Capítulo VII

SITRIC EL MENDIGO ~ ESCASEZ Y DESGRACIA ~ EN BUSCA

DE FOCAS EN LA ROCA ~ NOCHE DE TORMENTA ~ EL

HOMBRE QUE NO REGRESÓ ~ ALOJAMIENTO CON

LAS FOCAS

Había una vez en este pueblo un hombre que se llamaba Sitric Ó Sánasa. Tenía grandes dotes de cazador, un corazón generoso, y todas las demás cualidades que siempre son alabadas y tenidas en gran estima. Pero, ay, también se había extendido su fama por algo que no era bueno ni afortunado. Poseía la más distinguida pobreza, hambre, y también miseria. Era generoso y desprendido, y jamás poseyó cosa alguna, por pequeña que fuera, que no compartiera con los vecinos; sin embargo, no recuerdo que poseyera en mis tiempos el más mínimo objeto, ni siquiera la cantidad de pequeñas patatas necesaria para mantener unidos cuerpo y alma. En Corca Dorcha, donde todo ser humano vivía en la pobreza, siempre lo consideramos digno de limosnas y compasión. Los caballeros de Dublín que vinieron en coche a observar a los pobres, lo alabaron mucho por su pobreza gaélica y afirmaron que nunca habían visto a nadie que pareciera tan verdaderamente gaélico. Una vez que Ó Sánasa tuvo una botellita, uno de los caballeros la rompió porque, según dijo, estropeaba el efecto. No había nadie en Irlanda comparable a Ó Sánasa en cuanto a la excelencia de su pobreza y a la cantidad de hambre que aparecía grabada en su figura. No tenía ni cerdo, ni vaso, ni objeto doméstico alguno. A menudo lo encontraba en pleno invierno en la ladera de la colina, y lo veía disputar y pelear con un perro vagabundo; un hueso delgado y duro era el premio por el que ambos competían, y los mismos gruñidos y ladridos rabiosos brotaban de los dos. Tampoco tenía cabaña, ni conocimiento de lo que es estar bajo techo o al calor de los fogones. Con sus propias manos había excavado un agujero en medio del campo, y a la entrada del agujero había colocado sacos viejos y ramas de árboles, así como cualquier otra cosa que sirviera como resguardo contra el agua que caía sobre la región todas las noches. Los forasteros que pasaban por allí cerca pensaban que se trataba de un tejón metido en tierra cuando notaban el pesado respirar que venía del fondo del agujero y el salvaje aspecto de la morada en general.

Un día que estábamos el Viejo Canoso, Máirtín Ó Bánasa y yo sentados juntos en la falda de un cerro, conversando sobre las dificultades de la vida y hablando de la miserable situación en que estaba (y siempre estará) Irlanda, ay, nuestra charla se centró en nuestros propios paisanos y en la escasez de patatas, y muy especialmente en Sitric Ó Sánasa.

—No creo, caballeros —dijo Máirtín— que Sitric haya comido una sola patata desde hace dos días.

—Válgame Dios, es verdaderamente cierto lo que dices —dijo el Viejo—, y nada saludable puede obtenerse de la áspera hierba que cubre esta colina.

—Ayer vi al desgraciado —dije— y estaba fuera bebiéndose la lluvia.

—Aunque no es muy nutritiva, al menos es sabrosa —comentó el Viejo—. Si los gaélicos se pudieran alimentar de la lluvia que cae del cielo, no creo que hubiera un solo estómago vacío en esta zona.

—Si a la ilustre compañía le place escuchar mi propia opinión —dijo Máirtín—, creo que el pobre e inocente individuo del que hablamos no está muy lejos de alcanzar la Vida Eterna. Quien vive sin patatas, no goza de buena salud.

—Oh, gente de dulces palabras —dije yo cortésmente—, si no me engañan mis ojos, ahí viene Sitric, que ha salido de su cueva.

Abajo en el llano se encontraba Sitric mirando a su alrededor, un hombre largo como una lanza y tan flaco por el hambre que podría pasar inadvertido a la vista si se hallaba de perfil. Parecía alegre y atolondrado, sin el control apropiado sobre sus piernas debido a la ebriedad que le producía el aire de la mañana. Tras permanecer un rato de pie, cayó desmayado sobre el tremedal.

—Nunca pudo mantenerse de pie quien pasó mucho tiempo sin patatas —dijo el Viejo.

—Es verdad todo lo que has dicho, amigo —dijo Máirtín—, y esa verdad es verdadera.

—Respetables señores —intervine—, por si acaso nos abandona en este mismo instante y emprende el camino de la suprema verdad, creo que haríamos bien si al menos fuéramos a hablar con él, aunque solo sea para ayudarlo en este trance.

Estuvieron de acuerdo, y allá que bajamos adonde se hallaba el endeble Sitric. Se sobresaltó cuando sintió pasos cerca, y entonces nos saludó en voz baja pero educada y amablemente. A decir verdad, tenía pocas fuerzas en aquel momento. El aliento se le escapaba débilmente, y por lo que respecta a la sangre roja que pudiera tener dentro, no se veían indicios de su existencia en parte alguna de su piel.

—¿Hace mucho que no pruebas bocado, Sitric, oh amigo de los amigos? —preguntó afablemente Máirtín.

—No he tomado una sola patata en una semana —le respondió Sitric—, y hace un mes que no pruebo ni pizca de pescado. Lo único que tengo delante a la hora de comer es el hambre misma, y ni siquiera puedo acompañarla con un grano de sal. De forma que anoche me comí un trozo de turba, y yo diría que esa ración de negro alimento no le sentó muy bien a mi estómago, ¡Dios nos ampare! Anoche estaba vacío, pero hoy, en cambio, tengo la barriga llena de dolores. ¿Acaso no viene lentamente, amigos, la muerte al encuentro de quien la desea?

—¡Ay de quien se come el tremedal! —exclamó el Viejo—. No es sana la turba pero, claro, ¿cómo podemos saber que no terminaremos por alimentarnos de tremedales y colinas, Dios no lo quiera?

Sitric cambió de posición, rodando hasta quedar con la espalda sobre el suelo, y nos miró fijamente con ojos inyectados en sangre.

—Respetables señores, ¿les importaría llevarme a la playa y tirarme al mar? Peso menos que un conejo, y no sería tarea tan difícil para unos hombres robustos y bien alimentados arrojarme desde una roca.

—No te preocupes, mi alma —dijo con tristeza Máirtín—, pues siempre habrá una patata para ti mientras yo tenga cerdos en casa y una olla hierva para ellos. Oye, tú —se dirigió a mí—, ve corriendo y trae una patata gorda de la olla que tengo para los cerdos en mi cabaña.

Partí de buena gana, y no me detuve hasta que cogí la mayor patata que había en el cacharro y regresé al lugar del hambre. El hombre que estaba en el suelo engulló vorazmente la patata, y cuando se hubo tragado el almuerzo observé que se había operado en él una notable mejoría. Se incorporó.

—Es un plato sabroso, y estoy lleno de agradecimiento pero, bueno, no quiero tener que estar siempre mendigando ni que por mí sufran escasez los cerdos. Nunca en la vida tendré casa, y cuanto antes me arrojéis al mar antes os quedaréis todos tranquilos. Lo que quiero es hundirme en el agua y nunca más salir.

—Nunca había oído —dijo el Viejo— que nadie fuera tranquilamente al mar sin tener debajo un bote.

—Por malo que sea el mar salado —respondió Sitric—, resultará agradable para quien habita en esa sucia cueva y soporta el aguacero que cada noche cae sobre su cabeza sin tener ante él más que perpetuo fango, humedad y hambre cruda…

—No te olvides —dije yo— de que eres gaélico y no es buena fortuna lo que te está destinado.

—… y miseria y dificultades y desgracias… —dijo Sitric.

—No es natural que siempre nos caigan chaparrones encima —dijo el Viejo— sin un solo rayo de sol de vez en cuando.

—… y asquerosos tejones, y gatos de mar y ratones pardos que todas las noches corren por mi cabeza… —siguió diciendo Sitric.

—Pero ¿cómo podemos saber que nunca llegará la luz del sol a Corca Dorcha? —preguntó Máirtín.

—… y de aquí hasta el fin del mundo —dijo Sitric angustiado—, necesidad, apuros y pobreza; temporal, escarcha y nieve, truenos y relámpagos; y el rencor del mundo cayéndonos del cielo cada noche…

—¡Ó Sánasa vivirá otro día más[24]! —exclamé yo como un falso profeta.

—… y las pulgas… —continuó Sitric.

Era evidente que se encontraba en mal estado, de mal humor, con mal aspecto y en una situación miserable. Nunca antes le había oído maldecir ni quejarse. Semejante cosa no era ni correcta ni gaélica, e intentamos tranquilizarlo y levantarle el ánimo por miedo a que luego se tirara al mar sin que nosotros lo supiéramos. Máirtín Ó Bánasa habló muy oportunamente.

—Ayer estuve en Dingle, y conversé con un hombre de la Gran Blasket. Me contó que hay muchísimas focas en Inis Mhicealáin y que la gente de la isla pretende matar unas cuantas. Su grasa tiene mucho valor, y la carne es sabrosa.

—Hay peligro en esa faena, amigo —dije yo. No me hacía ninguna gracia la idea de tener que enfrentarme o, tal vez, poner la mano encima a aquellos bichos. Se me ocurrió que era fácil resultar muerto o herido al realizar esa tarea.

—He pensado —dijo Máirtín— que haríamos bien en traernos unas cuantas de la Roca a Corca Dorcha. No sería tanta la oscuridad si tuviéramos su aceite.

—Yo prefiero —dije— estar vivo a oscuras que muerto en plena luz.

Me di cuenta de que el Viejo fruncía el ceño, señal de que una gran actividad se estaba desarrollando en su cabeza. Finalmente dijo:

—Mira, Sitric, si tuvieras una gran foca entera para ti solo, puesta en salazón en tu casa, no habría peligro de que pasaras hambre en tres meses, y no te verías en la necesidad de mendigar patatas. Yo diría que todos debemos salir al mar, matar a las focas en sus guaridas, y traérnoslas a casa.

—Me parece muy razonable, querido amigo —dijo Sitric—, pero yo no sería capaz de luchar con la más pequeña foca que jamás haya habido sobre las rocas del mar, pues ahora mismo no me pueden sostener mis piernas.

—No te preocupes, hombre —lo tranquilizó Máirtín—, esta noche te mandaré a un muchacho con otras dos patatas, y mañana, cuando vuelvas a tener fuerzas y vigor, nos haremos a la mar.

Así quedó la cosa. A pesar de que el Viejo había dicho que todos nos haríamos a la mar, yo salí de la cama muy temprano a la mañana siguiente y, tras consumir un pedazo de patata, me encaminé a la colina. Nunca había navegado, ni me apetecía hacer tal cosa, y tenía muy claro que —mientras supiera qué me convenía— nunca iría a abatir focas a aquella región submarina en la que acostumbraban a tener su hogar. Pensé que lo más saludable que podía hacer ese día era estar en la colina. Tenía varias patatas para comer, y me pasé todo el día tranquilamente sentado sobre mi trasero, en medio de la lluvia, haciendo como que estaba de caza. Cuando clareó, vi que Máirtín Ó Bánasa, el Viejo Canoso y Sitric Ó Sánasa se reunían y salían al mar llevando al hombro picas, sogas, cuchillos y otras cosas de utilidad.

Me estuvieron cayendo chaparrones todo el día, y naturalmente llegué empapado y extenuado a casa al anochecer. Me puse a comer patatas con avidez, y después de tragármelas pregunté por los que habían salido. Mi madre se quedó escuchando el gran vendaval que arremetía contra la casa, y cuando dejó de aguzar el oído me di cuenta de que estaba preocupada.

—No creo —dijo— que regresen sanos y salvos esta noche, pues ninguno de ellos ha estado antes en el mar. ¡Maldito sea el que los incitó a ese viaje!

—Mucho más agradable es nadar y remar en la colina —dije yo.

Llevé adentro a los cerdos, y todos nos fuimos a los lechos de juncos. En aquel momento la lluvia repiqueteaba violentamente sobre la casa, la gran voz del trueno bramaba arriba en el cielo, relampagueos de rayos que se perdían al este y al oeste rasgaban la oscuridad, y golpes de agua salada restallaban contra el cristal de la ventana a pesar de que había diez millas de camino hasta la playa. En una noche así, no eran desde luego las focas lo que preocuparía a los hombres que estaban en el océano, sino intentar aprender a la primera el oficio de marinero, con el fin de poder llegar sanos y salvos a tierra firme. También recordé que yo sería en adelante el cabeza de familia si se daba el caso de que no regresara el Viejo de su travesía.

Las cosas no son siempre como uno imagina, al fin y al cabo; al menos en Corca Dorcha. Después de que se hiciera de día y la tempestad amainara, el Viejo y Máirtín Ó Bánasa entraron por la puerta, los dos completamente exhaustos y calados hasta los huesos, pero aun así pidiendo patatas a voz en grito. Les dimos una calurosa bienvenida y pusimos la mesa para comer.

—¿Dónde está el tercer hombre que fue de viaje con ustedes? —pregunté—. ¿Está el señor Ó Sánasa en esta o en la otra vida durmiendo el sueño de los justos?

—Está vivo y goza de excelente salud —dijo Máirtín—, pero sigue bajo el agua.

—Caramba —exclamé—, eso está muy bien, pero le doy mi palabra, señor, de que no entiendo lo que me dice.

Cuando tuvieron la barriga llena de abundantes patatas, los dos marineros me explicaron los sucesos de la noche y, desde luego, puedo decir sin temor a exagerar que fue algo asombroso. Parece ser que los tres se hicieron con un bote en Dún Chaoin y partieron hacia la Roca. Cuando llegaron a donde las focas vivían, descubrieron un gran agujero en la pared de un acantilado, y lo tantearon con un remo. La cavidad se adentraba bajo el nivel del mar, y había un fuerte oleaje a su alrededor. Ninguno de los tres que iban en la canoa tenía grandes deseos de sumergirse en aquella misteriosa región, y durante un rato se quedaron donde estaban, con más actividad verbal que cinegética. Al final los dos más viejos vertieron tal cantidad de palabras y consejos en los oídos de Ó Sánasa que este accedió a atarse una soga a la cintura y tirarse de un salto al interior del agujero. Bajó, y le echaron una soga bien larga. El mar estaba empezando a picarse y el cielo presentaba mal aspecto. Ó Sánasa había prometido volver a la superficie tan pronto como pudiera para informar acerca de la región sumergida a los dos que estaban secos. Sin embargo, no hubo ningún informe que escuchar, e iban pasando los minutos sin que se percibiera mejora alguna en la melodía del viento. Acordaron tirar de la soga y poner a salvo a Sitric forzándolo a salir del agua. Dieron un gran tirón de la cuerda, pero fue sin resultado: continuó tensa en la boca del agujero. Cuando dejaron de tirar, y mientras discutían qué hacer, ocurrió que la cuerda se movió: ¡el de abajo les hacía saber que no había marchado a la Vida Eterna! Ahora, el viento venía acompañado de lluvia, y la canoa era empujada lo mismo a lo alto del cielo que al fondo de la mar océana. El Viejo decidió poner rumbo al este para volver a tierra y dejar al de abajo donde estaba, teniendo en cuenta todo lo que les había dicho sobre el mundo submarino. Pero Máirtín no estuvo de acuerdo con este plan. Estaba convencido de que no volvería a ver tierra firme, dada la gran cantidad de agua y viento que había alrededor, debajo y encima suyo, y le pareció que sería inteligente bajar a donde Sitric Ó Sánasa aún seguía vivo. Adoptó una pose valiente, le dijo adiós al Viejo y se arrojó al agua. El Viejo estuvo allí solo un buen rato esperando, seguramente lleno de miedo y soledad, recibir noticias de los otros dos. La tempestad había llegado a ser muy violenta, y ya era imposible distinguir entre el mar, el cielo y el arenoso viento. No se sabe si el Viejo descendió a la guarida de las focas o fue despedido fuera de la barca, pero lo cierto es que bajó al fondo del océano. Desgraciadamente, su cabeza resultó dañada, y también sus huesos, sobre los picos de las rocas y, cuando cayó al mar, el agua que se arremolinaba en el agujero se lo tragó enseguida. Al recuperar de nuevo el conocimiento, se encontró tendido sobre un saliente rocoso que permanecía seco y a salvo del agua, y la luz del día llegaba desde una grieta que había allá en lo alto lejos de donde él estaba. Se daba la circunstancia de que la gruta hacía una curva: al principio iba bajo el agua, y luego torcía hacia arriba a través del acantilado. Al parecer, había allí una cámara grande y espaciosa, una zona de rocas aquí, y más allá un manantial de agua, y todo estaba silencioso y sereno en contraste con la tormenta del exterior. Cuando los ojos del Viejo se acostumbraron a la mortecina luz de este lugar, descubrió que Ó Bánasa y Ó Sánasa estaban juntos allí, sentados junto a una foca muerta y masticando su insípida carne. Fue hacia ellos y los saludó.

—¿De dónde habéis sacado a ese bicho negro? —le preguntó a Máirtín.

—Tienen la casa llena en el fondo del agujero, las hay de todos los tamaños —dijo Máirtín—. Siéntese a la mesa, caballero.

De esa forma pasaron la noche. Prepararon una lámpara con aceite extraído del hígado de la foca, y estuvieron todo el rato hablando de las dificultades de la vida y de la escasez de alimentos que siempre padecerían los gaélicos. Cuando llegó la mañana, el Viejo afirmó que no era natural estar tanto tiempo sin patatas y que, por consiguiente, había decidido volver a la superficie y emprender el camino a casa. Máirtín alabó la idea, pero por increíble que parezca Sitric les tendió la mano, diciéndoles adiós y deseándoles buen Viaje.

—Válgame Dios —le dijo el Viejo asombrado—, ¡que te lleve el Diablo!

Entonces Ó Sánasa expuso su propia visión del asunto. En aquel lugar se hallaba libre de las inclemencias del tiempo, el hambre y los reveses de la vida. Las focas le servirían tanto de compañía como de sustento. Desde el techo de la cueva goteaba agua del cielo, que podría utilizar como condimento y como vino cuando tuviera sed. No parecía que fuera a abandonar una morada tan hermosa y acogedora después de haber conocido la miseria en Corca Dorcha. Estaba decidido, aseguró.

—Que cada cual haga lo que quiera —dijo Máirtín—, pero yo no tengo ganas de seguir viviendo bajo el agua.

Allí lo dejaron, y allí ha permanecido desde entonces. A veces se le ha vuelto a ver con la pleamar, salvaje y peludo como una foca, cogiendo peces con gran energía acompañado de la comunidad de la que se hizo huésped. A menudo he oído decir a los vecinos que Ó Sánasa era un excelente pescador, pues con el tiempo se había convertido en un sabroso pez, y que tenía dentro aceite suficiente como para alumbrar todo un invierno. Sin embargo, no creo que nadie haya tenido el coraje de intentar capturarlo. En la actualidad sigue enterrado en vida y feliz, a salvo del hambre y de la lluvia, allá en la Roca.