CAPÍTULO 3
La mujer muerta

Jenny Paige no había visto nunca un cadáver como aquél. Nada de cuanto había observado en sus años de estudiante o durante su ejercicio de la medicina podía compararse con el extraño estado del cuerpo de Hilda Beck. Se puso en cuclillas junto al cadáver y lo examinó con tristeza y desagrado, pero también con considerable curiosidad y con creciente perplejidad.

El rostro de la mujer estaba abotargado; ahora era una caricatura redondeada, sin arrugas y algo reluciente, de las facciones que había tenido en vida. El cuerpo también estaba hinchado y, en algunas zonas, amenazaba con reventar las costuras de su bata gris y amarilla. Donde quedaba visible la carne —cuello, antebrazos, manos, pantorillas y tobillos—, ésta tenía un aspecto blando, excesivamente maduro. Por otro lado, el estómago debería haber estado muy distendido a causa de los gases, más hinchado que cualquier otra parte del cuerpo, pero sólo estaba moderadamente dilatado. Además, no se apreciaba el menor olor a descomposición.

Al inspeccionarla más de cerca, Jenny observó que la piel oscura y manchada no parecía ser resultado de un deterioro de los tejidos. No consiguió localizar ninguna señal evidente de que se estuviera descomponiendo: no había lesiones, ampollas ni pústulas supurantes. Al estar compuestos de un tejido más blando, los ojos de los cadáveres suelen dar muestras de degeneración física antes que la mayoría de las demás partes del cuerpo. En cambio, los ojos de Hilda Beck —muy abiertos y con la mirada fija— seguían intactos. El blanco de los ojos era nítido, no amarillento o descolorido por el estallido de los vasos sanguíneos. Los iris también eran claros; no había en ellos ni siquiera unas lechosas cataratas post mortem que oscurecieran su agradable color azul.

En vida, los ojos de Hilda solían expresar felicidad y amabilidad. La asistenta era una mujer de sesenta y dos años y cabellos grises, con un rostro dulce y un aire de abuela en sus ademanes. Hablaba con un ligero acento alemán y tenía una encantadora y sorprendente voz cantarina. A menudo, Jenny la oía cantar mientras hacía las tareas domésticas y parecía complacerse en las cosas más sencillas.

Jenny sintió una aguda punzada de dolor al comprender lo mucho que iba a echar de menos a la señora Hilda. Cerró los ojos un momento, incapaz de seguir mirando el cadáver. Contuvo las lágrimas, se serenó, y, por fin, cuando hubo recuperado su indiferencia profesional, abrió de nuevo los ojos y continuó la exploración.

Cuanto más contemplaba el cuerpo, más le parecía que la piel estaba contusionada. La coloración indicaba fuertes contusiones: el negro, el morado y un rancio amarillo intenso se sucedían en la piel, fundiéndose unos con otros. Sin embargo, el aspecto general no se parecía a ninguna contusión que Jenny hubiera visto en su vida. Hasta donde podía observar, el amoratamiento era general; no había un solo centímetro cuadrado de piel libre del mismo. Jenny asió con cuidado una manga de la bata que vestía la difunta y tiró de ella hacia arriba para poner al descubierto toda la superficie del brazo. Bajo la ropa, la piel también aparecía oscura y Jenny dio por hecho que todo el cuerpo estaba cubierto por una serie increíble de contusiones sucesivas.

Contempló de nuevo el rostro de la señora Beck. Cada centímetro de piel presentaba el mismo color amoratado. En ocasiones, las víctimas de accidentes graves de tráfico sufren lesiones que les producen contusiones en la mayor parte de la cara, pero tales lesiones siempre van acompañadas de traumatismos más graves como roturas de nariz, labios partidos, fisuras de mandíbula, etcétera. ¿Cómo podía haber recibido la señora Beck contusiones tan extraordinarias sin sufrir otras lesiones más importantes?

—¿Jenny? —escuchó decir a Lisa—. ¿Por qué tardas tanto?

—Sólo será un momento. Tú quédate donde estás.

Así pues… quizá las contusiones que cubrían el cuerpo de la señora Beck no eran consecuencia de golpes externos. ¿Era posible, entonces, que la coloración de la piel estuviera causada por una presión interna, por la hinchazón del tejido subcutáneo? Al fin y al cabo, la hinchazón era un fenómeno claramente presente en el cadáver. No obstante, para que hubiese ocasionado un amoratamiento tan completo, la hinchazón debería de haberse producido de pronto, con una violencia increíble. Y esto, maldita sea, carecía de sentido. El tejido vivo no podía hincharse con aquella rapidez. La hinchazón brusca era un síntoma de ciertas alergias, ciertamente, y una de las peores era la reacción alérgica grave a la penicilina. Sin embargo, Jenny no conocía nada que pudiera causar una hinchazón con la rapidez necesaria para producir aquel amoratamiento general, desagradable y espantoso.

La hinchazón no era el típico abotargamiento post mortem, de eso estaba segura Jenny. Y, aunque ésta hubiera sido la causa del aspecto tumefacto del cuerpo, por todos los santos, ¿cuál había sido la causa de que se produjera tal hinchazón? Desde luego, quedaba descartada cualquier reacción alérgica.

Si la causa era algún veneno, debía de tratarse de una sustancia muy exótica. Sin embargo, ¿dónde podía haber entrado en contacto con tan extraña sustancia una mujer como Hilda? La asistenta carecía de enemigos y la idea de un asesinato resultaba absurda. Si bien se podría temer que un niño pequeño se llevara a la boca algún producto tóxico para comprobar su sabor, Hilda no cometería nunca una tontería semejante. No, no podía tratarse de un veneno.

¿Una enfermedad?

Si era una enfermedad causada por bacterias o virus, desde luego no se parecía a nada de cuanto había estudiado Jenny. ¿Y si resultaba contagioso?

—¿Jenny? —dijo Lisa.

Una enfermedad.

Aliviada al recordar que no había tocado directamente el cadáver y deseando no haber rozado siquiera la manga de la bata de Hilda, Jenny se incorporó, vaciló y se apartó del cuerpo.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral.

Por primera vez, advirtió lo que había en la encimera de la cocina. Cuatro patatas grandes, una col, una bolsa de zanahorias, un cuchillo grande y un utensilio de pelar vegetales. Hilda estaba preparando una comida cuando había caído muerta. Así de sencillo. ¡Bang! Al parecer, no se había sentido indispuesta ni había notado la menor advertencia. Era clarísimo que una muerte tan repentina no podía ser consecuencia de una enfermedad.

¿Qué dolencia producía la muerte sin pasar previamente por diversas fases cada vez más debilitadoras en las que el enfermo notara progresivamente el malestar y el deterioro físico? Ninguna. Ninguna que la medicina moderna conociera.

—¿Podemos salir ya de aquí, Jenny? —preguntó Lisa.

—¡Chist! Un minuto. Déjame pensar —respondió Jenny apoyándose en la isla central de la cocina y contemplando desde allí el cadáver de la mujer.

En lo más profundo de su mente había empezado a rondar una idea vaga y atemorizadora: la peste. La peste —bubónica o de otro tipo— no era desconocida en algunas partes de California y del Sudoeste. En años recientes, se había informado de un par de decenas de casos; sin embargo, actualmente era extraño que alguien muriera de peste, pues ésta podía curarse mediante la administración de estreptomicina, cloranfenicol o cualquier tetraciclina. Algunas variedades de peste se caracterizaban por la aparición de petequias, pequeños puntos y manchas hemorrágicas cutáneas de color púrpura. En casos extremos, las petequias se hacían casi negras y se extendían hasta afectar a grandes zonas del cuerpo; en la Edad Media, la enfermedad era conocida con el simple nombre de Peste Negra. Sin embargo, ¿era posible que surgieran petequias en tal abundancia que el cuerpo de la víctima se volviera completamente oscuro como el de Hilda?

Además, la asistenta había muerto de pronto, mientras cocinaba, sin padecer anteriormente vómitos, fiebres o incontinencia, lo cual descartaba la acción de la peste. Y, en realidad, descartaba también cualquier otra enfermedad contagiosa conocida.

Con todo, no se apreciaban señales manifiestas de violencia. No había heridas sangrantes de arma de fuego, ni rastros de puñaladas. Tampoco había indicios de que Hilda hubiera sido golpeada o estrangulada.

Jenny rodeó con cuidado el cadáver y se dirigió a la encimera próxima al fregadero. Tocó la col y comprobó, sorprendida, que la verdura todavía estaba fría, como recién sacada del frigorífico. No debía de hacer más de una hora que había sido colocada sobre la madera de cortar.

Apartó la mirada de la encimera y la volvió de nuevo hacia Hilda, esta vez con más espanto que antes.

La mujer había muerto hacía apenas una hora. Quizá el cuerpo todavía estaba caliente.

Pero ¿qué la había matado?

Jenny no estaba más cerca de la respuesta ahora que antes de examinar el cadáver. Y, aunque la causa no parecía ser ninguna enfermedad, tampoco podía descartar por completo tal posibilidad. El riesgo de un contagio, aunque remoto, resultaba atemorizador.

Ocultando su preocupación, Jenny dijo a Lisa:

—Vamos, cariño. Usaremos el teléfono de la consulta.

—Ya me siento mejor —informó Lisa poniéndose en pie al instante, visiblemente impaciente por salir de la cocina.

Jenny pasó el brazo por los hombros de su hermana y la acompañó fuera de la cocina.

Un silencio aterrador llenaba la casa. La quietud era tal que el sonido de sus pisadas sobre la alfombra del vestíbulo en comparación resultaba estruendoso.

Pese a las luces fluorescentes del techo, la consulta de Jenny no era la sala austera e impersonal que tantos médicos prefieren hoy día. Al contrario, era un consultorio de médico rural, pasado de moda. Las estanterías rebosaban de libros y revistas médicas. Había seis archivadores antiguos de madera que Jenny había adquirido a buen precio en una subasta. De las paredes colgaban los diplomas, varios gráficos de anatomía y dos grandes acuarelas con paisajes de Snowfield. Junto al armario de los medicamentos, cerrado con llave, había una balanza y, junto a ésta, sobre una mesilla, una caja de juguetes baratos —cochecitos de plástico, soldados, muñecas en miniatura— y paquetes de goma de mascar sin azúcar que regalaba como recompensa —o como soborno— a los niños que no lloraban mientras los examinaba.

La pieza principal del mobiliario era un gran escritorio de pino, oscuro y lleno de marcas, y Jenny condujo a Lisa al gran sillón de cuero que había tras él.

—Lo siento —dijo la pequeña.

—¿Lo sientes? —repitió Jenny, sentándose en el borde del escritorio y acercando el teléfono.

—Lamento haberte fallado así. Cuando he visto… el cuerpo… yo… En fin, me he puesto histérica.

—No te has puesto histérica en absoluto. Sólo estabas conmocionada y asustada, lo cual es comprensible.

—Pero tú no estabas ninguna de ambas cosas.

—Claro que sí —reconoció Jenny—. No sólo conmocionada, sino pasmada.

—Pero no te has asustado como yo.

—He tenido miedo, y todavía lo tengo.

Jenny titubeó pero, por último, decidió que, al fin y al cabo, no debía ocultar la verdad a su hermana e informó a ésta de la inquietante posibilidad de un contagio.

—No creo que estemos ante una enfermedad, pero podría equivocarme. Y si es así…

Lisa miró a su hermana con los ojos abiertos de asombro.

—Estabas asustada como yo y, a pesar de eso, te has quedado todo ese rato examinándola. ¡Jesús!, yo no habría sido capaz. Desde luego que no. Nunca.

—Bueno, cariño, yo soy médica. Estoy preparada para ello.

—De todos modos…

—Tranquila, no me has fallado —le aseguró Jenny.

Lisa asintió, con aire nada convencido.

Jenny levantó el auricular del teléfono con la intención de llamar a la comisaría de Snowfield antes de ponerse en contacto con el forense de Santa Mira, la capital del condado. No escuchó el tono de marcar, sino sólo un leve siseo. Pulsó los botones del pie del teléfono, pero siguió sin línea.

Había algo siniestro en el hecho de que el teléfono no funcionara cuando había una mujer muerta en la cocina. Quizá la señora Beck había sido asesinada, después de todo. Si alguien había cortado el cable telefónico y luego se había colado en la casa, y si había asaltado a Hilda con cuidado y astucia… Bueno, el agresor podría haberla acuchillado por la espalda con un arma de hoja larga que se habría clavado lo suficiente para desgarrarle el corazón, matándola instantáneamente. En tal caso, la herida quizá estaría donde Jenny no podía verla, a menos que diera media vuelta al cadáver, poniéndolo boca abajo. Eso no explicaría la ausencia del menor rastro de sangre. Tampoco explicaría la hinchazón y el amoratamiento general. Sin embargo, cabía la posibilidad de que la herida estuviera en la espalda de la asistenta y, dado que Hilda debía de haber muerto hacía menos de una hora, también era concebible que el asesino —si existía— pudiera estar todavía en la casa.

«Estoy dejándome arrastrar por la imaginación», se dijo Jenny.

Sin embargo, decidió que sería conveniente que ella y Lisa salieran de la casa inmediatamente.

—Tendremos que ir a la casa de al lado y pedirles a Vince o a Angie Santini que hagan las llamadas por nosotras —explicó con calma Jenny mientras se incorporaba del borde del escritorio—. El teléfono no funciona.

—¿Tiene eso algo que ver con… con lo sucedido? —preguntó Lisa, parpadeando.

—No lo sé —respondió Jenny.

El corazón le latía con fuerza cuando cruzó la consulta hacia la puerta entreabierta. ¿Habría alguien esperándola al otro lado? Detrás de ella, Lisa dijo:

—Eso de que el teléfono se haya averiado precisamente ahora… es un poco extraño, ¿no?

—Sí, un poco.

Jenny casi esperaba encontrarse con un extraño corpulento y sonriente empuñando un cuchillo. Uno de esos psicópatas que tanto parecen abundar en estos tiempos. Uno de esos imitadores de Jack el Destripador cuyos sangrientos trabajos mantienen bien provistos a los periodistas de televisión de imágenes espeluznantes para los noticiarios.

Se asomó al pasillo antes de aventurarse en él, dispuesta a retroceder de un salto y cerrar la puerta si veía a alguien. Estaba desierto.

Al volverse por un instante hacia su hermana, advirtió que Lisa se había hecho cargo rápidamente de la situación.

Cruzaron a toda prisa el pasillo en dirección a la puerta principal y, al acercarse a la escalera que conducía al piso superior, junto a la entrada al vestíbulo, Jenny notó los nervios más tensos que nunca. El asesino —si había un asesino, se recordó una vez más— podía estar en los escalones, escuchándolas acercarse a la puerta de la casa. Podía saltar sobre ellas cuando pasaran junto a él, con un cuchillo levantado en la mano…

Pero no acechaba nadie en la escalera.

Ni en el vestíbulo. Ni tampoco en el porche.

Fuera, el crepúsculo daba paso rápidamente a la noche. La luz que aún se apreciaba tenía un tono púrpura, y las sombras —formando todo un ejército de zombies— surgían de miles de rincones donde se habían ocultado del sol. En diez minutos más, sería noche cerrada.