bafle de sonido junto con el tocadiscos estaba colocado discretamente en una rinconera. De allí había salido la música de Beethoven; los Santini se habían marchado sin desconectar el aparato.
Cuando llegó al otro extremo de la sala, Jenny abrió la puerta doble, cuyas hojas produjeron un leve chirrido.
Tampoco había nadie en el comedor, pero la araña de luces iluminaba una escena sorprendente. La mesa estaba preparada para una temprana cena dominical. Cuatro manteles individuales, cuatro juegos de platos, cuatro cuencos para ensalada —tres de ellos completamente limpios y el otro con una ración de ensalada—, cuatro juegos de cubiertos de acero inoxidable y cuatro vasos, dos de ellos llenos de leche, otro con agua y el último con un líquido de color ámbar que podía ser zumo de manzana. En el zumo y en el agua flotaban unos cubitos de hielo que aún no se habían fundido del todo. En el centro de la mesa estaban las fuentes con la comida: un bol con ensalada, una bandeja con jamón, unas patatas al horno y una gran fuente con guisantes y zanahorias. Toda la comida estaba intacta salvo la ensalada, de la cual ya se había servido una parte. El jamón cocido se había enfriado. En cambio, la capa de queso gratinado de las patatas al horno estaba aún entera y, cuando Jenny apoyó una mano en la cacerola, comprobó que todavía estaba muy caliente. La comida había sido servida a la mesa hacía menos de una hora, o quizá apenas treinta minutos.
—Parece como si hubieran tenido que marcharse con una prisa increíble —comentó Lisa.
Jenny frunció el ceño y respondió:
—Casi da la impresión de que se los hubieran llevado contra su voluntad.
Había varios detalles inquietantes que apoyaban tal impresión, como la silla caída de lado a unos palmos de la mesa. El resto de las sillas estaba colocado en su sitio; sin embargo, junto a una de ellas, Jenny descubrió en el suelo una cuchara de servir y un tenedor para carne de dos puntas. En un rincón, también en el suelo, había una servilleta hecha una pelota; parecía como si, en lugar de haber caído allí casualmente, alguien la hubiera arrojado con premeditación. Encima de la mesa, uno de los saleros se había volcado.
Minucias. Nada espectacular. Nada concluyente.
A pesar de ello, Jenny se sentía preocupada.
—¿Raptados contra su voluntad? —preguntó Lisa, atónita.
—Quizá.
Jenny seguía hablando en voz baja, igual que su hermana. Todavía notaba la inquietante sensación de que alguien las acechaba en las proximidades, oculto, observándolas… o, al menos, escuchando sus voces.
Paranoia, se dijo mentalmente.
—No he oído nunca que alguien secuestrara a una familia entera —comentó Lisa.
—Bueno, quizá me equivoque. Lo más probable es que uno de los niños haya enfermado de pronto y los padres le hayan tenido que llevar corriendo al hospital de Santa Mira, o algo así.
Lisa inspeccionó de nuevo la estancia y ladeó la cabeza para escuchar el silencio de la casa, que parecía una tumba.
—No. No creo que se trate de eso.
—Yo tampoco —reconoció Jenny.
Rodearon lentamente la mesa, estudiándola como si esperaran descubrir algún mensaje secreto dejado por los Santini, y su miedo dio paso a la curiosidad.
—Esto me recuerda de algún modo lo que leí cierta vez en un libro que exponía una serie de hechos inexplicables. Ya sabes, El triángulo de las Bermudas o algún libro de ese estilo. Había un gran velero, el Mary Celeste… Esto sucedió hacia 1870, creo recordar… En pocas palabras, el Mary Celeste fue encontrado a la deriva en mitad del Atlántico, con la mesa preparada para la cena, pero toda la tripulación había desaparecido. El barco no había sido dañado por ninguna tormenta ni tenía ninguna vía de agua en el casco. No parecía haber razón alguna para que los tripulantes lo abandonaran. Además, todos los botes salvavidas estaban en su sitio. Las lámparas estaban encendidas, y las velas, adecuadamente aparejadas; como ya he dicho, la comida estaba en la mesa. Todo se encontró exactamente como debía estar y, sin embargo, todos los hombres que viajaban a bordo habían desaparecido. Todavía hoy, sigue siendo uno de los grandes misterios del mar.
—¡Bah! Estoy segura de que aquí no hay ningún gran misterio —respondió Jenny, inquieta—. Estoy convencida de que los Santini no han desaparecido para siempre.
Mientras daban la vuelta en torno a la mesa, Lisa se detuvo, levantó los ojos y miró a Jenny, parpadeando agitadamente.
—Si realmente alguien se los ha llevado contra su voluntad, ¿crees que eso puede tener algo que ver con la muerte de tu asistenta?
—Quizá. Con lo que sabemos, no podemos afirmarlo con certeza.
Bajando todavía más la voz, Lisa susurró:
—¿Crees que deberíamos buscar una pistola o algún arma?
—No, no. —Jenny contempló la comida intacta de las fuentes, la sal derramada, la silla caída… Apartó la vista de la mesa y murmuró—: Vamos, cariño.
—¿Adónde me llevas ahora?
—Veamos si funciona el teléfono.
Cruzaron la puerta que comunicaba el comedor con la cocina y Jenny encendió la luz.
El teléfono estaba en la pared, junto al fregadero. Jenny descolgó, escuchó, pulsó varias veces la palanca de la horquilla e intentó marcar un número, pero no había línea.
Sin embargo, esta vez la línea no estaba realmente cortada, como la de su casa. Era una línea abierta, llena del suave susurro de la electricidad estática. Los números del servicio de bomberos y de la comisaría estaban en una etiqueta adhesiva pegada a la base del teléfono. A pesar de no escuchar el tono de marcar, Jenny pulsó las siete cifras de la comisaría. No dio resultado.
En ese instante, mientras volvía a pulsar la palanca de la horquilla en un nuevo intento, Jenny empezó a sospechar que había alguien al otro lado de la línea, escuchándola.
—¿Hola? —dijo por el aparato.
Un susurro lejano, como de huevos friéndose en una sartén.
—¿Hola? —insistió.
Sólo un distante crepitar de la electricidad estática, eso que llaman ido blanco».
Jenny se dijo a sí misma que no oía nada más que los sonidos normales cuando la línea telefónica está abierta. No obstante, le pareció que podía oír a alguien que la escuchaba con interés mientras ella hacía lo propio.
Tonterías.
Un escalofrío le recorrió el espinazo y, tonterías o no, Jenny se apresuró a colgar el auricular.
—La comisaría no puede estar lejos en un pueblo tan pequeño —comentó Lisa.
—A un par de calles.
—¿Por qué no vamos caminando hasta ella?
Jenny había pensado inspeccionar el resto de la casa por si los Santini estaban en alguna parte, enfermos o heridos. Ahora, tras la sensación de tener a alguien al otro lado de la línea, se preguntó si tal sensación sería real y si el desconocido la habría oído por algún supletorio instalado en otra parte de la casa. Aquella posibilidad lo cambiaba todo. Jenny no se tomaba a la ligera su juramento hipocrático; en realidad, le gustaban las responsabilidades especiales que exigía su trabajo, pues era una persona que necesitaba poner a prueba frecuentemente su capacidad de juicio, su valor y su resistencia. Se crecía con las dificultades. Sin embargo, en aquel momento, su principal responsabilidad era para con Lisa y para con ella misma. Quizá lo más sensato era ir a buscar al agente Paul Henderson, volver a la casa con él y continuar entonces la inspección.
Aunque deseaba creer que sólo eran imaginaciones suyas, seguía percibiendo una mirada inquisitiva. Alguien las observaba… Alguien las acechaba.
—Vámonos —dijo a Lisa—. En seguida.
La pequeña, visiblemente aliviada, abrió la marcha a toda prisa y cruzó el comedor y el salón hasta la puerta delantera.
Fuera, había caído la noche. La temperatura era más fría que a la hora del crepúsculo y pronto descendería todavía más, hasta los cinco o seis grados, en un claro recordatorio de que el paso del otoño por las Sierras era siempre breve y que el invierno estaba ya impaciente por llegar a instalarse en la región.
Las farolas de Skyline Road se habían encendido automáticamente con la llegada de la noche. En varios escaparates se habían puesto en marcha también las luces permanentes, activadas por unos diodos fotosensibles que habían respondido al oscurecimiento exterior.
Jenny y Lisa se detuvieron en la acera, frente a la casa de los Santini, sobrecogidas por la panorámica que se abría ante ellas.
Agarrado a la pronunciada ladera, con sus techos puntiagudos y en caballete alzados contra el cielo nocturno, el pueblo resultaba todavía más bonito ahora que bajo la luz del crepúsculo. Algunas chimeneas lanzaban fantasmagóricas columnas de humo de leña. También algunas ventanas estaban iluminadas desde el interior, pero la mayoría de ellas reflejaba la luz de las farolas, como espejos oscuros. La leve brisa hacía que los árboles se mecieran suavemente, a ritmo de nana, y el susurro que producían era como los tiernos suspiros y los murmullos soñolientos de un millar de niños dormitando apaciblemente.
Sin embargo, no era solamente la belleza del paisaje lo sobrecogedor. Era la quietud absoluta, el silencio total, lo que había hecho detenerse a Jenny. A su llegada, lo había encontrado extraño. Ahora, le resultaba siniestro.
—La comisaría del pueblo está en la calle principal —indicó a Lisa—. A sólo dos manzanas y media de aquí.
Las dos apretaron el paso hacia el paralizado corazón del pueblo.