MÁS VALE TARDE QUE NUNCA

En 1958, La Habana comenzaba a elevarse. Ya los primeros rascacielos surgían en el barrio del Vedado. La mole fenomenal del Focsa con sus 35 pisos, el Habana Hilton, el Habana Riviera (controlado por la mafia judía de Meyer Lansky), el Capri (administrado por George Raft, agente de Santo Traficante); más el frenético surgimiento de cabarets y garitos, amenazaban desvirtuar el aire señorial de aquel barrio de siesta y jazmín. Y en el 60, burladas las pretensiones gigantistas, detenido el creciente parpadeo de los night clubs, prevalecieron las casonas con umbrosos portales, columnatas, balaústres, y terrazas almenadas.

Ante una de esas mansiones de dos plantas, en la calle Trece del Vedado, se detiene un taxi. Se apea un hombre canoso, delgado, alto, entrado en años, y avanza hacia la reja del portón. El taxi estaciona un poco más adelante y lo espera.

Tras los gruesos barrotes, a unos treinta metros, se divisa una fachada pintada de blanco. Rosales y geranios pueblan el antejardín. Brilla el césped recortado, de un verde muy claro, que denota riego abundante. Al sesgo, el hombre divisa una glorieta octogonal; más atrás, una copia en mármol del Auriga de Delfos, tamaño natural, y una fuente coronada por la gárgola bifronte de un dios Jano, cuyos dos chorros alimentan un estanque donde chapotean patitos de juguete. Se ven también columpios y un subibaja. «De los nietos», piensa el hombre.

Toca timbre y enseguida ve acercarse a un mulato, vestido de pantalones y camisa blanca. Pero su corbata anchísima, pasada de moda, y los zapatos, son negros. El visitante sabe que si aquel hombre vistiese completamente de blanco, sería un comprometido practicante de la religión africana, dominante en Cuba.

—Buenas tardes.

—¿No quiso pasar? —preguntó el fiscal.

—No, dóctor —dijo Tomás—. Venía a dejar la carta y más na’.

El fiscal se encogió de hombros y rasgó el sobre:

La Habana, 6 de setiembre de 1988

Estimado Dr. Infante:

Ante todo, mi gratitud reiterada por su cooperación y benevolencia. Anoche, Bernardo regresó a Italia. Yo saldré mañana para México. No quiero hacerlo sin aliviarme de un cargo de conciencia. En efecto, como usted discretamente insinuara durante nuestra cena en vísperas del juicio, la última carta de Bernardo no decía toda la verdad. Yo sabía que era cierto, pero aquella noche no me sentí capaz de reconocérselo. Le confieso que hasta no verlo absuelto, me temí que usted, al conocerlos detalles del engaño, variara negativamente en su actitud hacia nosotros. Pero ahora, tras el fallo absolutorio que sin duda usted propiciara, no puedo menos que avergonzarme por mi falta de confianza y referirle, como usted se merece, toda la verdad.

En primer lugar, no es cierto que la iniciativa de reunir esos materiales y traerlos a Cuba, fuera idea mía. Fue sugerencia de Bernardo quien, primeramente, me telefoneó para saber si, en caso de caer preso por entrada ilegal a Cuba, yo podría y estaría dispuesto a ayudarlo, a través de mis contactos con el MININT. Yo acepté y él me invitó unos días a Italia, para trazar juntos el plan.

Así fraguamos la muerte de Elena, mujer que nunca existió, pues la compañera de Bernardo, que lo secundara en tantas aventuras, se llama Margarita y goza de excelente salud. A la patraña de la muerte de Elena añadimos luego la del accidente automovilístico de Bernardo, más todo el delirio posterior, con las citas del Dante y Silvio Pellico, y los sueños, hasta culminar en la gran locura de la reencarnación.

Y ahora sí, le juro por mi honor y la memoria de mis padres, que la carta final no contiene más falsedades que las ya mencionadas; y que tanto la autobiografía como la correspondencia, son auténticas.

Carlos Castelnuovo.