Capítulo II

UN MAL OLOR EN NUESTRA CASA ~ LOS CERDOS ~ LA

LLEGADA DE AMBROSIO ~ LA VIDA DURA MI MADRE

EN PELIGRO DE MUERTE ~ EL PLAN DE MÁIRTÍN ~ SANOS

Y SALVOS ~ MUERTE DE AMBROSIO

En tiempos de mi niñez, siempre olía mal en nuestra casa. A veces olía tan mal que le pedía a mi madre, aunque aún no sabía dar un paso detrás de otro, que me mandara al colegio. Quienes pasaban por allí no se paraban ni seguían andando normalmente, sino que corrían como locos hasta dejar atrás nuestra puerta, y no paraban de correr hasta que estaban a media milla de distancia del hedor. Siguiendo el camino, había otra casa a unos doscientos metros, y un día que nuestro olor era demasiado terrible, aquella gente se largó, todos se marcharon a América y nunca más regresaron. Se dijo que le habían contado a la gente de aquel lugar que Irlanda era un hermoso país, pero que el aire era allí demasiado fuerte. Ay, nunca hubo aire en nuestra casa.

Un habitante de nuestra casa era el culpable de ese hedor. Se llamaba Ambrosio. El Viejo le tenía un gran cariño. Ambrosio era hijo de Sorcha. Sorcha era nuestra cerda, y cuando le era dada descendencia, la descendencia era abundante. Aunque eran numerosas sus mamas, no había ninguna para Ambrosio si estaban los otros lechones tomando de ella su alimento. Ambrosio era tímido, y cada vez que el hambre asaltaba a los lechones (siempre asalta a los de su especie de repente a todos al mismo tiempo), el pobre Ambrosio terminaba quedándose sin mamar. Cuando el Viejo se dio cuenta de que este lechón se iba quedando raquítico e iba disminuyendo su vigor, lo metió con él dentro de la casa, le puso un lecho de juncos al lado del fuego y empezó a alimentarlo de vez en cuando con leche de una vieja botella. Ambrosio salió adelante en muy poco tiempo, creció robusto y se puso hermoso y gordo. Pero, ay, quiso Dios que cada criatura poseyera su propio olor, y el olor que es natural a los cerdos no es precisamente agradable. Cuando Ambrosio era pequeño, despedía un pequeño olor. Cuando creció su tamaño, su olor aumentó en consonancia. Cuando fue grande, su olor fue igualmente grande. Al principio la situación no era demasiado desesperada durante el día, pues teníamos las ventanas abiertas de par en par, la puerta sin cerrar y grandes ráfagas de viento soplando por toda la casa. Pero cuando caía la noche y venía Sorcha y los demás cochinillos para dormir, entonces empezaba lo que en verdad escapa a toda descripción oral o escrita. Hubo veces en medio de la noche que creímos que no llegaríamos vivos a la mañana. Frecuentemente se levantaban mi madre y el Viejo y salían a caminar diez millas bajo el aguacero para escapar de la pestilencia. Después de un mes o así de tener a Ambrosio en casa, Charlie, el caballo, se negó a entrar por la noche, y todas las mañanas lo encontrábamos calado hasta los huesos (no había noche que no nos cayera encima un chaparrón), y sin embargo de muy buen humor pese a haber soportado las inclemencias del temporal. En realidad, yo fui quien más padeció aquel rigor, pues aún no sabía andar ni tenía ninguna otra forma de moverme.

Así siguieron las cosas una temporada. Ambrosio engordaba rápidamente, y dijo el Viejo que pronto estaría lo suficientemente fuerte como para salir al aire libre con los demás cerdos. Era el animal favorito del Viejo, y por eso mi madre no podía echar a palos al apestoso cerdo por más que su salud iba empeorando a consecuencia del pútrido mal olor. De repente, descubrimos que Ambrosio —en el transcurso de una sola noche— había adquirido un enorme tamaño. Estaba tan alto como su madre, pero mucho más grueso. Le llegaba la panza al suelo, y sus dos ijadas le sobresalían tanto que daba miedo. Ese día estaba el Viejo preparando una gran olla de patatas para la cena del cerdo cuando comprendió que la cosa no era muy natural.

—Válgame Dios —exclamó—, este está a punto de estallar.

Cuando examinamos con atención a Ambrosio, vimos claro que la pobre criatura estaba casi completamente esférica. No sé si por sobrealimentación o porque lo había atacado la hidropesía o alguna otra horrible enfermedad. Pero aún no he contado todo. Ahora el olor nos resultaba casi insoportable, y mi madre cayó desmayada en el fondo de la casa, perdida la salud gracias a este nuevo hedor.

—Si este cerdo no sale de aquí inmediatamente —dijo desde el lecho en que estaba postrada en el fondo de la casa—, prenderé fuego a estos juncos y ese será el fin de las penurias con que vivimos en esta casa. Y aunque después vayamos todos al Infierno, nunca he oído que haya cerdos allí.

—Mujer, la pobre criatura está enferma, y no estoy dispuesto a ponerla de patitas en la calle estando como está sin salud. Es verdad que este hedor rebasa todo lo tolerable, pero ¿no ves que el propio cerdo no suelta ni una sola queja aunque tiene hocico lo mismo que tú?

—Lo ha dejado mudo la peste —dije yo.

—Si es así —le dijo mi madre al Viejo—, incendiaré los juncos.

Estuvieron un rato disputando el uno con el otro, y finalmente el Canoso hizo caso a la mujer y consintió en expulsar a Ambrosio. Comenzó a engatusar al cerdo para que fuera a la puerta por medio de silbidos, cháchara sin sentido y lisonjas, pero el animal se quedó como estaba sin moverse.

Seguramente el cerdo tenía embotados los sentidos por el olor y no oía lo que decía el Viejo. Sea como fuere, el Viejo agarró un palo y condujo al cerdo desde el fuego hasta la puerta, levantándolo, empujándolo y moliéndolo a palos. Cuando llegó al umbral nos pareció que su cuerpo era demasiado gordo para dejarlo pasar. Se le soltó otra vez y regresó a su lecho junto al fuego, quedándose allí dormido.

—¡Válgame Dios! —exclamó el Viejo—. El pobre está demasiado cebado, y la puerta es demasiado estrecha aunque hay suficiente espacio para que pase por ella el caballo.

—Si es así —dijo mi madre desde la cama—, no hay que darle más vueltas, que es difícil escapar a lo que nos depara la suerte.

Su voz era débil y apagada, y yo sabía que ahora estaba deseosa de rendirse ante el destino y la putrefacción del cerdo, y dispuesta a entregar su alma al Altísimo. Mas de repente, se elevó un fuego asfixiante en el fondo de la casa: mi madre la había incendiado. El Viejo se volvió de un salto, arrojó un par de sacos viejos sobre el humo y los golpeó con un grueso bastón hasta que se apagó el fuego. Entonces golpeó a mi madre, dándole buenos consejos mientras lo hacía.

Dios nos libre, nunca hubo un malvivir peor que el que nos dio Ambrosio a lo largo de las dos semanas siguientes: no se puede describir el olor que había en nuestra casa. Sin duda el cerdo estaba enfermo, y de él se alzaba un vapor que recordaba a un cadáver que llevara sin enterrar todo un mes. Por su culpa, la casa estaba podrida y descompuesta de arriba abajo. Durante ese tiempo, mi madre estuvo detrás en el fondo de la casa sin poder sostenerse ni hablar. Al cabo de los quince días nos dio su bendición y su adiós, lánguida y suavemente, y volvió su rostro hacia la Eternidad. El Viejo estaba en la cama, dándole toda la noche fuertes chupadas a su pipa como defensa contra el hedor. Entonces se lanzó sobre mi madre y la arrastró junto al camino, salvándola de la muerte aquella noche, aunque los dos quedaron calados hasta los huesos. Al día siguiente sacamos las camas al camino, y el Viejo afirmó que a partir de entonces nos quedaríamos allí, «pues es preferible estar sin casa a estar sin vida, y si nos mata la lluvia esta noche, mejor es esa muerte fuera que no la otra dentro».

Aquel día pasaba Máirtín Ó Bánasa por el camino, y cuando vio las fétidas camas al aire libre y nuestra casa vacía, se detuvo y entabló conversación con el Viejo.

—La verdad es que no comprendo la vida, y no sé la razón por la que están las camas de juncos fuera, pero mira: la casa está ardiendo.

El Viejo contempló la casa y meneó la cabeza.

—Eso no es fuego —dijo— sino un cerdo podrido que tenemos. No es humo lo que sale de la casa como tú crees, Máirtín, sino vapores de cerdo.

—No me agradan esos vapores —dijo Máirtín.

—No hay nada saludable en ellos —repuso el Viejo.

Máirtín reflexionó un rato sobre el asunto.

—¿No será que estás encariñado con ese cerdo, y no quieres cortarle el pescuezo y enterrarlo?

—Sí, esa es la verdad, Máirtín.

—En tal caso —dijo Máirtín— os prestaré ayuda.

Se subió a lo alto del tejado de la casa y puso varios tepes sobre la boca de la chimenea. Entonces cerró la puerta y bloqueó con barro y con trapos los dos ventanas para que no pudiera entrar ni salir aire.

—Ahora —dijo— no tenemos más que esperar tranquilamente una hora.

—¡Válgame Dios! —exclamó el Viejo—, no entiendo esa acción tuya, pero ocurren cosas sorprendentes hoy día, y si estás contento con lo que has hecho no seré yo quien te lleve la contraria.

Transcurrida una hora, Máirtín Ó Bánasa abrió la puerta y entramos todos menos mi madre, que estaba aún postrada sobre el húmedo lecho de juncos. Ambrosio estaba extendido, frío y muerto, sobre el hogar. Su propia pestilencia había acabado con él, y una nube de negro humo casi nos asfixió. El Viejo estaba muy triste, pero dio a Máirtín las gracias de todo corazón y por primera vez en tres meses dejó de fumar su pipa.

Ambrosio fue enterrado de forma digna y honorable, y todos nosotros volvimos a estar muy bien en la casa. Mi madre se recobró rápidamente de su maltrecho estado de salud, y empezó a cocer, con renovado ímpetu, grandes ollas de patatas para los otros cerdos.

Fue Ambrosio un cerdo muy especial, y espero que nunca haya otro como él. Le deseo lo mejor si es que hoy está vivo en algún otro mundo.