Pasé casi toda mi infancia en el Barrio Sur de Montevideo. Mi padre era un electricista calificado. Siempre me ha sido doloroso recordarlo y conservo una imagen muy informe. Mis años en Nazareth contribuyeron mucho a desdibujármelo. Retengo sólo algunos de sus gestos. De su vida, no sé casi nada.
En invierno, cuando llegaba del trabajo se acostaba a leer. Entre sus libros de cabecera había poemarios románticos, novelas de Balzac, Dickens, Zola, y siempre tenía a mano a Bakunin en un tomito forrado de rosa. Por algunos comentarios que le oyera después al tío Lucho, parece que tuvo una juventud agitada. Estuvo preso, allá por los años veinte.
En verano, después del baño en la tina, se ponía un pijama de rayas, sus chinelas y se sentaba en una silla bajita de paja a tomar mate y fumar en el balcón. Armaba un cigarro tras otro y se quedaba horas chupando la bombilla con la mirada perdida, hasta que llegaba la noche. Arqueaba mucho las cejas y entreabría la boca, como si escuchara voces.
Los domingos me sacaba a pasear. Eran largas caminatas de la mano, en silencio. Íbamos al Parque Rodó, al Prado; dábamos de comer a las palomas; oíamos los conciertos de la Banda Municipal; paseábamos en bote por el lago. Una tarde me llevó a un circo. Fue la única vez que lo vi reírse a carcajadas, mostrando las encías, como un niño. Yo sentía en todo instante su amor silencioso en la mirada, pero nuestros diálogos se limitaban a preguntas muy escuetas que ambos respondíamos con monosílabos. Al hacerlo, mirábamos hacia otro lado.
Jamás pude comprender qué circunstancias lo unieron a mi madre, quince años menor que él. Ella procedía de una familia rica del Salto. Se quejaba mucho, cuidaba de sus manos, leía los novelones de Maribel, Para Ti, Damas y Damitas. Solía escrutarse el rostro en el espejo. Se ponía cremas. Su mal humor la llevaba a veces a no cocinar por la noche. Se encerraba en su cuarto.
No era cariñosa conmigo. A veces, en la calle o delante de alguna visita me dirigía una sonrisa o me pasaba una mano por el pelo; pero nunca lo hizo a solas conmigo.
Un día mi padre se cayó de un poste y quedó tullido. Después del accidente sólo podía mover su cuerpo de la cintura para arriba.
En un año se convirtió en un anciano. Ya se estaban agotando los ahorros que había reunido y aún no comenzaban a pagarle la pensión que le correspondía, cuando mi madre desapareció de la casa. Nunca regresó.
Yo tuve que dejar de ir a la escuela. Tenía once años.
Un tiempo después, al abrir por la mañana la puerta de calle, encontré en el piso un sobre con dos mil pesos argentinos. Fuera de los billetes, no había siquiera una nota. Al cambio de entonces resultaron casi quinientos pesos de los nuestros. Cuando mi padre estaba sano no se los hubiera ganado en cinco meses. Contó el dinero y guardó silencio.
A la madrugada siguiente me despertaron los vecinos. Mi padre se había ahorcado del balcón. Lo hizo por mí; pero yo sentí que me había traicionado. Si me hubiera querido como un padre, no me habría impuesto el horror de ver su cadáver colgando en la calle. Mi madre, en cambio, sólo me inspiraba piedad y ya la había borrado de mi corazón. Pensé por primera vez en Dios.
A pocas cuadras de la casita que alquilábamos, vivían unos parientes lejanos de mi padre. Eran gente muy pobre, pero me llevaron a vivir con ellos. En los dos cuartos que ocupaban en un conventillo de la calle Río Negro, vivían cinco.
A los pocos días de refugiarme en casa de Lucho, por los avisos de El Día obtuve un empleo en la Farmacia Moderna, propiedad de un tal Licinio Lobo. Antes de explicarme mis tareas, me soltó una arenga sobre trabajo, ahorro y obediencia. Esos habían sido los pilares de su éxito en la vida. Y si yo estaba dispuesto a adoptarlos, haría carrera a su lado y me convertiría en un hombre de provecho. Él decía un hombre de pro.
El puesto era de mandadero. Don Licinio necesitaba un joven robusto y decente que le distribuyera pedidos en bicicleta. La Moderna fue la primera farmacia de Montevideo que sirvió a domicilio las órdenes telefónicas de su clientela. La iniciativa de don Licinio produjo excelentes resultados. Aquel negocio que meses antes agonizaba por la desidia de sus antiguos propietarios, gracias a mi infatigable pedaleo, no tardaría en dar señales de vida.
Don Licinio me asignó un sueldo mensual de quince pesos, pero dijo que sólo iba a abonarme diez. Los otros cinco me los guardaría para ir formándome en el hábito del ahorro. De esa forma, a fin de año, tendría sesenta pesos reunidos.
Comencé un seis de enero. El trabajo era extenuativo. La farmacia abría a las ocho; pero yo tenía que llegar a las seis y media. Baldeaba diariamente los pisos, pasaba trapos húmedos y luego secos por todas las maderas y cristales, limpiaba por dentro y por fuera los frascos, balones, bollones, probetas, tubos de ensayo y todo el instrumental del dispensario; y cuando concluía aquella limpieza titánica, siempre faltaba algún espejo que repasar; o sucedía que la balanza, las paredes o el techo no relucían suficientemente, y don Licinio en cuclillas, don Licinio encaramado en una escalera, hurgoneaba con su dedo ubicuo los vértices de las estanterías, los lomos de las puertas, las tablas del mostrador; y cualquier mota de pelusa, el polvillo olvidado en un vértice del piso, una cagada de mosca en lugares inaccesibles a la vista, desencadenaba sus monsergas sobre los peligros de la pereza y negligencia.
No resistía verme descansar. Había veces en que luego de hacerme limpiar y volver a limpiar sobre limpio, cuando no podía inventarme ningún quehacer, me hacía montar en la bicicleta, a la que había mandado preparar unos calzos de modo que las ruedas traseras pudiesen girar libremente en el aire, y me ponía a pedalear vigorosamente. En su opinión, toda inactividad lesionaba la salud y la moral; y lo que él me ordenase, era siempre por mi bien, para convertirme en un hombre de pro.
No debí odiarlo tanto. Aquella mole de trabajo que caía sobre mis doce años desde las seis y media de la mañana hasta las seis y media de la tarde, me ayudó a mitigar mi orfandad. Y comprobé que las ansiadas tardes del domingo me eran ahora muy tristes. Vagaba sin rumbo por las calles, me sentaba en la Rambla a mirar el mar, y deseaba que llegara el lunes para ponerme otra vez bajo la férula de don Licinio.
En uno de esos domingos grises, entré en una iglesia que los jesuitas de la Sagrada Familia tenían en la calle Mercedes. Me sentí bien en aquel sosiego penumbroso. El órgano y el olor del incienso difundían mansedumbre y limpieza. Y aquellas figuras silentes que se desplazaban con movimientos tan compuestos, debían de ser personas bondadosas.
Volví al domingo siguiente. Oí la misa que oficiaban a las seis de la tarde para unos pocos feligreses, en su mayoría ancianos. Mi juventud, el estarme horas allí antes y después de la misa, y mi evidente desconocimiento del ritual que imitaba con torpeza espiando los movimientos de los demás, llamaron la atención de un sacerdote. Cuando la iglesia quedó casi vacía, se me acercó por detrás y me preguntó si estaba rezando. «No sé rezar, señor», le respondí con temor. Me dirigió una sonrisa, me tomó una mano y me preguntó si quería aprender las cosas de Dios. Le dije que sí. Luego se informó sobre mi vida. Me oyó un rato sentado a mi lado. Por fin me llevó a la sacristía, me invitó a tomar chocolate con torrejas y me dijo que volviera el domingo a las dos, para asistir a la catequesis que allí impartían para los aspirantes a la primera comunión.
Me ganó la bondad del padre Nuño. Al despedirme, iba deseoso de volver e iniciarme en los arcanos de Dios.
Tío Lucho (así lo llamaba yo) me trataba con una paternal distancia. Su mujer y las dos hijas, Rosa y Margarita, veinteañeras que trabajaban en la fábrica de fósforos del Reducto, eran cariñosas y joviales. El Toto, su hijo albañil, de dieciocho años, estuvo al principio un poco celoso de mí. Luego empezó a tratarme con una campechanía exagerada, vulgar, y hasta cierto punto fastidiosa; pero yo le seguía la corriente y llegamos a hacer si no buenas, aceptables migas.
Yo entregaba en la casa los diez pesos que cobraba; y reservaba para mis modestos gastos las propinas de los repartos. Lucho era sastre. De lunes a sábado se la pasaba encorvado sobre las piezas de tela, hincando la aguja con movimientos velocísimos y certeros. El domingo por la mañana, bien temprano, sacaba al patio común del conventillo la mesa del comedor y amasaba tallarines. En cuanto tenía la masa preparada, limpiaba la mesa con cepillo y agua caliente, volvía a ponerla en el cuarto y comenzaba a elaborar la salsa. Mandaba comprar una botella de grapa y se la bebía en la mañana mientras tomaba mate y jugaba al truco con unos coterráneos de San José, de donde también procedía mi padre. Y siempre se arrimaban algunos mirones vecinos a garronear un trago y festejar los dicharachos del truco.
Los platos soperos, rebosados de pasta coronada con rayaduras de queso parmesano y el descorche sonoro de las botellas de vino Salus, un tinto misérrimo, marcaban el mejor momento de aquel hombre austero, que sólo esperaba de la vida un poco de salud y disfrutar sus domingos en paz. Venían luego la siesta y otra vez el mate amargo; y desde las tres, en el conventillo atronaban las radios con el fútbol. Esa era la hora en que yo me alejaba hacia el silencio. Siempre detesté aquel fútbol chillón y efímero de las transmisiones dominicales, que obliteraba los pulmones y el cerebro de los barrios montevideanos.
De la entrevista con el padre Nuño regresé a las ocho, para la cena. Tío Lucho era un hombre apacible. Descendía de italianos, pero se había criado en el ambiente criollo del interior. Como paterfamilias limitaba su autoridad a la exigencia irrevocable de que todos nos abstuviéramos de fumar en su presencia y llegáramos puntualmente a la una de la tarde y a las ocho de la noche, lavados y peinados, para comer en silencio lo poco o mucho que servía sobre el mantelito blanco la tía Sara, con su sonrisa sin colmillos y sus manos diminutas, enrojecidas en el oficio de lavandera. Por lo demás, me trataban como a un adulto. No me averiguaban andanzas ni quehaceres.
Cuando terminó la cena bajé a la Rambla y vi la puesta de sol. Y de cara al mar pensé largo rato en el origen de las estrellas y en los enigmas del tiempo infinito.