Capítulo IV

LAS IDAS Y VENIDAS DE LOS GAELICISTAS ~ LA ESCUELA

DE GAÉLICO ~ LA CELEBRACIÓN DE UNA FIESTA GAÉLICA

EN NUESTRAS TIERRAS ~ LOS CABALLEROS DE DUBLÍN ~

AFLICCIÓN TRAS EL BAILE

Una tarde estaba yo echado sobre los juncos en el fondo de la casa, meditando sobre los infortunios y males que habían padecido los gaélicos (y que siempre padecerían), cuando el Viejo Canoso apareció en la puerta. Tenía aspecto de estar aterrorizado, presa de violentos temblores en tronco y extremidades, con la lengua descolorida y seca entre los dientes, y sin vigor alguno. Ignoro si se sentó o cayó, pero aterrizó a mi lado en el suelo con un terrible porrazo a cuyo son bailó toda la casa. Entonces se puso a enjugar los goterones de sudor que perlaban su rostro.

—¡Sea usted bienvenido, buen hombre! —dije yo cortésmente—. ¡Tenga usted salud y larga vida! Estaba pensando en el miserable estado en que viven en la actualidad los gaélicos, y también que es evidente que no todos están igual de mal; me doy cuenta de que usted está ahora en una situación peor que la de cualquier otro gaélico desde el origen de la historia del gaelicismo. Parece que le faltan las fuerzas.

—Sí —dijo él.

—¿Hay algo que lo preocupe?

—Sí.

—Entonces —le pregunté—, ¿es que esperan nuevas dificultades y calamidades a los gaélicos, y que una vez más se avecina un desastre para esta pequeña isla verde que es la patria de ambos?

El Viejo Canoso exhaló un suspiro y una expresión triste y ausente dominó su rostro, lo que me hizo pensar que estaba meditando sobre la mismísima Eternidad. Cuando me respondió, tenía secos los labios y la voz apagada:

—Hijito, no creo que moje a nadie la lluvia de esta noche, pues será el fin del mundo antes de que anochezca. Hay abundantes signos de ello por todo el firmamento. Hoy vi el primer rayo de sol que jamás haya descendido sobre Corca Dorcha, un resplandor sobrenatural cien veces más hiriente que el fuego, que bajó deslumbrante de los cielos y cayó sobre mis ojos como la punta de una aguja. Vi también una ráfaga de aire que corría a través de la hierba de un prado y regresaba de nuevo cuando llegaba al otro extremo. Oí chillar en el campo a un grajo con voz de cerdo, oí mugir a un mirlo y piar a un buey. Debo decir que ninguna buena nueva prometen todas esas cosas horribles. Pero por nefastas que parezcan, aún advertí otra que sembró un miedo infernal en mi corazón…

—Querido amigo, lo que me cuenta es sorprendente —le dije con franqueza— y le agradecería que me informara un poco de esa otra señal.

El Viejo permaneció en silencio durante un rato, y cuando por fin salió de ese silencio, no fue hablar lo que hizo, sino susurrar con voz ronca pegado a mi oreja:

—Volviendo hoy a casa desde Fionntrá —dijo— observé que un forastero distinguido y elegante venía hacia mí por el camino. Puesto que soy un gaélico bien educado, allá que me tiré a la cuneta para que el caballero pudiera quedarse con todo el camino para él solo y no hubiera un tipo como yo delante suyo corrompiendo la vía pública. Pero ¡ah, no hay explicación posible para los milagros del mundo! Cuando llegó a donde yo esperaba humildemente entre la mierda y la porquería del suelo de la cuneta, ¿qué dirías que hizo? ¡Se detuvo, me miró amistosamente y me habló!

Exhalé todo el aire que tenía en los pulmones, lleno de sorpresa y terror. Luego me quedé unos instantes mudo de miedo.

—Pero —dijo el Viejo poniendo una trémula mano sobre mi persona, también él casi mudo pero haciendo los mayores esfuerzos por recuperar el habla—, pero… ¡Espérate! ¡Me habló en gaélico!

Al oír todo esto, empecé a sospechar del Viejo. Creí que era cuento lo que decía o que estaba delirando víctima de una intoxicación etílica… Hay cosas que superan los límites de lo creíble.

—Si es verdad eso —le dije finalmente— no viviremos ni una noche más y hoy será sin duda el fin del mundo.

Es, sin embargo, misterioso y desconcertante cómo el ser humano escapa a todos los peligros. Aquella noche llegó puntual y sin contratiempos, y después de todo no sufrimos ningún mal. Otra cosa: a medida que pasaban los días se fue haciendo evidente que el Viejo había dicho la verdad sobre el caballero que se había dirigido a él en gaélico. Ahora era frecuente ver caballeros por los caminos, unos jóvenes y otros de avanzada edad, que se dirigían en torpe e ininteligible gaélico a los pobres nativos, y les hacían perder el tiempo cuando estos iban a trabajar al campo. Estos señores dominaban el inglés, su lengua materna, pero nunca usaban ese noble idioma en presencia de los gaélicos, creo que por miedo a que estos pudieran aprender alguna palabra suelta como medio de defensa contra las dificultades de la vida. Así es como vino a Corca Dorcha por primera vez el grupo que hoy recibe el nombre de «gaelicistas». Estuvieron deambulando un tiempo con pequeños cuadernos de color negro por toda la comarca antes de que la gente descubriera que no se trataba de policías, sino de caballeros que querían conocer el gaélico de nuestros mayores y antepasados. Cada año que pasaba se hacía más numerosa esta grey. Pronto estuvo toda la región salpicada de ellos. Con el paso del tiempo la gente llegó a calcular el comienzo de la primavera, no por la primera golondrina, sino por el primer gaelicista que se veía en los caminos. Cuando venían, traían felicidad, dinero y gran jolgorio; eran criaturas simpáticas y graciosas —que Dios los bendiga—, y no creo que nunca haya nadie como ellos.

Después de que hubieran estado acudiendo a nosotros cosa así de diez años, notamos que su número empezaba a disminuir entre nosotros, y que aquellos que nos eran fieles se instalaban en Galway y en Rann na Feirste y solo hacían visitas de un día a Corca Dorcha. Por supuesto, se llevaban consigo mucho de nuestro buen gaélico cuando se marchaban cada noche, pero eran escasos los peniques que dejaban como gratificación a los pobrecitos que los habían esperado conservando vivo para ellos el gaélico más puro durante mil años. A la gente le resultaba esto difícil de comprender; siempre se ha dicho que la precisión que uno posee en el uso del gaélico (lo mismo que la santidad del alma) es proporcional a la carencia de bienes terrenales, y puesto que nuestra era la flor y nata de la pobreza y la desgracia, no entendíamos por qué los eruditos prestaban atención al gaélico corrupto y poco afortunado que se podía oír en otras partes. El Viejo Canoso habló de este asunto a un noble gaelicista con quien se encontró.

—¿Con qué motivo y por qué razón —dijo— nos están abandonando los estudiosos? ¿Es acaso que nos han dado tanto dinero en los últimos diez años que han aliviado el hambre de la región y por eso mismo ha declinado nuestro gaélico?

Nou kreou ke la palabrra decklinadou aparesca en ningunou de los librous del Padrre Peadar[12] —dijo educadamente el gaelicista.

El Viejo no respondió a esta frase, pero lo más probable es que dijera algo para sus adentros.

Porr la piuerrta el saliou, ¿diria ustett así esa phrase? —le preguntó el gaelicista.

—Olvídelo, amigo —dijo el Viejo—, y dejó allí al otro dándole vueltas en la cabeza a la pregunta aún sin resolver.

A pesar de todo, encontró una solución para aquel problema. Le explicaron —no se sabe quién, pero seguramente fue algún visitante que no dominaba el gaélico— qué era lo que estaba torcido, boca abajo y del revés en Corca Dorcha como centro de estudios. Se trataba de esto:

La tempestad del lugar era demasiado tempestuosa.

La pestilencia del lugar era demasiado pestilente.

La pobreza del lugar era demasiado pobre.

La gaelicidad del lugar era demasiado gaélica.

La tradición de los viejos era demasiado vieja.

Cuando el Viejo se dio cuenta de lo que sucedía, sopesó mentalmente la cuestión durante una semana. Vio que los estudiosos estaban en peligro de muerte debido al rencor y constante vómito del cielo, y que no podían guarecerse en las casas del pueblo por miedo a la pestilencia y putrefacción de los cerdos. Hacia el final de la semana, le pareció que todo sería más fácil si tuviéramos una Escuela de Gaélico como las que había en los Rosses y Connemara. Reflexionó sobre esta idea durante otra semana, y transcurrido ese tiempo todo quedó claro y preciso en su mente; tendríamos una gran fiesta gaélica en Corca Dorcha con la que recaudaríamos fondos para la Escuela. Aquella misma noche visitó a algunas personas respetables de Litirceannain para disponer la organización y los preparativos de la fiesta; antes de que se hiciera de día estuvo con el mismo propósito en la Gran Blasket, y entretanto había enviado implorantes cartas a Dublín sirviéndose de la señora del correo como amanuense. Ni que decir tiene que nunca hubo nadie en Irlanda tan atraído por la causa de la lengua gaélica como el Viejo aquella noche; no es de extrañar que la Escuela se construyera en un terreno suyo, un terreno que, en justicia, tasó muy alto cuando le fue comprado. También fue en un campo de su propiedad donde se celebró la fiesta, y percibió el alquiler de dos días por la pequeña parcela en la que se levantó el estrado. Como él decía a menudo, «si caen peniques, procura que caigan en tu propio bolsillo; no incurrirás en el pecado de la codicia si tienes en tu poder todo el dinero».

Sí, siempre recordaremos aquella fiesta en Corca Dorcha, y la diversión que tuvimos mientras duró. La noche anterior al gran día, una cuadrilla estuvo trabajando diligentemente bajo la lluvia para levantar un estrado junto al alero de nuestra casa, mientras el Viejo permanecía sin mojarse, resguardado en el umbral y dirigiendo el trabajo con instrucciones y buenos consejos. Ninguno de aquellos hombres volvió a tener nunca buena salud después del chaparrón y la tormenta de aquella noche, y uno que no sobrevivió fue enterrado antes de que se desmontara el estrado sobre el que había dado su propia vida por la causa de la lengua gaélica. ¡Ojalá que hoy esté sano y salvo en el estrado del Cielo!

Por aquel entonces yo tenía aproximadamente quince años, y era un muchacho triste y enfermizo, con algún diente partido, que crecía tan deprisa que siempre estaba débil y sin salud. Creo que no puedo recordar tantos extranjeros y señores distinguidos reunidos en un mismo punto de Irlanda antes o después de aquella ocasión. Vino un sinnúmero de ellos de Dublín y de la ciudad de Galway, y todos vestían ropas respetables de buena confección; también había unos pocos individuos que no llevaban pantalones, sino enaguas de mujer. Se dijo que lo que llevaban era el atuendo gaélico, y de ser eso cierto, hay que ver lo que se cambia de aspecto como consecuencia de unas palabras gaélicas metidas en la cabeza. Había hombres ataviados con sencillos vestidos sin ornamentos: creo que estos sabían poco gaélico; otros lucían tanta nobleza, finura y elegancia en sus ropas de mujer que era evidente que hablaban con fluidez el gaélico. Me dio mucha vergüenza que no hubiera ni un solo gaélico verdadero entre nosotros, los habitantes de Corca Dorcha. Aún tenían otra cualidad de la que nosotros carecíamos desde que perdimos la verdadera gaelicidad: no usaban nombres y apellidos, sino títulos honoríficos que cada cual se había autoconcedido inspirándose en el cielo y el aire, la granja y la tempestad, el campo y las gallinas. Había un tipo gordo, torpe de movimientos, y con la cara gris y fofa, que parecía encontrarse entre las defunciones de dos enfermedades mortales, y él mismo se había dado el título de «La Margarita Gaélica». Otro pobre hombre que tenía el tamaño y las fuerzas de un ratón se hacía llamar «El Toro Fornido». Además de los ya mencionados, recuerdo que estaban presentes todos estos caballeros[13]:

El Gato de Connacht

La Gallinita Parda

El Corcel Audaz

El Grajo Vistoso

El Caballero Corredor

Róisín de la Colina

Goll MacMórna

Popeye el Marino

El Obispo Humilde

El Mirlo Melodioso

La Rueca de Máire

El Trozo de Turba Babóró

Mi Amigo Droma Rúisc

El Remo

El Otro Escarabajo

La Alondra del Cielo

El Petirrojo

El Turno en el Baile

El Ulate[14] de Beandaí

El Zorro Canijo

El Gato de Mar

El Árbol Frondoso

El Viento del Oeste

El Abstemio de Munster

Liam el Marino

El Huevo Blanco

Ocho Hombres

Tadhg el Herrero

El Gallo Morado

La Hacinita de Cebada

El Caso Dativo

Plata

El Tío de las Pecas

El Dolor de Cabeza

El Chico Vivaz

El Conejo Tragón

La Chistera

Sean del Valle

Suyo Afectísimo

El Dulce Besito

El día de la fiesta amaneció frío y tempestuoso, y el chaparrón nocturno continuó sin tregua ni interrupción. Nos levantamos todos con el canto del gallo, y comimos nuestras patatas antes de que saliera el sol. A lo largo de la noche se habían ido reuniendo en Corca Dorcha pobres nativos de todas las regiones de habla gaélica, y a fe mía que era una muchedumbre andrajosa y hambrienta la que pudimos contemplar al levantarnos. Traían en los bolsillos nabos y patatas que devoraban ávidamente en los terrenos de la fiesta, bebiendo a continuación agua de lluvia a modo de salsa. Ya estaba avanzada la mañana cuando llegó la gente de alcurnia, pues sus automóviles se habían retrasado por culpa de las malas carreteras. Cuando estuvo a la vista el primer automóvil, muchos de los pobres se asustaron; salieron corriendo a grito pelado y se ocultaron entre las rocas, aunque osaron acercarse de nuevo al comprobar que no había nada malo en aquellas grandes máquinas modernas. El Viejo Canoso dio la bienvenida a los nobles gaélicos de Dublín, y les ofreció para beber suero de leche como muestra de aprecio y bebida nutritiva con la que reponer fuerzas tras el viaje. Entonces se retiraron para preparar los detalles de la fiesta y elegir a los diferentes cargos. Cuando acabaron, informaron a la asamblea del nombramiento de la Margarita Gaélica como presidente, del Gato Impetuoso como vicepresidente, del Caso Dativo como interventor, del Viento del Oeste como secretario, y del Viejo Canoso como tesorero. Tras otra ronda de discusiones y conversaciones, el presidente y los otros peces gordos subieron al estrado en presencia del vulgo, y así dio comienzo la Gran Fiesta Gaélica de Corca Dorcha. El presidente colocó un reloj amarillo sobre la mesa que tenía delante, se llevó los pulgares a las sisas del chaleco, y pronunció este discurso genuinamente gaélico:

—¡Gaélicos! —dijo—, mi corazón gaélico se llena de alegría al estar hoy aquí dirigiéndome a vosotros en gaélico en esta fiesta gaélica en el centro del territorio gaélico. Dejadme decir que soy gaélico. Soy gaélico de pies a cabeza, gaélico por los cuatro costados. Asimismo, todos vosotros sois verdaderos gaélicos. Todos nosotros somos gaélicos de puro linaje gaélico. Quien es gaélico, siempre será gaélico. Yo nunca he pronunciado (ni vosotros tampoco) una sola palabra que no sea gaélica desde el día en que nací, y lo que es más: todo lo que he dicho ha versado sobre el tema de la lengua gaélica. Si somos verdaderos gaélicos, es necesario que nos ocupemos siempre de la cuestión del gaélico y de la gaelicidad. De nada sirve saber gaélico si lo empleamos para conversar sobre cosas que no son gaélicas. Quienes hablan gaélico pero no se ocupan de la cuestión de la lengua, no son verdaderamente gaélicos en el fondo; personas así no benefician nada al gaelicismo, pues lo único que hacen es burlarse del gaélico e insultar a la gente gaélica. No hay nada en el mundo tan hermoso y tan gaélico como los verdaderos gaélicos verdaderamente gaélicos que hablan en verdadero gaélico gaélico sobre la gaélica lengua gaélica. ¡Por tanto proclamo gaélicamente inaugurada esta fiesta! ¡Arriba los gaélicos! ¡Larga vida a nuestra lengua gaélica!

Cuando este noble gaélico se sentó sobre su gaélico trasero, hubo gran algarabía y todos los asistentes estallaron en aplausos. A muchos de los gaélicos del lugar les flaqueaban las piernas debido a la falta de alimento, y ya desfallecían por estar tanto tiempo de pie, pero no se quejaban. Entonces subió el Gatito Impetuoso, un hombre alto, ancho y fuerte, con la cara de color azul oscuro a causa de lo cerrado de su barba y de la frecuencia con que se afeitaba. Él pronunció otro admirable discurso:

—¡Gaélicos! —dijo—, os doy mi más cordial bienvenida a esta fiesta que celebramos hoy, y deseo para todos y cada uno de vosotros salud, larga vida, abundancia, prosperidad y toda clase de dichas hasta el Día del Juicio y mientras vivan los gaélicos en Irlanda. El gaélico es nuestra lengua vernácula, y por tanto debemos ocuparnos seriamente del gaélico. No creo que los gobernantes se ocupen seriamente del gaélico. No creo que sean gaélicos de corazón. Lo único que hacen es burlarse del gaélico e insultar a las gentes gaélicas. Todos debemos estar firmemente a favor del gaélico. Tampoco creo que la Universidad se ocupe seriamente del gaélico. Los industriales y los comerciantes no se ocupan seriamente del gaélico. ¡A veces me pregunto si es que alguien se ocupa seriamente del gaélico! ¡No hay libertad sin unidad! ¡No hay patria sin lengua! ¡Larga vida a nuestra lengua gaélica!

—¡No hay libertad sin Su Majestad[15]! —me dijo el Viejo al oído.

Siempre sintió gran veneración por el rey de Inglaterra.

—Me parece —dije yo— que este caballero es gaélico y se ocupa muy seriamente de la lengua gaélica.

—Por lo visto —repuso el Viejo— tiene la cabeza muy bien alimentada.

El público no solo recibió del estrado otro admirable discurso, sino ocho más. Muchos gaélicos cayeron desmayados de hambre y agotados por el esfuerzo de la escucha, y un hombre murió gaélicamente en medio de la multitud. Sí, tuvimos una gran jornada de oratoria en Corca Dorcha aquel día.

Cuando en el estrado se hubo dicho la última palabra sobre el gaélico, el jolgorio y el bullicio de la fiesta comenzaron. El presidente ofreció una medalla de plata como premio para aquel que más seriamente se ocupara del gaélico. Entraron en concurso cinco competidores, que tomaron asiento sobre un muro. A primeras horas del día comenzaron a hablar gaélico poniendo en ello todo su empeño, sin apenas interrumpir el torrente de palabras y disertando únicamente sobre la lengua gaélica. Jamás oí un gaélico tan rápido, sólido y vigoroso como esta marea que fluía sobre nosotros desde el muro. Durante tres horas o así el parlamento fue melodioso y se podían distinguir unas palabras de otras. Por la tarde, la melodía y el significado habían desaparecido casi por completo de lo que decían, y solo se percibían murmullos sin sentido y gruñidos broncos e incomprensibles. Al llegar la noche, un hombre cayó desmayado, otro se quedó dormido —aun sin callarse—, y a un tercero se lo llevaron a su casa aquejado de una encefalitis que lo mandó al otro mundo antes del amanecer. Con esto, quedaron dos balando lánguidamente sobre el muro, con el chaparrón nocturno cayendo fatalmente sobre ellos. La medianoche llegó antes de que la competición tocara a su fin. De pronto, uno de los hombres interrumpió el ruido incoherente que había estado emitiendo, y el otro recibió la medalla de plata junto con un admirable discurso del presidente. El que no alcanzó la victoria no ha vuelto a hablar desde aquella noche, y es seguro que ya no volverá a hablar nunca más.

—Todo el gaélico que tenía en la cabeza —dijo el Viejo Canoso— lo ha soltado esta noche.

Por lo que respecta al granuja que ganó la medalla, prendió fuego a su casa —estando él dentro— justo un año después de la fiesta, y no se los volvió a ver —ni a él ni a su casa— tras el incendio. Donde quiera que hoy habiten, en Irlanda o en las alturas, ojalá que estén sanos y salvos los cinco hombres que compitieron por la medalla aquel día.

Ocho más perecieron el mismo día a consecuencia del exceso de baile y la escasez de comida. Los caballeros de Dublín habían dicho que no había danza tan gaélica como la Danza Larga, que era gaélica por ser larga, y verdaderamente gaélica por ser verdaderamente larga. Sin duda, la más larga Danza Larga que jamás se haya bailado no tiene ni comparación con el esfuerzo que realizamos aquel día en Corca Dorcha. El baile siguió hasta que a los bailarines se les escapó la vida por las plantas de los pies. Y ocho abandonaron este mundo en el transcurso de la fiesta. Entre la fatiga de la juerga y el hambre que siempre hemos tenido, no pudimos auxiliarlos cuando cayeron sobre la pedregosa pista de baile, y a fe mía que fue breve su estancia sobre ese suelo, pues se fueron derechitos a la Eternidad.

Aunque la muerte se iba llevando a muchos de nuestros mejores hombres, las danzas de la fiesta proseguían tenaz e ininterrumpidamente porque a todos nos daba vergüenza no aparecer como fervorosos defensores del gaélico a los ojos del presidente. En toda la extensión que podía abarcar la vista de este a oeste, había hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bailando, brincando y dando vueltas desesperadamente, de tal manera que recordaban al mar en una tarde de viento.

Una singular anécdota aconteció a la puesta de sol, cuando ya la gente llevaba el día entero bailando y todos tenían las plantas de los pies despellejadas. El presidente tuvo la amabilidad de conceder una pausa de cinco minutos, y todo el mundo se desplomó con gratitud en el húmedo suelo. Tras la pausa se anunció el «Reel de las ocho manos»[16], y observé claramente cómo el caballero a quien llamaban «Ocho Hombres» daba impetuosos tragos a una botella que se había sacado del bolsillo. Al anunciarse el «Reel de las ocho manos», arrojó la botella y avanzó en solitario hacia la pista. Otros le siguieron para abrir el baile, pero él los amenazó irritado, gritó que se fueran a paseo y atacó violentamente con un zapato a todo el que se le acercó. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera seriamente enloquecido, y no se apaciguó hasta que recibió el terrible impacto de una gran piedra en la nuca. Nunca vi a nadie tan audaz, arrogante e indómito antes de recibir el impacto, ni tan apacible y tranquilo después de que la piedra fuera lanzada por el Viejo Canoso. Sin duda, es frecuente que unas pocas palabras lleven a un hombre por mal camino.

Por lo que a mí respecta, no paré hasta hacerme con la botella mágica que «Ocho Hombres» había tirado. Todavía quedaba un buen sorbo, y para cuando me llegó al estómago el mundo había sufrido un notable cambio. El aire era dulce, había mejorado mucho el aspecto del lugar, y hasta la misma lluvia producía un sincero placer. Me senté en una cerca y canté una canción gaélica lo más alto que pude, acompañando la melodía con el tintineo de la botella vacía contra las piedras. Cuando terminé la canción y miré a mis espaldas, vi nada más y nada menos que a «Ocho Hombres», tirado junto a la cerca sobre el estiércol y sangrando profusamente por el agujero que la piedra le había abierto. Si estaba vivo, no parecía que la vida que quedaba en él fuera muy vigorosa, y yo era de la opinión de que se encontraba en inminente peligro de desaparición. «Si va a marcharse de nuestro lado —dije para mis adentros—, no dejaré que se lleve al más allá ninguna otra botella aún por beber». Salté la cerca, me agaché y deslicé mis dedos inquisitivamente por el cuerpo del caballero. No tardé en encontrar otro botellín de ardiente agua[17], y debo decir que no me detuve ni un instante hasta que estuve en un lugar apartado abrasándome la garganta con aquel aceite de sol. Sin duda, yo no tenía mucha práctica como bebedor en aquellos tiempos, y ni siquiera sabía qué era lo que me traía entre manos. No me fue demasiado bien el aprendizaje, la verdad. Está claro que mis sentidos se trastornaron. La cosa fue de mal en peor, y aún peor todavía, y no tardé en encontrarme peor que peor. Entonces, para colmo de males, el peor mal de males cayó sobre mí, dejándome en tinieblas y deteniendo el curso de la vida. No sentí nada más durante un rato, no vi nada ni oí un solo sonido. Sin que yo me diera cuenta, la Tierra seguía girando en su órbita por el firmamento. Transcurrió una semana hasta que descubrí que aún me quedaba un átomo de vida, y quince días más hasta que supe con certeza que estaba vivo. Tardé seis meses en recobrarme de la dolencia que la aventura de aquella noche me había proporcionado, ¡Dios nos guarde! Me perdí el segundo día de fiesta.

No, no creo que nunca pueda olvidar aquella fiesta gaélica que tuvimos en Corca Dorcha. En el curso de la misma murieron muchos hombres —nunca habrá nadie como ellos—, y de haber continuado otra semana es seguro que hoy no quedaría nadie vivo en Corca Dorcha. Aparte del mal que contraje por culpa de la botella, y de las extrañas visiones sobrenaturales que tuve, otra cosa marcó para siempre el día de la fiesta en mi memoria: a partir de aquel día, el Viejo tuvo un reloj amarillo.