DESCONTENTO CON MI RIQUEZA ~ VOY A LA CIUDAD EN
BUSCA DE BOTAS ~ MI PASEO NOCTURNO ~ EL GATO DE
MAR EN CORCA DORCHA ~ UN GUARDIA EN NUESTRA
CASA ~ MISERIA Y CALAMIDADES ~ ENCUENTRO A UN
FAMILIAR ~ FIN DE MI RELATO
Quien ha pasado toda su vida amenazado por la miseria y la escasez de patatas, no puede llegar a comprender fácilmente lo que es la felicidad ni el buen uso de la riqueza. A mi regreso del Monte del Hambre seguí viviendo otro año más a la antigua usanza gaélica: mojado, hambriento y enfermo noche y día, sin más expectativas que la lluvia, la pobreza y la desgracia. El saco de oro continuaba a salvo bajo tierra, y aún no me había decidido a sacarlo a la superficie. Me pasaba las noches atormentado sobre los juncos en el fondo de la casa, intentando decidir qué haría con el dinero, o qué cosa especial podría comprarme. Era una tarea difícil, irrealizable. Al principio se me ocurrió comprar cosas de comer, pero nunca había probado nada más que patatas y pescado, y no era probable que los variados alimentos que consumían los caballeros de Dublín me sentaran bien, aun suponiendo que tuviera ocasión de adquirirlos y conociera sus nombres. Luego pensé en el licor, pero recordé que pocas personas se dieron a la bebida en Corca Dorcha sin que la muerte se los llevara a las primeras de cambio. También pensé en comprar un sombrero para protegerme de la lluvia, pero juzgué que no existía ninguno capaz de resistir cinco minutos intacto y sin pudrirse bajo las inclemencias del tiempo. Lo mismo pasaba con la ropa. El Viejo poseía un reloj de oro desde el día de la fiesta gaélica, pero yo nunca comprendí qué utilidad tenía aquel pequeño aparato, ni cuál era su misión en el mundo. No ambicionaba ni un vaso, ni un mueble para la casa, ni un cacharro en el que dar de comer a los cerdos. Yo vivía en la pobreza, medio muerto de hambre y de miseria, y sin embargo no se me ocurría ninguna cosa útil y apetecible que pudiera necesitar. Realmente, pensé, ¡los ricos tienen preocupaciones y problemas!
Una mañana me levanté cuando la lluvia se precipitaba desde los cielos. Estuve un ratito dando vueltas por la casa, sin interesarme por nada y sin prestar más atención a una cosa que a otra. De repente descubrí que el suelo estaba rojo, rojo tirando a negro en algunas partes, y pardo en otras. Esto me dejó asombrado, y abordé a mi madre, que en ese momento atendía a la tarea de alimentar a los cerdos junto al fuego.
—¿Acaso, buena mujer, ha llegado tras larga espera el fin del mundo y la terminación del universo, y nos caen encima chaparrones rojos en plena noche?
—No, no es eso, desgraciadito mío, sino que el Viejo ha estado derramando sangre toda la mañana.
—¿Es que ha arrojado toda esta sangre por la nariz?
—No es eso, no, corazón, sino que ha sufrido heridas mortales e incurables en los pies. Esta mañana compitió con Máirtín Ó Bánasa para ver quién era capaz de levantar una gran piedra. El pobre Máirtín perdió al no poder mover la roca, ¡Dios nos libre del mal! El Viejo tuvo suerte, como de costumbre. Levantó la piedra hasta la cintura y ganó la apuesta que habían hecho.
—Siempre ha sido fuerte.
—Pero entonces, debido al mucho peso, la piedra se le escapó de las manos, y desafortunadamente le cayó en los pies, de forma que estos reventaron, me temo que rompiéndose todos sus huesos y huesecillos. El desdichado estuvo gritando y dando vueltas por toda la casa mucho tiempo después de aquella hazaña, pero puedes estar seguro de que no fueron los pies el medio de locomoción que empleó.
—Nunca creí —dije— que el Viejo tuviera tanta sangre.
—Si la tenía, ya no la tiene.
Todo este asunto me hizo reflexionar sobre mi dinero. Si el Viejo hubiera llevado botas, pensé, menor hubiera sido el daño producido cuando la piedra le dio en las pezuñas. ¿Quién sabía si mis propios pies no resultarían heridos de la misma forma? ¿Qué mejor que comprar un par de botas?
Al día siguiente fui al lugar donde tenía enterrado el saco de oro. Me encontré con Máirtín Ó Bánasa por el camino y lo interrogué sobre cuestiones comerciales, algo de lo que yo no tenía la menor idea.
—Una pregunta, amigo Máirtín, ¿sabes alguna palabra para decir botas?
—Sí —respondió—, recuerdo que una vez estuve en Derry y presté atención a lo que allí se decía. Un hombre entró en una tienda y compró botas. Escuché con claridad lo que le dijo al tendero: bootsur[27]. Sin duda, así se dice botas en inglés. Bootsur.
—Muchísimas gracias, Máirtín, y más gracias además de las que ya te he dado.
Me marché. El saco de oro permanecía a buen recaudo donde lo había dejado. Cogí veinte peniques de oro y volví a enterrarlo. Hecho esto, partí de buena gana hacia cualquier ciudad que pudiera encontrar en dirección oeste: Galway, Cathair Sáibhín o algún sitio así. Había muchas casas, tiendas y gente, y trepidante actividad por doquier. Busqué por la ciudad hasta dar con una zapatería, y allá que entré alborozado. Un hombre grueso y simpático estaba a cargo de la tienda, y cuando me puso la vista encima se metió la mano en el bolsillo y me ofreció un penique de cobre.
—Away now, islandman[28] —me dijo, aunque sin malicia en la voz.
Acepté agradecido el penique, me lo metí en el bolsillo, y saqué una de mis monedas de oro.
—Y ahora —dije educadamente—, bootsur.
—Boots?
—Bootsur.
Ignoro si el caballero se quedó asombrado o es que no comprendió mi inglés, pero se me quedó mirando largo rato. Entonces se dio la vuelta y cogió muchos pares de botas. Me dio a elegir. Yo preferí el par más elegante; él cogió el penique de oro y nos dimos mutuamente las gracias. Metí las botas en un viejo morral que tenía y emprendí el camino de vuelta a casa.
Sí, las botas me causaban miedo y vergüenza. Desde el día de la gran fiesta no se habían visto en Corca Dorcha botas ni rastro de ellas. Estos brillantes objetos de cuero eran motivo de burla y chanzas por parte de la gente. Temía convertirme en el hazmerreír de los vecinos si no conseguía instruirlos previamente sobre la elegancia y distinción inherentes a las botas. Decidí esconderlas y considerar tranquilamente la cuestión.
Transcurrido un mes, el tema de las botas empezó a fastidiarme. Las tenía y no las tenía. Estaban bajo tierra y no me habían proporcionado beneficio alguno desde que las compré. Nunca las habían probado mis pies, y ni un solo minuto las había tenido puestas. Si no practicaba en secreto con ellas y me familiarizaba con la técnica del desplazamiento con botas en general, nunca tendría valor suficiente para llevarlas en público.
Una noche —la más nocturna de las noches, por la cantidad de lluvia y la negrura de la negra oscuridad— me levanté a hurtadillas de los juncos en que dormía, y atravesé los campos sin hacer ruido. Fui a la sepultura de las botas y las saqué a la superficie con mis propias manos. Estaban resbaladizas, húmedas y flexibles, así que mis pies encajaron en ellas sin gran dificultad. Me até los cordones y caminé por allí, con el furibundo viento azotándome y las ráfagas de lluvia restallando de forma abominable sobre mi coronilla.
Calculo que llevaba recorridas diez millas cuando volví a enterrar las botas. Me gustaron mucho a pesar de la opresión, la tortura y el daño que me producían en los pies. Regresé muy cansado a los juncos antes de que amaneciera.
Era la hora de las patatas de la mañana cuando me levanté, casi sin poder tenerme en pie, y me di cuenta de que algo raro pasaba en el mundo. El Viejo Canoso había salido —algo que jamás sucedía a la hora de las patatas—, y los vecinos estaban allí en pequeños grupos, conversando atemorizados en voz baja. Todo tenía un aire misterioso, y hasta la misma lluvia parecía diferente. Mi madre estaba preocupada y taciturna.
—¿Acaso, adorable doncella —pregunté dulcemente—, toca ahora a su fin la miseria gaélica, y los pobres aguardan la explosión definitiva del mundo?
—La cosa es aún peor, creo yo.
No conseguí sacarle ni una palabra más debido al sombrío disgusto que se había apoderado de ella.
Salí de casa. Vi a Máirtín Ó Bánasa en medio del campo observando el suelo con aprensión. Me acerqué adonde él estaba y lo saludé muy cortésmente.
—¿Qué malas noticias hay en el pueblo —pregunté— o qué nuevo desastre se cierne sobre los gaélicos?
Se quedó callado unos instantes, y cuando por fin habló fue con la voz enronquecida por el miedo. Pegó sus labios a mi oreja.
—Anoche el maligno estuvo en Corca Dorcha.
—¿El maligno?
—El Gato de Mar. ¡Mira!
Señaló al suelo con el dedo.
—Fíjate en esas huellas, y en esas otras: mira cómo atraviesan el campo.
Dejé escapar una exclamación de sorpresa.
—No son patas de caballo, ni de vaca, ni de cerdo ni de ningún otro ser terrenal —dijo apresuradamente—, sino del Gato de Mar, que ha venido de Tír Chonaill. ¡Estemos todos a salvo! Será algo calamitoso, catastrófico e inenarrable la mala fortuna y la desgracia que nos sobrevendrán a partir de hoy. Seguramente será mejor tirarse al mar y alcanzar la Eternidad. Por malo que sea dicho lugar, la situación que padeceremos en Corca Dorcha de ahora en adelante será endemoniadamente peor.
Le di tristemente la razón y me marché. Sin duda alguna, Máirtín y los otros vecinos se referían a las huellas de mis botas. No me atrevía a decirles la verdad por miedo a que se burlaran de mí o quisieran matarme.
Este desconcierto continuó dos días, durante los cuales todo el mundo pensó que el cielo se iba a desplomar o que la tierra se abriría arrastrando a la gente a alguna región subterránea. Yo conservé la calma todo el tiempo, libre de temor y disfrutando de la información que guardaba para mí solo. Muchas personas elogiaron mi valor.
Al levantarme el tercer día por la mañana, descubrí que teníamos compañía en casa. Había un forastero alto y corpulento en el umbral hablando con el Viejo. Lucía un bonito traje de color azul marino, con los botones muy brillantes, y unas enormes botas. Oí que se expresaba en áspero inglés, y que el Viejo trataba de apaciguarlo en una mezcla de gaélico e inglés chapurreado. Cuando el forastero me vio en el fondo de la casa, dejó de hablar y se precipitó hacia mí saltando por encima de los juncos. Era un tipo hosco y fornido, y tanto me atemorizó que me puse a temblar. Me agarró del brazo con fuerza.
—Phwat is yer nam? —preguntó.
Casi me tragué la lengua de puro miedo. Cuando pude recuperar el habla le respondí:
—Jams O’Donnell.
Entonces soltó una gran parrafada en inglés, pero yo me quedé como el que oye llover. No entendí ni palabra. El Viejo se acercó a mí y me habló.
—Sin duda era el Gato de Mar, y ya tenemos aquí la primera desgracia. ¡Esto que ves es un guardia, y tú eres lo que ha venido a buscar!
Me entró un fuerte temblor nervioso al oír estas palabras. El guardia volvió a soltar otra parrafada en inglés.
—Dice —explicó el Viejo— que algún canalla mató hace poco a un caballero en Galway y le robó gran cantidad de monedas de oro. Dice que la policía tiene información de que tú has estado comprando cosas con oro en los últimos tiempos, y también dice que saques inmediatamente todo lo que tengas en los bolsillos y lo pongas sobre la mesa.
El guardia lanzó un ladrido rabioso. Aunque no podía comprender el significado de sus palabras, sí que comprendí la fiereza de su voz. Mostré sobre la mesa todo lo que llevaba en los bolsillos, incluyendo las diecinueve monedas de oro. Se quedó mirándolas, y luego me miró a mí. Cuando su vista se hubo saciado, se puso a vomitar más gritos en inglés, y me agarró aún con mayor fuerza.
—Lo que dice —aclaró el Viejo— es que sería conveniente que lo acompañaras.
Me temo que tras oír esta frase perdí el sentido, y quedé sin apenas dominio sobre mi propia vida, mi cuerpo y mi persona. En aquel momento no era capaz de distinguir la noche del claro día, ni la lluvia del suelo seco en el fondo de la casa. Estaba sumido en la oscuridad y confusión. Durante un buen rato no percibí nada a mi alrededor, excepto que el guardia me tenía agarrado y que íbamos caminando juntos por la carretera alejándonos de Corca Dorcha, donde había transcurrido toda mi vida y donde mis amigos y familiares habían vivido desde tiempos inmemoriales.
Creo recordar que estuve en una gran ciudad llena de caballeros que calzaban botas; conversaban educadamente entre ellos, yendo de un lado a otro y montando en carruajes; no llovía ni tampoco hacía frío. Recuerdo vagamente haber estado primero en un noble palacio con muchísimos guardias que se dirigían a mí, y unos a otros, en inglés; luego fui a la cárcel. No comprendía nada de lo que pasaba a mi alrededor, y ni una sola palabra de lo que se decía o de las preguntas que me formulaban. También me parece que estuve junto con otros en una sala grande y suntuosa, en presencia de un señor que llevaba peluca blanca. Había muchas otras personas distinguidas, unas hablando y otras escuchando. Así fue la cosa durante tres días, en los cuales todo lo que vi despertó mi interés. Cuando esto terminó, creo que me encarcelaron de nuevo.
Una mañana me despertaron temprano, ordenando que me dispusiera a marchar de inmediato. La noticia me produjo tristeza y alegría a la vez. En mi celda estaba a salvo, seco y sin hambre: y sin embargo sentía cierto deseo de regresar con mi gente a Corca Dorcha. Pero cuál no sería mi sorpresa al ver que no iba con los dos guardias a mi pueblo, sino a otro sitio al que llamaban station[29]. El rato que estuvimos allí me dediqué a observar con atención cómo unos enormes carruajes pasaban empujando grandes cosas negras de hierro que iban resoplando, tosiendo, y soltando nubes de humo. Vi que otro pobre con aspecto gaélico entraba en la station acompañado de dos guardias con los que hablaba en inglés. No volví a fijarme en él hasta que al cabo de un rato noté que estaba a mi lado y me dirigía la palabra.
—Es evidente —me dijo en gaélico— que tu situación actual no es demasiado favorable.
—Estoy bien aquí —respondí.
—¿Pero tú entiendes qué es lo que has recibido de los nobles y peces gordos de esta ciudad?
—No entiendo nada.
—Pues te han echado veintinueve años de cárcel, amigo, y ahora van a llevarte a otra prisión.
Pasaron unos instantes hasta que comprendí lo que el hombre había dicho. Entonces caí desmayado al suelo, y aún hoy seguiría en aquella penosa condición si no fuera por el cubo de agua que me tiraron.
Cuando volví a ponerme en pie, tenía ida la cabeza y aún estaba medio inconsciente. Observé que algunos carruajes llegaban a la station y que de ellos salía tanto gente rica como pobre. Mi mirada se posó en un hombre y, sin yo proponérmelo, permaneció fija en él. Estaba claro que algo suyo me resultaba familiar. Yo nunca lo había visto, pero su aspecto no era el de un extraño. Era viejo, encorvado, débil y más delgado que una brizna de hierba. Vestía sucios andrajos, iba descalzo y los ojos le llameaban en la marchita calavera. Él también se me quedó mirando.
Nos acercamos lenta y tímidamente el uno al otro, embargados por una mezcla de miedo y atracción. Lo noté inquieto, con los labios temblorosos y los ojos relampagueantes. Le hablé en inglés casi susurrando.
—Phwat is yer nam?
Me respondió con voz cascada y como por casualidad:
—Jams O’Donnell.
Descendieron sobre mí la sorpresa y la alegría como rayos caídos del terrible cielo. Me quedé sin habla y casi perdí de nuevo el conocimiento.
—¡Mi padre! ¡Mi propio padre! ¡Mi papaíto querido, mi familiar, mi progenitor, mi amigo!
Nos devoramos ávidamente con la mirada, y le tendí mi mano.
—Mi propio nombre y apellidos —dije— son también Jams O’Donnell. Tú eres mi padre, y está claro que regresas de estar una temporada a la sombra.
—¡Mi hijo! —exclamó—. ¡Mi hijito! ¡Ay, hijo mío!
Me cogió de la mano, comiéndome con los ojos. Cualquiera que fuera la ola de alegría que lo inundó, vi que el desgraciado no gozaba de buena salud; realmente, no le había sentado muy bien la alegría de encontrarme en aquel momento en la station; estaba blanco como la nieve y se le caía la baba.
—He oído —le dije— que me he ganado veintinueve años en la misma cárcel.
Hubiera deseado continuar hablando y que cesara aquel extraño mirarnos de hito en hito que nos turbaba a los dos. Vi que la expresión de su rostro se suavizaba y que dejaban de temblarle las piernas. Me hizo una señal con el dedo y me dijo:
—He estado veintinueve años en la cárcel, y la verdad es que es un sitio desagradable.
—Dile a mi madre que volveré…
Una vigorosa mano me agarró de repente por la espalda, tirando de mis andrajos, y me arrastró violentamente. Un guardia me asaltaba. Salí volando a causa de un terrible empellón que recibí en mitad de la espalda.
—Kum along, Blashketman![30] —dijo el guardia.
Me arrojaron a un coche y emprendimos nuestro viaje sin más demora. Atrás quedaban Corca Dorcha —para siempre, quizás— y yo iba camino de la remota cárcel. Me tiré al suelo y lloré a lágrima viva.
Sí, esa fue la única vez que puse la vista en mi padre, y que él la puso en mí: solo un minuto en la station, y luego separación para siempre. Verdaderamente, sufrí la miseria gaélica toda mi vida: infortunios, penurias, desastres, estrecheces, dificultades, oprobios, calamidades, necesidades y desgracias. Creo que nunca habrá nadie como yo.