Capítulo VIII

LAS DIFICULTADES DE LA VIDA ~ EL DILUVIO EN CORCA

DORCHA ~ MAOLDÚN Ó PÓNASA ~ EL MONTE DEL

HAMBRE ~ LEJOS DE CASA ~ MISERIA Y DESGRACIAS ~

ESTOY AL BORDE DE LA MUERTE ~ EL FIN DE MI VIAJE ~

RÍOS DE WHISKEY ~ DE NUEVO EN CASA

De una forma u otra, íbamos dejando pasar la vida y sufriendo miseria, con alguna patata a veces, y a veces sin nada que llevarnos a la boca excepto melodiosas palabras gaélicas. En lo que atañe al tiempo, todo iba de mal en peor. Nos parecía que las lluvias que caían sobre Corca Dorcha eran más insultantes cada año, y algún que otro pobre se ahogaba incluso en tierra firme debido al gran volumen de agua y vómito del cielo que se vertía sobre nosotros: en este tiempo no era muy seguro estar en la cama si no se sabía nadar. Corrían grandes ríos por delante de la puerta, y si bien se nos llevaban las patatas de los campos, también es cierto que a menudo se podían coger peces junto al camino en una especie de trueque nocturno. Aquellos que llegaban a salvo hasta sus lechos en tierra firme, por la mañana se encontraban con que estaban bajo el agua. De noche era frecuente ver pasar canoas procedentes de Blasket, y los que en ellas iban consideraban que era pobre la pesca de una noche si no dejaba en sus redes algún cerdo o lechón de Corca Dorcha. Hasta se dijo que Ó Sánasa vino nadando desde la Roca una noche para volver a contemplar su tierra natal: pero quién sabe si el visitante no era más que una vulgar foca. No hace falta decir que los lugareños andaban de mal humor, pues eran víctimas del hambre y las desgracias y en tres meses no hubo un solo día que pudieran estar secos: muchos se marcharon a la otra vida, los que se quedaron en Corca Dorcha sobrevivieron con cosas de escaso valor y gran escasez. Un día le planteé la cuestión al Viejo, y entré en conversación con él.

—¿Cree usted, amable caballero, que alguna vez podremos estar secos?

—La verdad es que no lo sé, dulce amigo, pero si esta lluvia sigue como hasta ahora, soy de la opinión de que los dedos de los pies y de las manos de los pobres gaélicos se cerrarán y cubrirán de membranas como las de los patos para poder ir por el agua. ¡Esta no es vida para seres humanos, oh hijo mío!

—¿Seguro que los gaélicos son seres humanos? —le pregunté.

—Al menos esa es la reputación que tienen, caballerito, pero nunca se ha hallado confirmación. No somos ni caballos ni gallinas, ni focas ni fantasmas, y, a pesar de todo, es increíble que seamos seres humanos; pero todo esto no es más que una opinión.

—¿Cree usted, oh sublime anciano, que alguna vez vivirán los gaélicos en buenas condiciones, o siempre tendremos dificultades, hambre, lluvias nocturnas y gatos de mar?

—Tendremos todo eso —respondió— y lluvias diurnas también.

—Si es así, opino que tiene suerte Ó Sánasa de estar allá en la Roca. No tendrá pequeña fortuna mientras haya peces en el mar que le sirvan de alimento y disponga de un agujero en que dormir los días de tempestad.

—Puedes estar seguro de que las focas tienen sus propios problemas —aseguró el Viejo—. Son bichos tristes y desgraciados.

—¿Eran las grandes lluvias de antes tan fuertes como las de ahora? —le pregunté.

El Viejo rio mostrando sus dientes oscuros, señal de que mi pregunta no tenía mucho sentido.

—Debes saber, muchachito formal —me dijo—, que esta lluvia no es más que un chubasco de verano para quien conoció los viejos tiempos. En la época de mi abuelo había gente que nunca supo en toda su vida lo que era suelo seco o un buen sitio para dormir, y que nunca probó nada que no fuera pescado y agua de lluvia. Quien no sabía nadar bien, se iba al Cielo.

—¿De verdad?

—Pero en aquel entonces oía a mi anciano abuelo ensalzar el buen tiempo, diciendo que era estupendo y que no tenía nada de malo en comparación con la agonía que la gente recibía del cielo cuando él era pequeño. La gente de aquella época creía que otra vez iba a venir el diluvio.

—¿Sobrevivió alguien a las grandes lluvias de entonces?

—Solo unas cuantas personas. Pero ya mucho antes el tiempo había sido tan endiablado que se dice que todos los habitantes de la región se ahogaron, menos un hombre llamado Maoldún Ó Pónasa. Este hombre era tan sabio y prudente que fue el primero en construir y aparejar una barca en esta parte del país, y sacó un gran provecho de ello. Marchó sano y salvo con la pleamar, y recogió todo tipo de cosas que habían dejado atrás aquellos que se despidieron de esta vida: magníficas patatas arrancadas de la tierra por la inundación, pequeños enseres domésticos, algo de licor y valiosas piezas de oro que habían sido atesoradas durante años. Cuando abandonó Corca Dorcha, te aseguro que era rico y estaba pero que muy satisfecho, no te quepa la menor duda.

—¿Y adónde llegó con su barca, querido amigo? —le pregunté, muy interesado en la conversación. El Viejo señaló con su arrugado dedo a Las Montañas Blancas, que quedaban lejos de nosotros hacia el nordeste.

—La que está en el centro se llama Monte del Hambre, porque Ó Pónasa consiguió llegar a la cima. En aquel tiempo sería para un navegante como una isla en medio del mar, y se cuenta que él fue el único hombre que llegó a alcanzar la cumbre de la montaña, pues era demasiado empinada, y el ascenso demasiado accidentado para ir a pie.

—¿Nunca volvió a bajar?

—Claro que no. El camino que es demasiado empinado hacia arriba, también lo es hacia abajo, y es evidente que quien descendiera caminando desde la cima del monte hasta la base, se arriesgaría a su autodestrucción, y que lo que alcanzaría sería la Vida Eterna en vez de la llanura. Él desembarcó en la cumbre de la montaña, y allí sigue con su barca desde entonces, si es que aún queda hoy día rastro de sus huesos.

—Parece por consiguiente, bienaventurado caballero —dije yo, rebosante entonces de grandes y beneficiosos pensamientos—, que en lo alto del Monte del Hambre todavía hay en la actualidad valiosos objetos nada despreciables: peniques de oro y todas las demás cosas con las que arrambló Ó Pónasa el día de la tormenta.

—Allí están, si son ciertos y creíbles los tesoros de la narrativa tradicional y los relatos orales transmitidos de boca en boca que tenemos en Corca Dorcha provenientes de nuestros mayores y antepasados.

—Muy grato me ha sido escuchar su historia, oh generoso anciano, y mi agradecimiento le está agradecido.

Cuando por la noche llegué a mis juncos, no pude pegar ojo ni conciliar el sueño a causa de la cantidad de pensamientos que me absorbían y seducían relativos al Monte del Hambre. Con los ojos de la mente vi con claridad la cima del monte, el esqueleto de la barca y el del hombre, y cerca de ellos en aquel lugar solitario, las brillantes piezas de oro, toda la fortuna de la que se había apoderado Ó Pónasa en tiempos del diluvio. Me pareció que era una gran vergüenza que los pobres estuvieran aquí pasando hambre, y que habiendo allí medios de salvación no pudiéramos conseguirlos. Debo decir que en aquel instante tomé la determinación de llegar a la cima del monte alguna vez en mi vida, vivo o muerto, con más o menos años, con la barriga llena o hambriento. Consideraba que era preferible hallar la muerte buscando la buena vida en el Monte del Hambre que padecer siempre el malvivir en Corca Dorcha. Era mejor perecer a causa del agua que caía de los cielos y de las penalidades en el Monte, que vivir con hambre en casa en mitad de la inundada llanura. Estuve considerando el asunto toda la noche, y cuando llegó esa luz tenue que señala el momento en que el día rompe las tinieblas, ya tenía todo decidido mentalmente. Yo iría un día al Monte del Hambre. Iría en busca del dinero, y si regresaba a salvo después de todas las dificultades, a partir de entonces estaría en posesión de una gran riqueza, con la barriga llena, y a menudo bebido.

Para que no hubiera otro beneficio que el mío propio en la cumbre de la montaña, decidí guardar la resolución firmemente para mis adentros, sin compartirla con los vecinos y ni siquiera informar de ella al Viejo Canoso. Comencé entonces a observar la evolución del mal tiempo, examinando el curso de la tempestad y la conducta habitual del viento para ver si había algún instante del día o del año más propicio que el resto para ir al Monte. Así fueron las cosas durante un año, al cabo del cual me di cuenta de que mi esfuerzo había sido en vano. En Corca Dorcha, la fuerza del viento y la intensidad de la lluvia eran siempre las mismas, constantemente, sin variación, día y noche, verano e invierno. Era una tontería esperar a que hiciera buen tiempo, y finalmente decidí que ya era hora de emprender mi viaje.

La ladera de la montaña era tan abrupta, y mi salud tan precaria, que mi estrecha y frágil espalda solo era capaz de transportar un ligero y reducido equipaje. En secreto reuní unas pocas cosas necesarias: una botella de agua, un cuchillo, una bolsa para el oro y una carga de patatas.

Recuerdo perfectamente la mañana que me puse en camino. El agua manaba tan copiosamente del cielo que me llenó de terror y me lastimó la coronilla. En un principio, no había pensado subir al Monte aquel día, pero me pareció que las gentes del lugar estaban a punto de ahogarse y que yo tenía una pequeña posibilidad de ponerme a salvo si conseguía avanzar, aunque solo fuera unos pasos, por la falda del cerro. Si no hubiera sido por las enormes precipitaciones de aquella mañana, es de temer que nunca hubiera tenido el valor de dejar atrás la casita en que nací y dirigirme a la Montaña del Destino, mi objetivo ignoto y abominable.

Estaba oscuro. Cuando mi cuerpo abandonó los empapados juncos, agarré el fardo que tenía dispuesto para el viaje oculto en un agujero de la pared, y salí sin hacer ruido. La lluvia y el aspecto salvaje de aquel crepúsculo infernal llenaron mi corazón de horror y miedo. Encontré el lugar donde calculaba que debía de hallarse la carretera, y avancé, caminando y medio caminando, tropezando y medio tropezando, en dirección a la montaña. Ríos de agua que me llegaban por la rodilla corrían impetuosamente en contra mía, y la verdad es que no me movía con demasiada facilidad, sino que iba constantemente a trompicones y medio cojeando, a veces derribado sobre el acuoso cieno, y a veces alzado lejos del suelo por la airada tormenta, envuelto en el lluvioso vendaval y sin apenas dominio sobre mi propio cuerpo. Sin duda poseí la miseria gaélica aquella mañana.

Después de tantos apuros, estaba claro que empezaba a adelantar un poco, pues notaba que el suelo ascendía bajo mis pies y era mayor la dificultad. Chaparrones de salado sudor me caían borboteando sobre los ojos para aumentar mi desgracia, y me parecía que lo que me bañaba los pies era más sangre que agua. Pero ya estaba en marcha, y no tenía intención de ceder a nada excepto a la muerte.

Cuando me encontraba a bastante altura en la ladera del cerro, me di cuenta de que se me venían encima enormes raudales de agua, junto con árboles, grandes rocas y pequeñas parcelas de tierra: aún hoy me sorprendo de que aquella diabólica avalancha no me dejara de regalo una brecha mortal en la cabeza. De vez en cuando me invadía la nostalgia del hogar, pero a pesar de ello nunca me abandonó del todo el coraje. Seguía avanzando con todas mis fuerzas, aunque a menudo me hacía retroceder un pedazo de montaña que caía sobre mi cabeza. Puedo asegurar que pasé lo que quedaba de noche hasta que se hizo de día afanándome con los pies, y que fue una ardua y sudorosa tarea.

Cuando la débil e insignificante luz que tenemos por día en Corca Dorcha apareció, qué asombrosa visión me fue revelada. Me encontré casi en la cima del monte, entre amoratada y roja mi piel a causa de la sangre vertida y del zarandeo nocturno, y mi cuerpo despojado hasta del último jirón de ropa. Casi podía rozar con la coronilla las furiosas nubes de negra panza que derramaban agua con gran violencia, tanta que me arrancaba el cabello a toda velocidad. A pesar de todos los intentos y vehementes esfuerzos que realicé en contra, me estaba bebiendo el agua y se me estaba inflando peligrosamente el estómago, lo cual no facilitaba demasiado mis movimientos al andar. Abajo, no distinguía más que la niebla y el vaho de la mañana. Arriba, veía de vez en cuando la cumbre del monte, y a mi alrededor solo había rocas, suciedad y el perpetuo y húmedo ventarrón. Continué subiendo. Era un lugar asombroso, y más que asombroso era el tiempo que hacía. Creo que nunca habrá otro como él.

Sin duda, estuve largo rato en el pico antes de percibir claramente cómo era el terreno. Había una pequeña meseta en la cima, charcas de agua aquí y allá, y coléricos ríos amarillos que corrían entre ellas llenando mis oídos de un murmullo sobrenatural y misterioso. En ciertos lugares, había aldeas de piedras inclinadas de color blanco y superficies que parecían coladores, llenas de oscuros agujeros sin fondo en los que veloces aguas caían sin cesar. Desde luego, el aspecto de aquel paraje no era nada normal, y aunque mala era Corca Dorcha, con gusto la hubiera alabado en aquel momento.

Procedí a recorrer y examinar minuciosamente el lugar, caminando, tropezando y nadando, en un esfuerzo por descubrir alguna huella de la barca o alguna pista sobre Maoldún Ó Pónasa. El hambre me cosquilleaba en la barriga, y una fatiga indescriptible adormecía mis piernas con un sopor malsano. Sin embargo, sabiéndome cercano a la Vida Eterna y con pocas posibilidades de mejorar mi pésima situación, seguí dando resbalones sin rumbo, adelante y atrás, mientras mis ojos buscaban algún asentamiento humano y mi garganta procuraba no tragar excesivas cantidades de lluvia. Así estuve bastante tiempo.

No sé si dejé pasar la mayor parte del día dormido o medio inconsciente pero, si hubiera sido así, ahora me sorprendo de haber llegado a despertarme de nuevo. Sea como fuere, me pareció que el crepúsculo de la noche venía en mitad de la mañana, y que se recrudecían el frío y la fuerza de la tempestad. Para entonces ya había perdido toda la sangre y estaba a punto de rendirme al destino, yaciendo resignado en el lodo y con el rostro vuelto hacia el cielo, cuando descubrí una lucecita que brillaba débilmente a lo lejos, casi perdida en la niebla y la cortina de lluvia. El corazón me dio un brinco de alegría. Mi cuerpo recuperó las fuerzas y me dirigí con los pies destrozados, aunque con vigor, hacia la luz, si es que de una luz se trataba. Esa era, pensé, mi única oportunidad de escapar a las puertas de la Vida Eterna.

Se trataba, en efecto, de una luz procedente de una cueva situada entre dos rocas. La entrada de la cueva era estrecha y angosta pero, claro, yo estaba delgado como un remo a causa de la pobreza, las inclemencias del tiempo y la pérdida de sangre del día anterior. Enseguida estuve dentro a salvo del vendaval; allí delante estaba la luz y continué aproximándome a ella. No tenía ninguna práctica en arrastrarme por cuevas rocosas, y sin embargo me adentraba con agilidad hacia donde estaba el resplandor.

Cuando llegué a aquel punto, ni el escenario, ni la compañía que encontré allí, ni el asunto que me traía entre manos, me parecieron demasiado satisfactorios. Dentro había una celda o pequeña habitación de techo bajo con cabida para cuatro o cinco hombres; era tosca, desnuda y empedrada, y el agua goteaba por las paredes. Grandes llamaradas se elevaban del rocoso suelo, y detrás había un manantial de agua fresca que burbujeaba vivamente formando un riachuelo que corría por la cueva hacia donde yo me encontraba. Pero lo que me dejó perplejo fue un anciano que estaba —mitad sentado, mitad reclinado— al otro lado de las llamas; tenía debajo algo así como un asiento de piedra, y todo en él parecía indicar que estaba muerto. Lo envolvían unos cuantos andrajos irreconocibles, la piel de sus manos y rostro parecía arrugado cuero marrón, y su aspecto era completamente sobrenatural. Tenía ambos ojos cerrados, la boca de negros dientes abierta, y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Me puse a temblar, lleno de frío y miedo al mismo tiempo. ¡Por fin había encontrado a Maoldún Ó Pónasa!

De pronto recordé el propósito que me había llevado a aquel lugar, y dicho y hecho, nada más acordarme de los peniques de oro, los tuve en mis manos. Estaban esparcidos a mi alrededor, aquí y allá, por todo el suelo; miles de ellos, y también anillos de oro, piedras preciosas, perlas y gruesas cadenas amarillas. El saco de cuero del que todo había salido estaba allí, lo cual fue una verdadera suerte, pues yo ya estaba entonces completamente desnudo y carecía tanto de bolsa como de bolsillo. Mis manos recogieron los peniques, y no pasó mucho tiempo hasta que tuve metido en la bolsa todo el oro que me era posible transportar. Mientras me dedicaba a dicha tarea, noté que mi corazón se animaba y tocaba un aire musical.

No tenía ningunas ganas de mirar al muerto, y cuando hube recogido todo el oro me arrastré de nuevo hacia el exterior de la cueva. Había alcanzado la salida, y las voces terribles del viento y de la lluvia asaltaban mis oídos, cuando un desafortunado pensamiento me sacudió.

Si Maoldún Ó Pónasa estaba muerto, ¿quién había encendido el fuego, y quién lo alimentaba?

No sé si me dio un arrebato en aquel instante, o si perdí temporalmente el miedo, pero el caso es que regresé junto al individuo que estaba dentro. Allí lo encontré tal como lo había dejado. Me acerqué a él con precaución moviéndome sobre panza, rodillas y manos a través del húmedo suelo. Repentinamente, una de mis manos resbaló, se me escurrió la cabeza y mi cara se estrelló contra el suelo. Sucedió entonces que probé el agua amarillenta que brotaba de la fuente junto a las llamas, y me llevé un terrible susto al hacerlo. Cogí un poquito con la palma de la mano y lo saboreé. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que se trataba de whiskey! Era amarillo, amarillo y muy fuerte, pero no cabía duda de que tenía el sabor característico. Delante mío un arroyo de whiskey salía de la piedra y fluía sin que nadie lo bebiera ni comprara. Tan intenso fue mi asombro que me dio dolor de cabeza. Fui de rodillas hasta el manantial, al lugar del que manaba el líquido amarillo, y bebí tal cantidad que se pusieron a temblar todos mis huesos. Estando allí, observé con atención el fuego y vi claramente que había otro pequeño manantial del mismo licor, pero este estaba ardiendo, y las llamas subían y bajaban conforme brotaba la sustancia aquella.

Pues así andaban las cosas. Si Maoldún Ó Pónasa estaba muerto, era evidente que había vivido durante siglos alimentándose del whiskey de la primera fuente, protegiéndose del frío con el fuego de la segunda, y llevando una vida apacible, libre de toda necesidad, como antes había hecho Sitric Ó Sánasa entre las focas.

Lo miré. No hizo el más mínimo movimiento, ni siquiera para respirar. Aunque el miedo no me permitía acercarme a él, hice unos cuantos ruidos violentos desde donde me encontraba y arrojé una piedrecita que le dio en medio de la nariz. Pero no se movió.

—No tiene nada que contar —dije en parte para mis adentros y en parte en voz alta.

De nuevo me dio un vuelco el corazón. Oí una voz que salía del cadáver, como de alguien que hablara desde detrás de un pesado manto, una voz ronca, ahogada e inhumana, que me dejó paralizado unos instantes.

—¿E qué nuevas quisierdes oír[25]?

Me quedé mudo, sin poder responder a la pregunta. Entonces vi que el muerto —si es que estaba muerto, y no profundamente dormido por los efectos del alcohol— trataba de acomodarse en su asiento de piedra, acercaba las patas al fuego, y se aclaraba la garganta para narrar alguna historia. Casi me muero de miedo al oír otra vez su débil vocecilla.

Non se savia por qué apodaban Capitán a aqueste omne rufo, menudo e esforçado cuya albergada e morada e residencia era una casa chica encalada en un rincón del valle. E mucho era pagado de passar el año de Beltaine a Samain[26] de moçedades en Scottia, e de Samain a Beltaine de moçedades en Irlanda. E una vez aconteçió

No sé si se apoderó de mí una oleada de malestar, miedo o náuseas al escuchar aquellas palabras fantasmales, pero al final me armé de valor y, cuando una vez más pude sentir la gran agitación del firmamento, ya me encontraba fuera bajo el fuerte azote de la lluvia, con el saco de oro sobre mi espalda desnuda y exangüe, y bajando del monte a la llanura a través de arroyos y pendientes. A ratos me sentía alzado sobre los cielos sin límite, a ratos bajo agua, a ratos me destrozaba y magullaba contra las rocas, y también a ratos pesados y cortantes objetos caían abundantemente sobre mí rajándome la cabeza y el cuerpo. Sin duda, mi regreso montaña abajo fue terrible y desgraciado, pero nada más comenzar el descenso me di un golpe con el pico de una roca, con lo cual perdí el control de mis sentidos: y así fui bajando, llevado por el agua y por el viento, como un fardo privado de razón y de consciencia.

Cuando recobré el conocimiento ya era de día, y me encontré tirado boca arriba sobre la blanda y sucísima suciedad que no puede haber en ningún otro sitio más que en Corca Dorcha. Tenía toda la piel desgarrada y hecha trizas como si de un traje viejo se tratara, y a pesar del zarandeo mortal que mis manos habían sufrido por el camino aún tenía bien agarrado el saco de oro. Estaba a una milla de distancia de aquella casita que era mi hogar y residencia.

Aunque fatigado y exhausto, me sentía satisfecho. Pasé media hora intentando mantenerme en pie. Cuando por fin lo logré, enterré el saco de oro y me dirigí cojeando a casa. Tenía el dinero bien seguro en mi poder. ¡Lo había conseguido! Traté de entonar alguna melodía, pero ningún sonido salió de mí. Al parecer, mi garganta estaba agujereada, y la verdad es que ni mi boca ni mi lengua se encontraban en buenas condiciones.

Cuando atravesé la puerta completamente en cueros, vi ante mí al Viejo Canoso sentado sobre los juncos y dándole a la pipa mientras meditaba tranquilamente sobre las dificultades de la vida. Le saludé con cortesía. Se me quedó mirando unos instantes, escrutador y taciturno.

—Válgame Dios —exclamé—, me muero por una patata: he estado nadando en el mar, que es bueno para la salud.

El Viejo se sacó la pipa del morro.

—No hay quien entienda el mundo hoy día, especialmente en Corca Dorcha. Hace poco se nos escapó un cerdo, y cuando volvió traía puesto un traje estupendo. Tú te marchaste vestido de arriba abajo, y ahora vuelves tan desnudo como el día que naciste.

En aquel momento, yo estaba llevándome las patatas de la boca al estómago, y el Viejo no recibió respuesta alguna.