El soldado Íñigo de Loyola creó la estructura de la Compañía de Jesús, sus grados militares y normas disciplinarias. Y mediante el juramento de obediencia incondicional al superior, que culmina en el Papa, la Orden se convirtió en un ejército verdadero. Y en todo ejército la desobediencia es delito grave.
Yo había comenzado a leer el Tratado sobre la cicloide, por recomendación del doctor Forteza; pero hube de reconocer que luego leí la obra teológica a sabiendas de que Pascal era un hereje, detractor de los jesuitas.
Para fundamentar mi inocencia ante el prior, aduje que la antigüedad de los textos me inducía a considerarlos obsoletos en el siglo XX; los había leído por disfrutar un poco del ingenio y de la prosa del autor. Aquello lo sacó de casillas. Comenzó a vociferar. Nunca le oí tan marcado su acento asturiano. Yo era un dilettante, un presumido. ¿Así que disfrutaba de la prosa emponzoñada de aquel hereje? ¡Qué bien! ¿Y todavía lo predicaba? Un felón era yo! En vez de sentir la sana indignación que habría estremecido a cualquier hermano humilde de la Orden, yo, grandísimo judas, ¿me solazaba con el ingenio de aquel hereje?
Los trescientos años que nos separaban de Pascal no disminuían el odio ad saecula que le guardaba el prior. Traté de ampararme en el hecho de que yo mismo había expresado mis dudas al padre Grijalvo. Creía haber procedido con honestidad. No me sentía culpable.
¡Nada! Encendidos los ojos, carrillos trementes, el prior declaró felonía que un seminarista de la Orden se hubiera pasado meses «disfrutando» de los libelos jansenistas de Pascal.
Las represalias no se hicieron esperar. Se me privó de leer. Ya no pude utilizar sino los materiales previstos en mis planes de estudio. El hermano bibliotecario recibió orden de no entregarme ninguna otra obra sin antes consultar con el padre Grijalvo. También se me prohibió seguir los cursos de matemáticas en Córdoba. En los meses siguientes, el prior, el padre Grijalvo, el padre Latour, el padre Franco, me sometieron a un acoso permanente en busca de nuevas desviaciones. En las clases de teología, el padre Grijalvo no me daba tiempo a desarrollar mis exposiciones. Me interrumpía con brusquedad. Y cuando yo intentaba discurrir con la sutileza que antes me elogiaba, se ponía al acecho para contradecirme. Jamás me sacó de dudas en el asunto de la gracia. Me prohibieron que consultara libros de matemáticas en la biblioteca. En pocos meses perdí el respeto intelectual que antes me inspiraban algunos profesores.
En una cosa estaba yo de acuerdo con Pascal: la fe debía nutrirse de la verdad. Buscarla con una venda en los ojos, era tratar indignamente a la razón del hombre.
Se me hizo patente que ya no podría cumplir el juramento de obediencia incondicional. El dogmatismo del padre Grijalvo me resultaba despreciable. Y Latour renunciaba, para la teología, a la lógica que exaltaba en ciencias. Algunas denuncias de Pascal, formuladas en el XVII, seguían vigentes contra los jesuitas de Nazareth.
No voy a referir en estas memorias el incidente que determinara mi expulsión del seminario, algunos meses después. Siempre recordaré a la Compañía de Jesús con respeto. Mal haría en olvidar cuánto hicieron por mí, en los años cruciales de mi infancia; que les debo mi formación; y que entre ellos encontré hombres justos, como el padre Nuño, el padre Poey, el padre Alonso, el hermano Arturo y otros, a quienes debo reverencia y gratitud.
Llegué a Buenos Aires en una mañana cálida de enero. Viajé solo. En Córdoba me habían dado el pasaje en tren y cincuenta pesos para el viaje. Debía acudir al Colegio de San Ignacio y presentar una carta donde se instruía a los jesuitas bonaerenses que me hospedaran hasta la hora de mi partida hacia Montevideo.
No atiné a echar un vistazo a la ciudad, que entonces desconocía. Mi salida de Nazareth se había decidido de un día para otro. Me sentí traicionado. Pasé toda la tarde encerrado en el cuarto que me asignaron. Esa misma noche un hermano me condujo hasta la dársena y a las diez embarqué en el Vapor de la Carrera. A la mañana del día siguiente divisaba el Cerro de Montevideo, la escollera Sarandí, los edificios grises de la Ciudad Vieja. Frente al Mercado del Puerto, tomé un ómnibus para casa de Lucho.