CAPÍTULO 2
De vuelta a casa

Durante el crepúsculo de aquel domingo de principios de septiembre, las montañas sólo estaban teñidas de dos colores: verde y azul. Los árboles —pinos y abetos— parecían vestidos con el mismo fieltro que cubre las mesas de billar. Aquí y allá, las frías sombras azules aumentaban y minuto a minuto adquirían tonalidades más oscuras.

Tras el volante de su Pontiac, Jennifer Paige sonrió, embebida por la belleza de las montañas y por la emoción de estar regresando a su lugar de origen. Aquél era su hogar.

Salió de la autopista estatal y condujo el coche por la carretera comarcal que ascendía serpenteando unos seis kilómetros, salvando el paso de montaña hasta Snowfield.

En el asiento de al lado viajaba su hermana Lisa, de catorce años.

—Me encanta todo esto —comentó Lisa.

—A mí también.

—¿Cuándo tendremos nieve?

—Dentro de un mes, o quizá antes.

Los árboles se apiñaban en torno a la carretera. El Pontiac avanzó por el túnel formado por grandes ramas y Jenny conectó las luces del vehículo.

—No he tocado nunca la nieve, sólo la he visto en imágenes.

—La próxima primavera estarás harta de ella —respondió Jenny.

—Jamás. Eso es imposible. Siempre he soñado con vivir en tierra de nieve, como tú.

Jenny dirigió una mirada a Lisa. Se parecían mucho, incluso para ser hermanas: los mismos ojos verdes, el mismo cabello castañorrojizo, los mismos pómulos elevados.

—¿Me enseñarás a esquiar? —preguntó Lisa.

—Verás, cariño, cuando empiecen a llegar los esquiadores tendré que atender los habituales huesos rotos, esguinces de tobillo, lesiones de espalda, roturas de ligamentos… Me temo que estaré muy ocupada.

—¡Oh! —murmuró Lisa, sin poder ocultar su decepción.

—Además, ¿por qué aprender de mí cuando puedes tomar lecciones de un auténtico profesional?

—¿Un profesional? —repitió Lisa, recuperando en parte su ánimo.

—Claro. Si se lo pido, Hank Sanderson te enseñará.

—¿Quién es?

—Es el propietario del albergue Pine Knoll y da lecciones de esquí, pero sólo a un puñado selecto de alumnos.

—¿Es tu novio?

Jenny sonrió, recordando qué significaba tener catorce años. A esa edad, por encima de cualquier otra cosa, la mayoría de las chicas tenían una preocupación obsesiva por los chicos.

—No, Hank no es mi novio. Hace dos años que le conozco, desde que llegué a Snowfield, pero sólo somos buenos amigos.

Dejaron atrás un gran cartel verde donde se leía: SNOWFIELD —5 KM.

—Apuesto a que encontraré un montón de chicos guapos de mi edad.

—Snowfield no es un pueblo grande —le advirtió Jenny—, aunque supongo que podrás conocer un par de chicos lo bastante atractivos para ti.

—¡Pero durante la temporada de esquí supongo que habrá decenas de ellos!

—¡Lisa! No quiero que salgas con chicos que no sean del pueblo. Al menos, durante algunos años.

—¿Por qué?

—Porque he dicho que no.

—Pero ¿por qué no?

—Antes de salir con un chico, debes saber de dónde proviene, cómo es y con qué clase de familia vive.

—Bien, soy estupenda para juzgar el carácter de la gente —replicó la hermana pequeña—. La primera impresión siempre resulta acertada. No tienes que preocuparte por mí, no voy a liarme con un asesino sádico o con un violador loco.

—Estoy segura de que no lo harás —dijo Jenny mientras reducía la velocidad al entrar en una curva pronunciada—, porque sólo vas a salir con chicos del pueblo.

Lisa suspiró y meneó la cabeza en una teatral demostración de desagrado.

—Por si no lo habías notado, Jenny, he entrado en la pubertad mientras estábamos separadas.

—¡Oh, desde luego! No creas que no me he dado cuenta…

Salieron de la curva. Delante, se extendía una nueva recta y Jenny empezó a acelerar.

—Incluso tengo tetas…

—También me he dado cuenta de eso —asintió Jenny, sin dejarse perturbar por la brusca franqueza de su hermana.

—Ya no soy una niña —insistió.

—Pero tampoco eres una adulta. Aún estás en la adolescencia.

—Soy una mujer joven.

—Joven, sí; mujer, todavía no.

—¡Jesús!

—Escucha, Lisa. Soy tu tutora legal y soy responsable de ti. Además, soy tu hermana y te quiero. Hago lo que me parece, o mejor, lo que creo más conveniente para ti.

Lisa soltó un profundo suspiro.

—Y lo hago porque te quiero —insistió Jenny.

—Vas a ser tan estricta como mamá —replicó Lisa, frunciendo el ceño.

—Quizá peor —asintió Jenny.

—¡Jesús!

Jenny dirigió una mirada a su hermana menor. La muchachita estaba mirando por la ventanilla del coche. Apenas se le distinguía el rostro, pero no parecía enfadada; no se le veía enfurruñada. En realidad, sus labios parecían esbozar una vaga sonrisa.

Jenny pensó que todos los chicos y chicas deseaban, aunque fuera de forma inconsciente, que se les marcaran normas. La disciplina es una expresión de cariño y preocupación. La cuestión es no excederse en ella.

Jenny volvió de nuevo la atención al asfalto, flexionó las manos en el volante y comentó:

—Te diré lo que pienso permitirte hacer.

—¿Qué?

—Dejaré que te ates los zapatos tú sola.

—¿Eh? —exclamó Lisa, parpadeando de incredulidad.

—Y te dejaré ir al baño cuando quieras.

Incapaz de seguir manteniendo su expresión de dolida indignación, Lisa soltó una risilla.

—¿Me dejarás comer cuando tenga hambre?

—Desde luego que sí —sonrió Jenny—. Incluso permitiré que te hagas la cama cada mañana.

— ¡Eres toda permisividad! —exclamó Lisa.

En aquel instante, la pequeña parecía aún más joven de lo que era. Con las zapatillas de tenis, los vaqueros y la blusa estilo montañero, incapaz de controlar su risa, la pequeña Lisa le pareció dulce, tierna y terriblemente vulnerable.

—¿Amigas? —dijo Jenny.

—Amigas.

Jenny estaba sorprendida y complacida ante la facilidad con que se habían relacionado ella y Lisa durante el largo viaje hacia el norte desde Newport Beach. Al fin y al cabo, pese a su vínculo de sangre, eran prácticamente dos desconocidas. Jenny, con sus treinta y un años, le llevaba diecisiete a su hermana. Había dejado la casa de su familia cuando Lisa tenía dos añitos, seis meses antes de que muriera su padre. Durante los años en la facultad de Medicina y como interna del Hospital Presbiteriano de Columbia, en Nueva York, Jenny había estado sobrecargada de trabajo y demasiado lejos de casa como para ver a su madre y a Lisa, salvo en visitas esporádicas. Luego, después de completar el período como residente, había regresado a California para abrir una consulta en Snowfield. Durante los dos últimos años, Jenny había trabajado con toda intensidad para consolidar una clientela regular repartida por Snowfield y algunas pequeñas aldeas de las montañas. Recientemente, su madre había muerto y sólo entonces había empezado a lamentar no haber mantenido una relación más íntima con Lisa. Quizá ahora que sólo quedaban ellas dos, podrían empezar a recuperar los años perdidos.

La carretera comarcal ascendía suavemente y el crepúsculo se hizo más luminoso en unos minutos mientras el Pontiac dejaba atrás el valle en sombras.

—Noto como si tuviera los oídos tapados con algodones —dijo Lisa, bostezando para equilibrar la presión.

Dejaron atrás una pronunciada curva y Jenny redujo la marcha. Ante ellas se extendía una larga recta inclinada hacia arriba y la carretera se convertía en Skyline Road, la calle principal de Snowfield.

Lisa miró con atención por el sucio parabrisas y estudió el pueblo con manifiesto placer.

—¡No se parece en nada a lo que pensaba encontrar!

—¿Qué esperabas, pues?

—Ya sabes, un montón de feos hoteluchos y moteles con rótulos de neón, demasiadas gasolineras y cosas así. ¡Pero este pueblo es una auténtica preciosidad!

—Tenemos normas de construcción muy estrictas —afirmó Jenny—. Los neones son inaceptables. No se permiten rótulos de plástico. Nada de colores chillones y nada de cafeterías decoradas como botes de café.

—Es impresionante —dijo Lisa, embelesada, mientras el coche se adentraba en el pueblo.

Los anuncios exteriores estaban limitados a rótulos en madera donde iba escrito el nombre de la tienda y el ramo al que pertenecía. La arquitectura era algo ecléctica —noruega, suiza, bávara, franco-alpina, italo-alpina—, pero todas las casas estaban edificadas según el estilo de construcción de alguna región de montaña, con abundante uso del granito, la pizarra, el ladrillo, la madera, las vigas a la vista, las ventanas de doble hoja y los cristales emplomados y coloreados. Las viviendas del extremo superior de Skyline Road también mostraban balcones, alféizares llenos de flores y porches de entrada con vallas adornadas.

—Realmente bonito —musitó Lisa mientras ascendían la larga colina hacia los remontes de esquí, junto al extremo superior del pueblo—, pero ¿siempre está tan tranquilo?

—Oh, no —respondió Jenny—. En invierno, el pueblo cobra vida y…

Dejó la frase sin terminar al darse cuenta de que el lugar no estaba simplemente tranquilo. Parecía muerto.

En esta época del año, y a esa hora de la tarde del domingo debería haber al menos algunos vecinos paseando por las aceras de empedrado o sentados en los porches y balcones que se asomaban a Skyline Road. El invierno se acercaba y aquellos últimos días otoñales eran oro en paño. Sin embargo, este día, cuando los últimos rayos de sol se difuminaban en el crepúsculo, aceras, balcones y porches aparecían desiertos. No había rastro de vida ni siquiera en las tiendas y casas donde las luces estaban encendidas. El Pontiac de Jenny era el único coche que circulaba por la larga calle.

Frenó ante una señal de stop en el primer cruce. Saint Moritz Way cruzaba Skyline Road y se extendía tres manzanas de casas al este y cuatro al oeste. Miró en ambas direcciones pero no vio a nadie.

La siguiente calle transversal también estaba desierta. Y la otra.

—Qué extraño —dijo Jenny.

—Debe de haber un programa estupendo en la televisión —comentó Lisa.

—Supongo que debe de ser eso.

Dejaron atrás el restaurante Mountainview, en la esquina de Skyline con Vail Lañe. El interior estaba iluminado y la mayor parte del comedor quedaba a la vista tras las grandes cristaleras en ángulo, pero no se veía a nadie en las mesas. El Mountainview era un lugar habitual de reunión de los vecinos tanto en invierno como fuera de temporada y era muy raro que el restaurante estuviese completamente desierto a aquella hora de la tarde. Ni siquiera se veían camareras.

Lisa ya parecía haber perdido el interés por la extraña quietud, aunque había sido la primera en advertirla, y volvía a contemplar con embeleso la original arquitectura del pueblo.

Jenny, en cambio, no podía aceptar sin más que todo el mundo estuviera apiñado ante el televisor, como había sugerido Lisa. Perpleja, frunció el ceño y escrutó una a una las ventanas de las casas mientras conducía calle arriba, pero siguió sin encontrar el menor rastro de vida.

Snowfield tenía seis calles transversales desde la parte inferior de la empinada calle principal, y la casa de Jenny estaba en el centro del último bloque, en el lado oeste de la calzada, cerca del pie de los remontes mecánicos. Era un chalé de dos pisos, construido en piedra y madera, con tres ventanas ojivales en la buhardilla que proporcionaban un aire especial a la fachada que daba a la calle. El tejado, que formaba innumerables ángulos, era de pizarra de diferentes tonalidades grises, negras y azul marino. La casa se alzaba a menos de diez metros de la acera de empedrado, tras un seto de arbustos siempre verdes que le llegaba hasta la cintura. En una esquina del porche había un rótulo donde podía leerse: DRA. JENNIFER PAIGE; junto al nombre, se indicaba también el horario de la consulta.

Jenny aparcó el Pontiac en el corto camino particular.

—¡Qué casa más encantadora! —exclamó Lisa.

Era la primera casa que Jenny tenía en propiedad; estaba orgullosa de ella y se sentía muy cómoda en su interior. La mera visión de la vivienda la animó y la tranquilizó; por unos instantes se olvidó de la extraña quietud que cubría Snowfield como un sudario.

—Bueno, es un poco pequeña, sobre todo porque la mitad del piso de abajo está ocupada por la consulta y la sala de espera. Y el banco todavía es más propietario de ella que yo. Sin embargo, es una casa con personalidad, ¿no crees?

—Sí, muchísima.

Se apearon del coche y Jenny advirtió que la puesta de sol había dado paso a un viento helado. Aunque llevaba un suéter verde de manga larga con sus pantalones tejanos, se puso a tiritar. En la región de las Sierras, el otoño era una sucesión de días con temperaturas suaves y noches que, por contraste, resultaban muy frescas.

Jenny se estiró, desentumeciendo los músculos que notaba agarrotados tras el largo viaje, y cerró la portezuela del coche. El ruido resonó con el eco en la montaña, por encima de ellas, y en el pueblo que se extendía a sus pies. Fue el único sonido que se escuchó en la quietud del crepúsculo.

Se detuvo un instante junto al maletero del Pontiac y contempló Skyline Road y el centro de Snowfield. No se movía nada.

—Me quedaría aquí para siempre —afirmó Lisa alegremente, mientras observaba con aire de felicidad el pueblo que se extendía ante ella.

Jenny escuchó con atención. El eco de la portezuela del coche se difuminó… y no fue reemplazado por otro sonido que el leve susurro del viento.

Hay silencios y silencios. Y no hay dos silencios iguales. Está el silencio del duelo en la sala forrada de terciopelo de una funeraria de lujo, que es muy distinto al silencio desolado y terrible del dolor de un viudo a solas en su dormitorio. A Jenny le pareció, precisamente, que en el silencio de Snowfield había una razón para el duelo, para la pena; sin embargo, no habría sabido concretar por qué tenía aquella sensación ni habría podido explicar siquiera la razón de que se le hubiera ocurrido una idea tan extraña. Pensó en el silencio de una agradable noche estival, que no es en absoluto un silencio, sino un coro sutil de alas de mariposa batiendo en los cristales de las ventanas, de grillos moviéndose por la hierba y de mecedoras gimiendo y crujiendo levemente en los porches. El mudo sopor de Snowfield tenía también algo de este silencio, una insinuación de actividad febril —voces, movimientos, lucha— justo fuera del alcance de sus sentidos. Sin embargo, había algo más que eso. Había el silencio de una noche de invierno, profundo, frío y despiadado, pero que contiene la expectativa de los sonidos de la vida renovada de la primavera. El silencio que ahora la envolvía, también estaba impregnado de expectativas y la sensación que le producía ponía nerviosa a Jenny.

Quiso gritar en voz alta, preguntar si había alguien. Sin embargo, no lo hizo por si salían los vecinos, sobresaltados por sus gritos, todos ellos sanos y salvos y desconcertados por sus temores. No quería quedar en ridículo. Una doctora que se comportaba estúpidamente en público en lunes, era, sin duda, una doctora sin pacientes al día siguiente.

—… quedarme aquí para siempre —decía Lisa, aún sobrecogida por la belleza del pueblecito de montaña.

—¿No te hace sentir… inquieta? —preguntó Jenny.

—¿El qué?

—El silencio.

—Ah, me encanta. Es todo tan tranquilo…

Realmente lo era. No había la menor señal de problemas. Entonces, ¿por qué estaba tan nerviosa?, se preguntó Jenny.

Abrió el maletero del coche, sacó una de las maletas de Lisa y luego otra. Lisa agarró la segunda maleta y se inclinó sobre el maletero para sacar una bolsa que contenía libros.

—No te cargues en exceso —dijo Jenny—. De todos modos, tenemos que hacer un par de viajes más.

Cruzaron el césped hasta un sendero de losas y siguieron éste hasta el porche delantero donde, en respuesta al crepúsculo ámbar y púrpura, las sombras se alzaban y abrían sus pétalos como flores nocturnas.

Jenny abrió la puerta delantera y penetró en el vestíbulo a oscuras.

—¡Hilda! ¡Ya hemos llegado!

No hubo respuesta.

La única luz encendida de la casa estaba al otro extremo del pasillo, más allá de la puerta abierta de la cocina.

Jenny dejó la maleta en el suelo y encendió la luz del vestíbulo.

—¿Hilda?

—¿Quién es Hilda? —preguntó Lisa, dejando caer también su maleta y la bolsa de libros.

—La asistenta. Ella sabía a qué hora llegaríamos y pensé que ya estaría empezando a preparar la cena.

—¡Vaya, una asistenta! ¿Vive en la casa?

—Tiene el apartamento encima del garaje —dijo Jenny mientras ponía el bolso y las llaves del coche en la mesilla del vestíbulo, bajo un gran espejo con marco dorado.

Lisa estaba impresionada.

—¿Oye, eres rica o algo así?

—En absoluto —respondió Jenny con una carcajada—. En realidad, no puedo permitirme tener a Hilda… pero tampoco puedo permitirme prescindir de ella.

Jenny se preguntó por qué estaba encendida la luz de la cocina si Hilda no se encontraba allí, y echó a andar por el pasillo seguida de cerca por Lisa.

—De no ser por Hilda, entre el horario normal de la consulta y las visitas de urgencia a domicilio en Snowfield y otros tres pueblos de estas montañas, no comería nunca otra cosa que bocadillos de queso y bollos.

—¿Es buena cocinera? —preguntó Lisa.

—Maravillosa. Demasiado, por lo que se refiere a pasteles.

La cocina era una estancia grande, de techos altos. Cazos, sartenes, cucharones y otros utensilios colgaban de una reluciente estantería de acero inoxidable sobre una isla central con cuatro quemadores eléctricos, una plancha y una superficie de trabajo, a base de losetas de cerámica. Las alacenas eran de madera oscura de roble. Al otro lado de la estancia había un fregadero doble, un doble horno, un microondas y el frigorífico.

Jenny se volvió tan pronto como hubo cruzado la puerta y se dirigió al escritorio empotrado donde Hilda anotaba los menús y elaboraba las listas para la compra. La asistenta debería de haber dejado allí alguna nota. Sin embargo, Jenny no encontró ninguna. Se disponía a alejarse del escritorio cuando escuchó jadear a Lisa.

La pequeña había avanzado hasta el otro lado de la isla central donde se encontraban los fogones. Jenny la vio junto al frigorífico, contemplando algo en el suelo, ante el fregadero. Tenía el rostro pálido y estaba temblando.

Presa de un repentino temor, Jenny avanzó rápidamente hacia su hermanita.

Hilda Beck estaba tendida en el suelo, de espaldas, muerta. Miraba el techo con ojos ciegos y su lengua descolorida asomaba, rígida, entre unos labios hinchados.

Lisa apartó los ojos del cadáver, miró a Jenny e intentó hablar, pero no logró articular ningún sonido.

Jenny tomó del brazo a su hermana y la llevó al otro extremo de la cocina, donde no pudiera ver el cuerpo. Luego, la abrazó.

La pequeña le devolvió el abrazo. Se apretó contra Jenny con ferocidad.

—¿Te encuentras bien, cariño?

Lisa no respondió, presa de un temblor incontrolable.

Una tarde, hacía apenas seis semanas, al volver a casa después de ir al cine con unas amigas, Lisa había encontrado a su madre tendida en el suelo de la cocina de su casa de Newport Beach, muerta de una hemorragia cerebral. La pequeña había quedado abrumada. No había llegado a conocer a su padre, que había muerto cuando apenas tenía dos años, y siempre había estado muy unida a su madre. Durante algún tiempo, la pérdida de ésta había dejado a Lisa profundamente conmovida, confundida y deprimida. Poco a poco, había ido aceptando la muerte de su madre y había aprendido de nuevo a reír y a sentirse alegre. Durante los últimos días, Lisa parecía haber vuelto a ser la de antes. Y, ahora, sucedía aquello.

Jenny llevó a la pequeña hasta el escritorio, la obligó a sentarse y luego se puso en cuclillas delante de ella. Tomó un pañuelo de papel de la caja que había en el escritorio y secó la frente sudorosa de Lisa. La piel de ésta no sólo tenía la palidez del hielo, sino también su temperatura.

—¿Qué puedo hacer por ti, hermanita?

—Ya… ya me encuentro mejor —dijo Lisa, temblando. Se tomaron de la mano y el apretón de Lisa fue casi dolorosamente tenso. Por fin, la pequeña murmuró:

—He pensado… Cuando la he visto ahí… en el suelo, de esa manera… lo primero que he pensado es… Parecerá una estupidez, pero he pensado… que era mamá. —En sus ojos brillaron unas lágrimas, pero fue capaz de contenerlas—. Ya sé que mamá ha muerto. Y esa mujer ni siquiera se le parece, pero ha sido… una sorpresa… un shock… Me ha dejado tan confusa…

Continuaron asidas de las manos y, poco a poco, el apretón de Lisa fue relajándose.

Al cabo de un rato, Jenny musitó:

—¿Te sientes mejor?

—Sí, un poco.

—¿Quieres acostarte?

—No.

Lisa soltó la mano de Jenny para sacar un pañuelo de papel de la caja. Se sonó la nariz y dirigió la mirada a la isla central de los fogones, tras la cual estaba caído el cuerpo.

—¿Es Hilda?

—Sí —confirmó Jenny.

—Lo siento.

A Jenny le había gustado mucho Hilda Beck y lamentaba profundamente la muerte de la mujer, pero en aquel instante le preocupaba más Lisa que cualquier otra cosa.

—Creo que será mejor que salgas de aquí, hermanita. ¿Por qué no me esperas en la consulta mientras inspecciono más detenidamente el cuerpo? Después, tendré que llamar a la comisaría y al forense.

—Esperaré aquí contigo.

—Sería mejor si…

—¡No! —exclamó Lisa, rompiendo de nuevo a temblar repentinamente—. No quiero estar sola.

—Está bien —asintió Jenny con voz apaciguadora—. Quédate sentada donde estás.

—¡Cielo santo! —murmuró Lisa, abrumada—. Su aspecto… toda hinchada… toda negra y… amoratada. Y la expresión de su rostro… —Se limpió las lágrimas con el revés de la mano—. ¿Por qué está así de negra e hinchada?

—Bueno, es evidente que lleva muerta varios días —respondió Jenny—. Pero escucha, tienes que intentar no pensar en cosas como…

—Si lleva varios días muerta —le interrumpió Lisa, estremeciéndose—, ¿por qué no huele aquí dentro? ¿No debería apestar?

Jenny frunció el ceño. Claro que debería oler mal en la cocina si Hilda Beck llevaba muerta el tiempo suficiente para que la carne tomara aquel color oscuro y los tejidos corporales se hubieran hinchado tanto como podía apreciar. Sí, realmente debería apestar. Pero no era así.

—¿Qué le sucedió, Jenny?

—Todavía no lo sé.

—Tengo miedo.

—No te asustes. No hay ninguna razón para tener miedo.

—La expresión de su cara —murmuró Lisa—. Es horrible.

—No sé cuál pudo ser la causa, pero la muerte fue rápida. No parece haber estado enferma o haber luchado. No debió de sufrir mucho.

—Y, sin embargo… parece que murió en mitad de un grito.