Capítulo V

DE CAZA EN LOS ROSSES ~ LA BELLEZA Y LOS PRODIGIOS

DE AQUELLA TIERRA ~ FERNANDO Ó RÚNASA, EL VIEJO

NARRADOR ~ MI PASEO NOCTURNO ~ ME PERSIGUE LA

BESTIA MALIGNA ~ A SALVO DEL PELIGRO

Érase una vez que las patatas estaban empezando a escasear en nuestra casa, y la sombra del hambre nos preocupaba, cuando el Viejo Canoso dijo que había llegado el momento de que saliéramos a cazar si es que queríamos mantener el alma dentro del cuerpo, en vez de dejarla volar por el firmamento como los melodiosos pajaritos.

—No es bueno que las personas vivan unas a la sombra de otras —dijo— si lo único que tienen es sombras. Jamás he oído que la sombra de alguien resultara efectiva como defensa contra el hambre.

Desde luego, no me llenaron de júbilo estas palabras. Por aquel entonces yo tenía casi veinte años, y era una de las personas más vagas y perezosas de cuantas vivían en Irlanda. No había tenido experiencia alguna de lo que era el trabajo, ni tampoco inclinación por él, desde que nací. Jamás había trabajado en el campo. Yo opinaba que todo lo relativo a la caza era especialmente penoso: un continuo recorrer lo más apartado de las colinas un continuo acecho tirado sobre la hierba mojada, una continua búsqueda, un continuo esconderse, un continuo cansancio. No me importaría no haber cazado nunca en mi vida.

—¿Dónde cree usted, señor —pregunté—, que se encuentra la mejor caza de Irlanda?

—Hijito, chiquitín mío —me respondió—, es en los Rosses, en Tír Chonaill, donde está la mejor caza, y todo en aquella región es igualmente bueno.

Casi se me pasó el abatimiento cuando me enteré de que nos íbamos de viaje a los Rosses. Nunca había estado en aquella parte del país, pero tanto había oído hablar de ella al Viejo que durante mucho tiempo tuve grandes deseos de conocerla: si hubiera podido elegir, no sé si habría preferido visitar el Cielo o los Rosses. Por lo que contaba el Viejo, podría creerse que traía más cuenta ir a los Rosses. No está de más decir que este caballero había nacido en los Rosses.

Según le había oído decir, en su juventud fue el mejor mozo de los Rosses. En lo que respecta a saltar, saquear, pescar, cortejar, beber, robar, pelear, desjarretar, correr, maldecir, jugar a las cartas, moverse en la noche, cazar, bailar, fanfarronear y pegar palos, no había nadie en la región que pudiera comparársele. Él solo fue quien mató a Martyn en Gaoth Dóbhair en 1889, cuando dicho individuo pretendió llevarse al Padre Mac Pháidín a Derry; él solo fue quien mató a Lord Leitrim cerca de Cratlach en 1875; él solo fue quien escribió en gaélico por vez primera su nombre en un carro, por lo cual fue procesado en aquella histórica ocasión; él solo fue quien fundó la Liga Campesina, el movimiento feniano y la Sociedad para la Lengua Gaélica. Sí, su vida había sido dilatada y activa, y de gran utilidad para Irlanda. Si no fuera porque nació en el tiempo en que nació y llevó la vida que llevó desde que vino al mundo, hoy nos faltarían temas de conversación en este país.

—¿Vamos a buscar conejos? —dije yo muy educadamente.

—No —respondió él—, o si prefieres: de ninguna manera.

—¿Cangrejos o langostas?

—Ni mucho menos.

—¿Cerdos salvajes?

—Ni son cerdos ni son salvajes.

—Si es así, señor —le dije—, vámonos, que no le haré de momento ninguna pregunta más ya que no está usted muy hablador.

Dejamos a mi madre medio dormida sobre los juncos, y allá que nos marchamos en dirección a los Rosses.

Por el camino encontramos a un hombre de los Rosses que se llamaba Jams O’Donnell, y lo saludamos cortésmente. Se paró delante de nosotros, recitó el Canto de las Victorias, dio con nosotros los tres pasos de caridad, se sacó unas tenazas del bolsillo y las arrojó detrás de nosotros. Por si fuera poco, tenía aspecto de llevar una botella de más de una pinta en el bolsillo, y de haber dado palabra y mano a una muchacha de Gleann Domhain. Vivía en un rincón del valle a mano derecha según se va al oeste por el camino[18].

Sin duda, era un nativo de Ulster como los que aparecen en los buenos libros, uno de los revoltosos que siempre ha habido en esa región.

—¿Está usted bien del todo? —le preguntó el Viejo.

—Nada más que regular —dijo Jams—, pero no hablo gaélico; solo gaélico de Ulster[19].

—¿Estuvo usted en la fiesta de Corca Dorcha, caballero? —le pregunté.

—No, estaba de juerga en Escocia.

—Creí haberle visto entre la multitud que se congregó a la entrada del recinto de la fiesta.

—No, no estuve entre la multitud de la entrada, Capitán.

—¿Ha leído usted Séadna[20]? —le preguntó amablemente el Viejo.

Seguimos charlando alegre y educadamente durante largo rato, comentando las novedades del día y las dificultades de la vida. De lo que dijeron ellos dos pude reunir mucha información sobre los Rosses y sobre la mala situación de la gente de allí, todos descalzos y sin medios de vida. Unos estaban siempre en apuros, otros de juerga en Escocia. En cada cabaña había: (1) por lo menos un hombre joven al que llamaban «el Tahúr», un zascandil que pasaba buena parte de su vida de juerga en Escocia, jugando a las cartas y al billar, y dándole al tabaco y al alcohol en las tabernas; (2) un anciano decrépito que se pasaba el día en la cama junto a la chimenea, y que se levantaba todas las noches a la hora en que llegaban las visitas para meter sus dos patas en los rescoldos, aclararse la garganta, encender su pipa y contar historias sobre los malos tiempos; (3) una linda mocita llamada Nuala, o Babaí, o Nábla, o Róise, a la que venían a cortejar todas las noches hombres con botellas de más de una pinta, uno de los cuales quería casarse con ella. No se sabe por qué, pero así era. Quien crea que no digo la verdad, que lea los buenos libros (o los buenos libros[21]).

Finalmente llegamos a los Rosses, después de haber recorrido gran parte de la corteza terrestre. Desde luego, era una región alegre aunque hambrienta. Por primera vez desde que nací, contemplé un paisaje que no estaba empapado por las copiosas lluvias. En todas direcciones, el colorido del firmamento era un regalo para la vista. Una suave y dulce brisa nos pisaba los talones y nos ayudaba al andar. Arriba en el cielo había una gran lámpara amarilla a la que llamaban el Sol, arrojando luz y calor sobre nosotros. Muy en la distancia había grandes montañas azules que se alzaban al este y al oeste, vigilándonos. Un ágil riachuelo seguía de cerca a la carretera. Estaba oculto en el fondo de la cuneta, pero sabíamos de su presencia por el suave murmullo que proporcionaba a nuestros oídos. A ambos lados se extendían pardinegros campos de turba, aquí y allá salpicados de rocas. No pude encontrar defecto alguno a los Rosses, ni siquiera a uno de ellos. Tan bello era un Ross como el otro.

Por lo que respecta a la caza, el Viejo ya estaba metido de lleno en ella antes de que yo pudiera darme cuenta de que el aspecto del paraje sugería que era apropiado para cazar, o de que el Viejo estaba sobre la pista. De pronto saltó por encima de una cerca, y yo seguí sus pasos. Ante nosotros apareció una casa de piedra en un pequeño prado. En un abrir y cerrar de ojos el Viejo forzó una ventana y desapareció de mi vista en el interior de la casa. Me quedé unos instantes considerando lo sorprendente que es la vida, y entonces, cuando ya estaba a punto de seguirlo ventana adentro, salió él con la misma rapidez.

—Aquí siempre ha habido buena caza, —me dijo. Abrió el puño, y quién hubiera podido imaginar lo que guardaba: cinco chelines de plata, un bonito y elegante collar de señora y un pequeño anillo de oro. Se metió todo aquello en un bolsillo interior con gran satisfacción, y me hizo emprender con él la marcha a toda prisa.

—Esa casa pertenece al maestro Ó Bíonasa —dijo—, y rara vez he salido de ella con las manos vacías.

—Si es así, señor —le dije ingenuamente—, ¿no es extraño lo que ocurre en el mundo hoy día, e irregular la caza que estamos practicando?

—Aunque así sea —dijo aquella sagaz criatura—, este es buen momento.

Al llegar a otra casa con tejado de pizarra, el Viejo se coló de nuevo, y volvió a salir un rato después con un gran puñado de monedas de cobre que había encontrado en una taza sobre el aparador; en otra casa robó una cuchara de plata, y en una tercera cogió abundantes víveres con los que repusimos fuerzas tras la caminata y el agotamiento de la jornada.

—Entonces —dije finalmente—, ¿no hay nadie vivo en esta región, o es que nos han dejado todos para irse a la remota América? Sea cual sea la explicación de lo que pasa en esta parte del mundo, todas las casas están vacías, y la gente fuera.

—No hay duda, oh hijito pequeñín —dijo el Viejo—, de que no has leído los buenos libros. Ahora está atardeciendo, y según el destino literario hay una tempestad frente a la costa, los pescadores corren peligro en el mar, la gente está congregada en la playa, las mujeres se lamentan, y una pobre madre grita: ¿quién salvará a mi Mici? Así es como siempre han estado los gaélicos al caer la noche en los Rosses.

—Son increíbles —dije— las cosas que ocurren en el mundo hoy día.

Y vaya si lo eran. Después de haber estado cazando y robando de casa en casa, por fin llegamos a una alta colina desde la que se divisaba la orilla del mar al oeste, donde las grandes olas espumosas llegaban a tierra. Disfrutábamos de un tiempo apacible en la cima de la colina, pero era patente por el aspecto enfurecido del océano que la gente de abajo sufría un gran vendaval, y que debía de ser desagradable la situación del pescador que se encontraba en medio del oleaje. No pude ver a las mujeres que estaban lamentándose en la playa debido a la gran distancia que nos separaba, pero no cabe duda de que estaban allí.

Estuvimos sentados sobre una roca, el Viejo Canoso y yo, hasta que descansamos. Los bolsillos y las ropas del Viejo estaban repletos de lo que había robado, por no mencionar los valiosos objetos que llevaba en las manos y bajo el brazo. Verdaderamente había conseguido buena caza aquel día, y lo cierto es que nuestra visita no había resultado beneficiosa para los habitantes de los Rosses. El Viejo me pidió que cargara con parte del botín.

—Ahora iremos —me dijo— a la cabaña de mi amigo Fernando Ó Rúnasa, en Cill Aodha, donde me quedaré a pasar la noche, y tú volverás a casa después de haber tomado una patata y leche fresca. Yo cogeré el carrito de Fernando y mañana estaré de vuelta en casa con todo lo que me he agenciado hoy gracias a la cacería.

—Muy bien, señor.

Y allí fuimos. Fernando residía en una casita encalada, situada en un rincón del valle a mano derecha según se va al oeste por el camino. Tuvimos un gran recibimiento gaélico. Fernando era un anciano decrépito que vivía solo con su hija Nábla (una muchacha pequeña, linda y bien proporcionada), y con una anciana (no se sabía si era su mujer o su madre) que lleva veinte años agonizando en la cama junto a la chimenea y seguía sin marcharse al otro barrio. Tenía un hijo que se llamaba Mici (apodado «el Tahúr»), pero estaba de juerga allá en Escocia.

Escondieron las mercancías del Viejo —era evidente que estaban acostumbrados a ese tipo de actividad—, y a continuación nos sentamos todos para dar buena cuenta de las patatas. Tras acabar con la pitanza, el Viejo Canoso le comentó a Fernando que yo era un joven sin mucha experiencia de la vida, y que jamás había escuchado a un viejo narrador auténtico contar viejas narraciones auténticas a la usanza tradicional gaélica.

—Por eso, Fernando, estaría muy bien que nos contaras una historia, si no te importa.

—Con gusto contaría una historia —dijo Fernando—, solo que no es apropiado que un viejo narrador que se precie cuente historias sin antes instalarse cómodamente junto al fuego y meter sus dos patas en los rescoldos; pero donde estoy sentado queda a un buen trecho del fuego, y el reuma no me permitirá levantarme ni acercar mi silla al hogar. Fueron ese par de malvados, el Demonio y el Gato de Mar, quienes me trajeron el reuma, ¡mal rayo los parta!

—No te preocupes —replicó el Viejo—, yo os acercaré a ti y a la silla.

Dicho y hecho. Ó Rúnasa, el viejo narrador, fue trasladado al amor de la lumbre, y todos nos sentamos alrededor para calentarnos, aunque la noche no era fría en absoluto. Yo miré con curiosidad al narrador. Acomodó ceremoniosamente su cuerpo en la silla, colocó su trasero con cuidado, metió sus dos patas en los rescoldos, encendió la pipa y, cuando se encontró a gusto, se aclaró la garganta y comenzó a soltarnos esta historia:

—Cuando yo era un niño entre cenizas, no sabía, ni tampoco sabían Pats ni Micilín, ni Nóra la del Pelo Rizado, hija de Néllí la Grande y nieta de Peadar el Joven, por qué razón le llamaban el Capitán. Sin embargo, tenía aspecto de haber pasado buena parte de su vida en el mar. Parecía que solo le gustaba su propia compañía, pues vivía solo en una pequeña casa encalada, situada en un rincón del valle a mano derecha según se va al este por el camino, y, caramba, la gente del lugar rara vez le ponía la vista encima. Tenía un aire distante y reservado, y a menudo oí decir que su vida estaba marcada por una gran vergüenza sin nombre. Se contaba que había pasado buena parte de su vida de juerga en Escocia, que cuando era joven solía beber algo más que agua y suero de leche, y que no siempre era bueno lo que hacía cuando estaba bebido, pues era un tipo irritable y agresivo incapaz de contener esos ataques de ira que todo el mundo sufre de vez en cuando. Por lo demás, era educado y amable con quien lo merecía, o al menos eso es lo que he oído. Corrían muchas historias y rumores acerca de él. Se contaba que había sido cura en Escocia, pero que se apartó del buen camino y lo echaron de la Iglesia. Otros contaban que cuando era joven mató a un hombre en una taberna, y que había llegado a los Rosses huyendo de la justicia. Cada cual tenía su propia versión.

»Pues bien, llegó la Noche del Gran Viento[22]. Había mar gruesa y, como de costumbre, los pobres pescadores corrían peligro a la entrada del puerto intentando llegar a tierra. Madres y esposas contemplaban atormentadas a los pobres hombres abandonados sobre una roca, la barca destrozada en las aguas, y las terribles olas sin número que a cada instante amenazaban con ahogarlos precipitándose desde la oscuridad de la noche y arrojando grandes montones de algas sobre la negra superficie de las rocas. Las enormes olas asesinas salpicaban a las mujeres que miraban desde la playa, dejándolas completamente empapadas. El grito de una madre se alzó sobre el rugir del viento: ¡Oh, oh, oh! ¿Quién salvará a mi Páidí?

»Yo no esperaba, ni tampoco esperaban Pats ni Micilín, ni Nóra la del Pelo Rizado, hija de Néllí la Grande y nieta de Peadar el Joven, la respuesta que obtuvo la súplica de la mujer. Alguien se movió tras la multitud: era el Capitán, que avanzó de un salto. Se quitó la chaqueta, y pronto estuvo en el agua antes de que nadie pudiera hacerle entrar en razón. ¡Ay! —gritó la gente—, ¡otro pobre hombre que va a morir!

»Bueno, hubo lucha y esfuerzo, y padecimiento, y vida y muerte, aquella noche en el mar; pero para no alargar demasiado la historia, diré que el Capitán logró subir a la roca, y ató a los dos hombres que allí estaban con el cabo que llevaba alrededor y, Dios nos libre del mal, los tres fueron remolcados a tierra. Parece ser que el Capitán resultó herido aquella noche, pues al día siguiente lo encontraron muerto en su cama.

»Fue en el velatorio donde me enteré de toda la historia.

»Cuando era joven y estaba de juerga en Escocia, el Capitán mató a un hermano de uno de los hombres que estaban sobre la roca, y a la hermana del otro. Allí pasó veinte años en la cárcel antes de venirse a vivir solo a la casita del rincón del valle. Cualquiera que fuera el pecado que pesaba sobre su alma, es seguro que lo lavó con la valerosa hazaña que realizó aquella noche, y lo compensó con creces antes de morir. Es asombroso cómo el destino nos conduce en esta vida de las malas obras a las buenas, y luego a las malas otra vez. Sin duda, fue el Gato de Mar quien llevó al Capitán a matar a los dos primeros, y algún otro poder el que le permitió salvar a los otros dos que estaban a las puertas de la muerte. Hay muchas cosas que no comprendemos y nunca podremos comprender.

El narrador terminó de hablar, y el Viejo y yo le dimos calurosamente las gracias por la hermosa historia que había contado.

Para entonces había empezado a oscurecer, y me pareció que ya era hora de emprender el largo camino que llevaría mis pasos a Corca Dorcha. Cuando estaba a punto de despedirme, unos golpes educados y verdaderamente gaélicos sonaron en la puerta, y entraron un par de hombres que yo no conocía. No hicieron falta muchas palabras para que me diera cuenta de que uno de ellos había dado palabra y mano a Nábla la de rizada cabellera, quien ahora se encontraba reposando en el fondo de la casa, y de que traían una botella de más de una pinta para cerrar convenientemente el trato. Dije cariñosamente adiós a Fernando y al Viejo, y partí bajo el cielo nocturno.

Ya era de noche en los Rosses, pero me pareció que en algo había cambiado el aspecto del mundo. Llevaba un buen rato fuera cuando comprendí exactamente qué había de peculiar a mi alrededor. La tierra estaba seca, y ningún chaparrón caía sobre mí. Saltaba a la vista que en nada se parecían los Rosses y Corca Dorcha, pues en esta no había noche sin que un chaparrón cayera sobre nosotros desde el cielo. Aquí la noche era extraña y antinatural, pero, sin duda, también tenía su encanto.

El Viejo me había explicado antes el camino a Corca Dorcha, así que avancé decididamente. Las estrellas arrojaban su luz sobre mí; el terreno era llano bajo mis pies, y el aire de la noche un fresco condimento que me despertaba el hambre de patatas. Podríamos vivir tres meses por todo lo alto con lo que mi compinche había robado aquel día. Iba silbando una cancioncilla mientras caminaba. Anduve cinco millas a lo largo de la costa, y luego tierra adentro hacia el este dejándome llevar por caprichosos caminos secundarios. Durante una hora, el rumor del mar estuvo presente en mis oídos, al tiempo que el olor salado de las algas invadía mi nariz; pero aunque atravesaba campos del litoral en ningún momento vi el agua. Cuando estaba a punto de separarme del mar, la senda me condujo a lo alto de un acantilado, y me detuve un rato a mirar desde allí. Abajo había una vasta playa arenosa; blanca, donde las pequeñas olas llegaban dóciles y silenciosas a tierra; accidentada y turbulenta cerca de mí al pie del acantilado; llena de irregulares peñascos cubiertos de una melena de hierbas marinas e iluminados por pequeñas lagunas que brillaban en el crepúsculo y aguardaban con paciencia la llegada de la pleamar. Todo era tan sereno y apacible en aquel lugar, que me senté para disfrutar del momento y dar a mis huesos la oportunidad de descansar un poco.

Mentiría si dijera que no eché una cabezadita, pero de repente hubo una gran explosión en medio del silencio y, como es natural, pronto volví a estar bien despierto y en guardia. Quienquiera que fuese el demonio u hombre que estaba por allí, me pareció que debía de encontrarse a unas doscientas yardas a mi izquierda, en la escarpada zona a la sombra del acantilado y oculto donde nadie pudiera verlo. Nunca había oído un ruido tan insólito y misterioso. En parte era sonoro como si una piedra cayera sobre otra; en parte, sordo como si una pesada vaca cayera en una charca. Permanecí inmóvil a la escucha, profundamente aterrorizado. Ahora no había más sonido que el que suavemente producía el agua abajo en la playa. Sin embargo, aún percibí algo más. El aire se había vuelto fétido con un rancio olor a podredumbre que me sacudió las fosas nasales. Me sentí embargado por el miedo, la nostalgia y el asco. ¡El olor y el ruido estaban relacionados! Deseé con todas mis fuerzas estar a salvo en mi hogar, durmiendo con los cerdos allá en el fondo de la casa. Me sentí desamparado, solo como estaba en aquel lugar y amenazado por aquella cosa maligna y desconocida.

No sé si fui entonces curioso o atrevido, pero tuve el impulso de averiguar a qué me enfrentaba y comprobar si existía alguna explicación natural para el ruido y el mal olor que había sentido. Me levanté y me dirigí hacia el oeste, hacia el este luego, y más tarde al norte, sin detenerme hasta que descendí a la arena de la playa, blanda y húmeda bajo mis pies. Me acerqué con cautela al lugar donde se había producido el sonido. Ahora el hedor era verdaderamente intenso, y empeoraba a cada paso que yo daba. A pesar de todo, seguí adelante, rezando para que no me abandonara el valor. Una nube había cubierto las estrellas, y durante un tiempo no fue demasiado fácil distinguir el aspecto del terreno. Súbitamente, mi vista se posó en cierta sombra más negra que las otras que estaban al pie del acantilado, y el mal olor me acometió de tal manera que me revolvió el estómago. Allí mismo me detuve para serenarme y sacar fuerzas de flaqueza, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo la cosa negra se movió de donde estaba. A pesar de lo mucho que me atemoricé en aquel momento, mis ojos vieron con claridad todo cuanto había ante ellos. Un gran animal de cuatro patas se había incorporado, y ahora se alzaba en medio de las rocas arrojando andanadas de una intensa y horrible pestilencia alrededor. Pensé al principio que se trataba de una foca extremadamente voluminosa, pero pronto sus cuatro patas me hicieron descartar esta idea. Entonces aumentó levemente el tenue resplandor del cielo, y vi que una cosa peluda, grande y robusta me hacía compañía aquella noche, y que bajo su gris pelaje unos ojos enrojecidos y crispados me miraban fijamente llenos de ira. La oscuridad estaba corrompida por su aliento, y mi salud se deterioraba a toda velocidad. De pronto, la cosa maligna se agitó y soltó un gruñido, y me di cuenta de que se disponía a atacarme e incluso devorarme. Jamás he oído una palabra gaélica que designe el miedo que sentí. Un violento temblor se apoderó de mis huesos desde la cabeza a los pies, apenas me latía el corazón, y abundante sudor frío manaba de mi cuerpo. Llegado ese momento, creí que no sería larga mi estancia sobre el verde suelo irlandés. Nunca he estado en una posición tan poco saludable como aquella noche junto al gran océano. Un miedo amargo y seco, un temor callado, vergonzoso y cobarde me invadió de repente. Hubo en mi interior una tempestad de sangre, un torrente de sudor y una gran agitación mental. Un nuevo ladrido brotó de aquel demonio gris. Al mismo tiempo, un fuerte impulso se adueñó de mis pies, una agilidad sobrenatural que me trasladó veloz como el viento sobre el áspero terreno en que me encontraba. La cosa aquella me perseguía. Su tos y la podrida pestilencia venían tras de mí mientras me desplazaba sobre la maravillosa tierra de Irlanda.

Para cuando pude recobrar la percepción y la comprensión del mundo, ya había recorrido un largo camino. No quedaba ni rastro del gran mar de algas y arena, y el espíritu maligno había dejado de perseguirme. Me hallaba a salvo de aquel demonio sin nombre. No me había herido ni devorado, pero, a pesar de mi gran cansancio, no abandoné la desenfrenada carrera hasta que estuve de nuevo sano y salvo en Corca Dorcha.

Al día siguiente regresó el Viejo Canoso con el fruto de su caza. Le dimos una afectuosa bienvenida y nos sentamos a comer patatas. Cuando todos los habitantes de la casa, lo mismo personas que cerdos, tuvieron bien llenos de patatas sus cuerpos, me llevé aparte al Viejo y le hablé al oído. Le dije que mi estado de salud no era bueno después de la noche que había pasado.

—¿Es que estuviste bebiendo, hijito, o es que anduviste de caza nocturna? —me preguntó.

—De verdad que no, señor —le respondí—, lo que pasó es que una cosa gris con cuatro patas me persiguió. No conozco ninguna palabra gaélica para designarlo, aunque seguro que no era nada bueno. Ignoro cómo me las arreglé para escapar, pero el caso es que aquí estoy ahora, y eso ya es un gran triunfo para mí. Sería una vergüenza dejar este mundo estando como estoy en la flor de la vida, porque nunca habrá nadie como yo.

—¿Y eso te pasó en Donegal, mi alma?

—Sí.

Una sombra de preocupación cubrió el rostro del Viejo.

—¿Serías capaz de pintarme en un papel la forma de esa cosa salvaje?

El recuerdo de la noche anterior estaba tan claramente grabado en mi memoria que no tardé mucho en hacer un dibujo de la criatura cuando tuve el papel. Así era[23]:

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El Viejo examinó atentamente la figura, y su semblante se oscureció.

—Si es así, hijo mío —dijo asustado—, es una excelente noticia que estés hoy vivo y a salvo entre nosotros. ¡Lo que viste anoche es el Gato de Mar! ¡El Gato de Mar!

El color desapareció de mi cara cuando oí el terrible nombre pronunciado por el Viejo.

—Seguramente —dijo— acababa de salir del mar para ocasionar algún daño en la zona de los Rosses, pues a menudo ha sido visto en aquella región atacando a los pobres y prodigando la muerte y la desgracia entre ellos. Su nombre siempre está allí en boca de la gente.

—¿El Gato de Mar…? —dije yo. Apenas si me sostenían mis debilitadas piernas.

—El mismo.

—¿Es que nunca nadie ha visto al Gato de Mar antes que yo? —le pregunté con voz apagada.

—Creo que sí que lo han visto —respondió—, pero no han podido contarlo. No sobrevivieron.

Hubo una breve pausa en nuestra conversación.

—Me voy a los juncos —dije cuando recuperé el habla—. Lo dejo con la pipa.