Capítulo VI

ME HAGO HOMBRE ~ LA FIEBRE DEL MATRIMONIO ~ EL

VIEJO CANOSO Y YO DE NUEVO EN LOS ROSSES ~ MUERTE

Y DESGRACIA

Cuando me hice hombre (pero no robusto ni viril) un día descubrí que no sucedía conmigo lo mismo que con aquellos de Corca Dorcha que eran mis contemporáneos y habían crecido en mi compañía. Ellos estaban casados y tenían numerosos hijos. Sin duda, algunos de estos niños ya iban al colegio y recibían del maestro el nombre de Jams O’Donnell. Yo no tenía esposa, y me parecía que esa era la razón por la que nadie me respetaba. Con esa edad no conocía las cosas básicas de la vida, no tenía idea de nada. Creía que los niños caían del cielo, y que lo único que necesitaba quien quisiera tenerlos era buena suerte y un terreno bastante extenso. Sin embargo, tenía ligeras sospechas de que las cosas no sucedían de este modo. Había personas —viejos inútiles— con grandes propiedades de tierra que no tenían ningún hijo, mientras que otros que no poseían tierra ni para una gallina tenían la casa llena de pequeñajos. Me pareció razonable plantear esta cuestión al Viejo Canoso.

—¿Con qué motivo y por qué razón —le pregunté un día— no estoy casado?

—Con paciencia se gana el cielo —respondió.

No dijimos nada más en aquella ocasión, pero me pasé un mes considerando tranquilamente el tema tumbado sobre los juncos en el fondo de la casa. Me di cuenta de que los hombres siempre se casan con las mujeres, y las mujeres con los hombres. Aunque a menudo oí que Máirtín Ó Bánasa me llamaba «pobre criatura» en presencia de mi madre, yo opinaba que muchas mujeres me aceptarían de buena gana.

Un día que iba por el camino, encontré a una dama de la parte alta de Corca Dorcha. Me saludó discretamente, y yo le dirigí unas palabras.

—Señorita —le dije—, he alcanzado la edad adulta, y ya ve usted que no tengo familia. ¿Habría alguna posibilidad, graciosa y gentil señorita, de que usted se casara conmigo?

No recibí respuesta ni amable despedida, sino que desapareció a todo correr por el camino renegando a voz en grito. Cuando empezaron a caer las aguas nocturnas, vino un hombre alto, fornido y de negra pelambrera preguntando por mí a mi madre. Agarraba una estaca de endrino, y tenía fruncido el ceño con cara de pocos amigos. Mi madre adivinó que aquel hombre moreno no traía dulces palabras ni buenas intenciones hacia mí, de forma que le dijo que yo había salido y que no esperaba que volviera. El caso es que me hallaba en mi posición habitual, a saber: descansando sobre los juncos en el fondo de la casa. El hombre se marchó, pero pronunció muchas palabrotas y voces malsonantes antes de dejarnos. Su visita me aterrorizó profundamente, pues comprendí que guardaba algún tipo de relación con la mujer que había visto en el camino.

Tras haber meditado el asunto otro año más, volví a abordar al Viejo.

—Buen hombre —le dije—, llevo dos años esperando y aún no tengo esposa, y no creo que nunca pueda irme bien sin ella. Me temo que los vecinos se burlan de mí. ¿Cree usted que mi problema tiene remedio, o tendré que estar solo hasta el día en que me muera y me entierren para siempre?

—Chico —dijo el Viejo—, sería conveniente que conocieras a alguna muchacha.

—Si es así —contesté—, ¿cuál cree usted que sería el mejor sitio para encontrarla?

—Los Rosses, sin duda. El Gato de Mar volvió a mi pensamiento y me desanimé un poco. Pero de nada sirve ignorar la verdad, y confié en el Viejo.

—En ese caso —le dije con voz decidida—, mañana iré a los Rosses para buscar una mujer.

Al Viejo no le agradó la idea, y durante un rato estuvo tratando de engatusarme para que abandonara la fiebre de matrimonio que me había entrado, pero, por supuesto, yo no tenía intención de abandonar el propósito que durante un año había estado firmemente arraigado en mi pensamiento. Finalmente tuvo que ceder, e informó de la novedad a mi madre.

—¡No me digas! —exclamó ella—. ¡Pobre criatura!

—Si consigue volver con una mujer de los Rosses, es posible que ella traiga dote, y eso nos convendría ahora que ya casi no nos quedan patatas y hemos llegado a la última gota de licor en el fondo de nuestra botella.

—No me atrevería a decir que no tienes razón —contestó mi madre.

Finalmente resolvieron ceder del todo a mis pretensiones. El Viejo manifestó que conocía en Gaoth Dobhair a un hombre que tenía una linda hija de rizados cabellos que aún permanecía soltera aunque todos los mozos de los alrededores la cortejaban enloquecidos por la fiebre de matrimonio. El padre se llamaba Jams O’Donnell, y Nábla la muchacha. Dije que estaría contento de aceptarla. Al día siguiente, el Viejo me metió una botella de más de una pinta en el bolsillo y los dos partimos rumbo a Gaoth Dobhair. Después de mucho caminar llegamos a aquel pueblo a media tarde, cuando aún quedaba luz en el cielo. De repente, el Viejo se detuvo y se sentó junto al camino.

—¿Estamos cerca ya de la morada y residencia permanente del caballero Jams O’Donnell? —dije suave y cortésmente, interrogando al Viejo.

—Sí, es esa casa de allí.

—Estupendo —dije—. Venga, vamos a cerrar el trato y a tomarnos unas patatas. Mi hambre se muere de hambre.

—Hijito —respondió él entristecido—, me temo que no comprendes las cosas de la vida. Se dice en los buenos libros que describen la existencia de los pobres gaélicos que es en mitad de la noche cuando dos hombres van de visita si tienen una botella de más de una pinta y buscan mujer. Por esa razón tenemos que quedarnos aquí sentados hasta que llegue el momento.

—Pero va a ser una noche pasada por agua. El cielo está cargado de lluvia.

—Es lo mismo. No sirve de nada que tratemos de escapar a nuestro destino, oh caro amigo.

No conseguimos escapar aquella noche ni al destino ni a la lluvia. Quedamos con las ropas caladas, y, debajo de las ropas, calados hasta los huesos. Cuando finalmente alcanzamos el hogar de Jams O’Donnell, estábamos totalmente empapados, y caían de nosotros chorros de agua que mojaban a Jams y a su casa, así como a cuantos objetos o seres vivos había allí. Apagamos el fuego, que tuvo que ser vuelto a encender nueve veces.

Nábla estaba acostada —o «descansando»—, pero no es necesario que cuente la estúpida conversación que mantuvieron el Viejo Canoso y Jams O’Donnell sobre el tema de la boda. Toda la conversación se puede encontrar en los buenos libros a los que antes me he referido. Cuando nos separamos de Jams con las primeras luces del día, la muchacha ya era mi prometida, y el Viejo estaba borracho. Llegamos a Corca Dorcha a la hora del mediodía, muy satisfechos del negocio de la noche.

No hace falta que diga que hubo jolgorio y grandes festejos en este pueblo cuando llegó el día de mi boda. Los vecinos vinieron a darme la enhorabuena. Para aquel entonces, el Viejo ya se había bebido todo el dinero que había recibido como dote, y no quedaba en la casa ni una sola gota con la que convidar a los vecinos. Cuando se dieron cuenta de que eso era lo que había, se llenaron de pesadumbre y malhumor. Se oyeron algunos susurros amenazadores por parte de los hombres, y las mujeres se pusieron a comer todas nuestras patatas y a beber todo nuestro suero para hacernos pasar tres meses de escasez. Al Viejo le entró una especie de terror cuando vio lo que estaba sucediendo con los visitantes. Me habló privadamente al oído.

—Muchacho, si no damos a esta gente licor y tabaco, me temo que alguien va a robar uno de nuestros cerdos esta noche.

—Señor, nos robarán todos los cerdos, y a mi esposa también.

En aquel momento. Nábla estaba en el fondo de la casa, y mi madre encima de ella. La pobre muchacha estaba tratando de escapar de nuevo a casa de su padre, y mi madre intentaba hacerle entrar en razón diciéndole que hay que resignarse y aceptar el destino gaélico. Tuvimos mucho llanto y alboroto aquella noche en nuestra casa.

Fue Máirtín Ó Bánasa quien nos salvó. Cuando peor estaba todo, entró con un barrilito de agua bajo el brazo. Me ofreció amablemente el barril y me felicitó con cortesía por mi matrimonio. Al darse cuenta el gentío que teníamos dentro de que por fin se había abierto la puerta de la hospitalidad, todos quisieron estar alegres y animados, y empezaron a beber, a bailar y a cantar con todas sus fuerzas. En poco tiempo armaron un escándalo que hizo temblar las paredes de la casa y llenó de turbación y pánico a los cerdos. A la mujer que estaba en el fondo de la casa le dieron un vaso lleno de aquella ardiente agua —a pesar de que no tenía estómago para ello—, y no pasó mucho rato hasta que dejó de batallar y cayó sobre los juncos amodorrada por la bebida. A medida que los hombres iban bebiendo más y más, perdían la compostura y las buenas maneras que les eran naturales. Cuando llegó la medianoche, la sangre ya corría generosamente y varios hombres se habían quedado poco menos que en cueros. A las tres de la mañana, dos hombres murieron víctimas de una violenta lucha que estalló en el fondo de la casa, pobres inocentes gaélicos que no estaban acostumbrados al agua abrasadora del barril de Máirtín. Por lo que respecta al Viejo, fue por poco que no se marchó al otro mundo aquella noche en compañía de los otros dos. Ni participó en la pelea ni recibió ningún golpe, pero durante la fiesta estuvo sentado cerca del barril. Me pareció que mi mujer hizo bien en perder el conocimiento y no darse cuenta del comportamiento que hubo en la celebración de la boda. No se oyeron sonidos melodiosos, y las manos que se alzaron no hicieron nada bueno.

Sí, cuando llevaba casado aproximadamente un mes, se produjeron en casa disputas y airadas discusiones entre mi mujer y mi madre. La situación empeoraba día a día, y finalmente el Viejo nos aconsejó que nos marcháramos para siempre de la casa y nos estableciésemos en otro lugar, pues, dijo, así ha sucedido siempre con todas las parejas de recién casados. No era bueno ni apropiado, señaló, que dos mujeres vivieran bajo un mismo techo. Comprendí que las peleas entre ellas lo preocupaban y turbaban su sueño por las noches. Adaptamos como vivienda la vieja choza que hacía tiempo se había construido para los animales. Una vez hecho esto, y colocados dentro los lechos de juncos, mi mujer y yo abandonamos la otra casa llevando con nosotros dos cerdos y unos cuantos enseres domésticos, y comenzamos a vivir en nuestro nuevo hogar. A Nábla se le daba muy bien cocer patatas, y vivimos en armonía durante un año, dándonos mutua compañía en el fondo de la casa. Muchas tardes acudía el Viejo Canoso a charlar con nosotros.

Sí, la vida es sorprendente. Una vez, al regresar yo de Galway en la oscuridad de la noche, cuál no sería mi sorpresa al descubrir que poseíamos un nuevo cochinillo en el fondo de la casa. Mi mujer estaba dormida, y aquel bichito diminuto y de piel clara resollaba débilmente en el suelo. Lo levanté cuidadosamente, y a punto estuve de dejarlo caer del susto que me llevé al ver qué era exactamente lo que sostenían mis manos. La pequeña cabeza era calva, la cara del tamaño de un huevo de pato, y las piernas como las mías. ¡Yo tenía un bebé! No hace falta que diga que me latió aceleradamente el corazón con una alegría indescriptible. ¡Yo tenía un niño! Sentí que me llenaba de importancia y dignidad, y que todo mi ser tomaba consistencia.

Dejé suavemente al crío junto a su madre, y salí corriendo en busca del Viejo con la botella de licor que tenía escondida hacía un año. Juntos en la oscuridad bebimos un vaso, y luego otro, y después bebimos a la salud del pequeño. Pasado un rato, cuando algunos vecinos oyeron el vocerío y el jaleo de la borrachera que nos traíamos, se dieron cuenta de que había líquido gratis, y se levantaron de sus lechos de juncos para venir a hacernos compañía. Fue una gran noche hasta que se hizo de día. Acordamos llamar al muchacho Leonardo Ó Cúnasa.

Pero, ay, la felicidad y la alegría duran poco para los pobres gaélicos, que no pueden escapar por mucho tiempo al azote del destino. Un día, jugando con Leonardo sobre el césped que había delante de la puerta, cuando él tenía un año y un día, descubrí que de repente le había sobrevenido algún trastorno, y que no se encontraba lejos de la Vida Eterna. Tenía la carita gris, y una terrible tos se había apoderado de su garganta. Me sentí horrorizado al no poder calmar a la pobre criatura. Lo dejé como estaba sobre la hierba, y entré corriendo a buscar a mi mujer, y qué sucedió sino que la encontré muerta y fría sobre los juncos, con la boca abierta y los cerdos gruñendo a su alrededor. Cuando llegué otra vez a donde había dejado a Leonardo, también él estaba sin vida. Había regresado al lugar de donde vino.

Aquí tienes, lector, alguna información sobre la vida de los pobres gaélicos de Corca Dorcha, y un relato acerca del destino que los aguarda desde el primer día. Tras la alegría viene la aflicción, y el buen tiempo no dura para siempre.