Capítulo III

VOY AL COLEGIO ~ «JAMS O’DONNELL» ~ EL PREMIO

DE DOS LIBRAS ~ DE NUEVO LOS CERDOS EN NUESTRA

CASA ~ EL PLAN DEL VIEJO ~ NOS FALTA UN CERDO ~

EL VIEJO NARRADOR Y EL GRAMÓFONO

Tenía siete años de edad cuando me llevaron al colegio. Yo era un niño rudo, pequeño y delgado y llevaba unos calzones grises de lana, pero sin ninguna otra prenda por arriba o por abajo[4]. Aparte de mí, había muchos otros niños camino del colegio aquella mañana, la mayoría con restos de cenizas todavía en los calzones. Algunos de ellos iban gateando por el camino, pues aún no habían aprendido a andar. Muchos eran de Dingle, otros de Gaoth Dobhair; un tercer grupo venía a nado desde Áran. Todos éramos chicos sanos y robustos en nuestro primer día de colegio. Cada uno llevaba un trozo de turba bajo el brazo. Sí, éramos sanos y robustos.

El maestro se llamaba Aimeirgean Ó Lúnasa. Era un hombre moreno, enjuto y alto; su semblante tenía un aspecto severo y agrio, y sus huesos asomaban protuberantes sobre la piel cetrina; no parecía gozar de buena salud. Presidía siempre su rostro una expresión furiosa, tan firmemente arraigada como su cabello. No sentía respeto por nadie.

Nos congregamos todos en el interior de la escuela, una choza pequeña y fea en la que la lluvia bajaba por las paredes y todo estaba reblandecido y húmedo. Nos sentamos en las bancas sin decir nadie ni pío por temor al maestro. Sus ojos malévolos pasaron sobrevolando por toda la clase hasta que descendieron sobre mí y así permanecieron fijos. ¡Por todos los santos! No me gustó nada sentir su mirada, aquellos dos ojos escrutándome. Luego me señaló con un dedo largo y amarillento, y dijo:

Phwat is yer nam?[5]

Yo no podía comprender esa forma de hablar suya ni ninguna otra de las que se usan en el extranjero, pues el gaélico era mi único medio de expresión y mi defensa contra las dificultades de la vida. Solo supe quedarme mirándolo fijamente, enmudecido de miedo. Entonces vi que le venía un grave acceso de cólera que crecía y crecía como si fuera una nube cargada de lluvia. Miré alrededor, preso del pánico, a los otros chicos. Oí un susurro a mi espalda:

—Que le digas tu nombre.

Mi corazón saltó de alegría por esas palabras de ayuda, y quedó agradecido a quien me las había soplado. Miré cortésmente al maestro, y le respondí:

—Bonaparte, hijo de Miguel Ángel, hijo de Peadar, hijo de Eoghan, hijo de Sorcha, hija de Tomás, hijo de Máire, hija de Seán, hijo de Séamas, hijo de Diarmaid…

Antes de haber pronunciado siquiera la mitad de mi nombre, un ladrido rabioso brotó del maestro, quien con un movimiento de su dedo me ordenó que me acercara. Cuando llegué a su lado, él empuñaba un remo. Ya entonces lo había inundado una ola de ira, y agarraba diestramente el palo con las dos manos. Lo levantó por encima del hombro y lo soltó fuertemente sobre mí con un chasquido, propinándome un golpe demoledor en la cabeza. Caí desvanecido por el golpe, pero antes de perder del todo el conocimiento le oí gritar:

Ver nam is Jams O’Donnell![6]

¿Jams O’Donnell? Esas dos palabras resonaban en mis oídos cuando recuperé el sentido. Me encontré tirado en el suelo, con mis calzones, mi pelo y toda mi persona empapados por los ríos de sangre que manaban de la brecha que el remo me había abierto en el cráneo. En el momento en que mis ojos volvieron a funcionar correctamente, otro chico estaba de pie y era preguntado por su nombre. Está claro que el pobrecito no era muy sagaz y no había asimilado la provechosa lección del estacazo que yo había recibido, pues respondió al maestro dando su nombre simple y llano como yo había hecho. Otra vez el maestro blandió el remo que tenía agarrado, y no paró hasta que el chico vertió abundante sangre y quedó ya sin conocimiento, pero con un buen vapuleo, hecho un amasijo sangriento sobre el suelo, y mientras lo golpeaba, volvió a chillar el maestro:

Yer nam is Jams O’Donnell!

Así continuó hasta que hubo golpeado a cuantas criaturas había en la clase y dado a todo el mundo el nombre de Jams O’Donnell. Ninguna joven cabeza en toda la comarca se libró de quedar rota aquel día. Por supuesto, había muchos que no podían dar ni un paso cuando llegó la tarde, y fueron llevados a casa por otros muchachos parientes suyos. Fue una circunstancia penosa para aquellos que tuvieron que regresar nadando a Áran sin haber probado bocado ni gota de leche desde la mañana.

Cuando llegué a casa, allí estaba mi madre cociendo patatas para los cerdos, y le pedí un par de ellas para comer. Me las dio y las devoré sin otro condimento que una pizca de sal. La mala experiencia que había tenido en el colegio no dejaba de preocuparme, y finalmente decidí preguntar a mi madre:

—Mujer —le dije—, he oído que todo el mundo se llama Jams O’Donnell en estas tierras. Si es así, son cosas sorprendentes las que ocurren en el mundo, y, oye, debe de ser un hombre constante ese O’Donnell con el número de hijos que tiene.

—Tienes razón —dijo ella.

—Si tengo razón —le repuse—, no comprendo qué razón es esa.

—Pues mira —dijo—, ¿no comprendes que son los gaélicos quienes ocupan esta parte del país y no pueden escapar a su destino? Siempre se ha dicho y escrito que a todos los pobres niños gaélicos se los pega en su primer día de colegio porque no entienden inglés ni las formas extranjeras de sus nombres, y que nadie los respeta por ser gaélicos hasta la médula. No hay otra actividad ese día en el colegio que castigos cargados de venganza y siempre la misma tontería de Jams O’Donnell. Ay de mí, no creo que jamás lleguen a alcanzar los gaélicos una buena situación, sino penalidades sin fin. Ay, al Viejo Canoso también lo pegaron un día y le llamaron Jams O’Donnell.

—Mujer —le contesté—, es sorprendente eso que dices, y no creo que vuelva nunca más a ese colegio, sino que ahora mismo pongo fin a mi educación.

—Eres muy listo —dijo mi madre— para ser tan pequeño.

A partir de aquel día no tuve ningún otro contacto con la enseñanza, y por eso nadie ha vuelto a partir mi cabeza gaélica. Pero siete años después (cuando yo tenía siete años más), sucedió algo sorprendente en nuestro vecindario, algo relacionado con el tema de la educación, y es por eso que debo ofrecer aquí un breve relato de ello.

Un día, el Viejo estaba en Dingle comprando tabaco y degustando licores cuando oyó una noticia que lo maravilló. No la creyó sin embargo, pues nunca confió en la gente de ese lugar. Pero al día siguiente estaba en los Rosses vendiendo arenques y volvió a recibir la misma noticia de la gente de allí; entonces la creyó a medias, pero no se la tragó del todo. Al tercer día estuvo en Galway, y también en aquella ciudad oyó la noticia. Finalmente la creyó a pies juntillas, y cuando aquella noche regresó calado hasta los huesos (todas las noches sin falta nos caía encima un chaparrón), informó de ella a mi madre (y también me informó a mí, que estaba escuchando a escondidas en el fondo de la casa).

—Válgame Dios —dijo—, me he enterado de que el Gobierno británico va a hacer una gran labor por el bien de los pobres de este lugar —¡estemos todos sanos y salvos en esta casa!—, y se dice que pagará dos libras al año por cada niño nuestro que hable la lengua inglesa en vez de este gaélico de ladrones. Quieren que abandonemos el gaélico, ¡loados sean sempiternally[7]! No Creo que jamás lleguen a alcanzar los irlandeses una buena situación mientras les sea natural habitar casas pequeñas en un rincón del valle, moverse entre sucias cenizas, pescar continuamente en la continua tormenta, relatar historias de noche sobre las penalidades y penurias de los gaélicos en dulces palabras gaélicas…

—¡Ay de mí! —exclamó mi madre—, que no tengo más que un hijo, ese caso perdido que está ahí con el culo pegado al suelo.

—Entonces —dijo el Viejo—, debes tener más o te quedarás sin paga.

Durante la semana siguiente, una oscura y obsesiva tristeza embargó al Viejo, señal de que su cabeza estaba llena de intrincadas y difíciles ideas intentando resolver el problema de la falta de niños. Un día, estando en Cathair Saidhbhín, oyó que el nuevo plan iba viento en popa, que el buen dinero inglés ya se había recibido en muchas casas en aquel distrito. Y que un inspector estaba recorriendo toda la zona contando los hijos y comprobando el nivel de inglés que tenían. También oyó que este inspector era un anciano tullido que ni tenía buena vista ni ponía convicción alguna en su trabajo. Meditó el Viejo todo lo que había escuchado, y cuando regresó de noche (calado hasta los huesos) nos dijo que no hay vaca sin leche, galgo que no corra, ni dinero que no se pueda robar.

—Válgame Dios —dijo—, antes de que amanezca seremos familia numerosa, y ganaremos dos libras por cabeza.

—Ocurren cosas sorprendentes en el mundo —dijo mi madre—, pero no espero nada semejante, y jamás he oído que se pueda formar familia en una sola noche.

—No te olvides —respondió el Viejo— de que está Sorcha.

—¡Sorcha! ¡Qué cosas dices! —dijo mi madre atónita. Yo salté de sorpresa al oír el nombre de la cerda.

—Pues sí, ella y no otra —dijo él—. Sorcha ya tiene un montón de hijos, y todos ellos con una voz de lo más potente aunque su dialecto nos resulte incomprensible. ¿Quién de nosotros puede asegurar que no es en inglés como conversan entre sí? Ya se sabe que los niños y los cerditos tienen las mismas costumbres, y ten en cuenta el extraordinario parecido que hay entre la piel de unos y de otros.

—Eso está bien pensado —dijo mi madre—, pero será necesario hacerles algún traje antes de que llegue el inspector para examinarlos.

—Será absolutamente necesario —repuso el Viejo.

—Ocurren cosas sorprendentes en el mundo hoy día —exclamé yo desde mi apartado lecho en el fondo de la casa.

—Válgame Dios, sí que ocurren cosas sorprendentes —dijo el Viejo—, pero a pesar de que ese dinero inglés beneficie a gente como nosotros, no creo que jamás gocen los irlandeses de una buena situación.

Al día siguiente ya teníamos a toda la familia dentro, con sus trajes grises de lana, resollando, hozando, gruñendo y roncando en los juncos en el fondo de la casa. Hasta un ciego hubiera podido adivinar su presencia por el hedor. Tenían la casa medio podrida. Cualquiera que fuese la situación general de los irlandeses en aquel entonces, la nuestra no fue una buena situación mientras aquel grupo fue nuestra constante compañía. Nos mantuvimos vigilantes ante la llegada del inspector. Fue larga la espera, pero como dijo el Viejo Canoso, «lo que tenga que venir, vendrá». El inspector se presentó un día de lluvia, cuando había escasa luz en todas partes y una densa penumbra en el lugar donde se encontraban los cerdos en el fondo de la casa. Tenía razón quien dijo que el inspector era un anciano con pocas energías. El pobre hombre era inglés, y no gozaba de buena salud. Era delgado, encorvado y de agrio semblante. No le importaban nada los gaélicos, lo cual no es de extrañar, y jamás tenía deseos de entrar en las cabañas que estos habitaban. Cuando llegó a nosotros, se detuvo ante el umbral de la puerta y desde allí miró con ojos miopes al interior de la casa. Se sobresaltó cuando percibió el olor que había dentro, pero no se marchó, pues ya tenía gran experiencia de las viviendas de los verdaderos irlandeses. El Viejo Canoso estaba respetuosa y educadamente junto a la puerta delante del caballero, yo a su lado, y mi madre detrás en el fondo de la casa atendiendo y acariciando a los cochinillos. De vez en cuando, uno de ellos saltaba al centro de la habitación y regresaba de nuevo a la penumbra sin perder un instante. Por los calzones se diría que era un rollizo niño gateando por la casa. Mi madre y los cerdos murmuraban todo el rato pero era difícil entender lo que decían debido al ruido del viento y de la lluvia en el exterior. El caballero miró a su alrededor severamente, sin que la pestilencia le produjera demasiada satisfacción. Finalmente dijo:

How many?[8]

Twalf, sor[9] —dijo amablemente el Viejo Canoso.

Twalf? El hombre echó otro rápido vistazo al fondo de la casa, reflexionando y tratando de hallar una explicación a lo que oía.

All spik English?[10]

All spik, sor[11] —contestó el Viejo.

Entonces el caballero advirtió que yo estaba allí detrás del Viejo, y me preguntó destempladamente:

Phwat is yer nam? —dijo.

Jams O’Donnell, sor!

Estaba claro que ni yo ni mis semejantes agradábamos al distinguido forastero, pero esta respuesta le causó alegría, pues ahora podía decir que había interrogado a la gente joven y había sido respondido en melodioso inglés; había cumplido su última tarea y ya podía escapar y librarse de la peste. Se marchó en medio del aguacero sin decir palabra ni despedirse. El Viejo Canoso quedó muy satisfecho con el trabajo que habíamos realizado, y yo obtuve como recompensa suya una buena ración de patatas. Llevamos fuera a los cerdos, y todos pasamos felices y contentos el resto del día. Unos cuantos días después, el Viejo recibió un sobre amarillo que contenía un gran billete de banco, pero esa ya es otra historia que contaré más tarde en este libro.

Cuando se hubo marchado el inspector y la pestilencia de los cerdos abandonó nuestra casa, nos pareció que ya habíamos concluido aquel trabajo y que el episodio había finalizado. Pero, ay, en este mundo las cosas no son siempre como uno imagina, y si se tira una piedra no se sabe con antelación dónde caerá. Cuando al día siguiente contamos los cerdos para quitarles los calzones, echamos en falta uno. Grandes fueron los lamentos del Viejo Canoso al darse cuenta de que le habían birlado furtivamente un cerdo y un traje en el silencio de la noche. Es cierto que él robaba a menudo los cerdos de los vecinos y que muchas veces afirmaba que jamás mataba a los suyos propios sino que todos los destinaba a la venta, aunque siempre teníamos un montón de lonchas de tocino en casa. De día y de noche se producían robos entre la gente del lugar —pobres que empobrecían a otros pobres—, pero nadie excepto el Viejo robaba cerdos. Por descontado que no se llenó su corazón de regocijo cuando descubrió que algún otro tocaba su mismo son.

—Válgame Dios —me dijo—, me parece que no todo el mundo es aquí decente y honrado. Me da igual el pequeño lechón, pero esos calzones eran de muy buen género.

—Cada cual que piense lo que quiera, buen hombre —le respondí—, pero no creo que hayan robado el cerdo ni tampoco los calzones.

—¿Es que piensas —dijo él— que el miedo les impediría cometer el robo?

—No el miedo —contesté—, sino la peste.

—Reconozco que tienes toda la razón, hijo mío. Entonces debe de ser que está de paseo por ahí.

—Si está usted en lo cierto —le dije— debe de ser un pestilente paseo.

Aquella noche el Viejo robó uno de los cerdos de Máirtín Ó Bánasa y lo mató silenciosamente en el fondo de la casa. El caso es que nuestra conversación le había hecho caer en la cuenta de que se nos estaba acabando el tocino. Ya no se habló más en aquella ocasión del cerdo perdido.

Un nuevo mes llamado Marzo vino al mundo, estuvo con nosotros durante un mes, y después se marchó. Pasado ese tiempo, una noche oímos fuera un gruñido cuando más arreciaba la lluvia. El Viejo creyó que se estaban llevando otro cerdo por la fuerza, y salió rápidamente. Cuando volvió a entrar, su acompañante era nada más y nada menos que el cerdo que nos había desaparecido, calado hasta los huesos, y con los elegantes calzones convertidos en chorreantes andrajos. La pobre criatura tenía aspecto de haberse recorrido aquella noche una buena parte del globo. Mi madre se levantó de buena gana cuando el Viejo dijo que había que preparar una gran olla de patatas para aquel que después de todo había vuelto a casa. Eso de que todo el mundo estuviera despierto no le sentó muy bien a Charlie y, tras estar echado un rato sin pegar ojo, ceñudo e iracundo en medio de la conversación y el tumulto, inesperadamente se levantó y se marchó corriendo bajo la lluvia. Al pobre nunca le gustó demasiado la vida social; que Dios lo bendiga.

Nos sorprendió que el cerdo regresara en medio de la oscuridad, pero mucho más nos sorprendió la noticia que nos hizo saber cuando hubo dado buena cuenta de las patatas y fue despojado de los calzones. En un bolsillo encontró el Viejo una pipa vacía y buena picadura de tabaco. En el otro bolsillo encontró un chelín y una pequeña botella de licor.

—Válgame Dios —exclamó el Viejo—, si siempre les esperan penalidades a los gaélicos, no sucede lo mismo con este animal.

—Eh —dijo señalando al cerdo—, ¿de dónde ha sacado esas cosas, caballero?

El cerdo clavó sus pequeños ojos en el Viejo, pero no respondió.

—Déjale puestos los calzones —terció mi madre—. ¿Cómo sabemos que no volverá a nosotros todas las semanas con cosas extraordinarias y valiosas en los bolsillos —perlas, collares, rapé y, quién sabe, incluso un billete de banco—, de cualquier parte de Irlanda en que las encuentre? ¿No ocurren cosas milagrosas en el mundo hoy día?

—¿Cómo sabemos —replicó el Viejo— que regresará de nuevo y no se quedará a vivir para siempre donde pueda encontrar todas esas maravillas? Entonces nos quedaríamos definitivamente sin el magnífico traje que lleva puesto.

—Tienes toda la razón, qué lástima —dijo mi madre.

Conque lo dejamos en cueros y lo llevamos con los demás cerdos.

Pasó otro mes entero hasta que descubrimos una explicación para la confusa historia de aquella noche. El Viejo oyó un cuchicheo en Galway, media palabra en Gaoth Dobhair, y otra frasecita en Dún Chaoin. Lo sintetizó todo, y una tarde, cuando ya había acabado el día y el chaparrón nocturno caía con fuerza sobre nosotros, narró la curiosa historia que sigue.

Un caballero de Dublín, que estaba muy interesado en la lengua gaélica, estaba viajando por todo el país. Este señor se dio cuenta de que en Corca Dorcha aún vivían muchos hablantes que no tenían parangón en ningún otro lugar, y que además nunca habría nadie como ellos. Tenía un aparato llamado gramófono, y este podía memorizar todo lo que oía si alguien le contaba relatos o antiguas tradiciones; también le era posible devolver exactamente las mismas palabras que había oído cuando alguien así lo deseaba. Era un aparato maravilloso, que atemorizó a muchas personas del lugar e hizo enmudecer a muchas otras; dudo que nunca haya otro como él. Puesto que los lugareños creyeron que recaía algún tipo de maleficio sobre el aparato, fue una ardua tarea para el caballero recoger de ellos antiguas tradiciones orales.

Por ese motivo, no intentó recoger el folklore de nuestros mayores y nuestros antepasados excepto cuando, protegidos por la oscuridad, él y su aparato se escondían en el fondo de una cabaña y ambos escuchaban atentamente. Parecía ser un hombre rico, pues todas las noches gastaba mucho dinero en bebidas para librar de trabas y timidez las lenguas de los viejos. Era conocido por ello en toda la región, y cuando la gente se enteraba de que iba a visitar la casa de fulanito o de menganito, a esa casa iban todos y cada uno de los viejos que vivían en cinco millas a la redonda buscando soltar sus lenguas con la ardiente bebida medicinal; hay que decir que iban con ellos muchos jóvenes.

La noche de nuestra historia el caballero estaba en casa de Maximiliano Ó Píonasa, agazapado en la oscuridad y con la máquina de oír junto a él. Había al menos cien viejos congregados alrededor suyo, sentados, mudos e invisibles, a la sombra de los muros, y pasándose de uno a otro las botellas de licor del caballero. De vez en cuando se dejaban oír débiles susurros, pero por lo general no había más ruido que el estruendo del agua que caía del sombrío cielo como si los de arriba estuvieran arrojando cubos de esa maldita lluvia sobre el mundo. Si el licor soltaba las lenguas de los hombres, no las soltaba haciendo que hablaran, sino que saborearan y relamieran las brillantes gotas de licor en sus labios. Así pasó el tiempo y fue avanzando la noche. Entre el grave silencio que había en la casa y el repiqueteo de la lluvia en el exterior, el caballero estaba empezando a desanimarse un poco. No había recogido ni una sola joya de nuestros mayores aquella noche, y había desperdiciado bebidas por valor de cinco libras sin resultado alguno.

De repente sintió un ruido de pasos en el umbral. Entonces, a la débil luz del fuego, vio que alguien empujaba la puerta hacia adentro (nunca había tenido cerrojo), y entró un pobre viejo calado hasta los huesos, borracho como una cuba, y que en vez de caminar iba arrastrándose debido a su profundo estado de embriaguez. El pobre se perdió enseguida en la oscuridad de la casa, pero allí donde estuviese tirado en el suelo, al caballero le dio un vuelco el corazón cuando oyó el gran torrente de palabras que provenía de aquel lugar. Era un hablar verdaderamente rápido, complicado y oscuro —se diría que el viejo estaba desvariando en su borrachera—, pero el caballero no esperó a comprender su significado. Se acercó de un salto y colocó la máquina de escuchar junto a aquel de quien brotaba gaélico a raudales. Al parecer, el caballero consideraba que aquella era una muestra extremadamente difícil de lengua gaélica, y estaba muy contento de que la máquina la estuviera absorbiendo: era consciente de que, si bien el buen gaélico es difícil, el mejor gaélico es casi ininteligible. Pasada aproximadamente una hora, el chorro de palabras cesó. El caballero estaba satisfecho con lo que había conseguido aquella noche. Como muestra de su gratitud, puso una pipa, picadura de tabaco y una botellita de licor en el bolsillo del viejo, que ahora dormía la borrachera en el mismo sitio donde había caído.

Entonces el caballero se marchó con su máquina bajo la lluvia: se despidió cortésmente de la gente que llenaba la casa, pero nadie le respondió debido a que ya la embriaguez había inundado las cabezas de todos los viejos presentes.

Más tarde se dijo en la aldea que el caballero había recibido grandes elogios gracias al espécimen de narrativa tradicional que había atesorado aquella noche en el aparato de escuchar. Viajó a Berlín, una ciudad de Alemania, en Europa, y relató lo que había oído el aparato ante los mayores eruditos del Continente. Aquellos sabios dijeron que jamás se había oído una muestra tan excelente de lengua gaélica, de un lirismo tan inigualable, y que era seguro que el gaélico no corría ningún peligro mientras se oyeran cosas semejantes en la Verde Erin. Otorgaron fervorosamente un ilustre título académico al caballero, y —lo que no es menos interesante— formaron un pequeño comité de entre sus miembros para realizar un minucioso estudio del habla del aparato con el propósito de encontrarle algún sentido.

Yo no sé si era gaélico o inglés, o un extraño dialecto irregular, lo que había en la antigua narración que el caballero recogió de nosotros aquí en Corca Dorcha, pero lo cierto es que, cualesquiera que fuesen las palabras pronunciadas aquella noche, fue nuestro cerdo errante quien las dijo.